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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (2 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—¿Y ahora qué sucederá? —preguntó.

El lulu se quedó en silencio. Sus grandes ojos llenos de presagios.

—Háblame, hermano lulu —rogó Kush—. Dime lo que sabes. Tal vez podamos remediar algo todavía.

Pero el lulu giró hacia el bosque y se alejó de allí en cuatro patas. El más joven, ajeno a la preocupación, no se resignó a malograr el festín. Sacó las tortas de la cesta y, recién entonces, corrió tras su compañero.

Kush desanduvo muy despacio el trecho que la separaba de la casa. Mientras regresaba, le pasó por el alma ensombrecida, todo enterito, aquel día lejano en que murió Shampalwe y nació Wilkilén.

Shampalwe se había desposado con Dulkancellin poco después de la fiesta del sol. Venía de WilúWilú, una aldea cercana a las montañas Maduinas. Tenía el corazón más dulce de cuantos corazones latieron en Los Confines.

—Cuando canta se ven crecer los zapallos —le gustaba decir a la gente que la conocía.

Después hubo años buenos. Dulkancellin salió a cazar con los hombres de la aldea, participó en todas las rondas territoriales y regresó de dos batallas entre linajes. Kush y Shampalwe se repartieron las labores y los niños nacieron. Cinco hijos tuvieron Shampalwe y Dulkancellin que fueron cinco risas para Vieja Kush. Primero nacieron dos varones, Thungür y Kume. Muy pronto nació Kuy-Kuyen. Luego Piukemán, el tercer varón. Y en el medio de un verano, nació Wilkilén. Ahora le gustaba a Kush mirarlos despaciosamente, uno por uno, porque de una manera o de otra todos le recordaban la belleza y la gracia de Shampalwe.

El día del nacimiento de Wilkilén, Shampalwe dejó los niños al cuidado de la abuela y partió hacia el Lago de las Mariposas. La joven iba a sumergirse en las aguas que devolvían, a las madres recientes, el vigor del cuerpo y la serenidad del ánimo. De allí la trajeron los lulus con el poco de vida que le duró para besar a sus hijos y pedirle a Kush que los cuidara por ella. Y un rato más, para esperar el regreso de Dulkancellin que había salido a cazar carnes sabrosas para celebrar el nuevo nacimiento. En la boca de una cueva, a orillas del lago, una serpiente gris de las que hacía años no se veían por el lugar mordió a Shampalwe en un tobillo. La madre había estado cortando unas flores que tenía entre sus manos cuando los lulus la hallaron.

—Flores que no nacieron de semilla... Trampas de la serpiente —masculló Kupuka.

El Brujo de la Tierra intentó recobrarla para la vida con las medicinas del bosque y de la montaña. Pero ni los remedios de Kupuka, ni la juventud de Shampalwe, ni siquiera el ruego de un hombre que nunca antes había rogado; nada consiguió salvarla. Murió ese mismo día mientras atardecía en Los Confines.

Fue por eso que Kush había pedido a los lulus que vinieran por un obsequio, cada atardecer en que fuera posible andar a la intemperie por esas tierras.

—Así nosotros vamos a agradecerles, y ustedes van a recordarla —les dijo la anciana.

Los lulus partieron. Kupuka partió. Dulkancellin disparó sus flechas a las estrellas. Y al amparo de Kushlos niños siguieron creciendo.

La anciana escuchó risas lejanas. Kuy-Kuyen v Wilkilén estaban riéndose de ella que, de tanto recordar se había quedado absurdamente inmóvil un paso antes de la puerta y con un brazo extendido.

—Ya está bien... Hay que seguir trabajando — Kush entró a la casa fingiendo un enojo que nadie le creyó.

—¿Vieja Kush, qué pasó con los lulus? —preguntó Kuy-Kuyen. Herencia de su madre la facultad de ver profundo.

—¿Qué podría haber pasado? —contestando así, Kush quería convencerse a sí misma—. Nada... Nada.

Wilkilén habló a su manera:

—De que te cantaron la canción linda, abuela Kush D los lulus... que yo también sé cantar —trataba de soplar como ellos y daba saltos cortitos sobre un pie v sobre otro. La pequeña Wilkilén había heredado de su madre el don de la alegría.

Antes de que la abuela pudiera dar la orden de regresar al tejido, llegaron hasta la casa voces familiares. Dulkancellin y sus hijos varones regresaban del bosque. Traían algo más de leña, hierbas aromáticas para quemar en las largas noches de contar historias y una liebre, la última de la temporada, que comerían apenas Kush la cocinara.

Los hombres no fueron directamente a la casa. Antes guardaron la leña nueva junto con la restante, cuidando separarla por tamaño. Enseguida se dirigieron hasta una construcción de pared baja y circular, levantada con piedras de las Maduinas. Aquel era el lugar donde lavar sus cuerpos y frotar un aceite liviano sobre los rasguños que traían del bosque.

El primero en entrar fue Dulkancellin. Detrás de él lo hicieron sus tres hijos.

Afuera, la noche se cerró. Los grandes árboles hincaron sus raíces en la tierra. El viento llegó arrastrando una bandada de cuervos, y se metió en lo oscuro.

Sobre un cuero extendido humeaba la liebre cocida en agua sazonada. Liebre con hierbas de sazón, pan de maíz y hojas de repollo era la comida de aquel día para la familia del guerrero.

A la luz del fuego, los siete rostros parecían de sueño. Los husihuilkes comieron en silencio; y sólo después de que todos hubieron terminado, Dulkancellin habló:

—Hoy, en el bosque, escuchamos el tambor de Kupuka llamando a alguno de sus hermanos. Y también escuchamos la respuesta que le enviaron. No pude entender lo que decían, pero los tambores de los Brujos sonaban muy extraños.

El nombre de Kupuka siempre interesaba a los mayores y silenciaba a los más pequeños.

—¿De dónde venía el sonido? —preguntó Kush a su hijo.

—El tambor de Kupuka venía desde el Volcán. El otro se oía más débil. Tal vez, venía de...

—De la isla de los lulus —terminó Kush.

—¿También ustedes lo escucharon? —la pregunta de Dulkancellin se quedó sin respuesta porque Vieja Kush había regresado a la mirada del lulu de cola amarilla.

—¡Kush! —llamó su hijo—. Te estoy preguntando si también aquí lo escucharon.

La anciana salió de sus sombras y pidió disculpas. Sin embargo, no quiso contarle a Dulkancellin el incidente de esa tarde.

—No escuchamos nada —dijo. Y enseguida agregó—. Me gusta adivinar cosas.

—Mañana veremos a Kupuka en el Valle de los Antepasados. Hablaré con él —con estas palabras Dulkancellin dio por terminada la conversación.

Cada año, justo antes de que empezaran las lluvias, los husihuilkes se reunían en el Valle de los Antepasados para despedirse de los vivos y de los muertos. Era fiesta de comer, bailar y cantar. Pero sobre todo, de intercambiar aquello que tenían en exceso por aquello que les faltaba para resistir la mala temporada. Día de compensar abundancias con escaseses, de modo que todos tuvieran lo imprescindible.

En poco tiempo los separaría la tierra empantanada, los vientos y el frío. No era época de caza, de siembra o de guerra. Y la comunicación entre ellos quedaría reducida a las necesidades más severas.

La noche del guerrero

Dulkancellin no podía dormir, pese a que la noche era una gran quietud y unas cuantas estrellas que persistían en las últimas grietas del cielo. La vida en Los Confines estaba acurrucada y hasta el retumbe lejano de la tormenta era otra forma del silencio.

El guerrero cerró los ojos esperando el sueño. Giró hacia la pared que daba al bosque, giró hacia la pared contra la cual estaba apoyada el hacha. No quería volver a recordar los sucesos del día; y sin embargo, mucho rato después, seguía tratando de comprender el sentido de los tambores. Dulkancellin recordó lo que Vieja Kush decía: que el sueño jamás va donde lo llaman, y siempre donde lo desairan. Entonces, para que el sueño sintiera el desaire, se ocupó en distinguir y separar la respiración de cada uno de los seis que dormían en la casa. Pero antes de comprobar si Vieja Kush tenía razón, oyó unos ruidos que parecían venir del lado del nogal. Se puso de pie con sólo un movimiento silencioso y enseguida estuvo fuera de la casa con el hacha de piedra en una mano y el escudo en la otra. Allí permaneció, inmóvil junto a la puerta, hasta asegurarse de que nadie estaba tan cerca que pudiera entrar mientras él se alejaba para averiguar lo que ocurría. Después se dirigió sin ningún ruido hacia uno de los extremos de la casa y, cuando casi llegaba, cambió bruscamente su ritmo y afrontó la esquina con un salto. Pero, por una vez, el guerrero husihuilke fue sorprendido.

Entre la casa y el bosque, decenas de lulus giraban sin sentido aparente haciendo viborear sus colas luminosas. Las bocas de todos ellos tenían la forma del soplido. Sin embargo los soplidos no se escuchaban. Dulkancellin avanzó hasta hacerse ver. Apenas los lulus notaron su presencia, corrieron al pie de los primeros árboles y se transformaron en una multitud de ojos amarillos que lo miraban sin parpadear. Un lulu muy viejo se adelantó unos pasos. El guerrero lo veía con demasiada nitidez, teniendo en cuenta la distancia y la oscuridad que había de por medio. La criatura de la isla señaló hacia el oeste con su brazo raquítico y Dulkancellin siguió el movimiento. El mar Lalafke solamente podía verse, desde la casa, en los días nítidos del verano; y aún entonces era un contorno que subía sobre el horizonte y bajaba enseguida. Para cuando el husihuilke giró la cabeza, el mar estaba allí tapándole el cielo, derrumbándose sobre su casa, su bosque y su vida. Dulkancellin prolongó un grito salvaje y, por instinto, levantó el escudo. Pero el mar detuvo su caída y se abrió como un surco de la huerta de Kush. Por el surco, pisoteando hortalizas, avanzaban hombres descoloridos a lomo de grandes animales con cabellera. Estaban lejos y cerca, y sus ropas no ondeaban con el viento de la carrera. Por primera y última vez en su vida, el guerrero retrocedió. Para entonces, el soplido de los lulus se había transformado en una estridencia insoportable. A través de los hombres descoloridos Dulkancellin vio una tierra de muerte: algunos venados, con la piel arrancada, se arrastraban sobre cenizas. Los naranjos dejaban caer sus frutos emponzoñados. Kupuka caminaba hacia atrás y tenía las manos cortadas. En algún lugar Wilkilén lloraba con el llanto de los pájaros. Y Kuy Kuyen, picada de manchas rojas, miraba detrás de un viento de polvo.

El guerrero se despertó sobresaltado. Otra vez resultaban verdades los decires de Kush. El hacha seguía apoyada contra la pared. Y el silencio seguía.

Dulkancellin recordó que era día de fiesta. Faltaba muy poco para el amanecer, y un poco menos para que su madre se levantara a encender el fuego y a comenzar con los trajines de la jornada.

Cubierto con un manto de piel, Dulkancellin abandonó la casa con la sensación de que era la segunda vez que lo hacía en el curso de esa noche. Afuera estaba el mundo familiar y el guerrero lo respiró hondo. Un gris opaco aparecía detrás de la noche. Por el sur, cubriéndolo, venía otro gris, macizo como las montañas.

El cabello de Dulkancellin estaba sujeto con un lazo en la parte superior de la cabeza, como lo llevaban los husihuilkes cuando iban a la guerra o cuando adiestraban su cuerpo.

La distancia que lo separaba del bosque le alcanzó para la canción que sólo los guerreros podían cantar. Cantando prometían honrar, cada mañana, la sangre que se había tendido a dormir por la noche y a cambio, suplicaban morir en la pelea.

Cuando Dulkancellin llegó a los grandes árboles se quitó el manto y lo abandonó sobre unas raíces. Comenzó doblándose como una caña nueva, corrió a través de la maleza, saltó la distancia de un jaguar, trepó hasta donde parecía imposible y por último, se sostuvo colgado de una rama hasta que el dolor lo derrumbó. De regreso a la casa, recogió su manto y algunas semillas para masticar.

Desde la muerte de Shampalwe se había vuelto áspero y silencioso. Antes, decían de él que peleaba sin miedo a la muerte. Ahora se lamentaban de verlo pelear sin apego a la vida.

¿Dónde está Kupuca?

Los husihuilkes vivieron en Los Confines, en el sur más remoto de un continente al que sus habitantes llamaron Tierras Fértiles. El país de los guerreros fue un bosque entre las montañas Maduinas y el Lalafke. Un bosque atravesado por ríos caudalosos que subía cipreses hasta la cima de las montañas, y llegaba hasta la playa con laureles y naranjos. El país husihuilke fue un bosque en el sur de la Tierra.

Bastante más al norte de Los Confines, subiendo durante muchas jornadas una ardua pendiente, habitaron los Pastores del Desierto. Un linaje de criadores de llamellos que se extinguió con los últimos oasis. Todavía hacia el norte, y en la otra orilla del continente, vivió el pueblo de los zitzahay. Y más allá de las Colinas del Límite, los Señores del Sol levantaron una civilización de oro. Tal vez, algunos pueblos vivieron y murieron en la cerrazón de la selva madre, sin salir jamás de allí. Y por fin, hubo otros: la gente que habitó donde los mares eran de hielo y el cielo era oscuro, porque el sol se olvidaba de ir.

En Los Confines, Dulkancellin y su familia se acercaban al Valle de los Antepasados la mañana del día que recomenzaban las lluvias.

A mitad del viaje, Thungür pidió permiso a su padre para adelantarse un trecho en el camino. El andar de Kush y de las niñas le resultaba demasiado lerdo, y él no quería desaprovechar aquella mañana. Concedido el deseo el muchacho tomó ventaja y enseguida se perdió de vista.

El lugar exacto donde los husihuilkes iban a reunirse era un espacio casi circular, totalmente cubierto de una hierba rastrera, y contorneado por un crecimiento de grandes hongos blancos. Árboles y malezas se agolpaban alrededor, como para ver la fiesta de los hombres sin trasponer el límite.

Ya casi llegaban cuando vieron que Thungür venía por el camino, en dirección a ellos. Algo traía con él. Algo muy especial, sin duda, porque lo levantaba con todo su brazo estirado y lo agitaba ansiosamente.

—¿Qué trae? ¿Qué habrá encontrado? —se preguntó Kume en voz alta. Y atraído por la ansiedad de su hermano mayor, corrió a encontrarlo.

Piukemán y Kuy-Kuyen lo siguieron de inmediato. Ellos iban adivinando, con la voz entrecortada por la carrera: colmillos...una piedra azul...un caparazón...pezuñas de lulu. Wilkilén, que corría detrás, gritaba cuanto podía para hacer escuchar su vocecita:

—¡Una naranja! ¡Thungür trae una naranja para mí!

Thungür se había detenido, y los esperaba con su tesoro escondido a las espaldas.

—A ver —pidió Kume.

Pero Thungür movió la cabeza en señal de negación. Kume y Piukemán entendieron que, esa vez, no se trataba de un juego; que no debían rodear a su hermano y marearlo y derribarlo para quitarle por la fuerza lo que ocultaba. Kush y Dulkancellin los alcanzaron en ese momento. Dulkancellin no necesitó ni una sola palabra. Miró a su hijo mayor y esperó para conocer la causa de su miedo. Muy despacio, Thungür separó la mano de su espalda y la llevó hacia adelante. Ante los ojos de todos apareció, por fin, lo que estaba ocultando.

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