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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (22 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—Me refiero a Kuy-Kuyen —respondió Vieja Kush—. Ella es una hermosa joven, con luz de las estrellas. Los parientes de Shampalwe vendrán pronto por una respuesta. Y entonces deberé dejar que se la lleven para desposarla. Está en edad, y no hay causa para negarla. Si lo hago, los parientes se ofenderán. Salvo que...

—Salvo que... —apuró Kupuka.

—Que te la lleves contigo.

Kush suponía que Kupuka volvería a enojarse. El Brujo, en cambio, permaneció en silencio esperando que la anciana terminara su explicación.

—Quisiera ver a Kuy-Kuyen reírse de amor, como lo hacía su madre. Quisiera que mi bella fuera feliz. Y no lo será si permanece aquí y debo entregarla a los parientes.

—¿Y por qué crees que será feliz si parte con nosotros?

—Pues...—Vieja Kush dudó antes de continuar—. A menudo, Kuy-Kuyen pronuncia el nombre del mensajero zitzahay que vino en busca de Dulkancellin. Ella nombra a Cucub en el sueño y en la vigilia. Y muchas veces lleva sus ojos hacia el norte y canta lamentos de amor. Llévala hasta donde él está. Tal vez el zitzahay le retribuya el amor y quiera tomarla como esposa.

—Mujer, hablas de bodas cuando vamos a una guerra — protestó Kupuka.

—Míralo de esta forma, hermano: hablo de amor cuando se acerca la muerte.

El Brujo de la Tierra se sonrió. ¡Los hombres eran las más extrañas de las Criaturas!

—¿Y qué harás tú? —preguntó.

—Que eso no te preocupe. Yo tengo la experiencia. Y Wilkilén tiene el entusiasmo. En cuanto a Piukemán, estoy segura de que elegirá el camino de la sabiduría.

Kupuka se quedó pensando en lo que Kush pedía. Posiblemente, el viaje de Kuy-Kuyen tuviera un sentido, que la misma anciana no podía imaginar.

De improviso Wilkilén llegó corriendo y se abrazó a las piernas de Kupuka. El Brujo de la Tierra la levantó hasta su cara y le habló al oído.

—¡Sí, la cuidaré con mi alma entera! —respondió Wilkilén revelando el secreto.

Los dos ancianos se miraron un rato.

—¡Sea! La llevaré conmigo —dijo Kupuka.

Pocas horas después, Kupuka, Thungür, Kume y Kuy-Kuyen emprendían el camino. El mismo que Dulkancellin y Cucub habían emprendido en la anterior temporada de lluvia.

Kupuka partió con paso rápido y murmurando.

—Deben estar prontos a desembarcar. Si he comprendido bien los sueños que me han estado visitando, sus naves ya estarán muy cerca de la Comarca Aislada. Pero no será tarde —y siguió repitiendo: No será tarde, no será tarde.

La huella de sus pies

Seguía lloviendo en la Comarca Aislada. El día que los extranjeros desembarcaron, caían sobre Beleram aguas delgadas y puntiagudas. Como espinas de cardo.

La comitiva de recepción esperaba, formada en alas de mariposa. Los guerreros de Molitzmós rodeaban el puerto. Y desde algún lugar, Dulkancellin y sus hombres observaban con atención cada movimiento.

Las tres naves tomaron sus posiciones. Y un rato después, los primeros extranjeros se mostraron a los ojos de todos. Hombres de negro y capa abandonaron su nave, avanzaron por el único embarcadero y lo flanquearon de extremo a extremo. El puerto entero estaba al acecho, queriendo adelantarse a cualquier cosa que fuese a suceder. Un silencio, una espera, apenas una crispación en los músculos de los arqueros. Y apareció otro hombre, de negro también, pero montado sobre un animal desconocido. Adelantó unos pasos entre las dos hileras de escoltas. Después se detuvo durante un tiempo indefinible que algunos de los presentes midieron en respiraciones; y otros, en amaneceres. Siguió avanzando. Llovía sobre;el mar y la tierra. Lluvia como espinas de cardo.

Ninguno de los que allí estaban había visto jamás un animal semejante, ni había oído decir que existieran. Y solamente dos evocaron un recuerdo cuando lo vieron. Uno de ellos fue Elek que, ubicado en la primera línea de la comitiva pensó de inmediato en ciertos animales mencionados en las historias de sus mayores. El otro fue Dulkancellin. Desde donde se hallaba, el guerrero dominaba todo el embarcadero. El animal que vio avanzar le recordó al que había conocido en un sueño, en vísperas de la fiesta del sol.

El majestuoso animal continuaba su avance majestuoso. Pero un paso antes de tocar el suelo de las Tierras Fértiles, el jinete lo detuvo de nuevo. Algún corazón latía tan fuerte que se escuchaba en el aire.

La línea de la costa partía el día en dos mitades. Una mitad de mar y ropas negras. Una mitad de selva y ropas multicolores. Lo único que las unía era la lluvia que seguía cayendo. Lluvia como espinas de cardo.

"La huella de sus pies en nuestra tierra y... ¡recuerden!... muchas generaciones cosecharán ponzoña". Dulkancellin recordó, de pronto, aquello que había escuchado decir en el bosque de Los Confines. Las palabras del lulu anciano lo tomaron por sorpresa y él sintió que venían desde un lugar lejano que no era, exactamente, la memoria.

El jinete extranjero se detuvo a la salida del embarcadero y miró sin prisa todo el paisaje. Con un movimiento seco logró que el animal que montaba se alzara sobre sus patas traseras. La bestia, súbitamente erguida, sacó de su garganta un sonido largo y entrecortado, que mucho se parecía al grito de los guerreros cuando se lanzaban a la batalla. Los integrantes de la comitiva estaban cerca de allí y sintieron, bien hondo, los dientes del miedo. Sin embargo permanecieron quietos en sus lugares porque, más que el miedo, era fuerte la altivez de la raza. Detrás de ellos, los arcos se tensaban para matar.

—¡Salud, hermanos entrañables! —gritó el extranjero. La voz retumbó por el puerto —. ¡Que el cielo contemple este reencuentro!

El jinete pronunció la Lengua Natural con familiaridad. Cuando terminó su saludo, inclinó la cabeza.

Tres astrónomos menores se adelantaron a recibirlo. Y uno de ellos, designado con anterioridad, tomó la palabra:

—Extranjero, no podemos corresponder a tu saludo, ni llamarte hermano, en tanto no conozcamos tu nombre, la procedencia de tus naves, y las intenciones que te guían a ti y a tu gente.

—Drimus es mi nombre —respondió el jinete—. Yo y los míos venimos en representación del pueblo más excelso de las Tierras Antiguas. Y hemos atravesado el Yentru con el propósito de cumplir una promesa que, hace mucho, mis antecesores le hicieron a los tuyos.

—Todo esto que dices deberás repetirlo y comprobarlo frente a los Supremos Astrónomos, y algunos otros más. Nosotros sólo te conduciremos hasta la Casa de las Estrellas.

—No me duelo de esta fría recepción puesto que contábamos con ella —exclamó Drimus—. Sabemos de los tremendos temores que los obligan a tomar estas precauciones. Y sabemos también que apenas conozcan nuestra verdadera índole, se acabarán las penurias. Pero...¡todo a su tiempo! Por ahora, guíanos a la Casa de las Estrellas.

—No, todavía —respondió el portavoz, sin perder la cortesía ni la distancia—. Pronto anochecerá. El camino hasta la Casa de las Estrellas no es tan corto como para realizarlo antes de que se vaya la luz. Por el momento, tú y los tuyos deberán regresar a las naves y no salir de allí hasta que amanezca. Nosotros nos ocuparemos de hacerles llegar buenos alimentos para todos. Mañana, muy temprano, te conduciremos a ti, y a dos que tú elijas, ante los Supremos Astrónomos.

—Hermano dos veces, acepto gustoso lo que me pides: iguales recelos hubiésemos tenido nosotros —el Doctrinador disfrutaba el juego—. Pero, aún así, expresaré dos deseos. Quisiera pedirte que además de la compañía que me otorgaste, me permitas llevar los varios obsequios que han sido enviados para los Supremos Astrónomos. Y quiero pedirte también que dejes los alimentos para cuando estemos sentados a la mesa de los huéspedes. Los prisioneros pierden el apetito.

Drimus alzó la mano en señal de saludo, y dio la vuelta para regresar por el embarcadero. Esta vez, lo hizo con mayor rapidez.

Esa noche los hombres encendieron fogatas a lo largo de la costa, protegidas de la llovizna con una cubierta de ramas y hojas verdes. Y para protegerse ellos mismos, tendieron techos de telas enceradas.

Dulkancellin y Molitzmós se encontraron para terminar de resolver la partida del día siguiente. La conversación que sostuvieron fue breve: Dulkancellin, con su reducido grupo de hombres, estaría a cargo de custodiar a los extranjeros hasta la Casa de las Estrellas. Los guerreros al mando de Molitzmós permanecerían en la costa, vigilando las naves.

La noche se hizo larga para todas aquellas criaturas desveladas que llevaban sus ojos de las naves al cielo y del cielo a las naves, temerosas de que en cualquier momento algo sucediera. Sin embargo, nada alteró la calma. Y al fin salió del mar un amanecer neblinoso. La partida estaba dispuesta para la primera claridad de la mañana. A causa de la niebla, hubo que demorarla y esperar a que el aire se adelgazara y permitiera reconocer el camino.

A más de medio día de marcha de la costa, en la Casa de las Estrellas, Cucub miraba la lluvia. Cuando Zabralkán anunció el arribo de las naves, Elek y Nakín se alborotaron y corrieron detrás del Astrónomo, ansiosos por conocer los detalles. Cucub, en cambio, prefirió quedarse en su sitio tarareando la canción que Elek había dejado inconclusa. Desde ese momento nadie lo vio comer o dormir. Y tampoco nadie lo escuchó pronunciar palabra. Y es que mirando llover, Cucub descansaba de su tristeza y dejaba sus temores para después, para el día en que la lluvia acabara. Y, ¿quién sabe?, tal vez eso nunca ocurriría.

Por estar tan adentro del ensueño, Cucub se demoró en comprender que la voz se dirigía a él. Y mucho más tardó en comprender lo que decía: ¿que se despabilara?, ¿que se diera prisa?, ¿que Zabralkán lo requería de inmediato en el observatorio? El pobre Cucub no terminaba de entender lo que pretendían que hiciera.

Mientras caminaba siguiendo al escolta fue recobrando su lucidez; y en los últimos tramos de la interminable escalera que llevaba al observatorio, empezó a preguntarse cuál sería la causa de aquel llamado. Un escalón, y la causa era una. Otro escalón, y la causa era otra. Un escalón más, y ¡ojalá quieran preguntarme sobre la miel de caña! Aunque Cucub imaginó muchas cosas, no estuvo ni cerca de adivinar lo que en verdad iba a encontrar en el observatorio.

La vio apenas cruzó la puerta y sus ojos se adecuaron a la extraña luz de aquel sitio. La vio y la reconoció enseguida, a pesar de que muy poco se parecía al ave que había conocido en su viaje por el desierto. Estaba acurrucada contra uno de los muros, toda temblorosa. Y tenía el aspecto de estar agotada y enferma.

—¡Pobre amiga! —murmuró Cucub, avanzando hacia el águila.

—Luego podrás ocuparte de ella —Zabralkán se interpuso en su camino. Llevaba algo en la palma extendida, y preguntó: ¿Has visto esto alguna vez en tu vida?

—¡Claro que sí! —respondió Cucub—. Y no hace demasiado tiempo. Es la Piedra Alba. ¿Recuerdas? La misma que el lulu anciano nos enseñó a Dulkancellin y a mí en el bosque de Los Confines.

—¿Estás totalmente seguro? —preguntó Bor, sin dejar de mirar hacia afuera por la ventana que dominaba la calle principal.

—Lo estoy, lo estoy —respondió Cucub—. Tratándose de esta piedra nadie podría confundirse. Ni aún cuando la mancha oscura que tiene en su interior ha crecido mucho desde aquel día.

Zabralkán cerró fuerte la mano que sostenía la Piedra Alba, como si temiese verla desaparecer.

—El águila la trajo en su pico —dijo el Supremo Astrónomo—. Y a la vista está que se vio obligada a realizar un gran esfuerzo.

—Pobrecita, mi bella amiga —dijo Cucub. El águila, que no dejaba de mirarlo, sacudió las alas—. Supongo que debió hurgar largamente entre los cadáveres de los lulus para poder encontrarla; oculta como estaba, en las barbas de uno que ya habría perdido sus rasgos y hasta su carne.

—Pero, ¿por qué emprendió semejante tarea? ¿Quién puede habérselo ordenado? —se preguntó Zabralkán.

—¡Espera un momento!

El comentario de Cucub fue tan entusiasta que Bor abandonó su observación, y se unió a ellos.

—Ahora que recuerdo —continuó Cucub—, el Brujo de la Tierra dijo algo al respecto. Fue en el desierto, antes de separarse de Dulkancellin y de mí para emprender camino al sur. Entonces, él pronunció palabras parecidas a éstas: "Lamento decirles que me llevaré algo que les ha resultado valioso. El águila se irá conmigo, pues debo encomendarle una tarea que ella realizará mejor que yo".

Las suposiciones de Cucub se aproximaban a la verdad. En su viaje de regreso a Los Confines, Kupuka había convocado al águila y le había ordenado buscar la Piedra Alba entre la mortandad de los lulus. "No bien la encuentres, llévala a la Casa de las Estrellas. Vuela sin detenerte, y deposítala en las manos del más grande de los Astrónomos. Debes hacerlo pronto, hermana águila. No hay tiempo que perder". El águila lo escuchó. Y obedeció hasta tal punto que en ello se le fue la vida. Día tras día, día y noche, puso los ojos y el pico en la desgraciada tarea de encontrar una pequeña piedra en aquella acumulación de huesos, cabellos y putrefaccción. El viento arenoso, y los pájaros que iban a alimentarse con la carne de los lulus, le dificultaban la búsqueda. Pero eso no le impidió continuar su triste trabajo. Buscó y buscó sin darse descanso, y sin poder comer otra cosa que la misma carroña que iba desmenuzando. Y cuando casi desistía pensando que algún pájaro se la habría engullido, su pico tropezó con la Piedra Alba oculta entre los restos de una barba lacia. Después fue una carrera por el cielo hasta las manos de Zabralkán. Una carrera agotadora en la que el águila no se tuvo piedad. Ahora agonizaba en un rincón del observatorio de los Supremos Astrónomos. ¡Kupuka estaría orgulloso de ella!

—Gracias, Cucub —dijo Zabralkán—. Ahora, por favor, déjanos solos.

—¡Muy bien! —respondió Cucub —. Pero permítanme llevar al águila conmigo. Le debo la vida muchas veces, y trataré de hacer algo por la suya.

—Si vas a llevarla, hazlo sin demora —exigió Bor.

Cucub se acercó a su amiga. Tuvo que hacer un marcado esfuerzo para alzarla del suelo; y con ella en brazos caminó en dirección a la salida. Zabralkán se apuró para abrirle la puerta:

—Buena suerte, Cucub.

Bor y Zabralkán estaban enfrentados, los cuerpos y el pensamiento.

—Ellos no deben entrar aquí—dijo Zabralkán—. Evitaremos que entren a nuestra Casa. Al menos por ahora, y hasta que los hermanos representantes conozcan esta novedad.

—No hay novedad alguna —le respondió Bor—. Hay una piedra cuya existencia ya conocíamos. Una piedra de origen incierto que no puede decirnos, por sí sola, lo que no nos han dicho los astros del cielo.

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