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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (14 page)

BOOK: Los Días del Venado
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El Pastor depositó en el suelo las escudillas de barro y salió de allí. Nadie volvería a entrar, sino hasta la caída del sol. Cuando Cucub y Dulkancellin quedaron solos retomaron su conversación.

—El Pastor que nos trae el alimento es fácil de atacar —dijo el guerrero.

—No olvides al que espera en la puerta.

—¡Claro que no lo olvido! —se impacientó Dulkancellin—. Sólo hay que tener una excusa que lo obligue a entrar. Podré con los dos. Y entonces tú y yo nos iremos.

—Por lo que veo, no tienes en cuenta nada, salvo tu propia fuerza —dijo Cucub.

—¿Qué otra cosa podría tener en cuenta?

El zitzahay simuló buscar con la vista:

—Aquella ventana, por ejemplo.

—Si entiendo bien, estás diciendo un disparate. Ningún hombre pasaría a través de ella.

—Así es —asintió Cucub. Se dejó caer sobre el jergón, y desde allí continuó—. Ninguno que no sea el acróbata que maravilló a pueblos enteros en la Comarca Aislada.

Dulkancellin se agachó junto a él. Esperaba que el zitzahay terminara de explicarse.

—Desde el preciso instante en que entramos aquí, puse a trabajar mi ingenio. Y ya tengo un plan de escape que ofrece algunas cuantas ventajas sobre el tuyo. Si quieres conocer una: mi plan tiene la gracia de un buen artificio.

—Ya veo. ¿Y qué otra ventaja tiene? —preguntó Dulkancellin, incapaz de creer que el zitzahay hablaba en serio.

—No estaremos expuestos a una lucha desigual de dos en tu contra.

—Me atrevo a correr ese riesgo.

—¡Sabía la respuesta!

—¿Hay más ventajas?

—Nos libraremos de atravesar el campamento con los Pastores andando por ahí. Y lo mejor es que ellos no sabrán que hemos huido sino hasta varias horas después. ¿Aceptas que eso reduciría considerablemente los riesgos?

—Los riesgos no son tantos. Oímos, cada mañana, cuando los Pastores se van con sus rebaños.

—También oímos a los que permanecen en el campamento.

—Serán muy pocos.

—¡Serán muy pocos los riesgos si por una sola vez te avienes a escuchar a alguien que no seas tú y tú y tú mismo, husihuilke de Los Confines! —Cucub tomó aliento y suavizó el ímpetu—. Además, y esto sí es importante, contaremos con una noche entera para tomar ventaja en el camino.

"Dulkancellin sabía que lo más difícil de la fuga no era tanto salir del campamento como lograr poner una buena distancia entre ellos y los Pastores. También sabía que era improbable que la ausencia del centinela en la puerta del granero pasara desapercibida durante mucho tiempo.

—Explícame lo que tienes pensado —pidió el guerrero. Un rato después, los detalles de la fuga estaban listos.

Los Pastores relevaban la guardia cuatro veces al día. Pero sólo dos veces abrían la puerta. A la madrugada entraba el hombre de la carne y el caldo. Al atardecer les llevaban un cántaro con leche. El campamento se animaba a esa hora del día. Los Pastores volvían de apacentar. Había olor a comida, gritería de juegos, canciones y risotadas. Escapar en medio de ese movimiento era impensable.

Ese atardecer ocurrió lo de siempre. Entró el cántaro con leche, volvieron los rebaños, la comida humeó sobre las fogatas, y los hombres jugaron y cantaron. Cucub y Dulkancellin prestaron especial atención a la rutina; y después de las últimas risas, cuando estuvieron seguros de que todo el campamento dormía, comenzaron con su tarea.

Dulkancellin se puso de cuclillas y Cucub se trepó a su espalda. Dulkancellin se puso de pie y, sobre sus hombros, se puso de pie Cucub. Las dos alturas sumadas alcanzaban el borde del tragaluz, y el zitzahay se colgó de él. Dulkancellin se retiró unos pasos, pero enseguida volvió a avanzar con los brazos extendidos. ¡Imposible pasar por ese agujero! El pequeño hombre no se sostendría, por mucho tiempo, colgado de la ventana. Seguro de que Cucub caería, Dulkancellin estaba listo para atajarlo antes de que llegara al suelo. Cucub fue elevándose, y arrastrando el pecho contra el canto de la ventana consiguió pasar la cabeza y los hombros. Dulkancellin tuvo que aceptar que, por el momento, sus brazos no eran necesarios. Cucub respiró profundo. Contaba con un espacio muy reducido y debía aprovecharle cada resquicio. Avanzó un poco. Lentamente, cuidando de girar y sostenerse, se dio vuelta. Un esfuerzo más, y logró sentarse con las piernas del lado del granero y la espalda del lado del desierto. Lo peor estaba hecho. Tensó la cuerda que llevaba atada a la muñeca y cuando la sintió segura, se dejó caer hacia atrás. La cuerda no era otra cosa que una añadidura de trozos de cinchas y correas. Había que esperar que resistiera el peso de Cucub y el roce de la pared. Dulkancellin la sostenía por uno de sus extremos. Con el otro extremo enrollado en una muñeca Cucub terminó de salir. Para alivianar el peso, el zitzahay mantuvo los pies contra la pared hasta que, al fin, pudo apoyarlos en la tierra. En el campamento había tres personas despiertas: el centinela, que bostezaba con la mirada perdida. Cucub, que aflojaba los músculos de la cara. Y, pared por medio, Dulkancellin sonriéndole a la cuerda que tenía entre las manos.

El siseo inconfundible de la víbora más temida del desierto se oyó cercano, en medio de la noche. El centinela se erizó de adentro a la piel y quiso saber de dónde venía. El siseo se volvió a oír. "Viene de allí", se susurró a sí mismo el centinela. Estaba pensando en el costado norte del granero, el que tenía una pequeña ventana. Con el machete en la mano sudorosa caminó en esa dirección, precaviendo cada paso. "También a mí me engañaría", pensó Dulkancellin. Cuando el centinela pasaba bajo la ventana, Cucub estaba afinando los labios oculto tras la pared que daba a las montañas. La víbora siseó otra vez. El centinela se apuró. La enemiga no estaba tan cerca como le había parecido. Cucub se apuró. Debía desaparecer por el costado sur, curvar la lengua en un delgado canal, y sonar como serpiente. El siseo del reptil detuvo en seco al centinela justo antes de que doblara la esquina del granero. La guerra entre la serpiente y los Pastores era una larga historia de odio, en la cual salvarse no parecía lo más importante. Si el centinela conseguía matarla sería el héroe del día siguiente. Y soñando con ese codiciado prestigio se agarró de su machete. Con cuidado, pensó Cucub. El zitzahay caminaba hacia atrás, de espaldas al oeste. El siguiente siseo llegó como burla a los oídos del Pastor. Entonces decidió que después de matarla le cortaría la cabeza, y la pondría en la entrada de su tienda. "Si tus hermanas van a visitarme sabrán lo que pasó contigo, y temerán acercarse a mi jergón". Cucub retrocedía, tanteando la pared que miraba al sur. El miedo la hacía interminable. Por fin, su mano encontró el ángulo redondeado; y su espalda, la pared oeste. Cucub aprovechó el respiro para hacer una urgente estimación del riesgo. La puerta estaba muy cerca. El centinela también lo estaba. Cucub lo oía acercarse. Sólo el sonido de la serpiente podía detenerlo por un momento, y darle al zitzahay el tiempo que empezaba a faltarle. Pero el zitzahay no podía sisear porque tenía la boca igual que una corteza de árbol. Ya estaba en la puerta, ya podía tocar la tranca. Y su boca continuaba seca. Como la serpiente no se hacía oír, el Pastor seguía avanzando. Traía la cara hacia el mar, y una sonrisa decepcionada. "Ha visto el machete, y se volvió a su nido". El centinela bajó el arma. Había decidido regresar a su puesto, frente a la puerta del granero. Cuando el centinela terminó de decidir, la serpiente encontró su saliva. Un silbido prolongado paralizó al Pastor y ocultó el ruido de la tranca. La puerta se abrió apenas para que Dulkancellin saliera. El siguiente silbido sonó tan feroz que tapó el golpe de la tranca volviendo a su sitio en la puerta. El centinela, que recién recuperaba el aire, dio un salto hacia atrás. Cucub y el guerrero desaparecieron por donde el oeste y el norte se juntaban. Y enseguida estuvieron, de nuevo bajo la ventana. Cuando el centinela volvió a su puesto después de rodear el granero tras el llamado de una enemiga inexistente, la puerta estaba cerrada. Y la tranca, bien colocada en su sitio. El centinela dejó ir la mirada, y bostezó contra la noche.

Favorecidos por un cielo nublado, el husihuilke y el zitzahay atravesaron el campamento. Algunas hogueras todavía llameaban. El ronquido de los hombres, que en el interior de sus tiendas dormían sin sospechas, era el único sonido que alteraba el silencio.

Cerca de los corrales deambulaban unos pocos llamellos en busca de pasturas.

—No vamos a desperdiciarlos —susurró Dulkancellin al oído de Cucub.

Los llamellos eran animales mansos, acostumbrados a las fatigas impuestas por el amo. Dulkancellin montó primero. Una vez a lomo de la enorme bestia lanuda, ayudó a subir a Cucub. Llamellos y hombres a cuesta subieron por el camino del norte.

Emprendieron viaje sin morrales y desarmados, porque de todo los habían despojado antes de encerrarlos en el granero. Y a causa del apuro y del riesgo, se marcharon sin reservas de agua.

—Semejante arte me hubiera proporcionado, en la Comarca Aislada, un buen puñado de semillas de oacal —Cucub seguía siendo el mismo.

—Estuvo muy bien —admitió Dulkancellin.

Cucub se llenó el pecho de aire, y lo exhaló con un bufido de suficiencia.

—Déjame recordar cómo era aquello que le dijiste a Kupuka. Y corrígeme si estoy equivocado —Cucub imitó la voz de su compañero: No voy a necesitar al hombre zitzahay en el camino.

El husihuilke taloneó al animal para que apurara la marcha.

—¡Vamos! No podemos demorarnos —dijo. Y se adelantó.

El día que zarparon las naves

Los llamellos caminaron por el desierto, casi sin detenerse, durante todo un día. Había sido necesario elegir entre la dudosa seguridad que les ofrecía la orilla del mar, y la posibilidad de hallar agua y comida en zonas un poco alejadas de la costa, donde algún verdor prometía sustento. Pero también donde los Pastores eran amos. Por fin, los hombres eligieron adentrarse un poco en el territorio, aún contando con el riesgo de los Pastores. Así fue como a la luz de la siguiente madrugada, estaban dentro de unos matorrales hurgando la vegetación quebradiza en busca de equipaje. Cuando salieron de allí cargaban tesoros: dos vástagos de un gran cactus, que limpios de espinas y deshollados de su carne se transformarían en cuencos. Dos estacas apropiadas para despuntarlas. Una vara de caña para sustituir la cerbatana de Cucub, y algunas piedras aprovechables como herramientas. A pesar de que todavía no había señales de persecución, envolvieron todo con las ropas que el zitzahay se había quitado, treparon al lomo de los animales y continuaron andando.

Les sobraban las ganas de alejarse. Y, sin embargo, cada vez más a menudo debían detenerse. El encendimiento del aire al mediodía, el frío de la noche y el cansancio de los llamellos eran motivos que los demoraban. Pero la sed, el esfuerzo por saciarla y la certeza de volver a sentirla, era el peor maltrato que sufrían cuerpos y almas.

Cuatro para beber. Cuatro, si querían mantener el beneficio de andar montados. Cuatro que habían partido sin agua. Hasta ese momento, sólo habían hallado una surgiente a no mucha distancia del campamento, donde los llamellos habían hecho acopio para algunos días. Después, solamente el agua de los cactus para los hombres. Pero los hombres, al cabo de andar y andar, desearon beber a sorbos. Estaban fatigados y tenían los músculos enfermos, tenían los labios amargos y los ojos ardidos. Para cuando el paisaje comenzó a ondular frente a ellos, los hombres dejaron que la sangre se les aletargara y se encomendaron a la resistencia de los animales.

Amanecía. Un viento seco y helado los acurrucaba contra los grandes vientres de los llamellos en espera de un dormir que no llegaba, o llegaba mal. Por eso fue que cuando Cucub habló, Dulkancellin pensó que el zitzahay estaba repartido entre el desvelo y la pesadilla.

—¡Es ella! ¡Es ella!

Un águila voló en círculos sobre las efusiones de Cucub, súbitamente puesto de pie, y se alejó sin descender.

—Quédate tranquilo porque volverá —afirmó Cucub. Y para demostrar que él mismo lo estaba, volvió a sentarse.

Dulkancellin recordó el relato de Cucub sobre su viaje hacia Paso de los Remolinos, repetido de agradecimientos a un águila bienhechora.

—¿Estás seguro de que se trata del mismo pájaro? —preguntó.

—Lo estoy, hermano, igual que de mi nombre. Sigamos viaje, y verás que muy pronto el águila nos traerá alivio.

Tal como lo dijo, así sucedió. Primero fueron las mismas hojas sustanciosas que Cucub ya conocía. Luego, apenas resultó posible, el águila los condujo hasta las hoyas de agua que el desierto reservaba para sus hijos. Y les marcó direcciones zigzagueantes que los mantuvieron alejados de los Pastores.

Por las noches distinguían puntos de fuego que los hacían pensar que sus perseguidores andaban cerca, y esperando quién sabe qué para acorralarlos. Pero los días pasaban, y nada ocurría.

—Estamos acercándonos al final de esta tierra entristecida —dijo Cucub.

Las constantes dificultades que debieron afrontar, con el único fin de sobrevivir y avanzar lentamente hacia el norte, los distrajeron de las causas últimas de aquel viaje. Las urgencias hicieron a un lado los recuerdos. Y de pronto, el comentario del zitzahay los trajo todos consigo. Fue un cántaro derramado hasta el fondo que les devolvió la memoria. Andaban perseguidos por el desierto, con rumbo a la Casa de las Estrellas. Eran dos que jamás se hubieran conocido de no sobrevenir el cumplimiento de la profecía. "Las naves volverán por el Yentru. En ellas navegaremos nosotros, o los ejércitos de Misáianes. La perduración o el acabamiento para todo lo que vive sobre la tierra". Y aquel antiguo anuncio de los bóreos, que sólo unos pocos no olvidaron, los guiaba ahora hacia un mismo destino.

Aquella mañana, el águila llegó temprano. Venía del lado del mar y en cuanto divisó a los dos hombres, comenzó a ir y venir sobre su camino indicándoles que también ellos debían desviarse hacia la costa. Cucub y Dulkancellin dudaron. El límite del desierto estaba allí nomás. No había ningún indicio de los Pastores: ni sombras ni fuegos. Aquel nuevo desvío les parecía una demora innecesaria. Pero tanto insistió el águila y los encimó con su vuelo que, finalmente, la siguieron. Cada paso que daban, y no era hacia el norte, los cansaba dos veces. Hasta Cucub iba mascullando protestas contra la ocurrencia de su buena amiga. Pero, como otras tantas veces le había sucedido, tuvo que morderse la lengua masculladora porque tras una elevación, de las muchas que arrugaban esa zona del desierto, apareció Kupuka. Habrá sido por la contundencia de colores de su ropa entre los pardos del desierto que a los hombres les pareció una alucinación de consuelo. Cerraron los ojos y volvieron a abrirlos. El Brujo de la Tierra seguía en su sitio, apurándolos con el gesto.

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