Read Los crímenes de un escritor imperfecto Online
Authors: Mikkel Birkegaard
Tags: #Intriga, #Policíaco
La ira se apoderó de mí y ya no pude contenerla.
En la barra había una botella de aguardiente que había vaciado hasta la mitad. Me volví y grité que los que quisieran una experiencia que cambiara sus vidas se acercaran. Yo cambiaría sus vidas hasta que no pudieran reconocerlas. No les haría falta acudir ni a la televisión ni a una isla desierta para sentir que estaban vivos, yo me ocuparía de ello, al instante y totalmente gratis.
Se hizo el silencio.
Manoteé con la botella y seguí gritando. ¿Había alguien que quisiera dar un nuevo rumbo a su existencia? ¿Quién quería ser sustraído del vacío de la cotidianidad? Algo que, en el fondo de su ser, todos esperaban. El parloteo se encendió de nuevo como si nada. Nadie se inmutaba a pesar de lo mucho que yo gritara. Nadie se atrevía a mirarme, por miedo a que me metiera con él. Ni tampoco me paraban los pies. Todos los que desearan cambiar su futuro podían acudir a mí, yo me ocuparía de ello, grité.
Dos camareros me agarraron por detrás, cada uno por un brazo, y uno de ellos golpeó mi muñeca contra la barra y solté la botella. La gente del bar intentaba ignorar el incidente, aunque no perdieran de vista lo que pasaba. Continué gritando. Llamé las peores cosas que me venían a la cabeza a los camareros y a los allí presentes. Mientras, me arrastraron hacia fuera del local y me tiraron a la calle con tanta violencia que fui a dar en la calzada. Me levanté y seguí gritando mientras ellos volvían al bar. Uno de ellos se quedó en la puerta vigilándome.
No sé cuánto tiempo pasó, pero en un momento dado apareció un coche patrulla y me llevó detenido. Del resto de la noche solo recuerdo destellos. Me condujeron a través de pasillos iluminados por fluorescentes que me hicieron pensar en psiquiátricos del tiempo de la guerra. Volví a exaltarme, ahora alimentado por el miedo, y esa vez acudieron varios policías más. Lo único que recuerdo es que me habían quitado el cinturón y los zapatos. Después, la celda, una fría caja de cemento con un retrete de acero y un colchón delgado. Una vez cerrada la puerta, estuve gritando maldiciones durante un buen rato. Cuánto tiempo, no lo sé, porque en un momento dado debí de caer dormido y desperté al día siguiente con el cuerpo entumecido y dolorido.
Había perdido la voz y las ganas de usarla. La vida nocturna en la ciudad y la compañía de determinadas personas se habían vuelto contra mí, así que, cuando me soltaron, me fui directo al hotel, hice la maleta y abandoné Copenhague.
Caí en la cuenta de que habían pasado tres meses desde que Line me había echado de su lado, tres meses en los que había estado constantemente bajo el efecto del alcohol, las drogas o ambas cosas. Me era imposible diferenciar unos días de otros. Había frecuentado los mismos bares, las mismas personas y escuchado las mismas historias. Incluso las mujeres que había seducido formaban neblinas de recuerdos de los que, en el mejor de los casos, podía atisbar el color del pelo o la habitación en la que había despertado al día siguiente.
Tampoco había sido barato. Tres meses en un hotel fue un desembolso terrible, y ni siquiera me atrevía a contar el dinero que se había ido en las juergas nocturnas. Sin duda, me lo podía pagar, pero, cuando valoro lo que obtuve a cambio, siento que fue la peor inversión de mi vida. Mi reputación había quedado por los suelos y las amistades que había hecho eran inservibles fuera de las cuatro paredes de los bares y la compañía de borrachos.
Lo único que deseaba era estar solo, alejarme lo más posible de la gente. El chalé de la playa era la solución. En realidad, lo había concebido solo como un lugar para guardar mis cosas hasta encontrar algo en la ciudad, pero en aquel entonces se me ocurrió que me daba la posibilidad de desaparecer, aislarme hasta que deseara otra cosa. Era a principios de la primavera, finales de marzo, y la temporada de playa todavía quedaba lejos, así que allí podía estar tranquilo, abandonado a mi propia miseria.
El propio viaje hasta allí fue una liberación. Sentía que cuanto más me alejaba de la ciudad, menos me costaba respirar, la niebla que me había envuelto se volvía más débil y, poco a poco, más diáfana hasta que desapareció del todo al rodar por la gravilla de la entrada a El Torreón.
Había transportado mis cosas allí unos meses antes y las cajas estaban en el suelo del salón, donde las había dejado la empresa de mudanzas. Olía a humedad y a aire viciado, así que abrí todas las puertas y ventanas y salí. No había estado allí desde hacía seis meses y el jardín estaba en un estado lamentable. Había ramas caídas por todas partes, el viento las había quebrado durante el invierno. Y la hierba todavía estaba amarilla tras haber estado cubierta de nieve.
Aunque había leña de sobra para encender la chimenea, tiré la chaqueta y partí unos diez o quince leños más. Era duro, el sudor me empapaba el cuerpo y las muñecas me dolían, pero, al mismo tiempo, era increíblemente agradable sentir mi cuerpo de nuevo. Una vez dentro, cerré las ventanas, encendí el fuego de la chimenea y me senté en una silla delante de las llamas con una copa y una botella de güisqui al lado.
En ese instante no deseaba ya salir de la casa. Pero el deseo duró lo que tardé en vaciar la casa de alcohol. Y me vi obligado a salir aunque la idea de ver a otras personas me produjera náuseas. El simple sonido de voces hacía que cerrara puertas y ventanas y me acostara en el sofá tapado con una manta. El teléfono lo había desconectado después de que sonara un par de veces. Así que me desplacé hasta la tienda con mucho sigilo. Llevé a cabo mi misión como un soldado de una unidad especial, rápido hacia dentro y hacia fuera, sin titubeos ni impulsos de comprar, y fue un éxito. No ocurrió nada, no me atacaron, ni siquiera me abordó nadie. Poco a poco me sentí más seguro y fui cogiendo una rutina de hábitos que se convirtió en mi día a día durante dos meses. Por la mañana iba a por el pan, seis cervezas y un Gammel Dansk
[1]
del tamaño de una petaca.
De camino a casa bebía del frasco. Era primavera temprana y la calidez de lo amargo sabía a gloria, como una chaqueta caliente. Aclaraba el desayuno con un par de cervezas y después salía al jardín. Partía leña, cortaba la hierba o hacía otro tipo de trabajo exigente a nivel físico.
Satisfecho, me recompensaba con un par de cervezas más, tras lo cual descubría que ya no me quedaba ninguna. Siempre me sorprendía, y volver a la tienda para comprar más se convirtió en una parte del programa tras la cual se podía poner el reloj en hora. Ese otro viaje lo hacía en bicicleta, una vieja que ya estaba en la casa cuando la compramos. La cadena estaba oxidada y le faltaban varios radios o estaban torcidos, así que debía de ofrecer una imagen lastimera, una figura con pelo largo y barba también larga montada en una cosa chirriante que solo avanzaba a base de pertinaces pedaleos y un balanceo de cuerpo.
A medida que pasaban los días, la gente se iba acostumbrando a mí, y en mi paseo de la mañana siempre me topaba con las mismas dos o tres personas sentadas en el muro delante de la tienda. Me saludaban cada vez, pero al principio yo no me dignaba mirarles. No me hacía falta contacto personal y menos camaradas de bebida, me las componía muy bien yo solo.
Después del paseo a la tienda mi día consistía en sentarme en la terraza si el día estaba seco o en el salón, delante de la chimenea, si llovía, y allí ingería la captura del día. Como regla general, unas diez o quince cervezas fuertes o una botella de aguardiente, a veces las dos cosas. La mayoría de las veces había comprado un poco de comida, pero a menudo no comía nada.
El día terminaba quedándome dormido delante de la chimenea.
Escribir estaba descartado, había perdido las ganas, la simple idea de pensar en libros me revolvía el estómago. Las cuatro cajas del traslado que yacían en el suelo estaban llenas de ellos, pero no podía desempaquetarlas, así que las cajas continuaban sin abrir como un constante recuerdo de la vida que había dejado atrás.
Una tarde intenté quemar algunos. Las llamas se volvían azuladas cuando penetraban dentro de las tapas, y la pintura se abombaba como pústulas mientras las ilustraciones ennegrecían cada vez más hasta volverse negras del todo, y entonces estallaban en llamas. Las páginas quemaban mal porque estaban prensadas y tuve que separarlas con el atizador para que ardieran del todo. Fue lento y fastidioso y no me dio la satisfacción que esperaba, así que después de tres o cuatro libros desistí.
Un día que iba de camino a la tienda en pos de la ración del día, vi que uno de los hombres sentados en el muro tenía un libro. Aun desde lejos podía distinguir que se trataba de
Demonios exteriores
. Estaba a punto de dar media vuelta, y seguro que lo habría hecho, si no hubiera estado tan sediento. Al entrar en la tienda los ignoré, pero al salir no pude por menos que echarles una ojeada. Eran tres. Dos de ellos se habían sentado para aligerar el peso de sus enormes barrigas, el tercero estaba de pie. Era ese el que tenía el libro y, de pronto, reconocí que era mi vecino. Él lo agitó y esbozó una sonrisa generosa.
—Descubierto —dijo, y se rio.
Seguramente sonreí y me encogí de hombros, pero no intercambié con él ni media palabra, y me apresuré a irme sin volver la vista atrás.
La primavera se había suavizado y podía sentarme en la terraza la mayor parte de la tarde. Ese día también lo hice, tendido en una tumbona de madera delgada y tela ablandada que crujía nada más moverme. Para no tener que levantarme demasiadas veces, saqué tres cervezas a la vez. Me senté con una de ellas en el regazo y las otras dos a mano, colocadas a la sombra de la mesa de jardín hasta que les tocara el turno. De todas maneras, la cantidad se adecuaba a cada vez que tenía que mear y entonces traía más provisiones.
—Hola, vecino —dijo una voz de repente, y el hombre con el libro apareció por la esquina de la casa. Llevaba una bolsa de plástico.
Iba a devolverle el saludo, pero descubrí que las palabras no salían de mis labios. Al hacer memoria no pude recordar la última vez que había usado mi voz.
—Espero no resultar pesado —continuó, y se acercó unos pasos. Arrastró un poco la pierna y me tendió la mano.
Asentí, me levanté mientras la tumbona crujía y tomé su mano. Era seca y cálida y entonces recordé que no había tenido contacto con nadie durante semanas.
—Pero…, claro, somos vecinos y eso… —Sacó el libro de la bolsa—. Así que pensé que podrías firmarme un autógrafo.
Señalé con el brazo una silla de plástico.
—Sí, gracias —dijo aprisa y se sentó. Estuvimos un instante en silencio.
—¿Quieres una cerveza? —le pregunté con voz ronca, y señalé mis provisiones de debajo de la mesa. No se lo pregunté de corazón, sino porque me sentía obligado.
—No, gracias. Yo también llevo —zarandeó un poco la bolsa y de dentro se alzó un celestial tintineo.
Me invadió un terrible alivio. Por un instante creí que sería uno de esos gorrones de los que me había alejado.
—A propósito, me llamó Bent —dijo mientras tomaba un cerveza Fine Festival de la bolsa.
—Frank —correspondí, y señalé con un gesto de la cabeza el libro que había puesto en la mesa.
Bent se rio.
—Sí, lo sé. —Rebuscó un abridor que estaba gastado por las frecuentes idas y venidas del bolsillo del pantalón. Abrió la cerveza, tiró la chapa a la bolsa y quitó cuidadosamente los restos de papel de plata que rodeaban el cuello de la botella.
—Salud, vecino. —Acercó la botella hacia mí. Yo acerqué la mía y brindamos. Mientras bebía, miré cómo subía y bajaba la nuez de su garganta a la vez que se zampaba casi la mitad de la cerveza.
—Ah —exclamó cuando al fin apartó la botella de los labios.
Fui a buscar un bolígrafo y, cuando volví, Bent ya estaba abriendo otra cerveza.
—Sí, no leo demasiado —dijo—. Pero este me lo zampé en un abrir y cerrar de ojos. Por todos los diablos, ¡qué bueno es!
—Gracias —dije, y cogí el libro. Era una edición de bolsillo, amarillenta por el sol y muy desgastada. En la contraportada había un retrato mío y me sorprendió mi aspecto serio. Llevaba la barba recortada como con regla, el pelo oscuro peinado hacia atrás, liso y una pizca brillante, como el de un cantante de los años treinta. Pero fueron mis ojos lo que más me extrañaron. De mirada fría y un poco retadora, y entonces recordé lo difícil que me había resultado poner esa cara de pocos amigos. En ese momento no tenía motivo alguno para estar enfadado. Después de todo, había escrito un libro que Finn me había asegurado que sería un
best seller
, estaba casado con la mujer más encantadora del mundo y tenía una hija que era un ángel. Aunque solo hiciera cuatro años que me habían hecho la foto, parecía pertenecer a un universo paralelo, en el que yo era un escritor de éxito en lugar de un haragán.
—Un libro bueno de verdad —repitió Bent—. Detalles jugosos. Suculentas descripciones de los asesinatos, ¡suculentas, sí!
Mientras continuaba alabando mi libro, recorrí rápidamente las páginas a la altura de mis ojos. Había esquinas dobladas para marcar determinados episodios. Al principio, muy seguidas, pero espaciadas más adelante, y desaparecían en la última cuarta parte. Lo firmé y se lo devolví.
—Muchas gracias, escritor —dijo, y se lo acercó al corazón—. Viggo y Johnny quieren que se lo preste, pero ya les he dicho que no. Que se lo compren. —Lo colocó cuidadosamente en la bolsa como si fuera tan frágil como las botellas—. He empezado otro, ahora no puedo recordar el nombre del autor, pero no es ni mucho menos tan bueno.
Cuando hago memoria, pienso que el primer encuentro con Bent y la visión de las marcas con esquinas dobladas, en especial la gran cantidad de ellas, fueron decisivos para que volviera a escribir. Me persuadí de que había hecho una buena obra. Un pagano se había convertido a la fe correcta. Un no lector había pasado a ser lector, y todavía más, uno de mis lectores. Me sentía halagado, esa no era una adulación de los colegas o de la
jet set
, sino un gesto del todo inhabitual, como si hubiera hallado una fuente de agua limpia en un desierto lleno de pozos envenenados.
Nosotros no bebíamos precisamente agua. Vaciamos las botellas que teníamos, y Bent sacó nuevas provisiones para varias rondas. Por primera vez desde el día en que llegué, abrí todas las cajas. Le quería enseñar mis mejores experiencias de lecturas y pronto tuve todos los libros esparcidos por el salón. Bent había activado mi voz y yo dejé que sonara y sonara, palabras que se habían acumulado durante las últimas semanas brotaron de mis labios sin pensar demasiado que las pronunciaba. Creo que solo hablaba yo, pero él no daba señales de aburrirse, al contrario.