Read Los crímenes de un escritor imperfecto Online
Authors: Mikkel Birkegaard
Tags: #Intriga, #Policíaco
Sirviéndome del pulgar y el índice, cogí el libro. Intenté arrancarlo de un solo tirón, pero no se movió, y simplemente conseguí hacer virar el cadáver. Lo solté y di un paso atrás, aterrorizado, mientras me secaba los dedos en mi pecho.
Tomé una profunda bocanada de aire y me acerqué al cuerpo de nuevo. Lo agarré por la cadera con una mano y, con la otra, agarré el libro. Después tiré de él hasta que se soltó, pero estaba demasiado resbaladizo para poder sostenerlo, se me escapó de la mano y cayó en el charco de sangre. El libro taponaba una buena cantidad de líquido, que se desparramó encima de él, por el suelo y sobre mis piernas.
Solté el cuerpo y me arrodillé junto al libro. La sangre cubría la portada, así que tuve que pasar un par de dedos por el título para poder leerlo. Era lo que había sabido todo el tiempo, un ejemplar de
Rameras mediáticas
, y cuando lo abrí, constaté que también la firma estaba allí, mi firma, como había visto en el libro del hotel BunkInn.
Maldije en voz alta. Si simplemente me hubiera quedado en la habitación o, al menos, me hubiera llevado el libro, quizá podía haberlo evitado. Si hubiera hecho lo uno o lo otro.
Mi cuerpo estaba embadurnado de sangre y casi no conseguía dominarlo. Sin embargo, pude gatear hasta un sofá blanco, trepé a un rincón y me acurruqué allí hecho un ovillo. En ese sofá había hecho el amor con Linda hacía pocas horas, pero ¿cuántas en realidad?
Busqué con la mirada algún reloj, pero no hallé ninguno. Era de día, pero el cielo gris no revelaba la hora. ¿Cuántas horas habría dormido?
Esa vez no había nada que hacer, lo sabía. Tenía que llamar a la policía enseguida. Sin embargo, permanecí en esa posición al menos media hora, acurrucado en un rincón de aquel sofá blanco, en ese momento manchado de sangre.
Finalmente me recompuse y me enderecé.
Al lado de la puerta del recibidor había un teléfono colgado en la pared. Hice acopio de fuerzas y me puse en pie. Tambaleándome, llegué a la puerta y lo cogí. No había conexión. Desesperado, sacudí el auricular y el cable quedó colgando y me cosquilleó los pies. Trozos de plástico se derramaron por el suelo de parqué.
Entré en el recibidor. Allí habíamos empezado a tener sexo. Esperé encontrar mi ropa donde la había tirado, amontonada en el suelo, pero no, estaba bien plegada encima de una silla, al lado de un espejo del tamaño de una persona. Mis zapatos estaban debajo.
Al acercarme más, percibí algo extraño. Los zapatos brillaban un poco, y, cuando los levanté, vi que se debía a la capa de sangre que los cubría. Eché una mirada al salón, donde las huellas de los zapatos componían esa especie de danza. También las suelas estaban cubiertas de sangre. Los dejé en el suelo y cogí los pantalones de la silla. Al levantarlos, caí en la cuenta de lo ocurrido.
El asesino se había puesto mi ropa y mis zapatos antes de cometer el crimen.
De repente tuve la sensación de que el asesino seguía en la casa y me observaba. Casi podía oír cómo se reía despacio, se divertía con mi miedo cuando me di cuenta de que las huellas del suelo del salón, las pisadas sobre la sangre de Linda Hvilbjerg, correspondían a mis zapatos.
Una cólera enorme se apoderó de mí, y me desahogué corriendo desnudo por toda la casa y gruñendo como un perro cazador empeñado en despellejar a mi presa si la atrapaba. Fue un acto impulsivo y exasperado, fruto de la rabia y la desesperación, pues lo más seguro es que no hubiera podido hacer nada si de verdad hubiera habido un asesino en la casa. Pero aun así debía cerciorarme. Por lo menos enfrentarlo cara a cara, hacerle saltar sus sucias gafas, mirarle a los ojos y hallar la respuesta. Quería saber quién estaba a punto de destruir mi vida, arrancarle una explicación de una u otra forma.
Pero no había nadie.
Agotado, me dejé caer en el sofá de nuevo. En el suelo del salón, mis huellas se mezclaban con las huellas del asesino. Era horroroso. Mis pies y mis zapatos, así lo interpretaría la policía. Como si no hubiera ya indicios de sobra para culparme. A lo largo de la noche, habíamos dejado rastro de huellas digitales y de ADN por toda la casa, y seguro que el asesino no.
La luz se había debilitado y pensé que sería ya entrada la tarde. No había asistido a la última entrevista de la feria del libro y seguro que Finn había llamado al hotel. Pero ahora eso ya no tenía importancia.
Sabía que tenía que abandonar la casa. Dado que no podía llamar a la policía, tenía que presentarme en comisaría y denunciar el asesinato. No se me ocurrió llamar a los vecinos. Con el único que necesitaba hablar era con Kim Vendelev. Seguro que el inspector me arrestaría. Todas las pruebas apuntaban hacia mí, eso lo tenía claro; sin embargo, el hecho de que lo denunciara yo mismo tenía que contar a mi favor. Además, estaba mi mensaje de advertencia grabado en el móvil de Linda; habían de tenerlo en cuenta.
¡El teléfono móvil! Me levanté de un salto y corrí hacia el recibidor. El bolso de Linda estaba colgado debajo de su chaqueta. Volqué el contenido en el suelo. Maquillaje, tiques de caja, las llaves del coche, un pastillero y servilletas de papel. Ni rastro del teléfono móvil.
¿Qué significaba? ¿Que el asesino había robado el móvil y cortado la conexión del teléfono fijo? ¿Por qué? ¿Para impedir que llamara pidiendo ayuda o para retrasar que contactara con la policía? Se hacía cada vez más urgente dar con Kim Vendelev.
Mi ropa estaba empapada de sangre, así que subí y busqué en el armario. Toda la ropa de Linda estaba ordenada en montones bien alineados o colgaba clasificada según colores en los grandes armarios del dormitorio. La cara interior de las puertas estaba recubierta de espejos y me quedé paralizado un instante al verme reflejado en ellos. El pelo desgreñado, los ojos rojos, y el pecho y las piernas embadurnados de sangre. Todavía me sentí peor.
Los armarios no me ofrecían más ropa adecuada para mí que una camisa blanca. La cogí y entré en el baño. Me lavé la sangre tan bien como pude y me la puse. Luego me dirigí al recibidor y me enfundé mis pantalones, mis calcetines y mis zapatos.
Recogí las llaves del coche del suelo donde se habían quedado al volcar el contenido del bolso y eché una última mirada al salón donde colgaba el cuerpo de Linda. La náusea se apoderó de mí de nuevo.
Con gesto resuelto, agarré el pomo de la puerta principal y la abrí.
Se oyó un golpe seco a mis pies.
Un objeto había estado apoyado en la puerta y se volcó al abrirla.
Era un libro.
D
ESPUÉS DE QUE LlNE ME ABANDONARA, me mudé a casa de Bjarne y Anne durante un periodo. Los primeros dos días fueron casi como los tiempos del Scríptoriet, güisqui e intensas charlas hasta entrada la noche, pero tanto Bjarne como Anne tenían que acudir a sus trabajos y pronto me sentí como un miembro de la familia que estaba abusando de la hospitalidad demasiado tiempo. Poco después, me trasladé al hotel Marieborg, ese fue mi primer contacto con el hotel que me serviría de escenario para
Quien bien siembra
.
Creo que, en su interior, Bjarne y Anne se sintieron aliviados. Aunque yo fuera su amigo, podía notar que pensaban que había sido culpa mía. Yo había sido la causa de que Linda me abandonara y, con ello, de haber perdido lo más valioso de mi vida. No lo decían directamente, pero podía verlo en su mirada y sentirlo en los silencios que se producían cuando yo entraba en el espacio donde ellos estaban. No me quedaba otra que marcharme.
Todavía había conferencias que dar y recepciones a las que asistir, y dado que no deseaba estar solo en el chalé de la playa y deprimirme, la solución era el hotel. Barato y céntrico.
No tenía por qué aburrirme, con dinero y fama no es difícil entablar relaciones y de relaciones estaba yo necesitado. Cada vez que me quedaba solo tenía dificultades para respirar. Era como hundirme en un mar negro. A mi alrededor fluían sombras de seres extraños que raras veces nadaban lo bastante cerca de mí para distinguirlos. Algunas veces eran sirenas que tomaban las formas físicas de Line o de las niñas, otras eran cruces informes entre peces y mamíferos.
Es muy probable que las sirenas tuvieran que ver con el abuso del alcohol y de las drogas en los que me aplicaba a fondo y con el esmero digno de un inmoral proyecto de investigación. Ingería las dosis en cantidades y a intervalos que me permitieran alargar la fiesta lo más posible, sin exceso ni defecto de vivencias. Me balanceaba en el filo de una navaja, poniendo toda la atención en qué dosis sería la siguiente: un estimulante o un sedante, una cerveza o un trago. Por suerte tenía dinero suficiente para comprar lo necesario, y en ese caso no hay problemas para procurarse alcohol, droga o amigos.
Conocí a un montón de gente que equivocadamente tomé por amigos de confianza. Iban montados en la misma montaña rusa que yo, una eterna caída libre con las manos en la cabeza y la mirada fija al frente. Cada noche nos juntábamos en Dan Turéll, en Konrad, Viktor o el bar que estuviera de moda esa semana e intercambiábamos «recetas» toda la noche hasta que el bar cerraba o una mujer me arrastraba hasta un taxi. Mujeres tenía las que quería, y durante días seguidos ni siquiera veía la cama del hotel. Un arrepentimiento tardío aparecía por la mañana, pero duraba solo hasta que el primer vaso caía en mis manos. Estuve con Linda Hvilbjerg un par de veces más —fue antes de que mi ira se volcara contra ella— y una revista nos tomó fotos a los dos juntos, en una recepción de hotel. En ese momento no nos preocupó lo más mínimo. A la semana siguiente salíamos en otra revista y pronto Linda y, especialmente, yo fuimos personajes asiduos de las revistas del corazón. En todo caso es lo que me contaron, porque yo no las leía y me importaban un rábano, a excepción de cuando las mujeres que intentaba ligarme en los bares me rechazaban con un pudibundo comentario del tipo: «No deseo aparecer en portada mañana». El único efecto que eso producía en mí era que me ligara a la siguiente, que o no había oído nada de mis devaneos o intentaba saltar a la fama y creía que yo era la palanca para lograrlo. De la última especie me topé con un montón impresionante, así que nunca tenía por qué irme solo a casa.
El círculo de personas que me rodeaban crecía. Algunos eran nuevos y otros desaparecían, pero poco a poco aumentaba el número de miembros permanentes que me seguían a todas partes, y una parte cada vez mayor de ellos había dejado de pagar. Al principio no me preocupó. Tenía dinero de sobra. Pero lentamente me di cuenta de que ya no tenían intención de volver a pagar.
Una noche descubrí entre ellos a Mortis. Estaba sentado en el extremo del grupo, lo suficientemente cerca para formar parte de la fiesta, pero lo bastante lejos para no hacerse notar.
Al principio, no dije nada. En lugar de ello, continué invitando a rondas que él se daba prisa en aceptar; yo le observaba cuando él
no se daba, cuenta
.
Estaba, si cabe, aún más pálido de lo que podía recordar, y llevaba su pelo negro largo y desaliñado. Una gabardina de algodón colgaba de su cuerpo delgado y, debajo, se adivinaba una camisa blanca que parecía no haber sido lavada hacía mucho. Era evidente que Mortis se encontraba a gusto en la periferia junto con un par de tipos más. Creían formar su propio club dentro del club y se divertían, a menudo, con sus propias bromas, que contaban fuera de mi alcance auditivo. Me entró la sospecha de que se reían de mí.
Después de un par de horas ya no pude seguir ignorándolos.
—Caramba, si eres Mortis.
Su cuerpo dio un respingo y adquirió aspecto de ladrón atrapado con las manos en la masa.
—Así es —respondió, e intentó sonreír dejando al descubierto una hilera de dientes amarillos.
—Diantre… ¡Cuánto tiempo! ¿Tres o cuatro años?
Se encogió de hombros.
—Algo así.
—¿A qué te dedicas?
—Bueno, mira, escribo un poco —respondió. Apuró el vaso y me miró expectante.
Pedí una ronda más.
Agradecido, agarró otro vaso.
—Te va bien, ¿no? —dijo, señalándome con un gesto de la cabeza—. Publicas tus libros. —Pronunció «libros» con una mal disimulada mueca que suscitó un par de risas sofocadas en los que estaban a su lado.
—No me puedo quejar —respondí—. ¿Y tú? ¿Has conseguido tu tatuaje?
Mortis me miró furibundo y tomó un trago antes de responder.
—Todavía no.
Los demás se pusieron a discutir de tatuajes, y uno de ellos, que llevaba uno, lo mostró al grupo. El nuevo juego suscitó expectación y nos convertimos en el centro de las miradas. Mortis apartó la suya cuando yo me quité la chaqueta y la camisa para lucir el tatuaje de mi ISBN. No dijo nada el resto de la noche, se quedó allí sentado trincándose los tragos que se le ponían delante. No creí que volvería a verle, pero apareció a la noche siguiente y seguía la fiesta desde segunda línea, sin participar activamente.
Una noche, ya tarde, me harté. No solo Mortis, sino cinco o seis gorrones a su alrededor sin intención de contribuir con nada, y que ni siquiera me divertían, se reían y movían la cabeza para asentir cada vez que yo hablaba. No creo que ni siquiera se enteraran de lo que les decía, porque cuando les pedí que se esfumaran, ni siquiera reaccionaron.
Cuando lo repetí y añadí «parásitos», un par de ellos se rio, pero cuando lo grité por tercera vez, las sonrisas se esfumaron y las risas se helaron mientras se miraban nerviosos unos a otros. La cuarta vez se dieron por aludidos e hicieron ademanes de irse, no sin haber apurado el trago que yo acababa de pagar. Abandonaron el bar con lentitud, algunos murmuraban maldiciones del tipo: «Engreído payaso», «Roñoso» y «Presumido».
Mortis no dijo nada, pero su sonrisa mostraba una arrogancia irritante y estuvo buscando un sombrero imaginario antes de marcharse.
El resto de los que estaban en el bar se me quedaron mirando, pero les di la espalda y pedí otra botella. Estaba harto de todos. De los que querían mi dinero, bebida gratis o un poco de polvo de estrellas y por eso se arrimaban a mí. Era esa época en que los
reality shows
hicieron su irrupción en el medio televisivo, yo ya había presenciado con asco cómo Robinson y Big Brother atraían precisamente a esa clase de tipos como los que zumbaban como moscas a mí alrededor.
Me tomé unos cuantos tragos, esa vez sin reparar en guardar el equilibrio, quería emborracharme hasta perder el conocimiento. No me hacían falta amigos que solo querían colocarse a mi costa. No más vividores, gracias. No más muchachas Robinson a la caza de la aventura. Fuera, cantantes aficionados que creen que la televisión les proporcionará una carrera sin costos. Esfumaos, muchachas bikini que os creéis que lo que hacéis es suficiente para haceros famosas. Marchaos todos los que pensáis que existe un atajo a la fama y que os va a llegar sin pasaros factura. Yo bien que había pagado por la mía. Un precio alto, tan alto que me costaba reconocer mi vida.