Read Los crímenes de un escritor imperfecto Online
Authors: Mikkel Birkegaard
Tags: #Intriga, #Policíaco
Antes de abandonar la habitación del BunkInn, volví a colocarlo todo como estaba. Permanecí un instante al lado de la puerta y deslicé la mirada por la habitación. Parecía estar como cuando entré. Las sábanas y las toallas que me había subido las dejé delante de otra habitación y después me escurrí escaleras abajo.
El recepcionista estaba sentado de espaldas viendo un partido de fútbol en una pequeña televisión portátil. Me escurrí hasta el mostrador, dejé la llave y desaparecí sin que él se diera cuenta de nada.
Había empezado a llover. Nubes grises se arremolinaban por encima de los tejados de los edificios y fuertes ráfagas de viento hacían que los transeúntes casi no pudieran andar por la acera y se protegieran del viento con los paraguas abiertos como escudos. Yo casi no sentía las gotas de lluvia azotarme la cara mientras me dirigía a la Estación Central; atravesé el vestíbulo con quioscos, bares de bocadillos y gente que se había propuesto interceptarme el paso.
Desde la cabina telefónica llamé a Finn. Estaba absolutamente seguro de que él tenía el número de teléfono de Linda Hvilbjerg. No lo cogió. Me lo imaginé charlando con algún librero mientras echaba un vistazo a su teléfono y rechazaba la llamada al no reconocer el número.
Colgué y me dirigí a la puerta principal. Allí me metí en un taxi y ordené al taxista que me llevara al Forum.
Yo debía de ser la única persona en Dinamarca que no tenía teléfono móvil, cosa que todos mis conocidos me recordaban siempre que podían. Incluso Bjarne lo tenía desde hacía años, y, aunque no quisiera reconocerlo, ya no podía prescindir de él. Por una u otra razón, nunca me ha gustado. Quiero tener la posibilidad de desaparecer. No me gusta que me interrumpan y tener que dar explicaciones a cada momento de dónde estoy si respondo o tener que compartir las conversaciones con transeúntes y pasajeros. En muy pocas ocasiones he echado en falta un móvil, y una de ellas fue entonces, allí sentado en un taxi de camino al Forum.
Iba muy despacio. El tráfico en el centro era terrible y el vehículo estaba más tiempo parado que circulando.
Era imposible saber si Linda Hvilbjerg estaba en la feria del libro, y valoré lo que les diría a ella o a Finn para que me diera el número de teléfono en caso necesario.
Peor que el tráfico del centro fue la aglomeración en el recinto de la feria. Las caras pasaban por delante de mí como una interminable fotografía de escuela sin poder registrar la cara de Finn o de Linda Hvilbjerg.
En el
stand
de ZeitSigns, encontré a Finn hablando con tres hombres trajeados. Me hizo señas con la mano tan pronto como me vio, y me los presentó. Me felicitaron por las buenas críticas. No oí ni sus nombres ni de dónde eran, pero forcé una sonrisa, les di un sudado apretón de manos y pronuncié un «gracias». Con un gesto de cabeza le hice notar a Finn que tenía que hablarle. El asintió y gesticuló que estaría conmigo en dos minutos.
El
stand
estaba lleno de visitantes. Algunos me dirigieron miradas y tuve la sensación de que me atacarían en cualquier momento. Mi único amigo entre esa barahúnda de gente era Finn, así que no tenía intención de alejarme mucho de su lado, pero tampoco podía resistir permanecer allí, expuesto a las miradas que me clavaba la gente.
Me metí en el reservado, en el que afortunadamente estaba solo. El barril de cerveza estaba vacío, lo constaté cuando la espuma chisporroteó en el vaso vacío con un estridente bufido. Debajo de la mesa había un barril extra, pero yo solo no conseguiría cambiarlo y tiré el vaso a la basura con tal fuerza que saltó y desapareció en una esquina. Después de haber pateado los escasos metros cuadrados una y otra vez durante unos dos minutos, me senté en una silla y enterré el rostro en mis manos. Intenté dejar fuera de mí el zumbido que producía el constante bullicio. En ese instante, hubiera deseado tener unos auriculares que pudieran bajar el volumen o silenciarlo del todo. Ayudaba si cerraba los ojos y me concentraba en las manchas que aparecían ante mi vista. Los pensamientos fluían sin que me diese cuenta realmente de adónde iban y el ruido de mi entorno desapareció de mi conciencia.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando sentí una mano en mi hombro.
—¿Duermes? —preguntó Finn, y se rio—. Cáspita, tengo que admitirlo, si puedes dormir en medio de este barullo, santo cielo, eres un fenómeno.
—No dormía, solo tenía los ojos cerrados.
Finn volvió a reír.
—Vale, vamos a llamarlo así, pues. —Su sonrisa había desaparecido—. Llegas tarde, Frank. Sí, ni siquiera tarde, no llegaste. Tenías una sesión de firmar libros, lo recuerdas, ¿no?
Asentí embotado.
—Por eso te llamé —continuó Finn—. Me dijiste que te ponías en camino. Habíamos acordado esta cita, maldita sea.
La rabia empezaba a crecer en mi interior. ¿Cómo podía pensar él en citas cuando la gente moría a mí alrededor como si yo fuera portador de un virus mortal? Me levanté de un respingo, con demasiada brusquedad por lo visto, porque todo me dio vueltas y mi cuerpo se tambaleó un poco.
—Eh, maestro —dijo Finn, y me agarró por el brazo—. Cálmate.
—Tengo que encontrar a Linda Hvilbjerg —dije, y lo miré fijamente—. Ahora mismo. Finn me escrutó un instante.
—¿Lo crees oportuno?
—Está en peligro —dije.
—Sí, eso es lo que pretendo decir —respondió Finn—. Quizá es mejor que duermas un poco. Pareces necesitarlo. Sacudí la cabeza.
—No lo entiendes. Linda Hvilbjerg está en peligro. Finn suspiró.
—Sinceramente, creí que ya se te había pasado. Es una bruja, en eso estamos de acuerdo, y se pasó de la raya en la entrevista, pero empeorarás las cosas enfrentándote a ella. Eso es lo que ella quiere. Le encantaría que cogieras un berrinche, hicieras alguna tontería y salieras en primera página.
—No soy yo —dije. Tenía la garganta seca y tenía dificultades para pronunciar las palabras, quizá porque sonaría a novela de suspense mala—. Hay alguien, otra persona, que intenta matarla. —Agarré a Finn por los hombros—. Asesinarla.
Finn me miró con fijeza un instante y después esbozó una amplia sonrisa que quedó petrificada al no ser correspondida.
—¿Alguien intenta matar a Linda Hvilbjerg? —repitió despacio—. ¿No será la misma persona que actuó en Gilleleje?
Asentí y solté a Finn.
—Tengo que avisarla.
—¿Y qué te hace pensar que está en peligro?
—Es demasiado complicado para explicártelo todo ahora —dije—. ¿Tienes su número de teléfono o no?
Finn sacudió la cabeza.
—Sigo pensando que deberías intentar dormir, Frank. Entiendo muy bien que estés conmocionado tras ese asesinato, pero deberías intentar separar las cosas.
—El número.
Revolvió en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó su teléfono móvil.
—Pero no te lo he dado yo —dijo mientras pulsaba las teclas del móvil.
Me dictó el número y yo lo escribí en mi agenda.
—¿Por qué no intentas dormir un poco y, por la noche, vienes a la fiesta? —propuso mientras se disponía a abandonar el reservado del
stand&mdash
;. Linda siempre viene a las fiestas. Así podréis hablar y arreglar vuestras diferencias con una cerveza delante. Somos adultos, maldita sea.
Le miré fijamente a los ojos.
—No me crees, ¿verdad?
Finn apartó la mirada.
—Cáspita, te estás volviendo más y más raro desde que vives aislado en tu casa del norte —respondió—. Intenta acostumbrarte a otras personas. Sal un poco más de tu escondrijo; pero, ante todo, tómatelo con calma, ¡hostias, Frank!
—¿Intento evitar que una mujer sea asesinada y tú me pides que me lo tome con calma?
—Pero si tú ya le has quitado la vida, Frank. Creí que lo habías vomitado en
Rameras mediáticas
aquella vez. De verdad que acepté aquella terapia. Te pagué para que te deshicieras de tus frustraciones, aunque ya sabía que la cosa saldría rana. «Deja que se lo saque de la cabeza», pensé. Así volverá a ser él. —Me agarró por el brazo—. Y funcionó.
Me reí.
—¿Pretendes decirme que me hiciste un favor? Si hay alguien que está en deuda, ese eres tú, Finn Gelf. —Le hinqué el dedo en el pecho—. Soy yo quien te ha hecho rico. Soy yo el que ha hecho posible que seas un editor importante y de fama internacional. Sin mí no serías nada. Tu editorial habría cerrado hace mucho, el único contacto que tendrías con el mundo de los libros sería el de venderlos como empleado en una librería.
Finn no dijo nada, solo me miró fijamente con una expresión desconcertada, como si le hubiera hablado en chino.
Lo empujé para pasar y abandoné el reservado. Oí que protestaba y me llamaba, pero ya no le escuché más.
La cabina telefónica estaba situada en el vestíbulo del recinto, pero primero debía tomar algo. Me abrí paso hasta el bar del rincón más alejado de la entrada. Todos los asientos estaban ocupados, así que pedí dos cervezas de barril. La primera la ingerí sin apartar el vaso de la boca. La gente a mí alrededor me observaba y murmuraba, pero a mí me traía sin cuidado.
La segunda me la tomé con más calma mientras la rabia contra Finn seguía zumbando en mi interior. ¿Pero qué hostias se había creído?
A tope de cerveza y amargura, me fui hacia el vestíbulo. Rebusqué mi cartera, junté unas cuantas monedas y marqué el número de Linda Hvilbjerg. No lo cogió y saltó el contestador automático. Colgué, esperé un par de minutos y lo intenté de nuevo. Seguían sin cogerlo. Después de cuatro intentos me di por vencido y le dejé un mensaje.
—Hola, Linda. Soy Frank, Frank Fons. Te llamo porque estás en peligro… Es un poco difícil explicarlo, pero hay un asesino que me persigue y lleva a cabo los crímenes que yo he escrito. Y ahora… Sí, ahora ha llegado tu turno… Sé que suena a locura, pero hazme el favor de tener siempre a alguien cerca de ti que pueda protegerte, o escapa a un lugar seguro. —Hice una pausa y eché un vistazo a mí alrededor. La gente irrumpía en el vestíbulo del recinto ferial y se formaba mucho barullo en el guardarropa. Me pareció un contraste absurdo con el mensaje que estaba dejando en el contestador—. Prométeme que tendrás cuidado. Y, Linda… Perdóname…
H
LLAME TODAVÍA UN PAR DE VECES más a Linda Hvilbjerg hasta que se me agotaron las monedas. Según el programa, ese día no iba a participar en ningún acto, así que la posibilidad de que volviera a la feria era escasa. Un cansancio terrible me sobrecogió y decidí que era hora de volver al hotel. Al menos allí podría localizarme cuando escuchara el mensaje.
Ferdinan estaba detrás del mostrador de la recepción, pero yo no tenía ganas de hablar con él, así que solo le saludé con la mano y me dirigí al ascensor sin titubeos.
—¡Señor Fons! —gritó al verme, y me hizo señales de que me acercara a él. Tenía el rostro pálido y la expresión grave, nada que ver con su acostumbrado aspecto jovial.
Me acerqué al mostrador con reservas, como un perro con mala conciencia.
—Es horroroso —dijo Ferdinan, y sacudió la cabeza. Estaba claro que no deseaba entrar en detalles.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté.
—Tu asesinato —dijo Ferdinan—. Alguien ha perpetrado tu asesinato.
Me agarré al mostrador. Era sábado por la tarde. El huésped de la 102 debía, en principio, abandonar la habitación el lunes. Por algún motivo se había descubierto ya el asesinato. Debió de ser el olor.
—Un hombre ha sido asesinado en la habitación 102 —continuó diciendo Ferdinan—. Exactamente como tú lo has descrito. Igual que en tu libro.
Mi mirada estaba paralizada, pero mi cerebro trabajaba a toda velocidad para saber cómo debía reaccionar. Podía descubrirme a mí mismo sin querer, así que debía simular sorpresa.
—No es divertido, Ferdinan. —Fue todo lo que se me ocurrió decir.
—No, no —me atajó él—. Está muerto. —Su mirada atrapó algo por encima de mi hombro.
Me volví. En uno de los sofás había un hombre sentado, llevaba un traje oscuro. Estaba leyendo un libro en edición rústica, pero, cuando su mirada se cruzó con la de Ferdinan, se levantó con esfuerzo del hundido sofá. El libro se lo metió en uno de los bolsillos de la chaqueta, pero, a pesar de la distancia, yo ya había reconocido la oscura cubierta de
Quien bien siembra
. Se movía de forma mecánica como si tuviera los brazos tiesos. Su mirada no se apartaba de nosotros y su pequeña boca, debajo de un delgado bigote, no expresaba más sentimientos que sus andares.
—¿Frank Fons? —preguntó con una sorprendente voz aguda. El sonido le hizo que pareciera un muchacho vestido con la ropa de su padre.
—Sí, soy yo —respondí.
—Soy inspector de la brigada criminal, Kim Vendelev —dijo el joven, y sacó la placa del bolsillo interior sin mirarla. Tenía los ojos fijos en los míos.
Miré la placa, más que nada para evitar su mirada.
—¿De qué se trata?
—¿Conoce usted al policía Verner Nielsen?
Le dirigí una mirada que pretendía ser de sorpresa. Después miré a Ferdinan.
—¿Es él quien…?
Ferdinan asintió con un gesto.
Yo miré al suelo y meneé la cabeza, cuidando de que no fuera un movimiento demasiado rápido.
—No puede ser —exclamé—. Estuvimos juntos aquí hace bien poco.
—Es de eso precisamente de lo que queremos hablar con usted —dijo el agente—. Sabemos que cenó con Verner Nielsen el miércoles.
Asentí.
—También sabemos que usted preguntó por él en la recepción al día siguiente.
—Así es.
—Tengo que pedirle que me acompañe a la comisaría —dijo Kim Vendelev, e hizo un gesto hacia la puerta de la calle.
El inspector me guio hasta un Opel negro y me llevó a la Comisaría Central, en Vesterbro. Sus colegas nos siguieron con la mirada cuando pasamos por delante de los negociados abiertos, de camino al cuarto de los interrogatorios en la segunda planta. Verner me había contado que no era querido por sus colegas. Trepas, los solía llamar él, policías que se tomaban su trabajo en serio y que pensaban que se podían permitir cualquier cosa. Verner hacía lo que le venía en gana y no era precisamente cuidadoso en ocultarlo. La cosa acababa algunas veces en encontronazos con sus colegas. Él les mandaba callarse la boca y ocuparse de lo suyo. En general le hacían caso, no tanto por él, sino por una malentendida lealtad de policía a policía. Un soplón era peor que un policía corrupto.