Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
Mientras tanto, Cucub había sacado casi todos los objetos de su bolsa. Las cosas no estaban bien para él; y peor se pusieron cuando Dulkancellin volvió a ocuparse del asunto.
—¿Qué sucede? No deberías dudar sobre el lugar en el que tienes guardada la pluma.
A pesar del tono de su comentario, Dulkancellin tenía por seguro que Cucub iba a encontrar la señal de un momento a otro. Pero su seguridad desapareció cuando el zitzahay levantó el rostro empalidecido. Y desde la posición en la que se hallaba, le habló de a pedazos:
—Estaba aquí...Sé que estaba...en este lugar. Yo la guardé con cuidado pero... Pero ahora no puedo encontrarla.
—¿Dices que no puedes encontrarla? —repitió Dulkancellin—. Me estás diciendo que perdiste la señal del verdadero enviado, que la pluma estaba allí y ya no está, que ha desaparecido. ¿Y tú esperas que yo crea eso?
— Sí. Quiero decir, no —balbuceó Cucub—. No lo espero. Tú tienes razón, toda la razón. Entiendo que no es fácil creerme. Pero, por favor, déjame intentarlo de nuevo. Esa pluma de Kúkul tiene que aparecer.
El zitzahay volvió a buscar en todos los rincones de su bolsa. Revisó, objeto por objeto, todo lo que en ella llevaba la puso boca abajo y la sacudió con fuerza. Pero no obtuvo ningún resultado. "Tiene que estar aquí... tiene que estar aquí" repetía sin parar. Se secó la frente con la mano, se palpó a sí mismo sin ninguna esperanza y recomenzó la búsqueda. Finalmente, después de comprobar lo que parecía imposible, Cucub se dio por vencido: la pluma de Kúkul se había esfumado y él no era capaz de dar ninguna explicación sensata. Nada excusaba la pérdida de la señal que los Astrónomos le entregaron para que fuese reconocido como el legítimo mensajero. Cucub sabía que no poseerla lo ponía en una situación temible, y tornaba incierto su destino. Miró a su alrededor con la ilusión última de reconocer, en algún lugar de la casa, el particular color verde de una pluma de Kúkul. Tampoco tuvo suerte. Entonces se puso de pie y, frente al gesto grave de los husihuilkes, hizo un esfuerzo por sonreír.
—Escúchame, Dulkancellin —pidió Cucub—. No se decirte cómo ha sucedido esto. No sé si un mal viento se la llevó lejos, o si una voluntad enemiga la transformó en granos de polvo. Pero lo que haya sido debió pasar muy cerca de aquí, porque poco antes de llegar a esta casa me aseguré de tenerla. En ese momento la pluma seguía guardada en su lugar. ¡La vi con mis propios ojos! Créeme, guerrero, yo soy el mensajero que Kupuka y tú estaban esperando.
—No voy a creerte —dijo Dulkancellin—. No debo creerte. El Brujo de la Tierra habló con claridad. Tú estabas obligado a presentarnos una pluma de Kúkul para probar que tus palabras y tus intenciones son la misma cosa. No has podido hacerlo, y todo lo que digas en adelante podría decirlo un traidor.
—Deberíamos esperar a Kupuka —Cucub intentaba demorar la decisión que Dulkancellin ya había tomado.
—Sabes que Kupuka no regresará aquí por ahora. Escuchaste, como yo escuché, que saldrá a encontrarnos en el camino —el guerrero respiró profundo. Comprendía lo que era necesario hacer y demorarlo, lo sabía bien, resultaría para Cucub una cruel concesión—. Me ordenaron aceptar esta misión y así lo hice. Quieren que piense y que actúe en nombre de toda la gente husihuilke. Para eso, no tengo más que pensar y obrar como ellos lo harían. Ya que mi solo discernimiento debe reemplazar al Consejo de ancianos y guerreros, no diré palabras diferentes a las que saldrían de sus bocas. Te sentencio como hemos sentenciado a los traidores desde que el sol nos ve despertar en Los Confines. La muerte es justicia para ti, zitzahay. Y tardará el tiempo que nos lleve caminar hasta el bosque.
La sentencia sonó desapasionada en la voz de Dulkancellin. No se reconocía en ella el acento del odio pero tampoco el de la debilidad. Estaba claro que nada de lo que Cucub pudiese hacer o decir cambiaría las cosas. El zitzahay, fijos los ojos en la tibia presencia de Kush, fue desmoronándose hasta quedar inmóvil en el suelo como uno de los tantos objetos extravagantes que había desparramado.
Dulkancellin se alejó de él, sin decir nada. Cuando Cucub vio que el guerrero salía de la habitación, la idea de salvarse tomó forma en su cabeza. Tenía libres las manos y los pies... Tal vez fuera posible escapar de allí y correr en dirección al bosque. Entonces recordó la pesada tranca que cerraba la puerta. Eso, más la segura intervención de Thungür y de Kume, era suficiente para detenerlo mientras Dulkancellin llegara. Nada conseguiría por la fuerza, pero le quedaba la sorpresa. Si alcanzaba a cargar la cerbatana antes de que el husihuilke regresara... Un dardo certero dejaría paralizado a Dulkancellin. El resto sería fácil. Cucub seguía muy quieto. Nada en su aspecto hacía sospechar la agitación de sus pensamientos, que se atropellaban unos a otros y se enredaban en direcciones desordenadas. La decisión del condenado llegó por el camino más sencillo: no tenía nada que perder. El zitzahay se inclinó sobre sí mismo para evitar que Kush y los niños advirtieran la maniobra. Al tacto, buscó los dardos envenenados y extrajo uno de la dura vaina vegetal que lo resguardaba. Con un movimiento inapreciable, fue acercando su mano a la cerbatana. Sin embargo, antes de alcanzar a rozarla, mucho antes. Antes de decidir que no tenía nada que perder. Antes, aún, de abandonar Beleram con destino a Los Confines el plazo se le había acabado. Dulkancellin estaba junto a él, sosteniéndolo de un brazo.
La desesperación se metió en el pecho de Cucub. Y tanto lo oprimió y ocupó el lugar del aire, que el pequeño hombre tuvo que respirar a bocanadas para no perder el sentido.
—Levántate y camina por ti mismo —le dijo Dulkancellin.
Permitirle llegar sin ataduras al lugar de la muerte era un signo de respeto que Cucub no pudo valorar.
—Llévate contigo lo que trajiste, te hará buena compañía —volvió a decir el guerrero.
Tembloroso, Cucub guardó todas sus cosas en la bolsa y se levantó despacio.
—Permíteme ir a buscar el resto —pidió el zitzahay, señalando lo que Kush y Kuy-Kuyen habían separado.
Algo debió cambiar en el espíritu de Cucub mientras caminaba en busca de sus pertenencias, porque cuando se volvió hacia los husihuilkes ya no temblaba. Avanzó con la cabeza erguida y el rostro, en alguna forma, embellecido. Todos comprendieron que había aceptado morir.
—Podemos irnos —fue lo único que dijo, parado frente a Dulkancellin.
Su ánimo no se doblegó ni siquiera después de adivinar la forma de un hacha bajo la capa que el guerrero traía puesta.
—No sufrirás —dijo Dulkancellin. Su mirada había seguido la de Cucub—. Y luego estarás a salvo del tiempo. Buscaré un árbol que pueda sostenerte entre sus ramas, y usaré esta capa para proteger tu cuerpo de la rapiña.
Los dos hombres se dispusieron a partir. Justo entonces, Kume dio un paso adelante.
—¡Padre, espera! —pidió el muchacho.
Con la palma de su mano extendida, Vieja Kush le indicó a Kume que se detuviera y pronunció sus propias palabras:
—¡Dulkancellin, no lleves al zitzahay al bosque! Déjalo con vida, y emprende con él tu viaje al norte. No habrás abandonado el camino que conoces cuando encuentres a Kupuka. ¡Que el Brujo de la Tierra decida la suerte del que dice llamarse Cucub!
—Sabes que no puedo hacer eso —respondió Dulkancellin,
sin comprender todavía que su madre no estaba suplicando.
—Estoy invocando mi derecho —dijo la anciana suavemente—. Aún escucho caer la lluvia antes que tú. Y digo, con amargura, que es éste el momento de negar tu decisión.
—Niegas las leyes —murmuró el hijo.
—Son leyes, también, las que me otorgan el derecho que estoy invocando. He sido la primera de esta casa que escuchó el sonido del agua sobre la fronda.
Cada temporada, desde que Dulkancellin tenía memoria, Vieja Kush ganaba el derecho de la lluvia. Sin embargo, nunca antes lo había hecho valer. El desconcierto era grande en el alma del guerrero. ¿Por qué su madre se entrometía en sucesos tan graves?
—Anciana, también niegas la justicia.
—¿Acaso esta anciana ha pedido que no lo ajusticies? —replicó Kush—. No he dicho eso, sino que aguardes hasta que Kupuka conozca lo ocurrido y apruebe la sentencia. Nuestra justicia no es potestad de un solo hombre. Y quien ha dispuesto la muerte de Cucub no es el Consejo, es uno que ha obrado como si lo fuera.
—No encuentro mejor manera de obrar —dijo Dulkancellin.
—Haz lo que dijiste: observa las leyes —respondió su madre—. Por una vez, impondré mi voluntad contra la tuya. Me asiste el derecho de la lluvia. ¿Piensas que raramente los husihuilkes lo reclamamos? ¿Piensas que yo misma jamás lo hice? Pues lo hago ahora, porque así me lo demanda la voz de adentro.
Dulkancellin vacilaba entre las razones de Kush y sus razones.
—Hijo, ten cuidado. No es bueno que un hombre y sus leyes sean cosas distintas.
—Respetaré tu derecho —dijo el guerrero.
El zitzahay tenía los ojos cerrados y parecía ausente, como si todo aquello le resultara ajeno. Tanto que Dulkancellin lo sacudió con fuerza:
—¡Escucha! No sé que sortilegios usaste para ensombrecer el entendimiento de esta mujer. Pero ni esos, ni todos los que seas capaz de realizar, confundirán a Kupuka. Partirás conmigo como prisionero.
Dulkancellin despojó a Cucub de algunas de sus prendas y de casi todos los objetos que llevaba encima.
—¡Siéntate allí! —ordenó—. Nos iremos cuando el sol salga tres veces. Y, entiende esto, tienes la vida pero no tienes la libertad.
La expresión del zitzahay en nada se asemejaba a la alegría. Caminó despacio, y se desplomó en el sitio que Dulkancellin le había señalado.
—¡Vamos, hijas! —dijo Vieja Kush—. Hay un viaje que preparar.
La anciana estaba empezando a sentir las punzadas de la duda. Comprendió que sus palabras habían torcido el rumbo de grandes acontecimientos, y tuvo miedo de ha berse equivocado. Dulkancellin, por su parte, no quiso averiguar si era alivio aquel deseo de respirar hondo el aire húmedo de la noche.
El día siguiente estuvo dedicado a los trabajos que imponía la inminencia del viaje. La familia entera se ocupó en ellos. De modo que al atardecer la tarea casi terminaba. Dulkancellin y los tres varones pulían las últimas puntas de flecha. Vieja Kush, Kuy-Kuyen y Wilkilén untaban con abundante grasa los pertrechos de cuero. El carcaj, la capa y las botas debían ser cuidadosamente engrasados para que no les penetrara el agua ni los resquebrajara el frío.
—Mañana, el zitzahay se ocupará de alistar sus propias cosas —dijo Dulkancellin, sin dirigirse a nadie en particular.
Sentado, y con las manos amarradas, Cucub los miraba hacer. La noche anterior, había recibido una buena comida y un camastro abrigado que dispusieron cerca del que usaba Dulkancellin. El husihuilke confiaba en la agudeza de su oído. El zitzahay ya no pensaba en escapar. Sin embargo, uno y otro, no hicieron más que vigilarse el desvelo. Por fin amaneció. El cielo de Los Confines apenas si se aclaró con el alba, de negro a gris oscuro. La gente de la casa se puso en movimiento muy temprano. Tenían por delante muchos quehaceres y poco tiempo. Dulkancellin comprendió que no podría poner suficiente cuidado en vigilar al zitzahay así que decidió amarrarlo. Tomó una trenza de cuero, y con unas cuantas vueltas diestramente anudadas le inutilizó las manos. Estaba a punto de hacer lo mismo con los pies del prisionero, pero lo pensó un momento y desistió. Alcanzaría con eso.
Cucub permaneció así la mayor parte del día, pensando que hubiese sido bueno poder soplar el viento en su flauta de caña. La lluvia continuaba y no amainó en ningún momento. Pasó la mañana. Llegó la mitad del día y sólo se percibió por un levísimo resplandor en el aire. Después la tarde empezó a andar lenta. ¡Tan lenta para el zitzahay! En todo ese transcurso nadie había hablado con él. Cierto es que, escasamente, lo habían hecho entre ellos. Si por lo menos la bella de trenzas le dirigiera la palabra...
Pero atardecía, y Cucub empezaba a sentir sueño. Intentó despabilarse atendiendo al trabajo de los husihuilkes y consiguió lo contrario: los movimientos repetidos de pulir la piedra y el vaivén de las manos engrasando el cuero actuaban sobre él como un brebaje para el sueño. Mientras más observaba, más le pesaba la cabeza y le ardían los ojos. ¿Por qué no dormir?, se preguntó Cucub con la vigilia casi perdida. Si dormía, era posible que soñara con la Madre Neén, su selva de allá lejos. Un poco ladeado, con las manos sujetas a la espalda, el prisionero se fue, en el sueño, hasta su hamaca. ¡Qué bueno estar de regreso! Tumbado en ella y mecido por el viento fragante de la noche, Cucub envolvía hojas de tabaco mientras miraba pasar la luna entre las palmeras. Estaba de nuevo en la intemperie de la selva, pensando que no bien amaneciera se iría hasta el mercado a comer pescado picante. Sin embargo aquel bienestar lo abandonó muy pronto porque, enseguida, la mala posición lo despertó sobresaltado, a punto de caerse del lado del alma. Despacio, fue enderezando el cuello dolorido. El zitzahay no encontraba manera de permanecer despierto sin ponerse a llorar. Todo lo que miraba lo ponía triste: las paredes, las luces de aceite, y esa gente de la que hubiera podido ser amigo. Cucub decidió que era preferible no volver a dormir. "Voy a cantar", pensó.
Crucé a la otra orilla,
y el río me cuidó
y no tuve miedo.
Pedí permiso al árbol,
me encaramé a su altura
y vi las cosas que estaban lejos.
Pero soy un hombre
y volví a caminar.
Kuy-Kuyen y Wilkilén terminaron su tarea junto con la canción, y se quedaron mirando al zitzahay.
—¡Las manos, las manos! —les recordó la abuela. Ambas sacaron un puñado de ceniza de una tinaja que estaba junto al hogar, y se frotaron con ella hasta los codos para quitarse la grasa. Después salieron a enjuagarse con agua, y terminaron untándose una esencia aceitosa.
—¡Hum...! Hasta aquí huele bien —dijo Cucub, buscando conversación. Ya lo había intentado en el curso de la tarde sin ningún resultado. En esta ocasión la suerte fue distinta. Kuy-Kuyen y Wilkilén se acercaron a él y se acomodaron en el suelo, una a cada lado.
—¿Quién te enseñó la canción que cantabas? —preguntó Kuy-Kuyen.
—Nadie me la enseñó —respondió Cucub—. Es mi canción, yo la imaginé. Allá, en la Comarca Aislada, cada uno tiene su propia canción. La inventamos el mismo día en que nos reconocen adultos para que nos acompañe durante toda nuestra vida.