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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (9 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—Vuelve a cantarla —pidió Kuy-Kuyen.

El zitzahay no dudó ni un momento. Aclaró la garganta y cantó:

Crucé al otro río,

y el árbol me cuidó

y no tuve miedo.

Pedí permiso al hombre,

me encaramé a su altura,

y vi las cosas que estaban lejos.

Pero soy una orilla,

y volví a caminar sobre la tierra.

—¡No es la misma canción! —se apuró a decir Kuy-Kuyen—. No es la misma que cantaste recién.

—Sí y no. Así son nuestras canciones. Las palabras no cambian, pero cambia el modo de ordenarlas. Nos gusta que sean así porque, de ese modo, nos acompañan cuando estamos tristes y también cuando estamos alegres. En los días sin sol y en las noches con luna, cuando volvemos y cuando partimos.

Cucub había recobrado el ánimo. Finalmente, era cuestión de esperar un poco: Kupuka sería, sin ninguna duda, más razonable que Dulkancellin. Además las niñas estaban haciéndole compañía y desde el fuego de Kush llegaba el olor de una buena comida.

De repente, los ocho que allí estaban irguieron la cabeza. El ruido precedió al movimiento... Ruido oscuro y bronco como el movimiento. Las maderas crujieron, las luces de aceite oscilaron en sus lugares, y el mundo cambió de forma bajo los pies. La tierra se movió en Los Confines para que nadie olvidara que estaba viva. Cuando aquello acabó, después de un tiempo impreciso, los corazones estaban pálidos.

Dulkancellin se cubrió para salir de la casa, igual que lo estarían haciendo todos los jefes de familia. Los hombres husihuilkes escucharon a través del viento por si de alguna aldea llegaba la voz de los tambores reclamando ayuda. Reconcentraron su atención durante largo rato, pero no recibieron ningún pedido de auxilio.

—Nada grave ha sucedido —dijo el guerrero, de nuevo en la casa.

Kuy-Kuyen y Wilkilén permanecían abrazadas a Kush.

—Ahora no es bueno estarse quieto —dijo la anciana—. Es bueno moverse para recuperar la calma. ¡Vamos, niñas, ayúdenme! Hay algún desorden que debemos remediar.

—¡Miren! —exclamó Thungür. La ansiedad de la voz se acentuaba con el gesto insistente de su brazo señalando hacia arriba.

Varios cestos, que se guardaban encimados sobre unos atados de varillas de junco y unos cueros enrollados habían caído al suelo dejando al descubierto el extremo verde de una pluma.

—¿Cómo es posible? —Cucub tardaba en reaccionar—. ¡Esa es la señal! ¡Guerrero, esa es la señal que pediste! ¡Por favor, sácala de ahí!

Dulkancellin hizo lo que le pedían. Con cuidado, sacó la pluma de entre los cestos y la sostuvo de modo que todos pudieran observarla. Era lustrosa, medía casi dos palmos de hombre y tenía un verde en nada semejante a los muchos verdes que los husihuilkes podían diferenciar.

Dulkancellin olvidó pronto la apariencia de la pluma para preguntarse, igual que el zitzahay, cómo había llegado hasta aquel lugar. Era seguro que alguien la había ocultado intencionadamente. Pero... ¿quién? y ¿por qué? La única certeza posible no servía de alivio: nadie mas que uno de ellos pudo hacerlo. Uno de ellos o Kupuka.

El guerrero empezó por liberar a Cucub de la cuerda que le sujetaba las manos. Después habló para todos:

—Acérquense. Ahora debemos entender cómo ocurrieron las cosas.

Dulkancellin se sentó. Uno tras otro, los demás lo imitaron.

—Todos vimos lo mismo y a un tiempo —dijo el guerrero—. La tierra puso al descubierto la pluma de Kúkul. Y también puso al descubierto una mala intención. Esta pluma es la señal del mensajero, el testimonio de su lealtad, la diferencia entre su vida y su muerte. Alguien quiso ocultarla... ¿Alguno de nosotros sabe algo que deba comunicar?

Varios de ellos negaron con la cabeza.

—Las confusiones se añaden a las confusiones —exclamó Dulkancellin—. Y yo no desearía preguntarme, como lo estoy haciendo, cuál de nosotros mezquina una verdad. No puedo pensar en Kupuka, porque...

—Hay una pregunta que deseo hacer —interrumpió Cucub—. Escucha, Kume. Cuando tu padre y yo salíamos al bosque, estuviste a punto de decirnos algo... Entonces Kush te interrumpió y ya no hablaste. ¿Qué ibas a decir y no dijiste? Pienso que, tal vez, quieras hacerlo en este momento.

Kume enrojeció.

—¡Habla, hijo! —Dulkancellin reconoció, en su propia voz, la desesperanza.

Kume estaba visiblemente turbado y tardaba en responder.

—¡Responde la pregunta del zitzahay! —alcanzó a decir el padre, antes de que la desesperanza le llegara al alma.

—No recuerdo bien... —empezó a decir el muchacho.

Dulkancellin se puso de pie, Kume se puso de pie. Padre e hijo se pararon frente a frente en el centro de una rueda de miradas atónitas.

—Yo lo hice —las palabras resultaban apenas audibles.

Yo oculté la pluma.

—Continúa —dijo Dulkancellin.

—Aproveché... Lo hice cuando todos estaban distraídos mirando la sombra de Kupuka.

—Continúa.

—Yo no iba a dejar que tú..., que él muriera. Pero Kush se me adelantó, y exigió el derecho de la lluvia. La vida del zitzahay quedó a salvo.

—Por breve tiempo.

—Yo no quise...

—Continúa.

—Solamente esperaba el momento oportuno para poner la pluma en su bolsa de viaje. Iba a asegurarme de que la encontraran antes de partir.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó su padre.

—No confiaba... No confío en el zitzahay, aunque haya traído consigo la pluma de Kúkul. Por eso pensé en esconderla. Si él no encontraba la señal... Me equivoqué. Creí que lo obligarías a partir, eso nada más. Y que tú te quedarías con nosotros.

—¿No tienes otra explicación que dar?

—No.

El guerrero esperó que la sangre le desocupara la garganta. Sabía que sus palabras tenían un difícil regreso.

—No sé quién eres —dijo.

Kume estaba deshonrado. Si la vida no le alcanzaba para lavar la marca del repudio, moriría sin nombre. Vieja Kush no pudo detener el sollozo. El padre desconocía al hijo. Y aunque nadie lo advirtió, aquello medía el poder del enemigo cuando todavía, ni siquiera, había zarpado.

De músico a mensajero

Largo rato después, los husihuilkes y Cucub comían tunas rojas sentados en círculos sobre sus alfombras. Kume no estaba con ellos. Él ya no podía compartir el fuego familiar. ¡Qué distinta era aquella de tantas otras noches pasadas! Noches amigables, olorosas a laurel, cuando Kush contaba cuentos o tocaba, hasta muy tarde, su flauta de caña. ¿Volverían alguna vez?

Cucub hubiese intercedido de buena gana en favor de Kume; sin embargo, no lo hizo. Había aprendido lo suficiente sobre los husihuilkes como para saber de antemano que su defensa fracasaría. El zitzahay pensó de qué modo podía aligerar la amargura de aquella buena gente, y decidió que hablar de cosas pequeñas era lo adecuado.

—Es posible que ustedes quieran enterarse de ciertos detalles —dijo. —Gustoso les relataré cómo fue que me convertí de músico en mensajero. Y, si alcanza la noche, elegiré los mejores episodios de mi viaje.

Nadie tenía sueño, y el zitzahay merecía ser compensado por el injusto trato que había recibido.

—Cuéntanos, si es de tu agrado hacerlo —aceptó Dulkancellin.

Y Cucub contó sin que lo interrumpieran:

—Estando yo en la ciudad que llamamos Amarilla del Ciempiés recibí la orden de acudir a la Casa de las Estrellas Como la Casa de las Estrellas está situada en Beleram, a dos soles de marcha de donde me hallaba, tomé el camino de inmediato. Sentí mucho abandonar Amarilla del Ciempiés sin acudir a la boda de la que éramos invitados de honor mi flauta y yo. ¡Bien, me dije, no tienes alternativa! Alguien más le pondrá música al festejo. Caminé día y noche, y divisé Beleram antes de lo razonable. ¿Creerán si les digo que ni siquiera me entretuve en el río? Atravesé dos poblaciones cercanas a la ciudad, atravesé el naranjal que la rodea. Tomé la calle del mercado, crucé el terreno de juegos, luego la plaza. Y me detuve a respirar frente a la Casa de las Estrellas. No me detuve porque sí, todavía faltaba subir la escalera que lleva hasta su puerta. ¡Pronto vas a conocerla, Dulkancellin! Tiene trece veces veinte peldaños, y está esculpida en una ladera de monte. Necesité hacer en aquella subida más pausas de las que había hecho durante todo el trayecto, pero llegué a la cima y me anuncié. ¡Deberían ver ese lugar! En parte, cavado en la roca. En parte, levantado con muros de piedra ensamblada. La puerta principal de la Casa de las Estrellas se abre a una enorme sala vacía, sin otro artificio que los haces de luz que entran por muchas pequeñas ventanas y se reflejan en los matices de la piedra. Mientras esperaba el regreso de uno de los centinelas que había salido a anunciarme, varios jóvenes aprendices pasaron por allí. A todos se los veía muy apurados: bajaban una escalera y subían la del costado opuesto, aparecían por una puerta interior y desaparecían por otra. Y, debo decir la verdad, ninguno se interesó en mí. Finalmente, el centinela volvió. "Vamos, Zabralkán te espera", recuerdo que me dijo.

Tomamos por una de las escaleras laterales. Subimos, subimos, subimos. Cada tanto, el centinela se detenía para permitirme descansar. Por la forma de mirarme, debía estar calculando que el vigor que me quedaba no iba a alcanzarme para llegar. Me dejaba tomar aliento y volvíamos a subir. ¿Hasta cuándo? ¿Cómo convencía a mis rodillas de que me sostuvieran un poco más? Cada rellano de la escalera servía de acceso a una habitación. Pude entrever algunas, mientras recobraba el aliento, pero la mayoría tenía cerradas sus puertas. No sé si a causa de mi cansancio o de las muchas sinuosidades del ascenso no logré comprender aquella construcción que, para más, se angostaba y oscurecía a cada paso. ¿Nos estábamos adentrando en el cuerpo del monte? Y si era así, ¿cómo, de un lado y de otro, aparecía el cielo detrás de pequeñas aberturas hechas en la roca? En un momento, el asunto dejó de importarme. El centinela y yo continuábamos trepando escalones. Se habían terminado los rellanos y las habitaciones, las paredes se apretaban contra la escalera cada vez más empinada. Y este pobre Cucub soñaba con el aire de afuera. "Llegamos" fue lo último que oí. Venía de muchos días de caminata y de subir una escalera interminable, así que me derrumbé.

Abrí los ojos en un recinto amplio, con ventanas salientes. Cuando estuve del todo despierto, comprendí que el tal recinto era un observatorio. Y las que creí ventanas eran puntos de mira. Disfrutaría describiéndoles minuciosamente aquel magnífico lugar. Pero, ¡vean!, Wilkilén ya se ha dormido. Mi experiencia de buen contador me aconseja abreviar el cuento.

Habíamos quedado en que el recinto era un observatorio. Ahora debo agregar que la única persona que estaba a mi lado, observándome despertar, era Zabralkán. En anteriores ocasiones, él y yo nos habíamos visto las caras. Déjenme aclarar que esto no tiene nada de raro, pues es costumbre en Beleram que músicos, malabaristas y contadores de historias acudamos, en días ceremoniales, a la enorme explanada que rodea la Casa de las Estrellas. Espléndidas fiestas en las que Zabralkán, grande entre los Supremos Astrónomos, después de apreciar las destrezas de los mejores artistas de la Comarca Aislada escogía a Cucub para manifestarle su especial complacencia. ¿Cómo no recordar esos festejos? Cientos de antorchas se encienden en la calle principal para alumbrar el camino de las procesiones nocturnas que llegan desde remotas aldeas. ¡Atención, Cucub! Caíste de nuevo en la tentación de contarlo todo. Ustedes harán bien en corregirme, si algo semejante vuelve a suceder.

¿Les dije que es Zabralkán el mayor de los Supremos Astrónomos? Lo que con seguridad no les he dicho, es de la vergüenza que sentí al comparar el orgullo de su porte con mi desaliño después de tan largo viaje. Sin embargo me tranquilicé apenas comprobé que Zabralkán no reparaba en mi aspecto. El Astrónomo llenó un cuenco con bebida de oacal endulzada, y me la ofreció. Con los primeros sorbos recobré el ánimo. Con el cuenco vacío me sentí capaz de caminar de regreso a ciudad Amarilla del Ciempiés. Así como se los digo a ustedes se lo dije a Zabralkán, y él se sonrió. ¡Pero miren a Kuy-Kuyen! También ella sonríe... Algo agradable ha de estar soñando la segunda durmiente. Aún así, como veo que todavía tenemos más personas despiertas que personas dormidas, vale la pena proseguir con el relato.

El Supremo Astrónomo caminaba alrededor de un gran bloque de piedra rectangular colocado en el centro del observatorio. El bloque se levantaba del suelo, digamos..., un palmo. Era tres veces más largo que ancho y estaba atiborrado de relieves. Imaginen cuántos de ellos habría que inicié en una cabeza de serpiente caída sobre un extremo y, aunque me esmeré en seguirla a través de imágenes de pájaros y venados, estrellas y lunas, además de indescifrables signos y guirnaldas de malva, su cuerpo se me perdía en alguna parte. Cansado de aguardar el resultado de mi intento, Zabralkán me pidió que lo abandonara. "Después podrás buscar la cola de la serpiente", recuerdo que me dijo. "Ahora debemos conversar de asuntos importantes". Y entonces comenzó a explicarme lo que todos aquí conocemos: que había un anuncio por comunicar y algunos pocos que debían escucharlo, que se enviarían mensajeros, que la misión debía ser resguardada..., que la inminencia de los hechos, y esto y lo otro. Y llegar a tiempo al concilio... y bla bla bla. ¡Y que yo había sido designado mensajero!

¿Recuerdas, Dulkancellin, que tú preguntaste a Kupuka por qué te tocaba a ti representar a los husihuilkes? Pues bien, yo le pregunté a Zabralkán por qué me tocaba a mí ser mensajero. Ambos, tú y yo, recibimos una orden como única respuesta. Y tras esa orden, vinieron muchas otras. En primer lugar, me fue prohibido abandonar la Casa de las Estrellas hasta el día de mi partida hacia Los Confines. Es verdad que me trataron con todas las delicadezas imaginables. Dormí en cama mullida y tuve comida en abundancia; pero la preparación era implacable. Horas y horas dándome explicaciones, precisando itinerarios y advertencias. Después, ¡pobre de mí!, me hacían repetir cada cosa para verificar si había comprendido. Y al día siguiente, todo volvía a comenzar. Frecuentemente, alteraban hoy un dato que me habían dado ayer, y así cuidaban que siempre estuviera atento. Hacían falsas afirmaciones y preguntas tramposas, presentaban problemas complejos y soluciones absurdas. Todo hasta admitir que Cucub ya estaba listo para afrontar la severa embajada.

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