Los crí­menes de un escritor imperfecto (36 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Luego di una vuelta por allí. La mayor parte del terreno estaba cubierto de brezo y árboles. La casa más cercana estaba a más de doscientos metros y, entre las casas, había coníferas, así que las personas no podían verse. El jardín estaba compuesto de una parte de césped, un entarimado de madera a modo de terraza a ras de suelo y un cobertizo con muebles de jardín, una parrilla, una cortadora de césped y otros utensilios de jardinería.

De vuelta a la casa, comprobé que los radiadores eléctricos calentaban bien; sin embargo, encendí la chimenea del salón de la televisión. Puse el canal de noticias y fui a por una botella de güisqui que había comprado en el supermercado. Con el cuerpo hundido en un blando sillón de piel, un vaso de güisqui en la mano y la botella a tiro, empleé las horas siguientes en seguir el torrente de noticias. Continuaban sin nombrar los asesinatos, solo daban banalidades, las negociaciones sobre la ley de finanzas y absurdas argumentaciones en los debates de inmigración.

Brindé con mi güisqui. Bebí a mi salud soltando una risotada cada vez. Me sentía seguro. Había cumplido con éxito la primera fase de mi plan y tenía la sensación de tenerlo controlado, al menos, ya no tenía dudas. Esa tarde me permití relajarme. Un día de descanso antes de los enormes esfuerzos que me esperaban las semanas siguientes.

No me hizo falta la cama esa noche. Me quedé dormido en el sillón delante del televisor encendido y desperté con imágenes de suicidas armados con bombas en su cuerpo, en Oriente Medio. Calles polvorientas ocupaban toda la pantalla y la gente corría apelotonada, lloraba y gritaba contra la injusticia y a favor de la venganza. En Dinamarca seguían hablando de la ley de finanzas.

Apagué el televisor y no volví a encenderlo.

Tras un desayuno frugal, un bollo tostado y café, me senté delante del ordenador, que se encendió con un zumbido amodorrado. En la mesa estaba el sobre con mi letra. Lo abrí y saqué la fotografía. Era una de las que me había hecho en la máquina automática de la estación de Nordhavn. Mi pelo estaba un poco desgreñado, la barba más poblada y más díscola que de costumbre, pero eran los ojos los que atraían la atención. La mirada estaba vacía y parecía vertida en un espacio oscuro.

Coloqué la foto en el canto de la pantalla.

El ordenador había finalizado el proceso de abrirse. La imagen de fondo, una fotografía del chalé de la playa un día de verano de hace algunos años. Era como estar sentado en mi oficina de El Torreón, con vistas al jardín.

Inicié el programa de tratamiento de textos y abrí un archivo. Cada vez era una experiencia especial, un poco parecida a la de un pintor que inicia una obra en una tela recién estrenada. Pero esa vez no lo disfruté como de costumbre. No sentí esa sensación de libertad que antes me embargaba con la visión del documento vacío. Esa vez sabía exactamente lo que iba a escribir y eso me asustó.

Del sobre saqué mi mensaje y lo coloqué al lado del teclado.

Era una sinopsis corta, escrita con mano temblorosa. La desesperación y el pavor emanaban de la letra forzada.

Escribí el título en la primera página del documento:

Por encima de mi cadáver

de Frank Fons

Con el habitual toque en el teclado oculté el documento, una especie de ratificación y de aceptación de que no había vuelta atrás.

Tomé una profunda bocanada de aire y empecé.

«Hasta la fecha nunca he matado a nadie más que sobre el papel».

HOY
Último capítulo

E
STA NOCHE no he dormido.

Hace ocho días que mandé este manuscrito al apartado de correos de Osterbro y dos que he recibido respuesta. En una postal con la imagen de la Sirenita. Solo constaba la fecha de hoy. El sello estaba fechado en Nykobing, la ciudad más grande de los alrededores, a unos cincuenta kilómetros de aquí. No sé qué pensar. ¿Vivirá él en la zona? ¿Estoy bajo observación o es para despistar? En realidad no tiene importancia.

Me doy cuenta de que pronto todo habrá acabado.

Mi cuerpo está en un estado de alerta extremo y ninguna impresión escapa a mi atención. Escucho todos los sonidos, veo todos los colores y noto el más mínimo soplo de viento en mi piel. Es como si todo mi organismo succionara impresiones para sí mientras todavía le quedan posibilidades. Mis manos se niegan a permanecer tranquilas. Constantemente persiguen superficies y objetos que quieren tocar, y puedo registrar detalles en la superficie de la mesa o en los marcos de las ventanas que no había notado antes. Las venas y rugosidades de los árboles me parecen cordilleras y hallo asperezas en la superficie del mármol pulido. Mis papilas gustativas rechazan el güisqui, su sabor es demasiado fuerte. Y, de pronto, percibo en el agua del grifo matices que antes no había notado. Bebo mucha agua. Sabe a gloria y mi garganta sigue estando seca.

Fuera contemplo los pájaros picotear las rodajas de pan que les echo. Casi puedo escuchar su pico al partir los granos de cereal, y, cuando despliegan las alas y se echan a volar, veo la imagen en cámara lenta y me imagino que los podría cazar como si nada. Preveo cada uno de sus movimientos y en mis músculos hay una tensión que me hace sentir que soy más rápido y tengo más control que ellos. Un deseo repentino me hace correr por el jardín. Siento el viento en la cara y la hierba bajo los pies desnudos. El esfuerzo no me cansa. Tengo la respiración bajo control. Puedo escuchar el aire entrar y salir de mis pulmones y vías respiratorias con un impulso rítmico, como un fuelle mecánico.

Cuando entro de nuevo, me asfixio en ese aire viciado de la casa. Parece que sus moléculas frenen mis movimientos y abro todas las ventanas y puertas un cuarto de hora para renovarlo. Tras cerrarlas, huele débilmente a los abetos de fuera. Saco la basura, que huele a restos de comida de ayer. El frigorífico está vacío, pero no importa. Aunque tenga apetito, sé que mis papilas gustativas no me permitirán cualquier cosa y no hay demasiadas posibilidades de experimentar platos gourmet cerca de aquí. Además no puedo alejarme.

Pronto llegará mi huésped.

En la mesa del comedor están las cosas que vamos a usar. Cojo el escalpelo y lo pruebo en el huevo, aunque ya lo haya sometido a prueba esta mañana. Está increíblemente afilado y me hago un pequeño corte en la yema del pulgar. La sangre brota y la gota va creciendo. Suelto algunas maldiciones, dejo el escalpelo y me chupo la sangre mientras me dirijo al baño. De encima del lavamanos saco el botiquín de primeros auxilios y busco una tirita. Antes de ponérmela, dejo que el agua fría corra por el dedo hasta que casi no lo siento. Una vez puesta la tirita, me fijo en si la sangre se ha parado, hasta que, de repente, me doy cuenta de lo grotesco de la situación.

Me echo a reír. No puedo parar. Mi risa se vuelve más y más sonora y tengo que salir del baño para dar espacio suficiente a toda esa hilaridad. La casa entera retumba y mi ataque levanta el polvo. Jadeo en busca de aire y por un instante casi logro controlarme, entonces me miro el pulgar de nuevo y vuelta a empezar.

Al final me arrastro riendo hasta la mesa del comedor para poder parar. La visión de los objetos me hace el efecto necesario y la risa se me hiela. Me seco las lágrimas del rabillo de los ojos y me sueno la nariz con un pedazo de papel de cocina. Mi garganta vuelve a estar seca y bebo más agua.

Mi mirada repasa los objetos de la mesa, uno a uno. Los he recogido por toda la casa, de la cocina, del baño y de un cobertizo cerrado con llave que he descerrajado con el atizador del fuego que he hallado colgado en un soporte de hierro al lado de la estufa de leña. Objetos corrientes y herramientas que pueden hallarse en la mayoría de las casas veraniegas. Es mi especialidad, mi fuerza, transformar cosas corrientes en algo que helaría la risa a cualquiera.

La luz exterior está a punto de extinguirse. Los días de diciembre son cortos y, de repente, me acuerdo de que la Navidad está al caer. No he puesto la televisión desde la primera noche que llegué, pero ahora la enciendo y constato que en todo el mundo hay ambiente navideño. Dan repeticiones de películas infantiles a todo trapo y los anuncios están repletos de ofertas variopintas de imprescindibles objetos de plástico que solo esperan penetrar en tu casa y acumular polvo en las habitaciones de los niños. Mis ojos se irritan con esas imágenes. La apago.

En ese rato que he mirado la tele, se ha extinguido la última luz diurna. Me irrita que me la haya perdido y enciendo las luces de la casa. La última que enciendo es la de fuera, dado que es la señal de que estoy preparado. Después echo más leña a la chimenea. Al lado hay un buen montón procedente del cobertizo. Habrá suficiente.

Ha llegado la hora.

Escucho, pero solo puedo oír las llamas y el viento meciéndose en los árboles.

Cuando llaman a la puerta, me estremezco. Golpes fuertes e insistentes en el cristal de la puerta principal. El corazón se me sale del pecho y me parece escuchar mi sangre zumbar por todas mis venas mientras voy hacia la puerta. Mi mano agarra el frío metal de la manilla, la presiono hacia abajo y abro la puerta. Un viento frío se escurre hacia dentro y sobrepasa la figura de fuera.

Tú llevas un gabán largo y, en una mano, una bolsa de plástico blanca con los últimos objetos que yo no he podido conseguir, y además el manuscrito. La otra mano está hundida en la manga del gabán. Posiblemente sostenga una pistola, pero no tienes la intención de comunicármelo. La mano que puedo ver está cubierta por un ajustado guante de piel negra.

No llevas gafas de sol esta vez. No hay necesidad de más disfraces ni acertijos. Todas las máscaras se han caído. Solo quedan el autor y el lector, frente a frente, preparados para el último acto.

Miras mi mano y el pulgar con la tirita. Tus labios esbozan una sonrisa, y muy bien podrías haber dicho algo así como: «¿Has empezado sin mí?». Pero yo estoy decidido a que no haya diálogo de ninguna clase.

¿Qué puede decirse?

Doy unos pasos hacia atrás para que puedas entrar, tú me sigues y cierras la puerta con llave. Tu mirada recorre el salón al entrar. Voy cuatro o cinco pasos por delante de ti y llego a la mesa del comedor. Mis piernas tiemblan, débiles, pero intento esconderlo y tomo asiento en la silla de al lado de la mesa. Sólida y de madera, con brazos, coloco los míos allí y te miro expectante. Tú sacas un rollo de cinta adhesiva y me lo tiras.

Busco el inicio, arranco un trozo largo y sujeto uno de mis tobillos a la pata de la silla. Después, el otro en la otra. Entretanto, te quedas a distancia de mí y sigues atento mis esfuerzos. Con dificultad amarro mi brazo derecho al brazo de la silla. Cuando está hecho, coloco la cinta adhesiva en la mesa. Tú asientes con un movimiento de cabeza y te sientes seguro para dejarme solo mientras inspeccionas las habitaciones superiores. No encuentras nada y vuelves al comedor.

Sacas una botella de la bolsa. Es un güisqui Spring Bank de veintiún años, embotellado directamente del barril y casi imposible de conseguir.

Con mi mano libre empujo hacia ti los dos vasos que he preparado. Me sirves una porción generosa y una más moderada para ti y te sientas en la silla ante mí. Cogemos cada uno nuestro vaso, los levantamos y estudiamos el líquido dorado hasta que bebemos. Mis papilas gustativas lo acogen bien. Cierro los ojos y lo saboreo. Es redondo y suave, y el sabor permanece en la boca varios minutos.

Cuando abro los ojos de nuevo, nuestras miradas se encuentran. Con la cabeza asientes confirmándomelo y tomas otro trago. Yo sigo tu ejemplo y enseguida nos lo hemos bebido todo.

Te levantas de un respingo, agarras mi mano libre y me aprietas la muñeca contra el brazo de la silla. La mantienes en su sitio con la rodilla mientras la atas. Después verificas las demás ataduras tirando de la cinta adhesiva y te sientes satisfecho con mi trabajo.

Parece que te relajes más ahora que me tienes totalmente atado y colocas el gabán en otra silla del salón. Sacas el manuscrito de la bolsa de plástico, lo pones en una silla un poco apartada y lo abres por una de las páginas hacia el final. Adivino que es la 396. Después te vas a la mesa del comedor e inspeccionas los utensilios. Los he dispuesto en el orden en que van a usarse, las tijeras primero. Las agarras y te pones a cortar la manga derecha. Casi está empapada en sudor y a las tijeras les cuesta atravesarla. Pero tras unos minutos mi brazo está desnudo.

El tatuaje se ha vuelto un poco borroso con el tiempo, como si estuviera dibujado con tinta en un papel malo, pero el número de ISBN sigue siendo legible.

Apartas las tijeras y agarras el escalpelo de encima de la mesa. Con una rodilla hincada en mi brazo y una mano en mi hombro, me sujetas mientras dejas que la hoja del escalpelo se hunda en mi carne justo encima del tatuaje.

El dolor es como una descarga eléctrica que sacude todo mi cuerpo. Aprieto los dientes y los puños hasta que el dolor cede un poco. Tú das un paso hacia atrás sin apartar el escalpelo y observas cómo vibra formando un ángulo de noventa grados con mi brazo. Sorprendentemente, sale poca sangre de la herida, pero todavía no alcanza más de medio centímetro de ancho.

Continúas, vuelves a colocar la rodilla como antes y agarras el escalpelo de nuevo. Con un movimiento lento de sierra prolongas el corte a lo ancho del brazo, por encima del tatuaje. Hace daño, un maldito daño, pero ya no me sorprende, así que lo aguanto sin gritar.

Cuando el corte ha rodeado todo el brazo, lo miro. La sangre brota del largo corte y cubre el tatuaje y la mayor parte del brazo hasta el codo. Coges un trapo de la mesa y secas la sangre, pero vuelve a brotar enseguida, por lo que es inútil.

El escalpelo está pringoso de sangre. La hoja se hunde debajo del tatuaje y emprendes un corte paralelo rodeando
el brazo. Usas el trapo para quitar la sangre y asegurarte
de que los dos cortes sean limpios. Dibujan una cinta alrededor del brazo.

Con un casi descuidado movimiento cortas la cinta y dejas que la hoja corte debajo de un extremo de manera que queda colgando como una cinta adhesiva suelta. Tiras el escalpelo a la mesa y coges las tenazas, que están dispuestas.

Cierro los ojos mientras dejas que las hojas de las tenazas agarren la piel por un extremo. Noto tu mano en mis hombros y que apoyas un pie en la silla entre mis dos piernas.

Después tiras.

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