Read Los Días del Venado Online

Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (20 page)

BOOK: Los Días del Venado
3.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Molitzmós acariciaba, al pasar, el jade lustroso de las fuentes. A veces se detenía frente a alguna de ellas, fascinado por el dibujo de sus vetas.

—Creo que sería mejor olvidar esta conversación —dijo.

—¿Por qué habríamos de hacerlo? —preguntó el Astrónomo.

A esa altura estaban en el estanque. A su orilla, Elek y Nakín competían en imitar a las muchas aves que andaban por ahí.

—Les hará bien jugar un poco —opinó Molitzmós cuando los dejaron atrás.

—Déjalos que lo hagan. Pero no juegues tú el juego de hacer como que olvidas mis preguntas.

Molitzmós no tenía escapatoria. Debía terminar lo que había comenzado.

—Te lo dije al comienzo: hay pensamientos que hubiera preferido no tener y temores que hubiese querido desoír. No existe una duda peor que la que se siente cuando todos los demás coinciden en una certeza; porque es una duda que empuja hacia la soledad. Es por eso que me atrevo a hablar contigo, para así desahogar mi corazón —El representante de los Señores del Sol habló con rapidez, como si ansiara desprenderse de algo que le pesaba demasiado—. La Magia de las Tierras Fértiles, heredera de los principios de la Cofradía del Aire Libre, trata a todas las Criaturas como a propios hermanos. Delibera con ellas, las consulta, y hasta se somete a su juicio. Pocos días atrás, por ejemplo, el husihuilke habló del Brujo de la Tierra con tal confianza que parecía estar refiriéndose a un viejo vecino. Siempre ha sido así entre ustedes y nosotros. Ahora, sin embargo, cuando los tiempos requieren del esplendor de la Sabiduría, la Sabiduría parece estar adormecida. Lo mejor o lo peor está a punto de sucedernos. ¿Lo mejor o lo peor? Las señales se presentan; pero no hay en las Tierras Fértiles quien sea capaz de leerlas. Los ojos de la Magia están nublados... ¿y no será de tanto mezclarse con los ojos de los hombres, de los lulus, de los pájaros?... He oído a Zabralkán hablar de señales confusas, ¿y si, en cambio, fuera la Magia la que ha perdido la virtud para descifrarlas? Éste es el temor que hubiese preferido desconocer. Temo que parte de la verdad se haya quedado en los recintos de las Tierras Antiguas. Temo que la Magia de las Tierras Fértiles, en su afán de hermanarse con las Criaturas, haya terminado desprotegiéndolas. Te asombrarás de que yo esté impugnando la hermandad que debería favorecer. Nada menos que yo, una simple Criatura que a causa de esa hermandad puede hablarte ahora de igual a igual. Créeme que también me asombro. Pero si la perduración de la vida en las Tierras Fértiles depende de que la Magia ocupe un sitial de mando sobre todos nosotros, entonces yo me alegraría, muchos nos alegraríamos de ver a la Magia erigirse en su potestad. Y aceptaríamos con sencillez el imperio de la Sabiduría. Ya nunca volveré a mencionar esto. Perdóname y olvida, por favor, mi atrevimiento.

Bor tenía la piel erizada, y no era para menos. Molitzmós acababa de decir lo que tantas veces, en medio de la noche, él mismo había pensado. Cuando esas ideas llegaban a su mente, el Astrónomo perdía el sueño. Entonces, para afrontar el desvelo, se dedicaba a deambular por los pasillos de la Casa de las Estrellas, o subía al mirador más alto, y allí permanecía hasta que empezaba a clarear. Pero ni su caminata de ida y vuelta, ni el orden de las constelaciones respondían a la pregunta que le había quitado el sueño: ¿y si la Cofradía del Aire Libre hubiese errado el camino? Apenas siete días atrás, precisamente cuando Cucub y Dulkancellin llegaron a la Casa de las Estrellas, sus dudas se reavivaron y le causaron malestar. ¡Cuánto le fastidió tener que dar al guerrero husihuilke largas y delicadas explicaciones! Pero era Zabralkán quien lo había pedido, y él tuvo que acceder. Le pareció irritante que un Supremo Astrónomo, designado para la Sabiduría, debiera justificar sus decisiones frente a un husihuilke, nacido y adiestrado para la guerra. Ahora, Molitzmós acababa de decirlo todo sin escatimar claridades. Y Bor se admiró de aquella valentía porque siendo quien era, jamás se había atrevido a comunicarle a Zabralkán semejantes pensamientos. Y si alguna vez quiso insinuarlos, el otro lo desairó con un mutismo que no dejaba lugar a dudas.

—¿Piensas que mi atrevimiento no es fácil de olvidar?

La pregunta consiguió que Bor regresara de su memoria. El Supremo Astrónomo comprendió que debía decir lo que fuese necesario, con tal de que Molitzmós no advirtiera que compartía sus temores. En eso estaba cuando la sorpresiva aparición de Zabralkán lo salvó, momentáneamente, del aprieto.

—Creo que Zabralkán está buscándote —dijo Molitzmós con una sonrisa imperceptible.

—Así parece...

Zabralkán llegó junto a ellos y después de saludar, se dirigió a Bor:

—Hermano, es necesario que nos apartemos un momento.

—Por la bondad de ustedes, voy a continuar mi paseo —dijo Molitzmós.

Los Astrónomos se dirigieron hacia el interior de la Casa de las Estrellas. Molitzmós volvió por el mismo camino.

De regreso pasó frente al estanque. Elek y Nakín habían terminado su juego y conversaban sentados a la orilla. Molitzmós pensó que era agradable verlos juntos. Elek, descolorido. Con el cabello enroscado hasta el centro de la espalda y comportamientos de cachorro de animal. Nakín, oscura y fatigada, parecía como si nunca estuviese del todo despierta.

Molitzmós se detuvo a observarlos desde una buena distancia. Cuando ya había visto lo suficiente continuó avanzando. Dejó atrás el estanque y regresó al sendero entre las fuentes de jade; después cruzó el puente sobre el canal que surtía de agua a la Casa de las Estrellas. El ruido del agua bajo sus pies le hizo recordar que tenía sed. Pensó en beber y no tuvo cerca un esclavo que atendiera su deseo.

Molitzmós se había resistido a emprender viaje a Beleram sin sus esclavos personales. Pero por mucho que insistió, el mensajero se mantuvo fiel a las órdenes de los Supremos Astrónomos: "Trae a la Casa de las Estrellas solamente a quien te hemos enviado a buscar". Esa misma orden debieron llevar todos los mensajeros. Y entonces, qué hacía ese pequeño hombre caminando junto a Dulkancellin. ¿Quién era él? Un zitzahay, indudablemente, a juzgar por su aspecto y su vestimenta. Pero, por qué alguien ajeno al concilio acompañaba al representante de los husihuilkes... Molitzmós desvió su marcha para interceptarlos.

—¡Salud bajo este sol, hermano Dulkancellin! —luego saludó a Cucub —Y salud para ti, hermano. Aunque no sepa tu nombre, ni cómo llamarte.

—Hermano es un buen nombre —respondió Cucub—. ¡Y que la salud se multiplique en ti, Molitzmós de los Señores del Sol!

Dulkancellin se sobresaltó por la insolencia con que su amigo había contestado. Y Molitzmós, que ignoraba quién era el insolente, se cuidó muy bien de manifestar su enojo.

—Nos dirigimos al estanque —dijo Dulkancellin procurando desviar la conversación.

—Allí encontrarán a Elek y a Nakín de los Búhos.

Los hombres se saludaron con una inclinación de cabeza y continuaron en direcciones opuestas. Pero Molitzmós recordó algo que lo obligó a volverse:

—¡Aguarda, Dulkancellin! Quiero aconsejarte que visites las fuentes de jade. ¡Obsérvalas una a una! No siempre se puede contemplar tanta belleza —de nuevo se dirigió a Cucub: No te lo sugiero a ti porque supongo que las conocerás mejor que yo.

—Supones bien —respondió el zitzahay.

Cuando estuvieron bastante lejos, Cucub se puso a imitar el andar de Molitzmós.

—Mira cómo camina el emplumado.

—¡Qué rápido olvidaste tus preocupaciones! —el husihuilke pensó que Molitzmós podía volver sobre sus pasos—. Y deja ya de hacer eso, porque puede verte.

—No he olvidado mis preocupaciones —dijo Cucub—. Y ese Molitzmós sigue sin agradarme.

Nakín los vio llegar y los saludó con la mano en alto. Tampoco ella conocía al compañero de Dulkancellin; pero Elek, que muchas veces había presenciado las actuaciones de Cucub, la puso al tanto rápidamente. Un rato después los cuatro conversaban con facilidad. Sin embargo, como Cucub estaba presente, todos se esforzaron por llevar la conversación lejos de los asuntos del concilio.

—Vean que yo soy la única que llegó hasta aquí sin un guía —dijo Nakín sonriendo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Dulkancellin, que conocía muy poco sobre el Clan de los Búhos.

—Es que no hay un camino desde el Tiempo Mágico hasta el Tiempo Solar. No hay un camino que tú puedas recorrer; ni tampoco un río para que navegue tu canoíta. Lo único que hay es una Puerta en algún lugar del mundo.

A los tres hombres les gustaba escuchar la voz tibia de aquella mujer y su forma infantil de elegir y ordenar las palabras. Y si preguntaban, era con la intención de que Nakín siguiera hablando.

—Dime, Nakín, ¿cómo cruzas esa puerta? —preguntó Cucub, aunque lo sabía de memoria.

—¡Uy, que cuesta! —dijo ella, llevándose ambas manos a la frente—. Es un largo ritual el que debes hacer. Hoy sorbes el jugo de un hongo, y te duermes. Mañana masticas unas semillas, y bailas. Y así, y así... Y cuando el que ha velado por ti dice que has terminado, tú te pones a esperar. Y de a poco, muy de a poco, abandonas un Tiempo y llegas al otro.

—¿A qué te refieres cuando dices "muy de a poco"?—preguntó Dulkancellin.

—Lo primero es que empiezas a ponerte pálido. Luego escuchas a los otros como si te hablaran desde muy lejos; y ellos igual a ti. Las cosas siguen en su lugar, pero van perdiendo color. Y un día tú puedes ver a través de las cosas tal como si fueran de aire coloreado; y lo mismo sucede contigo. Así, de a poco, desapareces de un Tiempo para aparecer en el otro. Entonces, todo vuelve a ocurrir, pero en sentido inverso. Y te tardas en recuperar el color de tus mejillas.

—Pues tú ya lo recuperaste.

La voz era de Molitzmós, que se había acercado a ellos sin hacerse oír.

—Ven, hermano, siéntate con nosotros —lo invitó Elek.

Molitzmós aceptó la invitación y se sentó en el borde áspero del estanque, ignorando el daño que podían sufrir los engarces de oro que adornaban su capa.

—Me pregunto si alguno de ustedes ha visto a Illáncheñe —dijo enseguida.

Todos negaron con la cabeza. Todos menos Cucub, que jamás había oído ese nombre.

—Ese gusto por la soledad es propia de su pueblo —dijo Molitzmós—. ¡Así son los Pastores del Desierto!

Cucub, víctima del temor que ese nombre le causaba se sacudió de pies a cabeza. Y Molitzmós pudo confirmar sus sospechas. Se trataba del mensajero que había acompañado a Dulkancellin desde Los Confines hasta la Comarca Aislada. Y que si mal no recordaba alguien

llamó...

—Cucub, hermano, quizás tú puedas confirmar lo que digo —dijo Molitzmós, acercando al zitzahay su rostro burlón.

—Creo que sí —Cucub se sintió tan humillado como cuando perdía en el juego de pelota.

Dulkancellin fue el único que entendió lo que acababa de suceder y pensó que, después de todo, el zitzahay se lo merecía.

Desde uno de los miradores de la Casa de las Estrellas un cuerno sonó cuatro veces anunciando la reiniciación de la Asamblea.

—¡Qué pronto pasó este tiempo bajo el sol! —se quejó Nakín.

Los interesados se levantaron, saludaron a Cucub y partieron.

El zitzahay volvió a quedarse solo. Hubiera querido pedirle a su amigo que no lo abandonara. En lugar de eso se agachó sobre el estanque y comenzó a hacerle morisquetas a su propio reflejo. Siempre que lo hacía terminaba riendo a carcajadas. Pero su risa fácil se había ido, también, como el sabor de la miel de caña.

—¿Adonde estarán? —se preguntó Cucub.

Illáncheñe fue, después de los Astrónomos, el primero en llegar a la sala de sesiones. Enseguida de él, llegaron los demás. No bien entraron a la sala todos comprendieron que algo había cambiado y, por el rostro de Zabralkán, supusieron que debía ser para bien.

—¡Buenas noticias, hermanos! ¡Buenas noticias para las Tierras Fértiles! —el entusiasmo le quitaba compostura—. ¡Son tres..., sólo tres!

Nadie entendía lo que el Supremo Astrónomo estaba diciendo.

—Cada uno de nosotros —intervino Bor—había comenzado a aceptar la idea de un ataque sorpresivo a la flota extranjera. Resignados a sobrellevarlo como la primera instancia de defensa para nuestros pueblos, aunque fuera a costa de un terrible error. Esto que ahora sabemos nos hará desandar el camino que con tantas dudas empezábamos a andar.

—Desandaremos el camino si todos aquí acordamos en eso —lo amonestó Zabralkán, fingiendo no advertir que lo hacía—. Escuchen las novedades, después decidiremos. Las gaviotas vinieron desde el mar. El Balsero del Yentru las envió hasta nosotros con un mensaje: las naves extranjeras ya han sido divisadas.

Un murmullo corrió por el lugar. Los cuerpos se irguieron, las miradas se clavaron en Zabralkán.

—Aún navegan en alta mar, a varios soles de nuestras costas. Es cierto que el tiempo de su viaje ha sido mucho menor del que esperábamos. También es mucho menor el número de naves. El Balsero nos ha enviado a decir que son apenas tres. ¡Nada más que tres pequeñas naves vienen hacia aquí!

Ahora sí podían entender el entusiasmo de Zabralkán. Era improbable que Misáianes se propusiera invadir las Tierras Fértiles con una flota tan insignificante: ¿cuántos guerreros podían venir en tres naves?, ¿cuántas lanzas y hachas?, ¿cuánto dolor?

Illáncheñe, Elek y Nakín acordaron en que la idea del ataque debía dejarse de lado, al menos como lo concebían hasta ese momento.

—¡Son los Padres! —aseguró Elek—. No hay mejor prueba de eso que el número de naves que trae su flota.

—En tres naves que vienen, no vendrá guerra para todo un continente —dijo Illáncheñe.

— ¡Buenas gaviotas que han traído las noticias que esperábamos oír! —dijo Nakín de los Búhos.

Dulkancellin parecía no compartir plenamente el optimismo de sus hermanos.

—Quisiera recordar lo que Zabralkán dijo el primer día de este concilio —intervino el husihuilke—. Él dijo: "Nuestra decisión debe tener patas de venado, para saltar de un lado a otro ocasionando el menor daño posible". Las apariencias indican que nuestros visitantes son los bóreos; y yo, de seguro, me alegro con ustedes. Pero digo también que no dejemos de prevenirnos para lo peor. No le quitemos al venado la posibilidad de saltar, si hiciera falta. Un venado con las patas lastimadas es un venado muerto.

¡Nuevamente el guerrero husihuilke...! A Bor le resultó difícil ocultar la irritación. Sus ojos se encontraron con los de Molitzmós, que lo estaba observando, y el Supremo Astrónomo se avergonzó de haber sido descubierto en sus verdaderos sentimientos.

BOOK: Los Días del Venado
3.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shadewell Shenanigans by David Lee Stone
The Betrayal by Mary Hooper
Hour of Mischief by Aimee Hyndman
Finding Home by Weger, Jackie
Slightly Wicked by Mary Balogh
The Great Escape by Susan Elizabeth Phillips
Silent Night by Colleen Coble
She's Leaving Home by William Shaw