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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (28 page)

BOOK: Los Días del Venado
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Misáianes quería una grieta en la magia de las Tierras Fértiles... ¡Ya la tenía! Molitzmós había logrado abrirla y hacerla sangrar. Los niños vieron la grieta en el cielo, y creyeron que era el comienzo de la noche.

"Todo cuanto me han pedido lo he realizado". El sideresio, desde un lugar del atardecer que se iba, asintió con la cabeza. "Distraje a la Casa reinante con falsos rumores y provocaciones. Puse en riesgo a muchos de mis aliados en una revuelta a destiempo. Lo hice sólo para que ustedes, aprovechando el desorden, tuvieran libre paso y asentamiento en nuestro territorio. Oscurecí la verdad, confundí al débil, protegí la huida de tus naves..." Molitzmós increpaba a la luz sobre el estanque. "Y en cambio... ¿Qué hay de tu amo? Poco ha cumplido de su parte. Y ya casi ni recibo sus mensajes. ¿No debería yo saber de sus designios si somos, como lo dijo, las dos partes de un pacto? La luz escuchó a Molitzmós hasta el final, y después le sonrió desde lejos. Eso ocurrió justo cuando la luna creciente aparecía en el cielo.

Y sin embargo Molitzmós comprendía lo que aparentaba ignorar, y tenía sus propias respuestas. Jamás el Señor del Sol soñó conque Misáianes lo considerara su pariente en el poder. Conocía la envergadura del Feroz, y conociéndola, celebraba hallarse entre los que eran sus ojos y sus brazos en las Tierras Fértiles. Los mejores súbditos de Misáianes serían príncipes en el reino de la Creación sometida. El estaría entre ellos...

La luz sobre el estanque empezaba a apagarse, pero Molitzmós seguía viendo allí un lugar poblado con presencias del recuerdo.

Él mismo estaba en la luz, expresando su incredulidad ante la primera promesa que el sideresio le había hecho. "Dime, ¿quién puede suponer que la magia de las Tierras Fértiles va a elegirme a mí, justamente a mí, para que asista a ese concilio? Puedes estar seguro de que no seré yo quien vaya en representación de mi pueblo, sino alguien de la Casa reinante. Por mucho que los Supremos Astrónomos se digan imparciales, sé bien que consideran ilegítima y cruel nuestra lucha por el trono". El sideresio lo escuchó hasta el final, resguardado en una sonrisa. "Tú, Molitzmós, espera... Solamente espera. Verás que un día llegará a tu puerta un mensajero para guiarte a Beleram". Aquella vez, la palabra de Misáianes se había cumplido. Como se cumplió cuando le aseguraron que Illáncheñe sería un siervo a su disposición, sin voluntad propia.

Años atrás, la ambición del trono había enfrentado a los Señores del Sol en el campo de batalla. Molitzmós, que aún era un niño, fue testigo de la derrota de su Casa.

Cuando uno de sus hermanos no regresaba, las esposas de su padre su juntaban a llorar al muerto. Él recordaba esos llantos. Cuando su padre fue asesinado por la espalda, todos recelaron de todos. Él recordaba los murmullos y el desconcierto. Las dádivas vergonzosas con que los vencedores conchabaron a sus recientes enemigos; también eso podía recordar. Pero más que ninguna otra cosa, recordaba la ira de su abuelo ante aquella indigna rendición. Después vino una época que aparentaba paz y en la que muchos de ellos, en especial los que no conseguían disimular el odio, debieron soportar toda clase de humillaciones y despojos.

Mientras tanto, su abuelo reorganizaba la venganza futura. En silencio y sin prisa, sabedor de que no alcanzaría a disfrutarla, preparó para la gloria al más apto de sus nietos varones. Con Molitzmós, la Casa volvería a tener un jefe capaz de devolverla al sitio que merecía. La vida le alcanzó apenas para cumplir con la tarea que se había impuesto. Por eso, muy cerca de la muerte, llamó a Molitzmós y le ordenó que consagrara su alma entera a la conquista del trono que en antiguas épocas les había pertenecido. Molitzmós amaba a su abuelo, y el juramento que entonces le hizo se transformó en el sentido de su existencia.

A pesar de eso, los años pasaron sin que pudiera cumplirlo. La Casa reinante era poderosa. Obraba con astucia y jamás daba vuelta la cabeza.

La llegada del sideresio trajo esperanzas a Molitzmós que desde el comienzo intuyó el poder del que lo enviaba. Y a medida que se adentró en el conocimiento de Misáianes, más se convenció de que su triunfo era inexorable. Si las Tierras Fértiles, tal como existían, debían caer; si de cualquier modo Misáianes se transformaría en amo absoluto de las Tierras Fértiles, entonces más valía resguardarse a su sombra. A Molitzmós no le importaba cómo sería el Orden de Misáianes sobre el mundo. ¿De qué servía dolerse de lo que no tenía remedio? Podían llamarlo el fin del albedrío de la Criaturas. Podían hablar de las ruinas de la Creación o de un mundo sometido a la voluntad del Feroz. Molitzmós soñaba conque ese mundo, fuese como fuese, guardara un sitio para él y los suyos. La guerra iba a terminar algún día. Entonces los sideresios regresarían a las Tierras Antiguas y él quedaría allí con el nombre de Señor de Señores. ¿Qué podía importarle tener un amo del otro lado del mar? Molitzmós sobreviviría. Y con él, su Casa, parte de su pueblo, sus tesoros y sus ciudades. Lo demás era inevitable.

El lugar de la luz ya no estaba. Todo, menos el cielo, se había ocultado. Los sirvientes de la Casa de las Estrellas encendían el aceite de la vasijas y la hilera de fuegos que dejaban a su paso le indicaba a Molitzmós qué camino traían. Eran muchos los sirvientes ocupados en esa tarea de modo que muy pronto estarían a su lado deshaciendo la oscuridad. El Señor del Sol quiso aprovechar ese momento para terminar de convencerse de que no tenía, ni siquiera, la posibilidad de vacilar.

Ningún súbdito de Misáianes podía retroceder. Y además ¿para qué hacerlo? Más que nunca debía esmerarse en el cumplimiento de las órdenes que había recibido sin olvidar que estaba del lado de los que, finalmente, vencerían. Lo suyo no era enredarse en las batallas, aunque bien valía que en la Casa de las Estrellas lo creyeran así. Su lucidez estaba puesta en otra parte. El dedo de Misáianes le indicaba su blanco: el vínculo que existía entre la Magia y las Criaturas de las Tierras Fértiles. Hacia allí se dirigían los mayores esfuerzos del amo, porque en esa hermandad se encontraba su peor obstáculo. Molitzmós cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos tenía la firmeza recuperada.

Antes de abandonar el estanque, repitió un juramento. "Juro desde las sombras..." Los niños vieron pasar una nube delante de la luna.

La sangre del Venado

Dulkancellin montaba a Atardecido y Cucub a Espíritu delviento. Ambos marchaban al encuentro de los guerreros husihuilkes que estaban acercándose a Beleram. Dulkancellin iba adelante, galopando la distancia que lo separaba de sus hermanos. Detrás de él, Cucub hacía todo lo posible por alcanzarlo.

Atardecido se detuvo en seco, justo en la cima de una elevación. Y esta vez fue porque el jinete así lo quiso.

—¡Allí están! —gritó Dulkancellin, señalando el camino que bajaba recto. Esperó que Cucub llegara a su lado y juntos descendieron la cuesta a todo galope.

El lugar en el que iban a encontrarse no estaba demasiado lejos de los límites de Beleram. El camino por el que llegaban los husihuilkes no era el mismo, angosto y escondido, que Dulkancellin y Cucub habían utilizado el día de su arribo a la ciudad. Los guerreros del sur venían por un camino que en épocas corrientes era uno de los más transitados de Beleram. A sus costados se extendían enormes terrenos de cultivo que lo mantenían separado de la selva. La mañana estaba lista para la alegría del encuentro.

Atardecido y Espíritudelviento corrían por la cuesta. Abajo, en medio de prodigiosos maizales, Kupuka ordenó el cese de la marcha hasta entender de qué se trataba la extraña yunta de hombres y animales que venía hacia ellos.

—Es mi padre, es mi padre —repetía Thungür al lado de Kupuka.

—Es tu padre —el Brujo de la Tierra sonreía.

Estaban sucios. Estaban cansados. Estaban hambrientos. Sin embargo, de ser necesario, hubiesen salido a enfrentar a cualquier enemigo.

—No tendremos que hacerlo, por ahora —Kupuka se volvió hacia los guerreros—. Hermanos, miren que es Dulkancellin el que llega. Y lo acompaña un buen hombre.

Los husihuilkes habían perdido a varios de los suyos en las escaramuzas con los Pastores. Algunos de ellos estaban heridos y todos, sin excepción, muy fatigados. A pesar de eso, y detrás del aspecto de polvo y de cansancio, cualquiera podía ver que eran guerreros. "Tal vez ahora sí sea posible", pensó Dulkancellin.

Thungür caminaba a su encuentro. Dulkancellin desmontó y se quedó inmóvil viéndolo venir. Su hijo ya no era el niño que corrió con una pluma de oropéndola en la mano y que asustado por el presagio del bosque le pidió que no lo abandonara. ¿Cuándo había ocurrido eso? Dulkancellin no pensó en el tiempo sino en todos los sucesos transcurridos, por eso no se asombró de tener frente a él a un hombre de su mismo tamaño tomándole el brazo en señal de saludo. Y sin embargo, en el espacio de las pupilas, Thungür seguía siendo el otro. Dulkancellin recibió a su hijo. Después avanzó unos pasos para saludar a los guerreros. Los recién llegados le respondieron en la lengua amada que tanto había tardado en hacerse oír. Era gente husihuilke. Hombres husihuilkes en los que Dulkancellin volvía a reconocerse.

—Salud, anciano —dijo Dulkancellin. Y abrazó a Kupuka.

El Brujo de la Tierra tenía la apariencia de una alucinación. Tan, pero tan reviejo... La larga melena blanca, anudada y polvorienta, uñas de cabra montaraz. Tan animal del cerro y tan sabio, que Cucub no pudo menos que disfrutar por adelantado la ridícula expresión que el emplumado pondría al conocerlo.

—Salud, anciano —dijo Cucub.

Y mientras el zitzahay se entretenía en sus malicias Dulkancellin volvió a mirar los rostros conocidos. Allí estaban vecinos y primos; hombres con los que había peleado; hombres que había enfrentado. Allí estaban, de todas las aldeas y los linajes. Y allí estaba un joven guerrero que traía un costado cubierto con hojas sanadoras de heridas. Dulkancellin no supo qué hacer, ni siquiera supo cómo mirarlo. ¿Quién sabe? Quizás hubiese bastado conque Kume saludara a su padre. ¿Quién sabe? Quizás su padre lo desconocía nuevamente. Lo cierto es que el joven permaneció quieto en su sitio, y Dulkancellin apartó la mirada.

Aquel era día de sobresaltos para el padre. Y enseguida Dulkancellin se enfrentó al mayor de todos. Más allá de la última fila de guerreros Kuy-Kuyen esperaba que, finalmente, la descubriera.

—¿Por qué has traído a Kuy-Kuyen? —Dulkancellin no terminaba de creer lo que veía—. Explícame, anciano. ¿Por qué la has traído?

—Lo haré en cuanto reanudemos la marcha —respondió Kupuka—. La razón tiene sus muchas caras; y estos hombres no pueden esperar a que tú las veas y las comprendas todas.

Los guerreros se interesaron en Atardecido y en Espíritudelviento.

—Animal con cabellera, así los llamamos —dijo Cucub. Y de repente, con su público recuperado, elevó el tono de voz para dar noticias sobre el porqué y el cómo de aquellos animales. Noticias que amenazaban con no terminar nunca. Suerte que Kuy-Kuyen llegara a saludarlo:

—Salud, hombre zitzahay.

—Salud, mujer husihuilke.

Cucub se alegró doblemente:

—Me alegro de volver a ver tus ojos. Y me alegro, también, de que haya aquí alguien de mi estatura.

Enseguida se ordenó proseguir la marcha. Dulkancellin montó a Atardecido y le pidió a Kupuka que montara con él.

—Te llevaré conmigo. En el camino irás mostrándome las muchas caras de tus razones —le dijo. Y luego, dirigiéndose a Cucub, agregó: Tú llevarás a Kuy-Kuyen.

Ella escuchó, sacudió la cabeza y retrocedió.

—No tengas miedo —Cucub extendía su mano—. Dile tu nombre y serán amigos.

Atardecido abría la marcha, a paso lerdo. Dulkancellin volvía el rostro constantemente para hablar con Kupuka.

—Dime de Vieja Kush.

—Ahora mismo estará amasando sus panes.

—Dime de Wilkilén.

—Apenas ha crecido. Pero sus trenzas sí que se han alargado.

—¿Y Piukemán...? ¿Por qué no lo has traído?

Esta vez se estiró el silencio.

—Alguien debía cuidar de Kush y de Wilkilén —Kupuka vaciló—. Él podrá hacerlo muy bien.

Dulkancellin tenía muchas cosas que preguntar. Y una, en especial, que no podía entender.

—¿Qué razón pudiste tener para traer a Kuy-Kuyen a esta tierra amenazada?

—Vamos por partes —respondió Kupuka—. Hay dos verdades que debes recordar antes de desgastarte en enojos: la amenaza es la misma en Los Confines. Y además, Kuy-Kuyen ya está aquí.

Lo que Cucub malició y disfrutó fue poco en comparación con el efecto que produjo la entrada de Kupuka en el observatorio. El Brujo de la Tierra se presentó con los jirones que lo acompañaron durante el viaje. Y para más con el cayado de madera que se negó a abandonar, aún dentro de la Casa de las Estrellas. Puede que ninguno de los presentes, Zabralkán incluido, pudiera mantenerse insensible al aspecto salvaje de Kupuka. Así y todo, tal como Cucub lo imaginaba, la reacción de Molitzmós sobresalió entre las demás. Su expresión de bienvenida resultó ser algo indefinible, que tenía de esto y de lo otro.

Sin embargo, el asunto de la reunión no era la apariencia de Kupuka y quedó rápidamente olvidado en provecho de lo que era importante.

Ni más ni menos, el hilo delgado de la estrategia iba a terminar de tejerse ese día. El Venado sabía que su única posibilidad en la guerra contra Misáianes era fortalecerse en todos los dominios. Los hombres se ocuparían de organizar y conducir a los hombres. La Magia tenía para sí el resto de las fuerzas de la tierra; y tenía, en el cielo, el espejo donde ver lo posible. Zabralkán pensaba en astros alineados y en días propicios. Por la cabeza de Kupuka pasaban hordas de pecarís, nubes de avispas y venenos.

El ejército de los hombres se hacía fuerte. La llegada de los husihuilkes, más la división de los Señores del Sol que estaba acercándose desde el norte por detrás de la línea de los sideresios, acrecentaban en mucho la cantidad y la destreza de los guerreros. El Venado midió su poderío, y soñó con una victoria.

Los días que siguieron fueron de trabajos. Y si la Casa de las Estrellas ya estaba convertida en un amontonamiento, ahora todo Beleram era la misma cosa.

El estanque de la Casa de las Estrellas reunía a los que necesitaban reponerse de la fatiga. Y también reunía a quienes, en medio de los preparativos de una guerra, habían encontrado la manera de hacerse amigos.

Kuy-Kuyen y Cucub eran unos de esos que sin faltar ni un día se encontraron en el estanque al final de cada atardecer.

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