Los Días del Venado (7 page)

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Authors: Liliana Bodoc

BOOK: Los Días del Venado
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Kume le devolvió una mirada hostil que el mensajero sostuvo airosamente. No había duda de que el muchacho, igual que su padre, lo desaprobaba.

—Pero aquí falta alguien —dijo Cucub como si nada pasara—. Falta...falta...

—¡Falto yo! —dijo Wilkilén, asomando la cabeza—. ¿Tú sabes mi nombre?

El resto de la familia se sorprendió al ver aparecer a la niña. Y Vieja Kush se avergonzó por no haber notado su ausencia. Wilkilén acabó de salir de su escondite y se paró frente a Cucub esperando la respuesta a su pregunta.

—Veamos —Cucub fingía no recordar—. Tu nombre es Wil... Wilti.Wilmi...¡Wilkilén!

Los ojos de Wilkilén brillaban de contentos.

—Eres pequeñito pero sabes muchas cosas —dijo. Y estiró su mano hasta tocar la del visitante.

Una melancolía desdibujó fugazmente la cara de risa que Cucub llevaba puesta.

—Estoy lejos de casa —dijo—. Tanto que, mientras yo regrese, en tu tierra terminará la lluvia, los árboles darán flores y las primeras frutas se pondrán doradas. Créeme, cuando la distancia que te separa de tu propia hamaca puede medirse en cosechas, la mano de un amigo es buen consuelo.

—Creo que es tiempo de ocuparse de lo que te ha traído hasta aquí —propuso Dulkancellin.

—Ahora sí, hermana Kush —intervino Kupuka—. Ahora debo reclamarte que nos dejen solos.

Kush y sus cinco nietos se dispusieron a salir de aquella habitación. Pero antes de hacerlo, Kush volvió un poco sobre sus pasos. Un sonido gutural, acompañado de un rápido movimiento de la lengua, salió de la boca de la anciana. El entusiasmo fue general. Los niños giraron en ronda alrededor de Kush. Dulkancellin y Kupuka festejaron con una franca carcajada.

—De nuevo has ganado, madre —dijo el guerrero—. Suerte para ti.

Cucub no comprendía, en absoluto, qué era lo que estaba pasando.

—¡Mírate, hombre zitzahay! Has quedado pasmado — exclamó Kupuka—. Sucede aquí que Vieja Kush acaba de anunciarnos, con el grito del agua, que escuchó caer la lluvia antes que nadie en esta casa. Eso le otorga un derecho que podrá hacer valer cuando lo considere indispensable.

—¿Un derecho? Explícamelo mejor —pidió Cucub.

—Desde este momento, y hasta el comienzo de la próxima temporada de lluvias, ella puede por una vez imponer su voluntad. ¡Así es la costumbre husihuilke! El que primero escuche la lluvia tendrá la facultad de decidir en caso de desacuerdo, y siempre que lo disponga su entendimiento. Nada importa que no se trate del jefe de la familia, como acabas de verlo.

—Dijiste "siempre que lo disponga su entendimiento" ¿Eso significa que pueden decidir no utilizar su privilegio? —preguntó Cucub.

—Ciertamente eso ocurre con frecuencia —Kupuka interrogó a la anciana: ¿No es verdad, Vieja Kush, que nunca has utilizado lo que nuestro visitante llama "tu privilegio".

—Nunca, nunca —respondió Kush mientras partía con sus nietos—. Nunca. Y eso está muy bien.

La mirada de Cucub se iluminó con un brillo especial.

—Quítame la última duda —pidió—. ¿Cómo saber que, verdaderamente, escuchó caer la lluvia quien dice haberla escuchado?

—¡Zitzahay, qué mal conoces a los husihuilkes! —el tono de Kupuka no fue cordial.

Cucub se revolvió en su alfombra y murmuró una disculpa. Para entonces, la lluvia se descargaba feroz en Los Confínes. .

Los tres se quedaron solos en la habitación. Un husihuilke, un zitzahay y un Brujo de la Tierra sentados frente a frente. El momento de las explicaciones ya no podía postergarse, y Dulkancellin encaró el punto sin más rodeos:

—¿Qué novedades son esas que traes desde tan lejos?

—Como veo que no tendré oportunidad de introducir el detalle seductor o la pausa oportuna, ambas cosas tan estimadas por el artista, diré lo que me enviaron a decir aparentando carecer de dotes para la buena palabra.

Ni Kupuka ni Dulkancellin creyeron del todo lo que Cucub acababa de prometer, sin embargo guardaron silencio y esperaron que el zitzahay continuara.

—Debo ponerlos al tanto de hechos que ahora mismo están sucediendo, para eso y algo más me enviaron en tan largo viaje los Supremos Astrónomos —dijo Cucub. Tú, Dulkancellin, los desconoces por completo. Tú, Kupuka, conoces algo al respecto, aunque no lo suficiente. ¡Pongan atención! La Magia del Aire Libre conoce con certeza que pronto habrá un viaje desde las Tierras Antiguas hasta nuestro continente. Se sabe que los extranjeros zarparán en algún lugar de las Tierras Antiguas, y cruzarán el mar Yentru. Hasta aquí los presagios y los códices sagrados dicen lo mismo y con claridad. Lo demás son sombras. Sombras en las estrellas y en los códices. Sombras que no dejan ver el rostro de los que vienen. ¿Quiénes son. ¿Qué propósitos traen? De las respuestas que estas preguntas tengan, dependerá la suerte de cada uno de los que vivimos en las Tierras Fértiles. Una cosa es segura. Sean quienes sean, muy poderosas razones han de tener para decidirse a enfrentar una travesía semejante. Sin un gran motivo, nadie se arriesgaría a navegar de orilla a orilla el temible Yentru. Los tres sabemos que se trata de un viaje interminable, lleno de amenazas y congojas. Ellos, sin embargo, lo emprenderán. La pregunta es: ¿para qué?

—Permíteme —intervino Kupuka—. Tal vez la pregunta sea: ¿para nuestro bien o para nuestro mal?

—¡Bien dicho! —aprobó Cucub—. Has llegado tú adonde yo me dirigía ¿Para nuestro bien o para nuestro mal? ¿Buena o mala sombra para las Tierras Fértiles? Todavía esta pregunta no tiene respuesta o, al menos, no una sola. Los Astrónomos no pueden descifrar con claridad las señales del cielo. Los indicios son confusos y en nada cuajan unos con otros. La Magia no encuentra la verdad en medio de tantas nieblas y tinieblas.

Kupuka asintió al oír estas últimas palabras. El Brujo de la tierra pensaba en sí mismo. También él sentía su poder debilitado frente a estos nuevos acontecimientos.

—¿Y entonces? —preguntó Dulkancellin.

—Y entonces —respondió Cucub—, hay que tomar decisiones. No es sencillo decidir cuando son tantas las incertidumbres y tan poco el tiempo. Los extranjeros zarparán muy pronto. ¿Quién sabe? Tal vez ahora mismo lo estén haciendo. Por eso, los habitantes de las Tierras Fértiles debemos resolver sin demoras qué hacer y cómo prepararnos para su llegada. Dicen los Supremos Astrónomos que es necesario concertar una gran alianza. Dicen que es indispensable que nos unamos en los propósitos y en los movimientos porque, dicen, nada de lo que ha ocurrido se asemeja a esto que se aproxima.

—¿Y entonces? —preguntó Dulkancellin.

Cucub se golpeó las rodillas con ambas manos y sacudió la cabeza en señal de incredulidad.

—Supongo —le dijo a Kupuka —que los guerreros husihuilkes no escatiman flechas en la batalla como escatiman palabras en la conversación.

—Deja ahora los juegos y contesta lo que acaban de preguntarte —pidió Kupuka, tratando de evitar la reacción de Dulkancellin.

—¡De inmediato! —volvió a decir Cucub—. La respuesta es simple de suponer y creo que tú, Dulkancellin, conoces un poco al respecto.

—Posiblemente —replicó el guerrero con los ojos fijos en el zitzahay—. Pero si no entendí mal, viajaste hasta aquí para echar luz sobre lo poco que conocemos.

—Tú entendiste muy bien. Y yo no he olvidado mis obligaciones —dijo Cucub—. Apenas estaba discurriendo un poco, antes de entrar al corazón del asunto.

—El corazón del asunto es lo único importante—. La voz de Dulkancellin sonó más abrumada que descortés.

Cucub se resignó, momentáneamente, a las exigencias de sus oyentes, y buscó adaptarse a ellas.

—Un concilio, de eso se trata —dijo el mensajero—. Un concilio que se llevará a cabo en la ciudad de Beleram, exactamente en la Casa de las Estrellas, y al que acudirán representantes de cada uno de los pueblos de las Tierras Fértiles. Ellos, junto a los Supremos Astrónomos, intentarán descifrar la verdadera índole de los extranjeros, y sus verdaderos propósitos. Pero sea que esto se consiga o no, el concilio deberá resolver lo que debe hacerse. En la Casa de las Estrellas, algunos van a decidir por todos cómo se prepararán las Tierras Fértiles para recibir a las Tierras Antiguas —Cucub suspiró. Sabía que se avecinaba lo más difícil—. Dulkancellin, a ti te han elegido, entre muchos, para que hables por tu gente en la Casa de las Estrellas. Eres tú quien irá a ese concilio en representación de los husihuilkes. Y yo debo conducirte hasta allí.

—Hay en Los Confines tantos bravos guerreros, hay tantos ancianos prudentes. Sin embargo, yo he sido señalado —dijo Dulkancellin—. En verdad, no puedo comprender esto.

Kupuka se adelantó a Cucub y tomó la palabra:

—Hermano, hablas de los trabajos que te aguardan como de un privilegio injustamente otorgado. Supones que muchos otros lo merecen más que tú y que lo recibirían gozosos. Escucha con atención y créele a este viejo. No te hemos premiado con una recompensa; te hemos cargado con un pesado fardo, tan pesado que muy pocos lo soportarían. A partir de este momento pensarás y obrarás por tu pueblo. Si aciertas, acertarán todos los husihuilkes. Si te equivocas... ¡Ay, si te equivocas! ¿Dirías que es esto un privilegio?

Dulkancellin supo que se trataba de una orden incuestionable, y comenzó a aceptar su destino.

—Lo haré, ya que así está dispuesto—. El guerrero pensó que era el momento apropiado para aventurar una exigencia: Viajaré hasta la Comarca Aislada, pero iré sin ningún acompañante. No voy a necesitar al hombre zitzahay en el camino.

—¡No voy a necesitar al hombre zitzahay en el camino! —replicó Cucub, a la manera de Dulkancellin—. ¿Qué te parece eso, Kupuka? ¡El guerrero no me necesita!

—Lo necesitarás —dijo el Brujo de la Tierra—. El trayecto hasta Beleram es largo e intrincado. Sin su ayuda, difícilmente llegarías a tiempo a la Casa de las Estrellas. Y sobre todo, se trata de asegurar tu presencia en el concilio. Si fueras solo quedarías expuesto a demasiados riesgos. Dos, en cambio, pueden velarse el sueño, curarse las heridas y, llegado el caso, sacrificarse uno para que el otro continúe.

Cucub bostezó y puso todo su empeño en frotarse brazos y piernas. En su gesto se mezclaban el cansancio del viaje y la satisfacción por la respuesta que Dulkancellin acababa de recibir.

—Está todo dicho —exclamó Kupuka—. Voy a partir ahora. También a mí me esperan duras jornadas. Ustedes dos cuentan con unos pocos días para preparar el viaje. ¡Que no amanezca por séptima vez y ustedes sigan aquí!

—La lluvia será un muro, todavía —dijo Dulkancellin.

—Sin duda, pero deberán hacerle frente. Conoces el bosque mejor que nadie —Kupuka se puso de pie, y pidió a Dulkancellin que fuera por Vieja Kush y los niños.

Cuando Kush y sus cinco nietos entraron a la habitación, hallaron al Brujo de la Tierra cerca de la puerta con todas sus pertenencias cargadas y su manto sobre los hombros. Se acercaron a él. Kupuka colocó su mano sobre la cabeza de cada uno de ellos en un gesto de saludo y de protección. Luego, se enfrentó a los hombres.

—Son dos los que parten, y no uno solo, para poder defenderse y defender el resultado de la misión. Son dos los que parten, y no un ejército, para que estos movimientos pasen desapercibidos y el secreto se resguarde como ha sido ordenado.

—¿Volveremos a verte? —preguntó Dulkancellin.

—Sí. Les saldré al encuentro en algún lugar del camino, antes de que abandonen Los Confines. ¡Ah, me olvidaba! —el Brujo de la Tierra se golpeó la frente—. Pídele a Cucub la señal que lo identifica como el auténtico mensajero enviado por los Astrónomos. Es una pluma de Kúkul. Él la tendrá, sin duda.

—Jamás he visto una pluma de ese pájaro —dijo Dulkancellin.

—Por eso mismo la reconocerás.

—¿No debimos hacer eso apenas el zitzahay llegó? —se asombró el guerrero.

—Ya dije que lo había olvidado. Debo estar más viejo de lo que todos suponen.

La coartada del olvido no convenció a Dulkancellin.

—¡Aguarda! Se la pediremos ahora mismo —insistió.

—Imposible. Cucub demorará mucho revolviendo sus bártulos, y yo no puedo esperar.

Kupuka dijo adiós y salió a la intemperie. Tras él, cerraron la puerta. El viento, el frío y la lluvia volvieron a quedar del otro lado.

—¡Miren, miren! —gritó Thungür, señalando una pared.

La sombra de Kupuka estaba todavía allí con su morral, su bastón y su manto, desvaneciéndose poco a poco. Todos la estuvieron mirando hasta que desapareció.

¡Aún escucho caer la lluvia antes que tú!

—¡Es verdad que Kupuka está muy viejo! —dijo Wilkilén—. ¡También olvidó su sombra!

—Yo creo que se fue tan rápido que ella no pudo seguirlo —opinó Kuy-Kuyen.

—¡Eso no importa! —Piukeman no estaba de acuerdo con su hermana—. Las flechas vuelan más rápido, y llevan su sombra consigo.

—Kupuka no hace las cosas sin una razón —intervino Thungür.

—Yo conozco esa razón —dijo Kume con una mueca nerviosa—. De vez en cuando le divierte asustar a los hombres.

La conversación de los niños disipó la impresión que había causado el prodigio. Dulkancellin recordó sus obligaciones y se dirigió al huésped, que en ese momento comenzaba a recorrer con la vista cada detalle de la casa.

—Muéstranos la señal para que sepamos que eres quien dices ser —pidió el guerrero. Y agregó: Muéstranos esa pluma que, extrañamente, no nos mostraste por propia voluntad.

—¡Claro que no lo hice! —rezongó Cucub—. Recibí órdenes de no hacerlo antes de que me fuese requerido. Comprenderás que también nosotros debíamos comprobar que son ustedes quienes dicen ser. ¡No fuera yo a conducir un impostor hasta la mismísima Casa de las Estrellas! Pero ya que Kupuka demostró conocer la existencia de la señal, y supo que la señal es una pluma de Kúkul, estoy obligado a ponerla frente a tus ojos como testimonio de mi fidelidad a los Astrónomos.

Cucub arrastró su bolsa cerca de la luz de aceite y, una vez allí, se hincó para buscar con mayor comodidad. Los husihuilkes aprovecharon la ocasión para observar al zitzahay con detenimiento. Les resultaba difícil entender cómo podía moverse con soltura bajo tanta cosa que llevaba puesta. Kuy-Kuyen se quedó mirando las piedras verdes engarzadas en los aros, el brazalete y el collar de siete vueltas. "No hay piedras como ésas en el bosque. Y tampoco las traen los que bajan de WilúWilú", pensó Kuy-Kuyen. Una vara muy delgada que Cucub tenía atada al cinturón, y que se arqueó sin dañarse cuando se arrodilló, llamó la atención de Thungür. Vieja Kush, por su parte, prefirió observar una sarta de semillas que aparecía y desaparecía entre los pliegues de su ropa. "Esas semillas que trae enhebradas deben ser de la planta de oacal", dijo la anciana para sus adentros. El cabello del zitzahay, corto y de áspera textura, era la risa de Wilkilén. Dulkancellin advirtió la cerbatana que Cucub llevaba a su costado, muy cerca del bastón. Pero, aunque se esforzó, no pudo descubrir dónde ocultaba los dardos y el veneno. La asombrosa apariencia del zitzahay logró que los husihuilkes dejaran de lado la discreción del buen invitante, y se quedaran observándolo sin reservas.

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