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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (3 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—Era eso —protestó Piukemán, decepcionado—. Una pluma negra que, además, es muy pequeña.

Para él, igual que para las dos niñas, el enigma estaba resuelto. Y perdido todo interés, los tres se desentendieron del asunto. El resto de la familia, en cambio, reconoció de inmediato que se trataba de una pluma de oropéndola. Vieja Kush, Dulkancellin, Kume y Thungür, todos ellos sabían que, según el modo de encontrarla, una pluma de oropéndola tenía su significado. Era un anuncio del bosque que no se debía desdeñar.

—¿Cómo la encontraste? —preguntó Dulkancellin, mientras recibía la pluma de la mano temblorosa de Thungür.

—Ya había rodeado el estero. Me faltaba muy poco para llegar a la última bajada, antes del Valle. Y entonces, donde se juntan las encinas viejas, escuché mi nombre. Me tapé los oídos pero volví a escucharlo. Venía desde arriba, desde la copa de una encina que estaba a mi izquierda. Levanté la cabeza y vi caer la pluma. En ese momento, cantó la oropéndola.

—¿Y tú qué hiciste, Thungür? —esta vez fue Kush la que preguntó, acercándose un poco a su nieto. Hacía tiempo que Thungür había sobrepasado a su abuela en altura. Y hacía tiempo, también, que conocía sus deberes.

—Me quedé muy quieto y, sin moverme ni un paso del lugar en el que me había detenido, levanté las manos con las palmas juntas y abiertas.

—Cerraste los ojos... —Kush lo acompañó con un murmullo.

—Cerré los ojos para no buscarla ni esquivarla, y esperé. Pasó un rato y creí que la pluma ya estaría en la tierra. Pero cuando iba a abrir los ojos, la sentí caer en mis manos. Kush habló otra vez, como si recordara:

—La oropéndola volvió a cantar...

—Así es —dijo Thungür—. Después voló en círculo sobre mi cabeza y se alejó.

El bosque ponía una pluma de oropéndola en manos de un varón husihuilke como forma de anunciarle que, en poco tiempo, recaería sobre él la responsabilidad de procurar sustento y protección a su familia. Esta, de entre sus muchas voces, era la que el bosque elegía para advertir que alguien estaba próximo a dejar su lugar y sus deberes. Y para prevenir a quien debía heredarlos. Esta vez, el mensaje era para Thungür. ¿Qué pasaría con Dulkancellin? ¿Por qué dejaría de estar allí como cada día desde que Thungür tenía memoria? ¿Cómo podría él reemplazar a su padre? Thungür se esforzaba en ocultar el desconsuelo. Pero sus brazos le resultaban muy pesados y sus piernas, demasiado débiles. ¿Qué estaba a punto de ocurrir? ¿Quién le aliviaba la tristeza? ¿Quién le indicaba lo que debía hacer?

Thungür no necesitó decir nada de esto porque, antes de hacerlo, tuvo su repuesta.

—Sigue caminando hacia el Valle. Eso es lo que ahora tienes que hacer —le dijo Dulkancellin.

Thungür dudaba, quieto en su lugar. Entonces Dulkancellin volvió a hablar alzando apenas la voz:

—Vamos, Thungür, sigue caminando.

La familia reanudó la marcha en dirección al Valle de los Antepasados, caminando muy juntos unos de otros. Los más pequeños, que adivinaron en el rostro de los mayores algún suceso fuera de lo común, prefirieron no averiguar de qué se trataba.

Sin embargo, el mismo bosque que ocasionó la pena ayudó a disiparla. El olor de la lluvia cercana y la nitidez con que los árboles se veían detrás del viento les hicieron pensar que cualquier dolor estaba muy lejos. Y a poco de andar, el buen ánimo volvió a los corazones husihuilkes.

Kume tomó una piedra y la arrojó a ras del suelo, tan adelante como pudo. Thungür y Piukemán aceptaron el desafío. Y los tres continuaron el viaje corriendo hasta donde las piedras habían llegado, para volver a arrojarlas después de disputarse la victoria.

Kuy-Kuyen y Wilkilén caminaban tomadas de la mano, cantando una canción de cuna. Kush se sonrió de ternura, y revolvió en sus pertenencias hasta encontrar la flauta de caña. Para tocar con mayor comodidad la anciana cargó el morral sobre la espalda y se arremangó hasta los codos el manto que la cubría. La melodía, sencilla y monótona, se sumó a la tranquilidad recobrada. Vieja Kush disminuía cada vez más el ritmo de la marcha, tan concentrada como estaba en soplar las notas justas. Su hijo y sus nietas retenían el paso con la intención de no distanciarse de ella.

Con andar de flauta llegaron, por fin, a la cima del ca-mino. En Los Confines, el terreno ascendía desde la orilla del mar, a través de las aldeas y del bosque, y acababa fundiéndose con las Maduinas. Claro que la pendiente se interrumpía numerosas veces. Bajaba hasta un estero o hasta un lago. Caía en seco con un manantial, o se inclinaba suave. Pero siempre volvía a retomar su destino de montaña. Allí donde Dulkancellin y su familia se detuvieron un momento, antes de recorrer el último tramo, el terreno iniciaba su descenso al valle. También los árboles bajaban un poco, hasta que el círculo de hongos blancos los detenía.

Gente de todas las aldeas llegaba al lugar. La mayoría venía en grupos numerosos por cualquiera de los tres caminos principales. Algunas familias llegaban solas de-bido a un retraso en la partida o a la ubicación de sus ca-sas, que les facilitaba la entrada por un atajo. La familia de Dulkancellin se contaba entre estas últimas. También ellos habían tomado una senda que acortaba el camino al Valle de los Antepasados.

A medida que iban llegando, los husihuilkes descarga-ban sus morrales y se ponían a saludar parientes por todo el valle. Entre ellos había quienes se veían con frecuencia; pero muchos otros lo hacían, solamente, en días excepcionales. Hombres y mujeres se agrupaban en rondas diferentes, igual que se repartían las habilidades y los trabajos.

Apenas vieron acercarse a Dulkancellin, varios guerre-ros se adelantaron a recibirlo. Las mujeres rodearon a Vieja Kush, que saludó a las casadas con un beso en cada mejilla y a las solteras con una palmada en la frente.

La gente de Los Confines amaba a sus ancianos. Y Vieja Kush lo era más que nadie. Quienes crecieron a su par habían muerto años atrás, mientras que ella seguía recorriendo el bosque.

—Me dejaron aquí olvidada — decía Kush cada vez que se hablaba del asunto —. Y debe ser porque no hago ruido.

Vieja Kush tuvo a su hijo muy tardíamente, cuando ya nadie lo creía posible. En esa ocasión, los husihuilkes ha-blaron de un prodigio.

—Es un don que la vida le da a Kush por ser de cora-zón suave y manos ásperas —así se murmuró, durante largo tiempo, en Los Confines.

La reunión se animaba. Desde Paso de los Remolinos y Las Perdices, desde Los Corales, desde las aldeas que estaban al norte del río Nubloso y, más lejos, desde Wilú-Wilú iban bajando los husihuilkes.

La mayor parte hacía todo el camino a pie. Los que vivían del otro lado del río dejaban sus canoas amarradas en la orilla, y después caminaban hasta el Valle de los Antepasados. Sólo unos pocos, especialmente los que venían de las aldeas altas, llegaban montados en llamellos.

Gente de una tierra asombrosamente abundante, los husihuilkes preveían su sustento tanto como los animales del bosque preveían el suyo. Era seguro que los manzanos repetirían cada año sus manzanas, que los animales de caza procrearían a su tiempo, que un solo zapallo guardaba las semillas de muchos otros. Y a nadie se le ocurría pensar que semejante previsión pudiera mejorarse.

Como excepción, un poco antes del comienzo de las lluvias los husihuilkes acopiaban más de lo habitual para poder afrontar los largos días de aislamiento, cuando el mar y la tierra se volvían hacia adentro y el bosque mezquinaba sus bienes. Hombres y mujeres redoblaban su esfuerzo. Cazaban o hilaban, amasaban arcilla, curtían pieles y tejían cestos. Unos pescaban y guardaban la pesca en sal, otros secaban fruta. Pero ninguno aprovisionaba para sí otra cosa que lo indispensable. El sobrante se trocaba en el Valle de los Antepasados. Así, la abundancia de una aldea compensaba la escasez de otra. Y las habilidades de cada uno resultaban provechosas para todos.

Los habitantes de Wilú-Wilú obtenían valiosas piedras de las montañas: pedernal para encender los fuegos y sí-lex para fabricar hachas y puntas de flecha. Pero a cambio, necesitaban la sal y los peces desecados que la gente de Los Corales acarreaba en cestos de junco. Los cestos se fabricaban en las aldeas que estaban a orillas de El Nubloso, donde los juncos crecían como plaga. Allí también modelaban recipientes de barro cocido: cántaros, vasijas, y unas pequeñas tinajas muy apreciadas en Hierbas Dulces, porque en ellas guardaban los colmeneros la miel roja de sus panales. Las mujeres de Paso de los Remolinos, célebres tejedoras, llevaban mantos y paños de lana que resultaban imprescindibles en los inviernos a orillas del mar para los pescadores de Los Corales.

Los bienes se depositaban en hileras que los husihuilkes recorrían sin apresuramiento. Como cada aldea conocía las necesidades de las demás, y como en todas ellas se tenía en cuenta los hechos desacostumbrados que, para bien o para mal, hubieran alterado la vida de sus vecinos, la mayoría de los intercambios eran predecibles y se repetían con pocas variaciones de año en año.

Aquella vez, Kush había llevado tres mantas de lana te-ñidas de color verde y adornadas con guardas rojas y amarillas. A cambio de ellas, eligió un vaso para moler maíz, cuero para renovar las botas de los varones, hierbas medicinales y algo de pescado seco.

Terminado el tiempo de dar y recibir, Vieja Kush, igual que el resto de las mujeres, se ocupó en los preparativos de la comida.

Los músicos, ubicados en diferentes lugares del valle, recibían la visita de pequeños grupos que se cruzaban yendo de un instrumento a otro. Los que venían de escu-char el sonido oscuro del tambor caminaban ensimismados. Otros todavía bailaban los sones del racimo de calabazas secas. Las trenzas de junco engomadas demoraban en callarse. Por eso, la gente a su alrededor recordaba tiempos pasados. Solamente el flautista no se quedaba quieto. Daba vueltas al valle, una y otra vez, tocando su canción. Detrás suyo, el cortejo se renovaba a cada vuelta.

Cuando la flauta pasó frente a Kush, la anciana aban-donó un momento su tarea para saludarla.

—Ven a cantar conmigo, Vieja Kush —le dijo la flauta.

—No te falta compañía, silbadora —respondió Kush—. Mejor sigo con mis quehaceres.

La anciana levantó la mano en señal de saludo y volvió a concentrarse en acomodar palmitos en una corteza. Apenas la tuvo lista, llamó a su nieta mayor:

—¡Kuy-Kuyen, ven aquí! —la niña llegó enseguida y Kush continuó: Llévate esta bandeja para convidar y, cuando se vacíe, regresa por más. Antes, saca uno para ti.

Kuy-Kuyen tomó un palmito y lo mordió con gusto. Por allí cerca, Wilkilén había estado mirando.

—¡Abuela Kush! Dame algo para el convite —pidió la niña.

—Ven aquí que te acomodo un poco la ropa —dijo su abuela. Le ajustó las tiras que sostenían la botitas de piel, acomodó el gorro con orejeras que le enmarcaba el ros-tro con flecos de colores y se aseguró, especialmente, de que la capa estuviese bien cerrada. Mientras tanto, Wilkilén miraba el viento arriba del valle y, por imitarlo, soplaba con fuerza y balanceaba los brazos como si fueran ramas.

—Podría terminar más rápido si te quedaras quieta — le dijo Kush.

Wilkilén trajo del cielo una mirada pensativa.

—Era para saber si la gente se cansa de ser viento — y bajando los brazos, agregó:- sí, se cansa.

Vieja Kush miró a su nieta, y la pluma de oropéndola le volvió al recuerdo. Abrazó fuerte a la pequeña. Le besó las mejillas heladas buscando atenuar la inquietud que había vuelto a sorprenderla. Y de inmediato, se ocupó de satisfacerle el deseo.

—Veamos qué puedo darte —murmuró un poco para sí, un poco para la niña. Finalmente eligió una vasija de tamaño regular donde había preparado una crema espesa de nueces y hierbas, buena para untar el pan.

—Llévalo así para que puedan servirse —dijo, al mis-mo tiempo que hundía en la crema pequeñas paletas de madera—. Será bien recibido.

Wilkilén partió con la vasija, atenta a sus propios pasos. Vieja Kush la acompañó con la mirada y, cuando casi la perdía de vista, vio llegar a Dulkancellin.

Su hijo venía a buscarla, pues juntos debían ir a saludar a los parientes de Shampalwe que habían venido desde Wilú-Wilú.

—¿Estás lista, Kush? —le preguntó.

— Sí. Toma de ese morral unos obsequios que les he traído y vamos para allá.

Partieron en silencio. A ninguno de los dos le resultaba sencillo volver a ver los ojos de Shampalwe en los de sus hermanos. Sin embargo, la fiesta del Valle era una de las pocas ocasiones en que los parientes podían abrazar a los niños, y conocer las novedades. Wilú-Wilú quedaba al pie de las montañas Maduinas, lejos de Paso de los Remolinos. Por esta razón, muy pocas veces durante el año los parientes volvían a reunirse.

El cielo se oscurecía rápidamente y el aire se enfriaba. Cobijados en el valle, los husihuilkes miraban el viento sobre sus cabezas, como antes Wilkilén lo había hecho, y vaticinaban un difícil regreso a sus casas. La fiesta ya no tardaría en terminar y una sola pregunta andaba de boca en boca: ¿Dónde está Kupuka?

Kupuka no estaba en el Valle de los Antepasados. El Brujo de la Tierra, el que veía más lejos que nadie y conocía el idioma del tambor no llegaba, como era su costumbre, cargando un morral lleno de misterios para recibir junto a ellos la lluvia nueva. Con una sorda sensación de soledad, los husihuilkes se preguntaban cuál sería la causa de su ausencia.

Alguien que no pensaba en Kupuka pasó a través de la pregunta repetida, casi sin escucharla. Caminó tratando de hacerse invisible, atravesó la línea de los hongos blan-cos y siguió más allá. Tomó el camino del oeste, cuesta arriba, hasta donde se bifurcaba por primera vez en un sendero angosto. Este sendero, que se apartaba del cami-no principal, abandonaba también el ascenso para volver a bajar con una pendiente muy pronunciada. Cuando el sigiloso llegó allí empezó a descender con una velocidad sorprendente, andando de costado y compensando el de-clive con su cuerpo. Pero, enseguida, una voz familiar lo llamó:

—¡Piukemán! ¡Piukemán, espérame!

Un poco sorprendido, pero mucho más, enojado, Piu-kemán se detuvo y miró hacia atrás. Wilkilén lo había se-guido y estaba bajando por el sendero casi sentada para no caerse. Piukemán volvió sobre sus pasos.

—¿Qué estás haciendo aquí, Wilkilén? —gritó furioso— ¡Siempre estropeas todo!

—Yo no... —intentó decir la niña. Pero Piukemán la interrumpió:

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