Los crí­menes de un escritor imperfecto (37 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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A pesar de que tengo los ojos cerrados, una repentina explosión de luz me deslumbra y mi cuerpo se levanta arqueándose. No puedo contener el grito y lanzó un chillido que llena todo el salón, un largo grito ancestral que perdura hasta que no me queda aire. Después jadeo en busca de aire, inhalo voraz el aire de mí alrededor, y el grito es sustituido por un gemido.

Un instante después puedo abrir los ojos. Los tengo llenos de lágrimas y escuecen por el sudor que chorrea por mi frente, pero te veo delante de mí estudiando un jirón de piel entre las hojas de las tenazas. Gotea sangre de ellas y dejas caer el jirón de piel al suelo de baldosas, en el que aterriza con un clac.

Mi mirada busca involuntariamente mi brazo. Un pedazo de dos centímetros de ancho ha sido arrancado, incluida la dermis, de manera que la estructura musculosa puede intuirse debajo de la sangre. Para mi horror, veo que solo ha sido arrancada cerca de la mitad de la tira. Jadeo de nuevo en busca de aire y aparto la mirada. Avanzas y me obligas a inclinarme hacia delante al máximo, para que puedas llegar al último pedazo.

Aguanto la respiración cuando noto que las tenazas accionan y espero la explosión. No ocurre y me echo hacia atrás, así que la silla habría volcado de no ser porque tú estabas allí. Vuelvo a chillar de manera que resuenan los cristales. Mi cabeza y mi torso caen hacia delante y todo mi cuerpo tiembla. La respiración se ha convertido en un bufido y la saliva se me acumula en la comisura de los labios.

Siento que te acercas y te colocas delante de mí otra vez. La herida arde como si tuviera un anillo de hierro candente en el brazo, pero es un dolor constante que puedo soportar. Dejas caer las tenazas junto con el resto de piel al suelo entre mis pies.

Con cierto alivio, veo que todo el tatuaje ha desaparecido. No solo porque ya no habrá más tirones, sino porque también me inunda otro tipo de alivio. Siento que me he sacudido de encima la carga de ser escritor deshaciéndome de lo que constituía la prueba fehaciente de mi iniciación.
Desde ese ángulo muerto
ha sido anulado.

El anillo alrededor de mi brazo sigue quemando, pero intento mantener la calma. Tengo los dedos en una postura espasmódica y retorcida, parecen ramas de árbol. El mínimo movimiento tira del brazo y hace que el dolor estalle por los aires.

Sirves otro vaso de güisqui. Oigo que bebes un poco y expresas delectación. Luego esparces el resto por la herida abierta. Mi cuerpo se estira y tensa todo lo que le permite la cinta adhesiva y grito contra el techo. Cuando vuelvo a sentarme, gimiendo y resollando, me muestras el mechero. Es un mechero sencillo, amarillo, de un solo uso y de un euro que he encontrado en un cajón de la cocina, pero funciona, y lo demuestras un par de veces ante mis ojos entreabiertos.

El güisqui se inflama de mala gana. Llamas pequeñas que se desplazan aletargadas por la herida y por el brazo. Pasa un instante antes de que pueda sentir el calor. Empieza como una sensación casi agradable, pero rápidamente se calienta más hasta hacerse insoportable. Mi cuerpo reacciona instintivamente e intenta alejarse del fuego. Tiro de la cinta adhesiva, me tiro a un lado y a otro de la silla, pero no puedo liberarme. El olor de carne y pelo quemados me alcanza y grito desesperado.

Apagas las últimas llamas con el trapo. Sigo sintiendo mi brazo ardiendo y tengo que mirarlo para constatar que el fuego se ha apagado. El vello está chamuscado y tengo el antebrazo rojo. La herida se ha cubierto de una costra negra que se ha quebrado en los sitios comprimidos por la presión de la sangre que la ha traspasado. Pero casi ya no sangra.

Tengo el rostro cubierto de sudor. Me cuelgan mocos de la nariz y las lágrimas abarrotan mis ojos. Todo el rato tengo ganas de escupir y un inicio de náusea hace que tome profundas y aceleradas bocanadas de aire. Empiezo a sentir picazón en mis dedos y me siento mareado. Mi cabeza rueda de un lado para otro. Intento mantener la respiración bajo control y aspiro por la nariz. Los mocos son lanzados a mi pecho, que sube y baja a ritmo desorbitado.

El mareo desaparece y la picazón de los dedos también. Oigo que recoges algo de la mesa y te vas hacia la pared y lo enchufas. Pones la plancha en el suelo, al lado de la silla. Puedo ver la luz roja que indica que todavía no está lo suficientemente caliente.

Mi corazón empieza a palpitar desbocadamente. No es a causa de la plancha, sino de lo que va antes.

Sacudo la cabeza y lloro. Un sollozo seco me llena el pecho y abandona la boca a golpes que hacen saltar todo el cuerpo en pequeños sobresaltos.

Estás al lado de la silla con el manuscrito y pasas un par de páginas mientras asientes satisfecho. Todo va según lo planeado.

La luz roja de la plancha se apaga.

Intento echar la silla para atrás, pero tú colocas un pie en el asiento entre mis piernas, de manera que no se pueda mover. Has cogido las tijeras de podar de encima de la mesa sin que me haya dado cuenta y agarras mi mano derecha. La cierro lo más fuerte que puedo y me revuelvo en la silla. Me sueltas la mano y das un paso atrás. Me relajo y te miro con odio a través de las lágrimas que empapan mis ojos. Te quedas parado y esperas con las manos en las caderas. Tu mirada refleja repugnancia. No hay compasión. ¿Y por qué debería haberla? Yo mismo lo he pedido, yo mismo lo he escrito.

Todo es inútil. No hay salida.

Asiento con un movimiento de cabeza y extiendo los dedos. Cuando te acercas, vuelvo la cabeza y cierro los ojos. Vuelves a colocar el pie en la silla y me agarras la muñeca. Mi mano tiembla. Pero mantengo los dedos extendidos y separados como si intentara agarrar un balón. Colocas las hojas de las tijeras en el lugar adecuado, cerca de la primera falange del dedo meñique. Siento el metal frío contra la piel. Me aprietas más la muñeca y la presionas fuerte contra el brazo de la silla. Aprieto los dientes y contengo la respiración.

El sonido no es diferente de cuando corto una rama en el chalé de la playa. Un corte rápido. Algo cae en el suelo con un ruido sordo. Podría ser un corazón de manzana o una zanahoria, pero en esta ocasión son los seis centímetros del dedo meñique de mi mano derecha.

Mi mano se contorsiona como si alguien le hubiera aplicado una corriente eléctrica. El dolor se extiende por el brazo, se abre camino por el hombro y taladra la espina dorsal, donde se endereza de un tirón y envía una energía excedente, como un latigazo, hacia mi boca en forma de un estridente grito. Mi cerebro parece agrandarse y apretarse contra el interior del cráneo. El grito se extingue cuando ya no me queda aire en los pulmones y resoplo en busca de aire. Mis dientes castañetean en mi boca como de frío, pero el resto de mi cuerpo arde.

Despacio, vuelvo la cabeza y me obligo a abrir los ojos. Extiendo los dedos. Tiemblan y en los cortos vellos de cada uno hay gotas de sudor. Cuando veo el muñón de mi meñique, vuelvo a gritar, no de dolor, sino de pánico. Solo queda un centímetro después del hueso y el corte es poco natural de lo limpio que es. La sangre chorrea hasta el suelo a ritmo regular. En el charco puedo ver el resto del dedo. Parece totalmente irreal, como si se hubiera convertido en una imitación en papel maché tan pronto como fue separado de mi cuerpo.

Aprovechas la ocasión para agarrar mi mano abierta y darle la vuelta para que quede el muñón hacia arriba. Con tu otra mano coges la plancha y sin titubear la presionas contra él. Quema y sale un poco de humo gris de la superficie de la plancha. Mi mano se contrae, pero tú me sujetas fuerte y la aprietas más fuerte contra la herida. La luz roja se enciende de nuevo y colocas la plancha otra vez en el suelo.

El olor a carne quemada penetra por mis fosas nasales y ya no puedo contener la náusea. Me abalanzo hacia delante y vomito en el suelo entre mis pies. Tú te retiras un poco mientras mi estómago echa lo que le queda con espasmos fuertes. Estoy a punto de ahogarme. Siento como si no hubiera suficiente espacio en mis pulmones dentro de la caja torácica y por lo tanto no puedo inhalar. Me das un cachete y el
shock
hace que jadee inspirando. Con una tos terrible y saliva, las vías respiratorias se ponen en marcha como un viejo tractor.

El dedo ya no sangra. Una costra negra cubre la herida y la quemadura ha levantado ampollas en el resto del muñón, así que parece que el dedo se haya fundido hasta el hueso. Intento vomitar de nuevo, pero se queda en sensación de vómito y un desagradable ruido gutural.

No me he fijado en dónde has dejado las tijeras mientras cerrabas la herida, pero, de repente, las tienes en la mano otra vez. Las abres y cierras ante mis ojos.

Te resulta necesario usar las dos manos con el dedo pulgar. No puedo dejar de cerrar la mano, pero las tijeras han rodeado el dedo y la palma de la mano de tal manera que no puedo impedir que las hojas se hundan en la carne y se ciñan al hueso hasta que este cede. No oigo el dedo caer porque estoy demasiado ocupado en gritar.

Estás harto de escándalo, quizá nervioso por si alguien puede oírlo, así que arrancas un trozo de cinta adhesiva y la aprietas contra mi boca. Cojo aire por la nariz con tanta dificultad que haces un corte en la cinta para que pueda llegarme el aire por él, pero sin que pueda gritar demasiado alto.

Una vez que has terminado, mi mirada se desliza sobre mi mano. Debo de haber contraído la mano violentamente, a pesar de todo, mientras cortabas, porque un par de centímetros de piel han sido arrancados y el corte se ha practicado en la segunda falange. Ese muñón ensangrentado brilla de blanco en contraste con la sangre. En el suelo, está el trozo de dedo cortado. Todavía con la tirita que le había puesto unas horas antes, recuerdo el ataque de risa que me dio y suelto un par de risas histéricas antes de que el dolor me haga apretar los dientes.

El corte imperfecto hace difícil cerrar la herida con la plancha y el olor nos conmociona a los dos. A la mitad, das un par de pasos hacia atrás y toses, pero yo no disfruto del mismo lujo y me embarga la náusea. La cinta adhesiva convierte mi tos en un murmullo a ráfagas y el esfuerzo duele en mis sienes.

Cuando, al fin, la herida queda cerrada, te ocupas del resto de los dedos.

En un momento dado me desmayo. No sé cuánto tiempo estoy ausente, pero la primera impresión que recibo es el sonido de la música navideña. Cuando abro los ojos, tú estás sentado ante el televisor con un güisqui. Durante un instante no sé dónde estoy, y, cuando lo comprendo, me sobrecoge el pánico y me revuelvo en la silla con violencia mientras intento gritar a través de la cinta adhesiva.

Apartas la mirada de la pantalla de mala gana y me miras estudiándome, como si valoraras hasta qué punto voy a permanecer consciente o no.

Luego te levantas, apartas el vaso y me cortas el resto de los dedos con música navideña y coro femenino en una iglesia de algún pueblo.

La superficie de la plancha está negra de carne quemada y sangre. Me he acostumbrado al dolor, pero, cuando los diez pedazos de dedos están a mis pies, grito. Quizá debido al reconocimiento de que he perdido mis herramientas de trabajo y con ello mi identidad. Ya no soy escritor, físicamente es imposible darle al teclado y transmitir mis fantasías al papel. Los instrumentos con los que he herido a los seres que más quería no forman ya parte de mi cuerpo. Mis manos se han convertido en un amasijo informe de carne y huesos —quemadas, ensangrentadas e hinchadas hasta ser irreconocibles—. Los críticos ya pueden regocijarse. Seguro que es lo que me pronosticaban. Frank Fons, reducido a una lloriqueante criatura deforme sin posibilidades de escribir una sola palabra más. Víctima de mis frases abominables. El mundo será un lugar más limpio sin mis novelas del tres al cuarto echando fango sobre la literatura.

Mi peor crítico espera a que acabe de gritar a la cinta adhesiva y la arranca de un manotazo. No percibo el dolor, pero noto que arranca piel de mis labios y el sabor a sangre penetra en mi boca. Con una respiración profunda succiono todo el aire que puedo, toso y escupo la sangre.

De repente, estás ahí con las cuñas en la mano. He empleado los dos últimos días en fabricar dos cuñas de madera. El material básico ha sido una estantería de un armario de cocina, serré las cuñas en forma de triángulos y las limé. El ángulo debía ser perfecto, tan grande como fuera posible, pero lo suficientemente pequeño para que llegara al fondo.

Trago saliva un par de veces antes de abrir la boca del todo. Presionas una cuña hasta dentro en el lado izquierdo con una violencia que amenaza con desarticularme la mandíbula. Me quejo en la medida que me lo permite tener la boca tan abierta. La otra cuña la colocas en el lado derecho y la golpeas con la palma de la mano hasta que queda fija. Los labios están extendidos al máximo y siento que podrían partirse como un elástico en cualquier momento.

Te agachas y agarras las tenazas. Están pringosas de sangre y vómito y resbalan de tus dedos cubiertos por los guantes. Las agarras de nuevo y las secas con el trapo. La saliva se acumula en mi boca. No puedo tragar, así que agacho la cabeza para que pueda deslizarse de la cavidad bucal y bajar por la barbilla. Colocas una mano en mi frente y fuerzas la cabeza hacia atrás. Con la otra sostienes las tenazas, con las que golpeas mis dientes a modo de tanteo. El metal contra el esmalte resuena en mi cabeza. Cierro los ojos.

Tu pulgar se apoya en la cuenca del ojo mientras tienes el resto de la mano sobre la frente y colocas un pie entre mis muslos. El diente cruje cuando aprietas las tenazas y, cuando llega el tirón, puedo oír un chirrido distorsionado desagradable mientras la raíz del diente se descuaja de la mandíbula. Con un trallazo, mi cabeza da una sacudida hacia atrás y me produce un dolor agudo en el cuello. Lanzo gemidos y levanto la cabeza de nuevo. El dolor de mis manos apaga todo lo demás, así que tengo que pasar la lengua para constatar que el diente ha desaparecido. La encía cuelga echa un jirón y la sangre empieza a llenarme la boca.

Antes de que pueda vaciar la boca, vuelves a la acción, empujas mi cabeza hacia atrás y colocas las tenazas en el siguiente diente. La sangre se agolpa hasta el cuello e intento toser. Gotas de sangre salen disparadas de mi boca y me salpican las mejillas. Tiras de nuevo y mi cabeza da otra sacudida echándose hacia atrás.

Me agacho al instante y la sangre sale disparada sobre mis pantalones. Siento los agujeros que han dejado los dientes como cráteres.

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