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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (31 page)

BOOK: Los Días del Venado
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Después de la sorpresa, los sideresios consiguieron reorganizarse. Y siempre disparando fuego desde la altura de sus animales, lograron mantener igualdad en la lucha. Atardecía. Pronto la oscuridad y la fatiga iban a terminar la batalla por ese día. Posiblemente los dos ejércitos quisieran lo mismo porque ambos estaban más allá del límite del cansancio. Antes de eso, los sideresios desataron los lazos que sujetaban a los perros...

Como un vómito vivo de Misáianes, la jauría negra se abrió paso. Cien bestias colmilludas aparecieron de entre las filas de los sideresios. Olisquearon el aire, se erizaron a lo largo del lomo y saltaron sobre los guerreros de las Tierras Fértiles. Los perros avanzaban por el campo de batalla como buscando a alguien. Rápidamente el olfato los guió hacia la presa que más anhelaban... Dulkancellin los vio arremolinarse a su alrededor, ensañados con las patas de Atardecido. El animal resistió cuanto pudo. El jinete, herido y agotado, lo defendió cuanto pudo. Pero, al fin, ambos cayeron. Dulkancellin no alcanzó a incorporarse antes de que las bestias estuvieran en su carne. El husihuilke peleó por su vida, aplastado bajo el hedor y el calor de los perros.

Ése hubiese sido su día final, su tiempo de partir... Ése hubiese sido sin Thungür, sin Cucub, sin los guerreros que acudieron en su ayuda y lograron arrebatárselo a los colmillos, desfigurado pero vivo. Dulkancellin tenía asignados unos pasos más sobre la tierra.

Anochecía. Ambos ejércitos necesitaban recomponerse. Ninguno era capaz de continuar, ni de perseguir al enemigo. Eran dos animales lastimados que regresaban a sus cuevas para lamerse. Cuando volvieran a enfrentarse, uno de los dos tendría que morir.

Esa noche, las manos de la Magia se hicieron sentir en las medicinas que restañaron las heridas, y aliviaron dolores insoportables para el hombre.

—Thungür, ve a descansar que yo cuidaré de él —dijo Cucub.

Posiblemente el rostro de Dulkancellin estuviera bajo las hinchazones moradas, pero Cucub no pudo reconocerlo cuando le quitó las hojas que ya habían absorbido la fiebre para reemplazarlas por otras nuevas.

—Hermano mío —le dijo—, el sol suele hablar con los músicos. Hoy me ha hablado y me ha dicho que...

El husihuilke abrió los ojos y trató de hablar.

—Duerme —Cucub le refrescaba la frente—. Duerme tranquilo que yo no he olvidado mi promesa.

Eso era, sin duda, lo que Dulkancellin quería escuchar; porque después de oírlo se fue en un sueño hasta el baile de bodas de Shampalwe.

La noche pasó demasiado pronto para los que hubiesen necesitado diez noches mansas de buen dormir. El amanecer arrimó a los hombres en torno a las hogueras donde se cocía el alimento. Mientras comían nombraron a los muertos y reconocieron a los vivos. Muchos, quizás la mayoría, estaban lastimados. Y a pesar de eso, fueron muy pocos los que aquel día no lograron ponerse de pie.

Menos castigada a causa del momento en el que entró en combate, la división de los Señores del Sol había acampado lejos del resto y permanecido en silencio toda la noche. No se vieron fogatas, ni se sintió olor a comida. Nada que indicara que allí descansaba un pequeño ejército hasta que, apenas clareó la mañana, se hicieron presentes. HohQuiú se acercó a Dulkancellin, y lo saludó con respeto:

—Nos conocimos a través de los jaguares... Y, de no verte pelear, hubiese seguido pensando que la traición podía ser tu obra.

Dulkancellin se esforzaba por entender lo que el joven príncipe trataba de decirle. Las palabras se le perdían, y tenía que meterse a buscarlas dentro de su fiebre.

—¿La traición?

—El último jaguar nos condujo a una emboscada. Y si en ella no quedamos todos atrapados fue gracias a la prodigiosa aparición de un anciano que nos advirtió del peligro justo antes de que la trampa se cerrara por completo. El anciano llegó sudoroso y sucio de barro. Y después de indicarnos con precisión el lugar de la batalla, desapareció.

—El anciano se llama Kupuka —murmuró Dulkancellin.

—No mencionó su nombre. Sólo sé decirte que por su intervención estamos aquí.

El husihuilke era fuerte, y de a poco comenzaba a recuperar la lucidez.

—Hay mucho por entender, según parece —dijo Dulkancellin.

—Tendremos suerte si podemos entenderlo mañana. Ahora debemos terminar una guerra que será muy difícil.

El príncipe hablaba como un anciano.

—Uno de tu pueblo de nombre Molitzmós debería, por su rango, estar aquí. Pero no puede hacerlo porque, según sé, fue gravemente herido.

—¿Y tú no? —preguntó HohQuiú, con ternura de hijo.

El príncipe de los Señores del Sol había dicho que sería difícil. Eso era más suave que la verdad. Nuevamente habría un campo que atravesar a pleno fuego. Los sideresios tendrían apuntadas las bocas de sus armas. Ellos estaban heridos y cansados.

La mañana parecía una réplica de la anterior, una réplica ajada. Otra vez el Venado estaba frente a los sideresios para una batalla que iba a suceder dos veces.

Dulkancellin cedió su sitio al príncipe para que dijera la última palabra a los guerreros.

—Estamos aquí conociendo lo que vendrá. Porque cuando la esperanza no es posible, es posible la honra.

Tristeza del Sol que vería morir a los hijos. Dolor de la Tierra que los recibiría antes de tiempo. El Padre y la Madre se miraban en ellos.

Ocurrió como esperaban, igual que había ocurrido. El primer cañonazo... El primer golpe de volcán contra el avance de los guerreros de las Tierras Fértiles, que difícilmente llegarían hasta los sideresios. El segundo cañonazo... El segundo golpe de volcán y los cuerpos deshechos por el suelo. El tercer golpe se demoró en llegar, y les dio el tiempo de seguir avanzando y acortar en mucho la distancia. El cuarto golpe no les vino al encuentro.

Una embestida furiosa se encimaba a la línea de los cañones. Sobre los sideresios, sobre sus grandes fuegos, avanzaba el rebaño de la selva conducido por un anciano desmesurado. Cientos de animales que hacían retumbar la tierra, y transformaban el aire en viento y el viento en polvo: nubes de tábanos y avispas, aves enormes, cerdos salvajes, pumas y jaguares... que Kupuka arreaba y azuzaba profiriendo conjuros.

Sorprendidos por la fuerza de la selva, los sideresios abandonaron sus posiciones de ataque y corrieron para intentar ponerse a salvo.

El único desvelo de Misáianes se hacía realidad. El Feroz, que también conocía su flaqueza, había dado una orden primera. "Que la magia se aparte de las criaturas. Que se olviden una a la otra, y se desconozcan."

El rebaño del Brujo de la Tierra traía esa única fuerza que temía Misáianes. Salió de lo más hondo de la creación, y arrasó la soberbia de los cañones para darle al Venado la posibilidad de atravesar el campo. Con eso alcanzó. Lo demás lo hizo la bravura.

Todavía se prolongó la lucha, y se amontonaron los muertos. Pero al final de la mañana, después de una batalla que mereció canciones, los guerreros de las Tierras Fértiles pudieron mirar su victoria. Eso que quedaba de ellos. Esos pocos vivos, esa montaña de muertos. Eso que no se podía reír, ni amar, ni beber, era una victoria. Apenas la primera de una guerra cuyo comienzo se perdía en el tiempo. ¡Y su final también!

Los sideresios se retiraron del campo dejando abandonadas gran parte de sus armas. Entre los que consiguieron escapar estaba el que, sin duda, mandaba sobre todos ellos. Dulkancellin lo había visto envuelto en capa negra. El jefe de los sideresios observaba la batalla desde la cima de una loma, montado en un animal enjaezado de oro. Lo contemplaba todo, inmóvil y ajeno, como si no le interesara el resultado de aquella mañana de guerra. O como si estuviese seguro de que su derrota sería efímera. Cuando Dulkancellin quiso ir en su busca, el jinete y su animal de oro habían desaparecido. En cambio, nadie que lo conociera había visto a Drimus en la batalla.

—Sin duda, él fue enviado con otro propósito —dijo Dulkancellin.

—Debe haber permanecido en la fortaleza donde éstos que huyeron le llevarán la mala noticia.

—La fortaleza —repitió Dulkancellin—. ¿En qué lugar de las Colinas estará exactamente?

—Sé dónde está —intervino Kupuka—. A menos de un día de camino hacia el lado del mar.

Aunque Kupuka lo supiera y pudiera conducirlos, era impensable que los hombres realizaran el viaje de inmediato. Necesitaban descansar. Algunos, ni así podrían continuar.

Las heridas que tan bien soportaron en la pelea, recrudecieron cuando la tarea estuvo hecha. Muchos que jamás se hubiesen entregado a los sideresios, se doblegaron ante la gangrena. La medicina de Kupuka fue el mejor socorro para todos ellos. El Brujo de la Tierra tomó a Cucub como asistente y se abocó a sanar lo que podía sanarse o a mitigar la muerte.

El propio Dulkancellin intentaba aparentar una salud que no tenía. Las mordeduras despedían excrecencias. Tenía la boca agrietada, la saliva espesa. Y su cuerpo consumido por la fiebre, perdía más fuerzas a cada momento.

También Molitzmós empeoraba. Y su estado confundía al Brujo de la Tierra:

—Mira a este hombre, Cucub. Los signos de vida son malos. Los sonidos y el color se están perdiendo y sin embargo su herida no parece ser tan grave.

Molitzmós yacía sin sentido bajo la piel helada. Un hilo de respiración era la diferencia con un muerto.

—Este hombre sanará —dijo Cucub—. Verás que no me equivoco.

Kupuka pensaba lo mismo.

Dulkancellin y HohQuiú ordenaban las acciones siguientes cuando Thungür se acercó hasta su padre.

—Tengo que hablarte de Kume —le dijo, cerca del oído.

—Habla en voz alta porque éste que está aquí tiene el derecho de saber.

—Muy bien —se avergonzó Thungür—. Kume no está. Ni entre los vivos, ni entre los muertos.

Como siempre que se trataba de Kume, el dolor era mayor del esperado. La muerte en la batalla era honrosa y enorgullecía a los deudos. Pero, ¿qué significado tenía esta desaparición? El comportamiento de Kume había sido reprobable desde el arribo de Cucub a Los Confines. Ahora había desaparecido y Dulkancellin no podía olvidar que estaba pendiente una traición. Kupuka comprendió lo que el padre pensaba:

—No te apresures —murmuró.

Un poco más tarde Dulkancellin dormitaba a la sombra. Cucub, en medio de sus trabajos, se las ingeniaba para rondarlo con el oído atento a su respiración.

—Ven para acá —Dulkancellin lo llamó sin abrir los ojos. De un salto, Cucub estuvo junto a su amigo:

—¿ Qué necesitas ?

—Necesito decirte que sé cómo peleaste.

La sonrisa de Cucub fue tan luminosa que Dulkancellin la vio con los ojos cerrados. Con Cucub, la calma no podía ser duradera. Lengua floja, descomedido en las maneras, falto de tino, tomó aire y habló de un tirón:

—Hermano mío, es verdad que soy músico y no guerrero; zitzahay y no husihuilke; pequeño al lado de los pequeños. Pero, aún así, quiero desposar a Kuy-Kuyen.

El Hijo

Gimoteaba con un ruidito agudo que interrumpía para tomar aire y enseguida volvía a recomenzar. La nariz le goteaba y la joroba se le sacudía en la convulsiones de los sollozos. Drimus, el Doctrinador, lloraba por los perros que habían muerto en la batalla mientras acariciaba con sus manos siempre húmedas a los animales que estaban de regreso y descansaban tumbados en el piso de arena.

—¡Ay, mis pequeños! Esto que sufrimos no es un abandono. Él no ha fallado. Él nos envió aquí con el conocimiento del único riesgo posible. Fuimos nosotros quienes cometimos desaciertos que ahora pagamos con lágrimas. Pero les prometo que este llanto será muy pronto una nostalgia.

Una cofia negra le ceñía el cráneo y le enmarcaba el rostro que Drimus restregaba contra el vientre de los perros. Tomó a uno en sus brazos y comenzó a mecerlo.

—Ellos lograron hacer lo que nuestro Misáianes temía. Y en este momento, estarán creyendo que han detenido la expansión de su Mandato —las palabras del Doctrinador salían de su boca con el acento y la cadencia de una madre hablando a su niñito—. Ustedes y yo, pequeños míos, ustedes y yo sabemos que no es así. El Amo está intacto; sus designios no han sido más que demorados. De estas tierras quedan los desperdicios, y en ellos nos hartaremos.

Leogrós había llegado junto al Doctrinador sin que éste lo advirtiera. Estuvo un rato escuchándolo hablar, y después carraspeó para hacerse notar. Cada uno culpaba al otro de lo sucedido, así que se midieron abiertamente. Leogrós se comportaba como una roca, nada de lo que pasaba dentro de él se hacía evidente. Y por grande que fuera la rabia o el desprecio que sentía, o por duro que fuese lo que iba a decir, ni el gesto ni la voz se le alteraban.

—Por cierto, esperábamos más de ellos —dijo, señalando a los perros.

—¡Ay, Leogrós, Leogrós!—Drimus habló suspirando.

La posición en la que Leogrós lo había sorprendido no le convenía a su investidura, así que el Doctrinador dejó al perro en el suelo decidido a incorporarse. Y aunque vio una mano enguantada que se tendía en su ayuda, prefirió ignorar el ademán y levantarse por sí mismo.

—Ay, Leogrós, Leogrós —siguió repitiendo hasta que llegó junto a un barril.

Se sirvió agua y bebió a sorbos ruidosos que se vieron bajar por su garganta. Leogrós siempre se asqueaba de verle la piel del cuello, muy blanca y grumosa. Cuando Drimus terminó de beber había logrado moderar la excitación y adecuarse a la parquedad de su oponente.

—¡Ay, Leogrós...! Todos esperábamos más de todos —se pasaba la lengua por los labios, fingiendo resignación—. El esperaba más de nosotros. Nos honró con la misión de ser sus manos. ¡Y mira cómo le pagamos, Leogrós! ¡Mira cómo le hemos pagado! ¿Será posible regresar a su lado sin llevarle la victoria que nos encomendó? Respóndeme: ¿en qué nos transformaremos si su voluntad nos abandona?

Era habitual ver a Drimus conmoverse por sus propias palabras, y derramar lágrimas en su favor.

—Recién te oí decírselo a tus cachorros: esta tierra ha quedado reducida a desperdicios. Y si lo sabes, ¿por qué te lamentas tanto? La batalla les costó todas las reservas. Me asombras, Drimus. Te creí capaz de disfrutar viendo a las liebres sentirse fieras cuando eres tú, en realidad, la fiera que se relame.

Drimus pasó del llanto a la risa, y el cambio no fue muy notable. ¿Cómo no confiar en el Amo y en el poder de la Cofradía del Recinto? Si ese hechicero vagabundo arreando cerdos, y aquel grupo de magos desleales que por propia y sostenida elección se apartó de la Sabiduría, era lo mejor que podía oponerles la Magia de las Tierras Fértiles, entonces no había nada que temer. ¡Que Leogrós confiara en su depósito de pólvora y de armas! Y que creyera, por el momento, que su guerra era la que traería la victoria. Ya iba a comprender el infeliz que nada hubiese sido posible sin los desvelos de los magos del Recinto. Cuando todo estuviera en su sitio de merecimiento, recién ahí conocería su verdadero destino. Por ahora, convenía dejarlo terminar de matar a los muertos.

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