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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (16 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—Así lo deseamos —el más alto de los dos Astrónomos tenía la voz delgada. Esperamos conseguir que nuestro hogar se asemeje al tuyo.

—Lo agradezco —murmuró Dulkancellin. Pero eran otras las palabras que pasaban por su cabeza.

¿Cómo se podría parecer a su pequeña casa de madera aquel palacio de piedra con olor a piedra? ¿Qué tenían de semejantes las vestiduras de los zitzahay, imponentes de plumas y pedrerías, con las prendas sin lujo que las mujeres de Los Confines tejían a telar? La exagerada gesticulación de Cucub, tan distante de la severidad husihuilke, se insinuaba también en el comportamiento de los Astrónomos. Las diferencias estaban a la vista, las coincidencias no.

Dulkancellin se puso a recordar su llegada a la Casa de las Estrellas. Lo primero que le vino al recuerdo fue la decisión de esperar a que llegara la noche antes de entrar a Beleram, con la idea de que un husihuilke no fuera visto cruzando la ciudad. Y mucho menos, entrando a la Casa de las Estrellas. "Si estás de acuerdo, nos detendremos a los bordes de Beleram hasta que llegue la oscuridad.", le había dicho Cucub.

La zona que acordonaba la ciudad era toda de árboles frutales. La enredadera que cubría gran parte del suelo, y subía por los troncos, tenía unas flores anaranjadas que junto a la fruta madura, saturaban el aire de olores dulces. Atardecía en la selva. El rocío caía tan abundante como una buena llovizna para que los colores se pusieran lustrosos. Pájaros enormes y pájaros diminutos llegaban buscando su alimento. El guerrero husihuilke, por afligida que tuviera el alma, no podía ignorar la maravilla.

Entre el espacio de árboles bajos y la selva cerrada no había transición. Detrás de los últimos frutales, la vegetación hacía imposible transitar libremente el territorio, salvo por la red de senderos que los zitzahay mantenían despejados a fuerza de machete. "Hemos abierto caminos que comunican las aldeas. Otros nos llevan a los sitios donde hay agua, caza y medicina". Ahora que recordaba, fue después de ese comentario cuando Cucub había comenzado a recobrar su vanidad.

Dulkancellin y Cucub ya habían utilizado uno de esos senderos: el que unía Amarilla del Ciempiés con Amarilla de las Golondrinas, y ambas con Beleram. Cuando caminaban los tramos finales empezaba a atardecer. A esa hora, había dicho Cucub, nadie estaría llegando. En cambio, era posible que algunos vinieran en sentido opuesto, abandonando Beleram después de una jornada de trabajo. Por esa razón avanzaron con la atención puesta por delante y, varias veces, los hombres que regresaban a sus aldeas los obligaron a apartarse del camino.

Según Cucub lo había propuesto permanecieron ocultos en la selva hasta que se hizo la noche. Recién cuando los artesanos abandonaron sus talleres, los vendedores del mercado levantaron sus puestos y las calles se quedaron vacías, Cucub y Dulkancellin atravesaron la ciudad.

El guerrero husihuilke conoció Beleram a la luz de las estrellas y de las antorchas que ardían a la entrada de las grandes construcciones. Los edificios se hallaban bastante alejados entre sí. Y si su distribución seguía algún orden, la vista no alcanzaba a percibirlo.

Dulkancellin comprendió que aquellas construcciones, cada una situada en la cima de una pirámide, no eran los hogares de los zitzahay. "Por supuesto que no. Aquí es donde los Astrónomos habitan y tienen sus observatorios. Aquí se confecciona y se comercia. Éste es el lugar de las ceremonias y de los juegos comunitarios".

Beleram era una ciudad sin vegetación. Piedra sobre piedra sobre piedra donde la selva no podía entrar.

La calle que conducía a la Casa de las Estrellas era la más ancha de la ciudad. A ambos lados, desembocaban callejuelas angostas. "Mira, Dulkancellin, por ésta de aquí llegas directamente al mercado", había susurrado Cucub en el silencio de Beleram. Pero el guerrero estaba interesado en otra cosa...

La construcción que cerraba el camino era, sin duda alguna, la Casa de las Estrellas. No necesitó preguntárselo a Cucub para estar seguro. A causa de la distancia y de los fuegos que escondían más de lo que alumbraban, Dulkancellin no alcanzaba a distinguirla con precisión. Aún así, tuvo que recordar que no era un sueño. Detrás de los resplandores se destacaba su forma de contornos enrevesados, elevada en torres y miradores y muy distinta de la apariencia rígida de las otras construcciones. "¿Admites que es bella como nada que hayas visto antes?" Dulkancellin hubiera querido responderle a Cucub que era algo más que bella, y algo menos. Le hubiera gustado poder explicarle que quería apurar el paso para llegar pronto; y al mismo tiempo esperaba que el camino fuera largo. Pero Dulkancellin no tenía el arte de la palabra y prefirió asentir: "Es bella como... es muy bella".

Mientras subían la interminable escalinata que una vez Cucub había mencionado, el guerrero pudo observar con detenimiento cuanto le permitía la luz de las vasijas llameantes, dispuestas cada diez escalones. Pasada la mitad del ascenso comenzaron a verse las figuras esculpidas en el friso saliente, tan grandes que sólo se entendían desde una buena distancia. "En estas imágenes permanecen los Supremos Astrónomos. A su muerte, Bor y Zabralkán tendrán la suya".

Una voz estaba llamándolo. Una mano le tocaba el hombro.

—¡Regresa, husihuilke! —la voz y la mano eran de Zabralkán—. Tus pensamientos te llevaron lejos de aquí.

—No muy lejos. Estaba subiendo la escalinata, ya casi llegaba—. Apenas pronunció la última palabra, Dulkancellin comprendió que había respondido sin cordura. El guerrero husihuilke sintió vergüenza. No sabía cuánto tiempo se había demorado en su distracción, pero sí, que su respuesta había sido descomedida.

—El viaje ha sido duro. Ambos deben descansar —dijo Zabralkán, pasando por alto el incidente—. Llamaremos para que los acompañen.

El brusco término que Zabralkán le imponía a la conversación obligó a Dulkancellin a desechar su malestar. No quería salir de allí sin hablar de aquello que, por el momento, más intranquilidad le causaba.

Sabemos que un representante de los Pastores llegó a la Casa de las Estrellas, y que participará del concilio. ¿Qué harán con él? —Dulkancellin sintió que debía precisa su pregunta—. ¿Qué harán con relación a la muerte de los lulus?

—No haremos nada. Absolutamente nada —respondió Bor. Su acento, y el modo en que se puso de pie, dejaron claro que insistir sobre el asunto sería una insolencia.

El guerrero, sin embargo, no retrocedió. Tampoco se hizo cargo de la urgencia del Astrónomo, que con un ademán lo invitaba a despedirse. Buscó palabras prudentes, y volvió a hablar:

—Hablo con respeto. Hablo porque creo que la matanza de los lulus no puede... no debe ser silenciada. Y porque creo, también, que la señal de la Piedra Alba...

—Cree lo que quieras, husihuilke —Bor regresó a su sitio en un extremo del rectángulo de piedra—. Pero recuerda que hay decisiones inamovibles. ¡Y ésta es una de ellas!

Dulkancellin miró a Zabralkán justo a tiempo. La sombra de una vacilación pasó por el gesto del Astrónomo, dándole al guerrero el resquicio que necesitaba.

—¿Debo entender que han decidido olvidar la muerte de uno que, ustedes mismos, convocaron como representante?

El guerrero se quedó sin conocer la reacción de Bor ante su terquedad, porque de inmediato Zabralkán tomó parte en el asunto.

—Conocemos tu sabiduría, hermano Bor —el Astrónomo pronunciaba las palabras con cuidado—. Por eso nos atrevemos a pedirte que le expliques al representante de los husihuilkes cuál es el fundamento de nuestra decisión.

—Conocemos tu sabiduría y tu bondad, hermano Zabralkán —Bor amagó con volver a levantarse—. Pero sabemos que no existe el tiempo de explicar todo a cada uno. Somos quienes somos, y hacemos lo que debemos hacer.

—Te pedimos que permanezcas sentado. Terminemos esto con una explicación que a todos nos deje tranquilos.

Zabralkán tenía, indudablemente, cierto ascendiente sobre Bor. El guerrero ignoraba si se lo concedía la edad, el rango o algún otro distintivo. De cualquier forma, no hizo falta más que una prudente alusión para que Bor lo reconociera.

—Escucha lo que vamos a decirte —dijo Bor—. Ni los desacuerdos ni los conflictos de los pueblos de las Tierras Fértiles son competencia de este concilio. No lo son, sin importar su carácter o su magnitud. ¿Aceptarían los husihuilkes que nos entrometiéramos en las guerras que desde siempre han enfrentado a sus linajes? No estamos aquí para condenar la dureza conque los Señores del Sol tratan a sus esclavos. Tampoco para determinar si es usurpadora la Casa que ahora los gobierna, o si es usurpadora la que le disputa el trono. Del mismo modo, nadie deberá oficiar en la muy áspera disputa que mantenemos los Astrónomos con algunas familias del Clan de los Búhos. Hemos llamado a este concilio por algo más grande que cada una de nuestras rencillas. Piensa qué sucedería si, en vez de ocuparnos de lo que a todos nos iguala, nos desgastáramos y nos dividiéramos por nuestras diferencias. Los extranjeros no estarán aguardando a que nos pongamos de acuerdo. Sus naves llegarán pronto y aún no sabemos con qué fines. Has oído sobre Misáianes lo suficiente como para saber que si son sus ejércitos los que vienen, es probable que ninguno de nosotros sobreviva para batallar con sus vecinos. Queremos decir con esto que los conflictos entre lulus y Pastores, si los hubiera, deben quedar afuera.

Dulkancellin miró nuevamente a Zabralkán con la esperanza de que lo comprendiera. Pero Zabralkán le devolvió una mirada severa, de quien acordaba del principio al fin con las palabras de Bor.

—Jamás los lulus y los Pastores habían tenido enfrentamientos. Es verdad que casi no había contacto entre ellos. Pero, ¿se puede pensar que la muerte de los habitantes de las islas nada tiene que ver con la llegada de las naves?—Dulkancellin terminó hablándole a Cucub—. Recuerden que ellos traían la Piedra Alba para ofrecerla como testimonio.

—Creemos que no has terminado de comprender —dijo Zabralkán.

—Intentaremos de otro modo —intervino Bor —. Presta atención, husihuilke, y responde a nuestras preguntas.

Dulkancellin no comprendía del todo la intención del Astrónomo.

—¿Vieron tus ojos la matanza de los lulus?

— No.

—¿La vio otra mirada que te sea confiable?

—No.

—¿Podrías asegurar que fueron los Pastores quienes llevaron la muerte hasta los lulus?

—Yo lo creo así porque...

—¿Podrías asegurarlo y poner tu sangre en ello?

—No.

—¿No crees que los Pastores debían dudar, por necesidad, de dos extranjeros que rondaban la desgracia?

—Lo creo.

—¿Fueron maltratados por ellos? Y te ruego que dejes de lado la comida, de la que tanto se ha quejado Cucub.

—Maltratados... no.

—¿Perseguidos?

—No lo sé.

—Cuando menos, no los alcanzaron, ¿verdad?

—Verdad.

—¿No los alcanzarían los dueños del desierto si hubiesen querido hacerlo?

—Sí.

—¿Husihuilke, pondrías en peligro a las Tierras Fértiles malogrando un concilio que decidirá el destino de todos los seres que las habitan? ¿Lo harías en nombre de una suposición?

—Hay muchos indicios...

—¿Similares a los que creíste tener cuando te disponías a matar a Cucub? ¿Y si fuera esto otra pluma de Kúkul escondida?

El guerrero estaba confundido. De pronto, la razón se ponía del lado del Astrónomo. Y sus propias insistencias parecían cosas de Wilkilén. Porque pensó en ella se sonrió; y porque se sonrió, los demás creyeron que aceptaba sin reparos la argumentación de Bor.

—¡Muy bien! Tendrán ustedes muchas cosas que hacer, y yo tengo asuntos pendientes —dijo Cucub, pensando que le convenía pasar el resto de la noche en las inmediaciones del mercado, y así conseguir tortillas calientes —. Hermano Dulkancellin, fue bueno acompañarte. Ahora debo dejarte solo.

—¿Adónde imaginas que vas a ir? —preguntó Bor.

—Al mercado —respondió Zabralkán, antes de que Cucub comenzara a embrollarse con justificaciones.

La cara de Cucub se transformó cuando escuchó decir que hasta que todo acabara, no podría abandonar la Casa de las Estrellas. Era una nueva orden de los Astrónomos. Como de costumbre, apoyada en razones claras.

—Has visto mucho y has oído mucho —explicó Bor—. Mucho más que el resto de los mensajeros. Por otro lado, tienes tu lengua y la usas. Hay riesgo en dejarte permanecer fuera de aquí. Lo poco que dijeras entre el pueblo de Beleram serían palabras a destiempo.

Zabralkán pidió a Bor que se apartaran. Ambos Astrónomos dejaron su sitio y caminaron hacia uno de los miradores, donde estuvieron hablando en voz muy baja.

Mientras los Supremos Astrónomos deliberaban, Cucub se puso a pensar qué había sido del reconocimiento que esperaba recibir por sus trabajos. Permanecer encerrado, aunque fuera en la Casa de las Estrellas, era un duro castigo para un hombre acostumbrado a andar de un lado a otro, de una aldea con lluvia a una aldea soleada. Por su parte, el guerrero se entretenía siguiendo el cuerpo de la serpiente a través del intrincado relieve de la piedra. Cuando Dulkancellin y Cucub vieron regresar a los Astrónomos, abandonaron sus pensamientos y trataron de imaginar cuál sería el siguiente mandato. Zabralkán, que venía unos pasos adelante, se dirigió a Cucub:

—¡Buenas noticias! Decidimos que harás una visita al mercado de Beleram, pues hay en eso un beneficio. En el lugar se reúnen personas de todas las aldeas cercanas. Conoces a muchas de ellas, y casi todas te conocen y confían en ti. Ve allá y entérate de lo que comentan. Averigua lo que ocurre. Pregúntales, especialmente, por aquello que te resulte insólito, porque es posible que descubramos cosas que ellos mismos ignoran. Todo lo que ustedes nos han contado, más las palabras de los lulus y los temores de Kupuka nos obligan a indagar en nuestra gente para saber si también aquí se han observado señales extraordinarias. Ve y haz lo que te pedimos. Después, regresarás a la Casa de las Estrellas y permanecerás aquí mientras los tiempos lo exijan.

La cara de Cucub acompañó el discurso de Zabralkán con expresiones oportunas, y acabó en el gesto de quien recupera algo de lo mucho que había perdido.

—Haré lo que me ordenan. Si están de acuerdo, regresaré mañana antes de que el sol llegue al centro del cielo.

Nadie quería seguir dilatando el final de aquella conversación. Zabralkán golpeó dos veces un disco dorado de buen tamaño que estaba apoyado contra una pared. Dulkancellin y Cucub se prepararon para abandonar el observatorio.

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