Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
—¡Ahora no digas nada!
Los ojos negros de Wilkilén se llenaron de lágrimas y, como siempre que estaba triste, se puso a jugar con sus trenzas.
—¡Y tampoco llores!
Entonces, justo entonces, Wilkilén se puso a llorar por-que Piukemán era su hermano querido, y nunca antes la había tratado de esa manera.
Pero Piukemán ya no la miraba. Estaba tratando de decidir si regresaba con ella al Valle de los Antepasados, o si la llevaba de compañera en la desobediencia. No podía dejarla volver sola. Pero si abandonaba aquella oportunidad tendría que esperar hasta la fiesta del sol, y eso parecía demasiado. Tomó a Wilkilén de la mano y reanudó la marcha hacia abajo.
El sendero que seguían los hermanos era el único que llegaba hasta la Puerta de la Lechuza, más allá de la cual estaba prohibido el paso.
Piukemán era, entre los varones, el más parecido a su madre. De ella le venía esa urgente curiosidad por todas las cosas. Shampalwe había pagado con su vida el interés por las extrañas flores de la cueva. A su tiempo, también Piukemán pagaría un alto precio. Desde que tuvo sufi-ciente entendimiento, empezó a preguntar qué había del otro lado de la Puerta, y quién prohibía a los husihuilkes llegar allí. Pero nunca, hasta ese momento, había obtenido respuestas. Finalmente decidió averiguarlo por sí mismo. Dos veces, en celebraciones pasadas, había abandonado el Valle de los Antepasados y recorrido el sendero hasta el límite de lo permitido. Y las dos veces fue mayor el miedo y regresó sin atreverse a quebrantar la inmemorial prohibición. Piukemán tenía vividas once temporadas de lluvia, y no estaba dispuesto a dejar que pasara otra sin atreverse a cruzar la Puerta de la Lechuza. No llegarían a tres sus derrotas. La ocurrencia de Wilkilén consiguió hacerlo vacilar. Pero incapaz de resignarse a ser vencido nuevamente, resolvió seguir adelante aunque tuviera que llevar de la mano a su hermana menor.
El atajo abrupto y estrecho que descendieron con bas-tante dificultad, los dejó en un bajo donde la luz apenas llegaba. El aire de aquel lugar, muy frío y espeso de hu-medad, punzaba en la respiración. Una capa de hojas que por partes se engrosaba considerablemente, sostenía el paso de los niños, permitiéndoles avanzar sin embarrarse. Al pie de los árboles se multiplicaban las especies de la sombra. Plantas rastreras, hongos, y pequeños gusanos que aparecían por montones bajo cada piedra desplazada eran la más visible manifestación de la vida. Piukemán ya había estado allí, por eso marchó directamente a reencon-trarse con el sendero aunque parecía como intencional-mente disimulado. Anduvieron un trecho en línea zigza-gueante y apretada de vegetación, cada vez más adentro de aquella hondonada oscura. Los dos hermanos avanza-ban tiritando y golpeando los dientes. Ni siquiera los mantos que llevaban bien ceñidos al cuerpo les servían de mucho porque el frío mojado les estaba trepando por los pies. De pronto, el camino se enderezó y el espacio se despejó de maleza. Habían llegado a la Puerta de la Lechuza.
Frente a ellos se alzaban dos árboles enormes, separa-dos uno del otro la medida de un hombre con los brazos abiertos. Desde cierta distancia, se veía con claridad que el espacio entre los troncos tenía la forma de una lechuza. Wilkilén y Piukemán se quedaron inmóviles mirando la silueta del ave de los muchos nombres, pariente de los Brujos de la Tierra.
Piukemán fue el primero en reponerse y, con un gesto que intentó ser desafiante, le indicó a su hermana que iban a seguir avanzando. Se apretaron la mano con fuerza y caminaron hasta la Puerta de la Lechuza. La cercanía les desdibujó el contorno del ave, y con las cosas así facilitadas atravesaron la puerta prohibida.
Piukemán quería silbar para ayudar al buen ánimo, pero no había forma de que el silbido saliera sin quebrarse. Ni siquiera Wilkilén, entusiasta en las conversaciones, pronunciaba palabra. Y aunque a su alrededor todo parecía habitual, nunca antes el bosque los había puesto tristes como estaban.
Como sea, no alcanzaron a internarse demasiado en el lugar porque tras una curva, en un claro al costado del camino, encontraron a Kupuka. El Brujo no pareció escucharlos. Estaba de espaldas a ellos sentado en cuclillas. Una mano sostenía una rama con forma de serpiente, y la otra dibujaba en la tierra algo que los niños no alcanzaban a ver. Su cabello blanco caía desgajado sobre la espalda. Y por debajo de la piel de venado que lo cubría, asomaban sus plantas descalzas, duras de caminar el bosque y las montañas.
Los dos hermanos se escondieron detrás de un arbusto, temerosos de la reacción de Kupuka si los descubría den-tro del lugar negado. El Brujo de la Tierra estaba repitiendo una letanía sagrada. Cuando terminó, giró la cabeza hacia el lado del corazón de modo que se descubrió el perfil de su rostro. En cuanto lo vieron, Piukemán y Wilkilén notaron algo diferente. Aquél que vieron no era el rostro de Kupuka tal como ellos lo conocían. El cambio resultaba confuso pero no por eso menos terrible. La nariz, muy dilatada y hacia arriba, latía de un modo extraño. El mentón se estiraba un poco hacia adelante y su respiración tenía filamentos de colores. Si hubieran podido mover las piernas habrían salido corriendo de allí, sin parar hasta el regazo de Kush. Pero las piernas querían quedarse. De repente, Kupuka dio un aullido y, de un salto, se puso de pie. Cantó alto palabras de otra lengua. Y, frente a los dos que miraban congelados de espanto, se puso a dar giros con un pie fijo y el otro pie coceando la tierra.
La cara de Kupuka aparecía transformada en cada uno de esos giros. Su voz, en cambio, seguía siendo la misma y seguía cantando, aunque se oía llegar desde un lugar muy alejado. En el primer giro, la cara estaba levemente emplumada. Después tuvo hocico de liebre, sacó lengua de lagarto y se detuvo, olisqueando el aire, con colmillos de gato salvaje.
Piukemán no podía pensar. Wilkilén no podía llorar. Así estuvieron hasta que un dolor intenso los arrancó de la fascinación que los tenía atrapados. Eran hormigas ro-jas que se habían encaramado por sus botas y estaban pi-cándoles las piernas con furia. Reteniendo el grito se pu-sieron a quitárselas con urgencia y, por un breve momento, se olvidaron de Kupuka.
Antes de que pudieran acabar de quitarse las diminutas dañinas que se les escabullían por todo el cuerpo, escucharon un sonido que los apuró a erguirse. Entre el cielo y sus cabezas revoloteaba una mancha creciente de mariposas blancas que parecían venir de la nada; como si pasaran de no existir a existir a través de un agujero del aire. Igual que en respuesta a una orden de ataque, la multitud de mariposas voló sobre ellos. Cientos y cientos de alas que se abalanzaron rabiosas contras sus rostros. Tantas alas, que cubrieron por completo el claro del bosque donde Kupuka cumplía sus oficios de Brujo.
Piukemán y Wilkilén retrocedieron dando manotazos para apartar el enjambre, pero era muy poco lo que lograban quitarse de encima. En poco tiempo eran dos siluetas cubiertas de mariposas con manos cubiertas de mariposas que no les servían para limpiarse el rostro. Vacilante y casi enceguecido por el aleteo, Piukemán buscó a Wilkilén. La pequeña se había apartado de él en su afán de deshacerse del ataque. Cuando la tuvo a su alcance tomó a su hermana en brazos y la resguardó contra el pecho. Entonces sí, corrió cuanto pudo... Pobre Piukemán corrió como pudo, perseguido por un viento de alas blancas, hasta cruzar la Puerta de la Lechuza.
Ni una sola mariposa traspuso el límite de la Puerta. Se detuvieron allí, colgadas del cielo, y después regresaron sobre su vuelo. Apenas Piukemán estuvo seguro de que no volverían, bajó despacio a Wilkilén y él mismo se dejó caer para descansar un poco. Dos o tres respiraciones profundas, antes de volver a caminar, les devolvieron el aire perdido. A pocos pasos en dirección al Valle, Piuke-mán miró hacia atrás. De árbol a árbol, la Puerta de la Lechuza estaba totalmente cubierta por una intrincada telaraña que le llevaría a su dueña varios días de trabajo. A pesar de que no pudo comprender aquel suceso, Piuke-mán sintió alivio. Tal vez nunca habían estado del otro lado.
El resto del camino fue sencillo. Reconfortados por el regreso, ni siquiera temían el enojo de Dulkancellin por la ausencia que, seguramente, ya habría notado.
Los devolvió el mismo sendero. La fiesta seguía. Y ellos se metieron entre la gente con la cabeza baja, avergonzados de sólo imaginar que ya todos conocían la desobediencia. Andando así, tropezaron con su abuela y su padre. Piukemán y Wilkilén fueron levantando la vista, demorándose en encontrar los ojos relampagueantes de Dulkancellin y la mirada triste de Vieja Kush. Una nueva sorpresa les aguardaba: ambos los miraban sonrientes.
—Veníamos buscándolos. Debemos ir juntos a saludar a los parientes de mamá Shampalwe —dijo Kush.
—Allí está Kuy-Kuyen —dijo Dulkancellin, señalando—. Adelántense con ella. Yo voy a buscar a Kume y a Thungür.
Piukemán y Wilkilén no hicieron más que asentir y obedecer.
Un rato después, la fiesta terminaba. Las familias car-gaban sus cosas y se despedían. Bajo el cielo encapotado, los husihuilkes marchaban a encontrarse con el viento helado que venía del mar y ladeaba el bosque hacia las montañas.
El Valle de los Antepasados quedaba solo hasta el pró-ximo día claro. Sin más habitantes que las almas.
Un hombre abandonaba Beleram al amanecer. A esas horas la ciudad ya estaba en pleno movimiento. Algunos sirvientes de la Casa de las Estrellas alisaban el terreno de juegos, y los vendedores rezagados acarreaban sus productos, cuesta abajo y de prisa, por las callejuelas que desembocaban en el mercado. Los sabrosos olores de los puestos de comida saturaban el aire. En uno de ellos, el hombre se detuvo a comprar una tortilla envuelta en hojas. Olía especialmente bien y le costó unas pocas almendras de oacal. Aquella pausa prematura no estaba contemplada en el riguroso itinerario que los Supremos Astrónomos le habían trazado, pero ¡cuántas veces el recuerdo de ese sabor le devolvió la entereza para seguir el camino!
Muchas personas lo conocían en Beleram, y varias de ellas lo saludaron al pasar. Su equipaje decía a las claras que salía de viaje. El hombre dejó la Casa de las Estrellas con la mitad, y menos, de lo que atesoraba cuando llegó: una bolsa repleta de objetos insólitos, además de los muchos que llevaba encima. Los Supremos Astrónomos le exigieron reducir la carga. Y a pesar de las sensatas razones con que él intentó demostrarles la utilidad de cada una de sus pertenencias, tuvo que resignarse a prescindir de muchas y fantásticas cosas. "¡Recuérdenme que las reclame a mi regreso!", se fue protestando. Su equipaje, por menguado que estuviese, era suficiente para delatar el viaje. Sin embargo, ninguno de los muchos que lo vieron pasar se ocuparon de averiguar la causa ni el rumbo. Ir y volver era lo que él siempre hacía.
La primera parte del viaje fue desandar lo que pocos días atrás había andado. Atravesó la plaza y el terreno de juegos, bajó por la calle del mercado, dejó atrás el naranjal y las primeras poblaciones. "¡Adiós, Beleram!", dijo sin volverse a mirar. "Aprovecharé el largo camino para hacerte una canción!"
Pasó el puente que cruzaba sobre el río, y siguió hasta Amarilla del Ciempiés. De Amarilla del Ciempiés caminó hasta los Montes Ceremoniales, los atravesó por un atajo difícil. Y entonces sí, elogió el paisaje con toda su voz. "¡He llegado al valle más hermoso del mundo!" Trece veces Siete Mil Pájaros, así se llamaba el sitio. "Perfumado como pocos, musical como ninguno de los muchos que me ha tocado oír". El viajero hubiera querido demorarse allí algunos cuantos días, pero sabía que no era posible. Continuó su marcha en dirección al mar, y un buen día se halló descendiendo las dunas de arena.
Los Astrónomos le habían ordenado que aguardase en la orilla la llegada de las mujerespeces. Y las mujerespeces vinieron desde el atardecer. Traían una pequeña embarcación que dejaron cerca de la costa, donde el viajero pudo alcanzarla sin dificultad. El viento venía con ellas, por eso el cabello les revoloteaba delante. Después les revoloteaba a las espaldas, cuando se volvieron en dirección al atardecer; y el viento, no.
La barca no se diferenciaba en nada de la que cualquier zitzahay podía construir con algunos haces de totora y unos pocos secretos. Dentro de la barca, había un par de remos y una generosa ración de víveres. El sol alumbró de nuevo y, aunque el aire se había aquietado, el hombre zitzahay se dispuso a zarpar. "¡Adiós, mi Comarca Aislada! Estaré tan lejos de tus estrellas, como nunca antes lo estuve".
Navegó por la Mansa Lalafke porque allí el mar se estaba quieto, ceñido entre orillas. Cortar camino por aquella bahía le ahorró al viajero muchas jornadas. El camino por tierra era largo y muy escarpado donde se confundía con las últimas estribaciones de las Maduinas.
A partir de la mañana en que desembarcó, las cosas para él tuvieron que cambiar. Desde ese preciso instante, aquel viaje debía tornarse migaja y silencio para que un secreto siguiera resguardado. ¡Nadie debía ver a un zitzahay caminando esos lados del continente! Por eso, el viajero agradeció a la barca que lo había transportado, y luego la destruyó hasta las huellas.
Cualquiera que quisiese llegar a Los Confines por el norte, se veía obligado a atravesar el país de los Pastores del Desierto. Los Astrónomos le indicaron caminar sin perder la orilla del Lalafke. De esa forma, evitaría ser visto; porque los Pastores jamás se acercaban al mar. "Por supuesto que así lo hice. Caminé sobre el trazo de los Astrónomos y, hasta donde sé, no me vieron ojos humanos".
Dijo después, en cada ocasión que narró el viaje, no una sino muchas veces.
Dijo "ojos humanos" porque desde que pisó la Tierra sin Sombra un águila lo anduvo rondando. A veces, desaparecía... En una ocasión lo hizo durante toda una jornada, pero siempre regresó. El hombre se alegraba de verla nuevamente, volando alto sobre su cabeza. "Me alegraba como al ver la propia casa cuando uno vuelve bajo los relámpagos". ¡Y claro que tenía motivos para la alegría! Viajando solo y por tierras extrañas no es difícil perder el rumbo, confundir una referencia, desconcertarse en la llanura o en la encrucijada. Siempre que eso sucedía, el ave bajaba graznando. Y con su vuelo, ida y vuelta entre un viajero desconcertado y el camino certero, indicaba por donde continuar. Además, el águila acostumbraba traer en su pico unas hojas carnosas, llenas de jugo reconfortante, que aumentaron la reducida provisión de agua que únicamente podía renovarse en los pocos oasis cercanos a la costa.