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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (12 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—¡Cucub! —llamó el guerrero, de nuevo en su día de lluvia—. Sigamos andando. Ésta es zona de cuevas. Nos costará poco hallar, más adelante, cualquier otra donde podamos dormir.

A pesar del preciso conocimiento que Dulkancellin tenía del bosque, no podía dejar de prestar atención a sus pasos. Varias veces tuvo que detenerse a pensar cuál sería la ruta apropiada, o menos riesgosa. En esas ocasiones Cucub lo miraba como un niño a su padre. Y cuando el husihuilke volvía a caminar, el zitzahay lo seguía sin una sola duda.

Caminaron y caminaron. Numerosas jornadas transcurrieron en las que el viento, ni por un momento, dejó de sacudir el bosque. Muy alto, sobre sus cabezas, los árboles se curvaban con crujidos amenazadores. Y con frecuencia cumplían sus amenazas, despeñando enormes ramas que caían mucho más cerca de lo que Cucub hubiese deseado.

De tanto en tanto, entremezclados con el sonido de la tormenta, se escuchaban los tambores de los Brujos de la Tierra. Los hombres detenían su marcha y orientaban el oído, tratando de precisarles la ubicación.

—Parece que anunciaran nuestro paso —decía Cucub en esas ocasiones.

Pero sin importar de dónde venían, ni qué estaban diciendo, su retumbe era para los hombres una buena compañía. El husihuilke y el zitzahay se reconfortaban pensando que Kupuka no debía andar lejos. Y continuaban el viaje con el ánimo fortalecido.

Una noche, justo cuando acababan de cenar una liebre que Dulkancellin había logrado cazar, sucedió algo inesperado. No habían encontrado mejor cobijo que un tronco vacío, y en él se preparaban para descansar. Cucub, acurrucado en el fondo del agujero, ya casi dormía. Dulkancellin trataba de acomodar su cuerpo en un lugar que, para su tamaño, era demasiado mezquino. En ese trance, el guerrero vio algo que lo hizo saltar del escondrijo sin protegerse de la lluvia. El movimiento brusco despabiló al zitzahay.

—¿Qué sucede? —preguntó, asomando su cabeza greñuda por el hueco del tronco.

—¡Ven pronto! —exclamó Dulkancellin—. Apúrate para que veas esto.

Cucub tomó su propio manto y el del guerrero. Después salió.

—¿De qué se trata? —volvió a preguntar. Mientras lo hacía, echó el abrigo sobre los hombros del husihuilke.

Dulkancellin señaló hacia el lado del mar. Contra la negrura de la noche, unas líneas de luz semejantes a fuegos delgados se movían en dirección al norte.

—¡Lulus! —murmuró Dulkancellin—. Me pregunto qué los obligó a dejar sus islas para viajar bajo la lluvia.

—Eso tiene fácil respuesta —dijo Cucub—. También los lulus han sido convocados al concilio. Y, probablemente, esos que estamos viendo se dirijan hacia la Casa de las Estrellas. Sin embargo, son muchos los que se han movilizado y, hasta donde sé, no deberían ser más que nosotros.

—Y sí que lo son —dijo Dulkancellin.

—Observa que casi todos tienen colas rojizas.

—Eso significa que son jóvenes, y aptos para la guerra.

Mientras Dulkancellin y Cucub hablaban, los lulus dejaron de verse. Era seguro que habían vuelto a adentrarse en el bosque cerrado.

—Volvamos a casa —sugirió el zitzahay, refiriéndose al agujero del tronco—. Allí vamos a poder pensar mejor.

Así lo hicieron. Y pasaron gran parte de la noche buscando explicaciones a lo que habían visto. Cerca del amanecer, y sin haber hallado una respuesta provechosa, se durmieron. Despertaron entumecidos, incómodos en sus ropas impregnadas de humedad. Pensando, todavía, en la aparición de la noche anterior. Afuera del hueco encontraron lo de cada madrugada: frío y lluvia. Y sin comer bocado, porque las reservas escaseaban, retomaron la marcha.

En los días siguientes, volvieron a ver a los lulus. Siempre después del atardecer, y siempre avanzando hacia el norte.

Un grupo de lulus, casi un centenar de ellos, había abandonado las islas y tomado el camino del oeste que bordeaba en la mayor parte de su recorrido las costas del Lalafke. Aquel número resultaba significativo para el reducido pueblo de los lulus. Si cien lulus jóvenes abandonaban su isla para emprender un viaje por el continente que mal y poco conocían, los tiempos eran extraños.

Hombres y lulus siguieron avanzando por caminos diferentes, aunque en la misma dirección. Varios días pasaron sin que se estableciera entre ellos ninguna clase de contacto. Algunas noches, Dulkancellin despertó sobresaltado, creyendo escuchar los soplidos con que se comunicaba el pueblo de las islas. Pensó que era posible que estuvieran vigilándolos, pero no pudo verlos de cerca sino hasta cuando los lulus quisieron que así fuera.

Ninguna otra cosa alteró la monotonía de aquellos días de viaje. El límite norte de Los Confínes estaba cerca. Y el clima comenzaba a apaciguarse. Las lluvias cedían y, a veces, cesaban por completo. El viento del mar, que los había azotado sin respiro, también silbaba cansado.

En una de esas noches sin lluvia los lulus se presentaron. Dulkancellin y Cucub los vieron acercarse, dos colas rojizas y una blanca, y se prepararon para recibirlos.

El lulu anciano venía caminando unos pasos atrás de sus jóvenes escoltas. Hombres y lulus se observaron sin sorpresa.

El encuentro tuvo lugar en un claro donde el guerrero había logrado encender una fogata, y Cucub, mantenerla. Largas miradas, un acuerdo mudo, y todos se dispusieron alrededor del fuego. El lulu de cola blanca habló en la Lengua Natural para que los hombres pudieran entenderlo.

—Nos dirigimos, igual que ustedes, a la ciudad de Beleram. Y asistiremos al concilio que se llevará a cabo en la Casa de las Estrellas.

El husihuilke y el zitzahay comprendieron que no tenía sentido negar lo que el lulu parecía saber con plena certeza, y optaron por mantenerse callados.

—Fui elegido en representación de mi pueblo —continuó el lulu—. Y recibí órdenes de viajar orillando el Lalafke hasta las cercanías de Umag del Gran Manantial. Allí me estará esperando un guía del pueblo de los hombres para tutelar el resto de mi viaje.

—Pero tú viajas en compañía de muchos— interrumpió Dulkancellin.

—Viajo en compañía de los más diestros en la pelea. Sólo unos pocos de ellos han permanecido en las islas, en protección de los débiles.

—¿Puedes explicarnos por qué no cumpliste las órdenes recibidas, y por qué los lulus movilizan su ejército? —pidió Cucub.

—Claro que lo haré. Esta visita no tiene otro propósito.

Una estrella apareció en el cielo. Un rasgón de luz que ninguno estaba viendo.

—No creemos que sea necesario mantener en secreto el arribo de las naves extranjeras —prosiguió el lulu—. Ni necesario, ni aceptable para los habitantes de las Tierras Fértiles. Por el contrario, aseguramos que estos acontecimientos deben ser proclamados, porque será un ejército de todos el único capaz de enfrentar al enemigo que llega —el lulu anciano se iba alterando a medida que hablaba. Fruncía involuntariamente su cara morruda, y mezclaba soplidos a las palabras—. No debemos darle plazo a esta ralea. Si los dejamos desembarcar, estaremos perdidos. La huella de sus pies en nuestra tierra y, ¡recuerden!, muchas generaciones cosecharán ponzoña.

—Llamas enemigos a los extranjeros que vendrán por el mar. ¿Cómo puedes estar seguro de ello, cuando la Magia no puede estarlo? —preguntó el zitzahay.

—¡Modera tu impertinencia!

El lulu enderezó el cuello. Los dos escoltas lo miraron en espera de una orden, pero la orden no llegó. Dulkancellin, que conocía bien a los habitantes de las islas, se preparó para defender al zitzahay. Cuando el lulu anciano volvió a arrugar el cuello hasta casi apoyar la cabeza sobre los hombros, Dulkancellin apartó la mano del hacha que llevaba colgada del cinto. Después de un momento, y en un tono menos hostil, el lulu continuó hablando:

—Mi pueblo posee, de antigua herencia, la Piedra Alba. Vino desde los abismos del mar, y estuvo en las islas mucho antes de que nosotros las habitáramos. Pero la Piedra Alba nos fue dada en custodia; y con ella, recibimos la profecía. "Cuando la Piedra cambie su color, y de blanca se torne oscura, será porque termina la potestad de la Vida sobre la Muerte. Será porque comienza un reinado de dolor..."

El guerrero husihuilke asintió, conocedor de la existencia de la Piedra Alba por la palabra de sus mayores.

El lulu buscó algo entre la barba larga y lacia que le colgaba del borde inferior de la boca. Las manos de los lulus, valiosas en la carrera, eran de dedos cortos y poco hábiles. De modo que al anciano le costó un notable esfuerzo sacar la bolsita de cuero que llevaba atada. Y mucho más, sacar de allí dentro la Piedra Alba para enseñársela a los hombres en la palma callosa. La Piedra tenía forma perfectamente cilíndrica, y era de color blanco traslúcido. Sin embargo, en su interior, se veía una mancha oscura de contorno irregular.

—¡Aquí la tienen! —dijo el lulu—. Esta Piedra fue, desde siempre, de un blanco inmaculado, sin una tocadura de sombra. El pasado verano comenzó a aparecer, muy dentro de ella, un punto de oscuridad. Tan minúsculo que muchos prefirieron no verlo. Ahora es el inicio del invierno, y ya nadie puedo hacer de cuenta que la mancha no existe. ¡La Piedra se oscurece!, ¡la profecía se cumple! Como ves, zitzahay, la magia de los lulus también está hablando. Y lo hace sin vacilaciones.

—Pero los Astrónomos... —iba a replicar Cucub.

—Los Astrónomos se retardan debatiendo sus confusiones —interrumpió el lulu, secamente—. Nosotros, en cambio, no tenemos dudas. Vamos al concilio llevando la Piedra Alba como testimonio. Confiamos en que esto sea suficiente para que los pueblos de las Tierras Fértiles comprendan que ya empezó la guerra. Y sobre todo, para que la Magia tome sus armas sin demora. De lo contrario, la derrota será nuestro merecido destino.

—¿Qué decisión tomarán los lulus si no consiguen el apoyo del concilio? —preguntó Dulkancellin.

El lulu sacudió la cola de luz blanca, antes de responder:

—Entonces pelearemos y moriremos solos. Estén seguros de que el enemigo no encontrará a los lulus trenzando flores en su honor.

—Llegado el caso —dijo Cucub—, y si desconocen la decisión del concilio, ustedes serán considerados traidores.

Algo pasó por la cabeza del lulu. Algo que, por supuesto, no iba a decir en voz alta.

—Mientras tanto, seguiremos viaje hacia el norte. Y sólo haremos alto en el desierto para hablar con los Pastores —fue su respuesta.

—¡Recuerda que no es el tiempo de divulgar estos hechos! —advirtió Cucub.

—¡Recuerda que no pensamos igual que tú!

Con un marcado envión de la cadera, el lulu se irguió. Volvió la Piedra Alba al sitio de donde la había sacado. Giró, y se marchó sin despedirse. Los otros dos lulus lo siguieron, a poca distancia.

Dulkancellin y Cucub volvieron a quedarse solos. Callados, cada uno con sus pensamientos, esperaron a que la fogata terminara de extinguirse. Al cabo de un rato de inmovilidad, el zitzahay se recostó con las manos debajo de la nuca.

—¡Mira, Dulkancellin! —dijo enderezándose, y señalando el cielo.

El pequeño hombre miraba las estrellas, unas pocas estrellas entre los árboles.

—Podemos dormir en paz, hermano. Mañana, el sol nos despertará.

El tapiz sobre la arena

El ejército de los lulus avanzó a toda carrera. Y rápidamente dejó atrás a los hombres.

Un lulu adulto, parado en sus patas traseras, alcanzaba la cintura de un guerrero husihuilke. Erguidos, caminaban con poca destreza. Sin embargo eran capaces de dar saltos ágiles, y de correr incansablemente utilizando sus manos como apoyo. Las colas de luz, que alzadas sobrepasaban por varios palmos la cabeza de los lulus, eran látigos para sus enemigos. Allí donde marcaban el azote, la carne se abría en un surco sangrante. Y en el desconcierto del dolor, el lulu volvía al ataque. Cuando lograban enroscar su cola al cuello del oponente, el resultado no podía verse sin horror. Pelear contra un grupo de lulus enfurecidos y salir con vida no era cosa corriente, ni siquiera para los guerreros de Los Confines. Pero los lulus tenían ojos enormes, y en los ojos se les notaba el alma.

Cuando los lulus atravesaron el puente del Pantanoso, el mismo que Cucub había recorrido en dirección contraria de camino a la aldea de Dulkancellin, el cielo estaba azul y el sol calentaba la arena. A diferencia del mensajero zitzahay, los lulus no evitaron el encuentro con los Pastores. Al contrario, se esforzaron en dar con ellos. Llevaban casi un día de avance y divisaron, desierto adentro, una línea de dunas que sobresalían en altura. El lugar parecía bueno para reconocer el territorio. Y en verdad, lo fue. A la caída de la noche, el grupo de observadores que había ascendido a la cima divisó los fuegos de un campamento. Los lulus esperaron a que clareara y marcharon directo hacia él.

Unas cuantas tiendas dispuestas en semicírculo, una construcción de barro amasado que servía de granero y depósito, los corrales, un ojo de agua... Y todo alrededor, un desorden de vasijas, herramientas, montones de leña, hombres y animales. El campamento era un levantamiento provisorio del cual los Pastores partirían pronto, sin dejar más huellas que las que el viento podía borrar de un soplo.

Las criaturas de las islas fueron bien recibidas por los Pastores. El grueso del ejército esperó en las afueras del campamento. En tanto el lulu anciano fue conducido de inmediato, tal como lo solicitó, ante la presencia del jefe de aquellos hombres.

La conversación que mantuvieron no duró mucho tiempo y tuvo lugar en el interior de una tienda similar a cualquier otra del campamento. El jefe de los Pastores estaba sentado sobre unos fardos de piel de llamello. Desde ese lugar, escuchó todo lo que el lulu tenía para decirle. Poco más o menos, lo mismo que Cucub y Dulkancellin habían escuchado en la reunión del bosque. Igual que entonces, el lulu iba a enseñar la Piedra Alba como evidencia de lo dicho. Pero en esta ocasión, algo lo detuvo. Algo sin explicación precisa que lo hizo cambiar de parecer, y anunciarle al Pastor que ninguna otra cosa podía agregar a sus palabras. El Pastor supo que era el momento de responder. El lulu tuvo que esforzarse para entenderlo porque, sobre el mal uso de la Lengua Natural, tenía el acento áspero de arrear en el desierto. "No todo es novedad lo que has dicho. Días atrás, nuestro Mayoral recibió a un zitzahay que traía mensajes. El zitzahay habló de un concilio en Beleram. Le explicó las causas que lo convocaron que venía en busca de su primogénito. El zitzahay dijo que lo guiaría a la Casa de las Estrellas como representante de los Pastores. El Mayoral vio partir a su hijo junto al zitzahay. Pero quedó inquieto y con temores; y no creyó bueno ocultar los sucesos a los jefes de los campamentos. Ahora llegas tú y le das la razón. ¡Debo hallarlo pronto para que podamos actuar! Hoy mismo saldré en camino. Voy a tener que andar por los campamentos pidiendo noticias de su paradero, porque no sé dónde está ahora. Lo encontraré para comunicarle la decisión que ha tomado el pueblo de los lulus. Tú adelántate con tu ejército. Nosotros nos uniremos a ustedes en la Comarca Aislada".

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