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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (23 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—Una piedra que movilizó al pueblo de los lulus, que ensombreció a Dulkancellin, y que determinó a Kupuka a realizar acciones inconsultas.

—Los lulus... Dulkancellin... Kupuka —repitió Bor—. Las Criaturas del sur tienen mucha ascendencia en la Casa de las Estrellas.

—¿Cuál es el sentido de esas palabras?

Zabralkán conocía la respuesta, pero quiso que Bor se escuchara a sí mismo.

—¿Cuál es el sentido? —volvió a preguntar.

—El sentido es recordar que tenemos origen en la Magia de las Tierras Antiguas, y no en los decires de un ignoto pueblo de las islas del sur. El sentido es no olvidar que somos hijos de la Gran Sabiduría del norte.

—Aspiremos a ser hijos de la Gran Sabiduría del mundo —interrumpió Zabralkán. Y sin dejar espacio para ninguna réplica, continuó hablando: Los extranjeros no entrarán hoy a la Casa de las Estrellas. Es una decisión que no discutiremos ahora. Lo haremos después, mañana. Lo haremos con el resto de los representantes. Discutiremos todo lo que sea necesario. Es posible que ellos, igual que tú lo estás haciendo, desaprueben esta determinación que parece fruto de un desvarío o de un fraude. Hasta tanto llegue ese momento obraremos para impedir que los extranjeros marquen aquí sus huellas.

—Siendo así, debemos actuar de inmediato —dijo Bor—. Los extranjeros se acercan.

Los dos Astrónomos hicieron silencio para escuchar. En efecto, el viento arrastraba el bullicio de fiesta y los rumores de estupor que venían acompañando el paso de los extranjeros, desde su entrada a la ciudad.

No había tiempo que perder. Zabralkán abandonó enseguida el observatorio y encaró el intrincado descenso hacia la puerta principal. Caminaba con pasos cortos y veloces, olvidado por completo de la compostura que debía guardar el Supremo Astrónomo de la Casa de las Estrellas. Rápidamente dejó atrás las primeras escaleras y los primeros largos corredores. Los aprendices y los sirvientes no podían creer lo que estaban viendo: Zabralkán atravesaba las salas, aparecía y desaparecía en las curvas de las escaleras, bajaba y bajaba. Y no con su acostumbrado andar de anciano y de Astrónomo, sino con una urgencia inadecuada para su rango. Detrás de él, Bor caminaba desparramando órdenes con el fin de reunir al séquito que escoltaba a los Supremos Astrónomos, siempre que éstos decidían abandonar la Casa de las Estrellas. Zabralkán por su parte estaba dispuesto a salir a la explanada como cualquier mortal. Los guardias de la puerta principal se vieron sorprendidos por el grupo que encabezaba el anciano. La aparición fue tan repentina que apenas si alcanzaron a abrir por completo las pesadas hojas de piedra labrada. Zabralkán salió en primer lugar; después salió Bor, con mal aspecto; y por último, todo un séquito que no podía terminar de ordenarse. De esa forma llegaron hasta la mitad de la explanada, y allí se detuvieron. Recién entonces, los escoltas consiguieron alinearse. Bor recompuso su semblante, y Zabralkán volvió a ser un anciano majestuoso.

Los Supremos Astrónomos se quedaron esperando, fijos los ojos en aquel movimiento confuso que veían avanzar por la avenida empedrada. Los extranjeros estaban ahí, casi llegando a la Casa de las Estrellas después de haber atravesado Beleram.

Beleram, capital de la Comarca Aislada. La ciudad que la Magia había ordenado levantar, la única sagrada, la que no se podía soñar, la que protegía los más antiguos códices, la que miraba al cielo desde sus altas torres...

Todo el pueblo había salido a celebrar la entrada de los visitantes. Pero ocurrió que cerca de la Casa de las Estrellas, sus voces comenzaron a perder el color del júbilo y del buen asombro, hasta transformarse en un murmullo negro que precedía al cortejo.

Detrás del murmullo, y abriendo la marcha, venían los astrónomos menores que habían sido escogidos para viajar a la costa y recibir a los visitantes. Cada uno en su litera cubierta, cargada por cuatro sirvientes. Un poco más atrás venían sus acompañantes. Un poco más atrás, los extranjeros. Y aquí la gente empequeñecía los ojos, como queriendo ver hasta los huesos de los hombres vestidos de negro. Y aquí los gritos de la gente se superponían, porque todos le buscaban nombre a las extrañas bestias que esos hombres montaban y que ninguno de ellos había visto jamás. "Animal con cabellera", dijo alguien. El nombre corrió de boca en boca. Y nombrándolos, "animal con cabellera", empezaban a hacerlos suyos. Dos de aquellos animales, que no traían hombres a cuesta sino mantos ricamente bordados, eran conducidos por un zitzahay. Los hombres de Dulkancellin se repartían por ambos costados y por detrás.

La comitiva se detuvo frente a la Casa de las Estrellas. Los astrónomos menores, en sus literas, se asombraron de ver a Zabralkán y a Bor aguardando en el centro de la explanada. No era eso lo convenido, ni parecía prudente. De inmediato ordenaron a los sirvientes descender las literas. Si los mismísimos Supremos Astrónomos estaban de pie, no podían ellos permanecer sentados; y mucho menos mirar desde lo alto. Los sirvientes descargaron las literas de sus hombros y las depositaron en el suelo con suavidad. Dulkancellin no esperó más para ordenar que los extranjeros desmontaran.

Drimus entendió que algún suceso inesperado se interponía entre él y la Casa de las Estrellas. Lo adivinó en los gestos de Zabralkán y en los rostros de los astrónomos menores cuando casi a un tiempo giraron la cabeza para mirarlo. Los Supremos Astrónomos hicieron llamar al jefe de los guerreros. El movimiento le dio a Drimus la certeza de que algo había ocurrido que le dificultaría el cumplimiento de su misión.

De entre todos los súbditos de Misáianes, Drimus fue el señalado. Misáianes lo había elegido para que marcara en la Casa de las Estrellas la primera huella de los sideresios. ¡Cuando eso sucediera, lo más importante estaría hecho! Y cuando Leogrós llegara, arrastrando su exterminio desde el norte, hallaría el sagrado recinto de la Magia corrompido y enfermo. Bastaría el aliento de los perros para disolver sus muros de piedra. Drimus, mejor que nadie, era capaz de confundir a los Supremos Astrónomos; porque él comprendía los designios de Misáianes más allá del aniquilamiento y la matanza. Y porque hablaba, igual que ellos, las lenguas de la Sabiduría. Drimus, hijo resplandeciente de la Magia de las Tierras Antiguas, desdeñaba la ambición de riqueza y poderío guerrero. El Doctrinador soñaba con una eternidad que muy pocos podían entender.

El mismo astrónomo que lo había recibido en el puerto estaba hablándole. Le decía que no sería recibido ese día; y que él y sus dos hombres serían trasladados a un edificio cercano a la Casa de las Estrellas.

—Pronto, tal vez mañana, recibirás la visita de los Supremos Astrónomos.

Drimus, el Doctrinador, tuvo que apretar el alma en los puños para que no se le notara la furia. Nada podía hacer por el momento. Únicamente aceptar la orden y esperar. Esperar que estuviesen frente a él aquellos que se hacían llamar Supremos Astrónomos, descendientes de los que traicionaron a la Magia del Norte. Drimus sabía dónde escarbar, dónde roer; sabía dónde estaba lo duro y dónde lo blando. Muy poco le costaría transformar a Bor y a Zabralkán en dos ancianos endebles que le abrirían de par en par la puerta de la Casa de las estrellas.

—Lleva al menos los obsequios que hemos traído —pidió Drimus.

—Tampoco eso —le respondieron.

El Doctrinador quiso saber adónde iban a conducirlos. El edificio que le señalaron era una pirámide gris, de ancho zócalo ornamentado con figuras rojas y azules.

Los extranjeros volvieron a montar sus animales y emprendieron la marcha, vigilados de cerca por los guerreros. Drimus miró hacia la Casa de las Estrellas justo cuando la puerta se cerraba tras el séquito de los Supremos Astrónomos. Agachó la cabeza para ocultar su expresión y comenzó a susurrar una letanía que estaba vedada a los comunes entendimientos. Lentas invocaciones que conocían los magos de las Tierras Antiguas...

Por los caminos de las Tierras Fértiles

En esos días, dos ejércitos avanzaban por las Tierras Fértiles. Lo hacían utilizando los caminos habituales y los caminos que habían sido abandonados; y si les resultaba necesario para acortar el viaje, abrían nuevos caminos.

Los ejércitos marchaban en dirección a Beleram, uno al encuentro del otro. Donde se enfrentaron hubo una guerra. Quienes sobrevivieron a ella, demoraron hasta hallar la calma suficiente como para recordar los sucesos, y contarlos. Y cuando por fin lo pudieron hacer, hablaron de arroyos de sangre que llegaban al mar, de muertos que enterraban muertos, y de un lamento que se oyó durante años incontables.

Los sideresios venían desde el norte. Kupuka y los guerreros husihuilkes venían desde el sur. Unos para arrasar Beleram, y otros para defenderla.

Y mientras los ejércitos avanzaban, la sombra de un mago de las Tierras Antiguas oscurecía Beleram. Pero antes, y primero que nada, oscurecía la verdad; de modo que los Supremos Astrónomos no pudieran reconocerla.

Desde el norte, los sideresios. Desde el sur, los husihuilkes. Y la Casa de las Estrellas sin poder ver lo que estaba ocurriendo, porque tenía los ojos puestos en sí misma y en los extranjeros confinados en la pirámide gris.

El grueso de la flota de los sideresios, después de separarse las tres naves del Doctrinador, había continuado viaje con la intención de entrar a las Tierras Fértiles por distintos puntos de la costa, siempre de Beleram hacia el norte. El fin era vedar los caminos de alianza entre un pueblo y otro para dejarlos solos ante el ataque. Los pueblos, así separados, no podrían sumar sus fuerzas. Sería sencillo arrastrarlos y luego volcar sus despojos sobre la Casa de las Estrellas. "Beleram sepultada bajo una montaña de pueblos muertos", le gustaba decir a Drimus.

Por los días en que el Doctrinador permanecía en la pirámide gris las naves de Leogrós llegaban a la costa.

Los guerreros husihuilkes habían avanzado con mucha rapidez hasta casi llegar a la mitad del desierto. Pero a partir de ahí las cosas empezaron a empeorar. Los ataques de los Pastores durante las noches se hicieron frecuentes. Los hombres del desierto atacaban de manera imprevista y se retiraban rápidamente amparados en las sinuosidades del páramo que conocían de memoria. El resultado de esas breves escaramuzas no era bueno. No sólo porque cada una de esas noches el ejército husihuilke disminuía, sino también por el retraso que sufría la marcha.

¡Y Beleram sin saber nada! En la ciudad y en las aldeas de los contornos la gente retornaba con desgano a sus quehaceres cotidianos; como si supieran que la presencia de los extranjeros no era cosa exclusiva del discernimiento de los Astrónomos. Y que también a sus pequeñas vidas les competía el asunto.

Zabralkán y Bor acudían a diario a la pirámide gris, siempre acompañados de los demás miembros del concilio. De todos, salvo de Molitzmós, que había sido anoticiado del cambio de planes y permanecía en la playa custodiando las naves. Uno, dos, tres días habían transcurrido desde la llegada de los sideresios a la ciudad de Beleram. Para entonces Drimus estaba a punto de conseguir su propósito: no en vano había sido elegido por Misáianes. Aquella noche, por ejemplo, recitaba frente a los Supremos Astrónomos las mismas advertencias que los bóreos habían pronunciado en esa misma ciudad, cuando el sol era quinientos años más joven. Las repetía palabra por palabra, sin error ninguno. Y quienes lo oían se embelesaban porque el mago tenía el don del encantamiento.

La misma noche en que Drimus engañaba los oídos repitiendo las palabras de los bóreos, una división de los sideresios desembarcaba del lado sur de las Colinas del Límite. Sus naves atracaron en una ensenada donde la selva se acercaba al mar como en ningún otro punto de la costa. Cerca de allí, la Estirpe de los Acechadores del Mar dormía confiada bajos sus techos de hojas de palma, en pequeñas aldeas familiares: Rojo de los Oacaltales, Rojo de los Pescadores, Pequeño Rojo y, un poco más distante, Rojo Lugar Lejano. Los hijos de los bóreos descansaban en hamacas de yute que al mecerse les ayudaban a soñar con el mar. Hombres, mujeres y niños cruzaban el Yentru en las barcas magníficas de sus sueños, llegaban al continente de los Padres y entendían, por fin, el color de sus ojos y el de sus cabellos. Y como estaban en la alta mar de sus sueños no escucharon los pasos sigilosos acercándose a sus casas, ni las manos enguantadas que descorrieron las cortinas trenzadas que servían de puertas. Los sideresios entraron en pequeños grupos a las chozas de palma, a todas las chozas de todas las aldeas de la Estirpe, y con sus armas brillantes tajearon los sueños de los durmientes. Algunos de ellos alcanzaron a despertar antes de morir. Pero la mayoría prefirió soñar que era agua del Yentru lo que empapaba sus túnicas. A la madrugada, las hamacas mecían muertos de ojos azules.

Poco tiempo después, el que tardó la luz del sol en llegar de la orilla del Yentru a la orilla del Lalafke, el ejército husihuilke se preparaba para un nuevo día de marcha. Acababan de arrojar al mar el cuerpo de un joven guerrero para negarle su muerte a la profanación de los Pastores. Kupuka cantó la canción que acompañaría al joven en su viaje. Luego lo dejaron atrás, porque todavía faltaban noches y noches en aquel lugar. Y cada una traería sus muertos.

Esa misma madrugada, la del último sueño de la Estirpe, la del joven guerrero arrojado al mar, Zabralkán miraba un cielo inquieto que cambiaba de aspecto a cada pestañeo. El Supremo Astrónomo comprendía que aquella situación no podía durar. Bor no se esforzaba en disimular que desaprobaba la decisión de mantener a los extranjeros lejos de la Casa de las Estrellas. Para Bor no existían dudas: Drimus era un hermano que estaba allí en nombre de otros hermanos.

Ninguno de los demás representantes se había opuesto a la decisión. Ninguno, ni en palabras ni en silencio, se lamentó de la resolución inconsulta tomada por el Astrónomo. Más bien, algunos parecieron descansar en ella. Sin embargo Zabralkán sabía que el confinamiento de los extranjeros empezaba a prolongarse demasiado, sin tener más sustento que su propio desasosiego. ¿Adónde estaba el mal? Zabralkán no podía responderse esta pregunta. ¿De dónde llegaban esos temores escalofriantes? Los extranjeros estaban allí y nada malo sucedía ¿Por qué, entonces, tanta oposición de su alma? Zabralkán pensaba con la lucidez afiebrada del que no ha dormido.

Y es que Zabralkán era el Supremo Astrónomo de la Casa de las Estrellas. Y aunque Drimus desplegara su ciencia milenaria en amparo del Mal, Zabralkán sentía llegarle un dolor punzante que no podía ni quería desconocer.

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