Los crí­menes de un escritor imperfecto (20 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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—¿Cuánta?

—¿Qué quieres decir? Puso los ojos en blanco.

—¿Cuánta necesidad tienes de saberlo?

Me llevé la mano al bolsillo para sacar mi billetera.

—¿Cuánto quieres? —le pregunté.

Se restregó debajo de la nariz con el dorso de la mano.

—Necesito una dosis —explicó—. Y tiene que ser pronto. El negocio va mal cuando se tiene la regla, así que necesito algo enseguida.

—Vale, Lulú —contesté—. ¿Cuánto cuesta?

—¿Por qué me llamas Lulú?

—Perdona, Marie —me corregí, y oteé arriba y abajo de la calle—. ¿Cuánto cuesta?

Me miró con los ojos entreabiertos.

—Mil cien —dijo.

Solo tenía quinientas en efectivo, pero asentí con la cabeza.

—Está bien.

—Es decir, dos mil doscientas —se apresuró a rectificar—. Necesito dos gramos.

Protesté, pero ella atajó:

—¿Quieres saberlo o no?

—Vale, bueno —contesté—. Cuéntame lo que sepas.

Marie sacudió la cabeza riéndose burlona.

—No, mira, así no se juega. Primero la droga.

Nos incorporamos los dos y entramos en el coche.

—Bien, ¿adónde vamos?

—Conduce hasta Enghave Plads, y desde allí ya te iré diciendo. —Sus ojos miraban fijamente a la luna del cristal delantero, en dirección al premio que le esperaba.

Bajando por la calle Istedgade saqué dinero en un cajero automático. En Enghave Plads me mostró el camino por dos bocacalles y me mandó parar en una tienda 7 Eleven.

—¿Aquí? —pregunté.

—No, un poco más abajo, pero tú espera aquí. Si ven un coche delante del piso, se cagan los putos de ellos. —Tendió la mano.

—¿Cómo sé que volverás, Lulú? —le pregunté mientras sacaba las dos mil doscientas coronas.

—Para ya de llamarme Lulú, ¿vale? Alcé la mano en señal de rectificación.

—¿Cómo sé que volverás, Marie?

—Allí no me voy a pinchar nunca más. Una vez desperté sin bragas y con esperma en el coño y en el culo. No volverá a pasar. —Me arrancó los billetes—. Además, tienes que conseguirme agua.

Marie abandonó el coche y se alejó por la calle. Me la quedé mirando a la vez que especulaba acerca de si no acababa de perder las dos mil doscientas coronas y la última pista concreta que me quedaba.

23

T
RANSCURRIDO UN CUARTO DE HORA, volvió Marie.

Yo había entrado al 7 Eleven para comprar cigarrillos y una botella de agua mineral. El resto del tiempo lo empleé en fumar y enojarme por haberme dejado estafar tan fácilmente. De nuevo. Sabía muy bien lo que la gente era capaz de prometer con tal de obtener una dosis, un trago, una cerveza o algunas monedas. Por eso me sorprendí y sentí alivio cuando vi a Marie venir hacia el coche con paso reposado, las manos enfundadas en los bolsillos de su anorak de plumas y una leve sonrisa en los labios.

El coche estaba lleno del humo de los dos cigarrillos que había tenido tiempo de fumarme.

—Tardaste mucho —dije cuando se dejó caer en el asiento a mi lado. Le di la botella de agua mineral—. Bueno, cuéntame ahora.

Sacudió la cabeza.

—Tienes que ayudarme —dijo, y me devolvió la botella—. No puedo hacerlo sola. Miré a mí alrededor.

—¿Aquí?

Señaló un lugar detrás de nosotros.

—Podemos conducir hasta la estación si te da apuro hacerlo aquí.

Puse el motor en marcha y seguí sus indicaciones para dirigirme a una zona junto a la estación de metro Enghave. Era un lugar de almacenaje para traviesas de ferrocarril y raíles desvencijados que compartían el espacio con montículos de gravilla y desechos de la construcción. Apagué el motor y encendí la luz interior. Bajo su resplandor amarillento, Marie parecía todavía más enferma.

Sacó dos sobres de fabricación casera, de casi dos por dos centímetros; me dio uno y una cuchara mientras se quitaba el anorak. Sus brazos eran horrorosamente delgados y me admiré de que un cuerpo tan escuálido pudiera soportar un oficio como ese sin romperse en pedazos. Cuando tuvo el brazo desnudo, recuperó la droga y la preparó con movimientos entrenados. La abstinencia había desaparecido con la sola visión de la dosis.

—¿Quién te contrató ese día? —le pregunté mientras estaba ocupada en la preparación.

—No lo había visto nunca —respondió Marie sin apartar los ojos de la cuchara—. Puede parecerte pura trola, pero llevaba sombrero, gafas de sol y barba.

Gafas de sol. Como en un chispazo vi al hombre que acudió a la feria para que le firmara un libro, pero no podía recordar si llevaba barba o no. De hecho, no podía recordar nada más que las gafas de sol y la sonrisa que me había dedicado, pero, en todo caso, estaba muy seguro de que no llevaba sombrero.

—¿Podía ser falsa la barba?

—Qué sé yo. El dinero era verdadero. —Y ¿qué te pidió que hicieras?

—También hablaba muy raro, casi sonaba macabro.

—¿Falseó la voz? —pregunté.

—Creo que sí —respondió Marie.

—¿Qué te dijo?

—Me mostró una fotografía del cerdo, es decir, de Kvaerner, y dijo que le esperara fuera del hotel. Cuando saliera, debía llevarlo a la habitación 102, eso era todo, el dinero más fácil que he ganado jamás. —Se rio por lo bajo—. Aunque el tipo era muy inquietante, intenso de algún modo. Yo recuerdo muy bien los números, pero él insistió en que lo repitiera al menos diez veces: 102, 102. 102. Maldito sujeto.

La heroína estaba a punto y Marie aspiró la droga dentro de la jeringuilla y me la entregó.

—¿No crees que es mejor que lo hagas tú? —le sugerí.

—Para nada —respondió—. Tengo casi todas las venas dañadas, así que tendrá que ser en el cuello. Y no me atrevo a hacerlo yo misma, maldita sea. —Ladeó la cabeza y mostró el cuello. La yugular se dibujaba en su delgado cuello como un pliegue de un mantel blanco. Ya llevaba un par de pinchazos.

Tragué saliva aunque, de repente, sentía la boca seca, y cogí la jeringuilla.

—¿Estás segura?

Ella asintió con la cabeza.

—Totalmente.

Le agarré el cuello con una mano y traté de decidir dónde le pincharía.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Sí, claro, Kvaerner salió del hotel después de un rato. El cerdo se rio a sus anchas cuando me vio, dijo que era conmigo precisamente con quien necesitaba toparse en ese momento. Repugnante alimaña. Iba tan caliente que ni siquiera dudó un instante cuando le dije que tenía una habitación donde podíamos investigar cuánto lo necesitaba.

Le sujeté el cuello con una mano y con la otra le clavé la aguja. La vena se escurrió evitando el pinchazo y Marie se revolvió inquieta.

—Apunta bien, maestro.

La aguja halló el punto justo y Marie sonrió.

—¿Qué ocurrió en la habitación, Lulú?

—Sí, pues él estaba… Ahora vuelves a llamarme Lulú —protestó.

—Perdona, continúa.

—Kvaerner se moría de impaciencia y me arrebató las llaves para abrir él mismo la puerta. La lamparita de la mesilla de noche estaba encendida, el resto estaba a oscuras. Me atrajo hacia dentro y yo cerré la puerta como me había dicho el sujeto que hiciera. Yo estaba cagada de miedo, ¿sabes? ¿Dónde hostias estaba aquel tipo? Había creído que el trabajo solo consistía en entregarlo y pirarme. No contaba con tener que follar con aquel cerdo asqueroso.

Inyecté la droga dentro de la vena y retiré la aguja. Marie respondió con un suspiro. Una gota de sangre brotó de su cuello y la sequé con el pulgar.

—Cuenta.

—Sí, cuando Kvaerner pasó por delante de la puerta del baño, salió el otro, ese tipo. Exactamente con el mismo aspecto de cuando lo vi por primera vez, con toda la vestimenta: chaqueta, sombrero, gafas de sol y todo eso. Y llevaba una pistola. —Marie soltó una risita sofocada—. Tenías que haberlo visto, el muy cerdo. Hostias, qué sorprendido se quedó. Casi valió la pena todo el numerito. Se puso a tartamudear y a sudar y enrojeció hasta la coronilla. —La voz de la muchacha se ablandó—. El sujeto, con su tono siniestro, le dijo a Kvaerner que se sentara. Él obedeció cagado de nervios, temblaba todo él y se parapetaba detrás de las manos, como si quisiera parar una bala. —Marie se rio de nuevo—. Recibí mi dinero. El sujeto metió la mano en uno de los bolsillos de su gabardina sin quitar ojo a Kvaerner y me entregó un sobre. Era deliciosamente abultado. Lo acordado más una propina, dijo él, para que mantuviera la boca cerrada. —Marie me miró cohibida—. De algo hay que vivir, ¿no?

Sonrió y sus ojos adquirieron una expresión etérea, así que alcé la voz:

—¿Qué sucedió entonces?

—Me fui, como habíamos acordado —respondió.

—¿Eso fue todo? —inquirí. Mi voz sonaba fuerte y febril dentro del poco espacio del coche.

Marie meneó la cabeza y volvió a sonreír.

—Mmmm —pronunció despacio. La agarré por los hombros.

—¡Dime!

Tenía los parpados entornados. La sacudí con cuidado.

—¡Marie! ¿Notaste algo especial en ese tipo? Ella abrió los ojos de nuevo.

—Puedes llamarme Lulú —dijo, y sonrió mientras volví a entornar los ojos.

—Algo, lo que sea.

La sacudí un poco más fuerte y abrió los ojos con expresión ofendida.

—¿Viste algo más?

—Vi una…

—¿Sí?

—Una llave —musitó—. El tipo perdió una llave cuando sacó el sobre, la número
87
.

—¿Una llave del hotel?

Marie primero asintió, pero después meneó la
cabeza
negando.

—No del hotel Marieborg —precisó—. Del Bunklnn.

—Hotel Bunklnn, ¿estás segura?

Asintió despacio, y, a cada movimiento de cabeza, cerraba los ojos más y más. Volví a sacudirla, pero ya no reaccionó. En sus labios se dibujó una leve sonrisa y se hundió en el asiento como si este penetrara en sus moléculas.

Me aparté de Marie y me la quedé mirando. ¿Y ahora qué? ¿Tenía que abandonarla o esperar? Me había dado suficiente información como para avanzar en mis pesquisas, pero tal vez sabía más cosas. ¿Y podía estar seguro de que lo había recordado bien?

Tal y como estaba ahora, con los ojos cerrados, parecía envuelta en una paz plena. No podía imaginar la vida que llevaba, a pesar de que para escribir
Quien bien siembra
había hecho investigaciones en el mundo del hampa. Quizá su día a día estuviera lleno de policías corruptos, pistolas y crímenes, pero ahora parecía un angelito durmiendo feliz y seguro.

Apagué la luz interior del coche, pero seguí intuyendo sus contornos. El frío nos calaba los huesos y me incliné hacia ella para ponerle la chaqueta. Sus brazos delgados y lánguidos se resistían a ser enfundados en las mangas de la chaqueta. Me recordaba la última vez que ayudé a alguien a vestirse. Eran mis hijas. Dormidas por completo y sin fuerza en las articulaciones, como si los huesos se hubieran deshecho. En ese estado estaban indefensas, llenas de confianza y abandonadas a la protección y cuidados del entorno.

Tras haber tanteado un poco la cremallera, se la subí hasta el cuello. Marie musitó algo para sí misma y se revolvió en el asiento con la cabeza descansando en el cristal lateral. Una parte de mí deseaba seguir allí sentado contemplando cómo dormía, pero la otra me incitaba a seguir camino. Había obtenido lo que buscaba. Era imposible saber cuánto tiempo estaría en ese estado ausente y notaba que mi inquietud iba en aumento.

Marie no reaccionó cuando puse el motor en marcha y volví a la calle Istedgade. Los cristales estaban empañados y tuve que secar la luna delantera varias veces hasta que el interior del coche se calentó. Recorrí Istedgade un par de veces hasta encontrar a Mónica, que salió de un coche, un Seat rojo, y estiró su largo cuerpo mientras el coche daba gas y desaparecía.

Me acerqué y bajé el cristal.

—¡Mónica!

—Vale, vale, calma —dijo, y se acercó despacio—. Hay para todos. —Al instante nos reconoció, a Marie y después a mí—. ¡Diantre, si eres tú!

—Hola, Mónica.

—La
encontraste, veo
.

—Sí, gracias —respondí—, pero necesita que le echen una mano para volver a casa.

—¿Qué hostias le has hecho? —La voz de Mónica se endureció de pronto.

—Nada, solo que se ha pinchado en mi coche.

—Mmm —gruñó Mónica pasando la mirada de Marie a mí—. ¿Y por qué debería ocuparme yo de ella? Intenté sonreír.

—Porque eres buena persona y porque te daré quinientas por ello.

—Puedes apostar cualquier cosa a que soy buena persona —respondió, y tendió la mano.

Le di las quinientas y ella tiró de Marie hasta que se puso en pie, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Tan pronto como salieron del coche, cerré la puerta y me fui. Por el espejo retrovisor pude verlas a las dos asirse una a la otra y andar con fatiga por la acera.

Eran casi las tres y media cuando aparqué el coche delante del hotel. No me vio nadie. El hotel estaba desierto y silencioso. Agotado, atravesé el vestíbulo y me fui directo al ascensor. Este se puso en marcha y me miré al espejo. Mi cara estaba roja y humedecida por el sudor que me brotaba desde la raíz del pelo. Los ojos, inyectados en sangre. Una visión miserable de un hombre miserable. Había ayudado a pincharse heroína a una muchacha y después la había abandonado en un ambiente más aterrador que el peor de mis libros. Un timbre de aviso me devolvió al ascensor y salí tambaleándome a mi planta.

En la habitación del hotel bebí agua del grifo hasta que no pude más. Después eché la ropa al suelo amontonándola y me tiré en la cama. Sentí lo cansado que estaba, pero, tras un repentino instante de pánico, me levanté y me fui a la mesa del sofá. Allí hallé un bolígrafo y escribí: «Marie-87» en un papel. Lo miré un buen rato hasta que volví a la cama y me sepulté en el edredón de plumas con la nota entre las manos.

¿Cuántos años tendría? ¿Veinte? ¿Dieciocho? ¿Más joven? ¿Cuándo empezó? ¿Cuando tenía la edad de Ironika?

24

L
OS DÍAS QUE SIGUIERON al abandono de Line fueron terribles. Al no poder hablar con ella, ni por teléfono ni yendo a casa de sus padres, le escribí cartas. Me sentía transportado a los tiempos del bachillerato, cuando conquistábamos el corazón de las chicas con nuestros poemas, y a pesar de no hablar con ella directamente, sentía que, de una u otra manera, mis cartas hacían mella en ella. Nunca había escrito algo tan de corazón y nunca jamás me había sincerado con alguien de la manera en que lo hice en esos textos que le mandaba a diario.

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