Los Días del Venado (21 page)

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Authors: Liliana Bodoc

BOOK: Los Días del Venado
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La sesión se prolongó hasta el final de la noche. La discusión fue dura y larga. Para el amanecer en Beleram, el concilio había resuelto, con el acuerdo de todos, las acciones que se iban a llevar a cabo.

Dulkancellin y Molitzmós se trasladarían cerca de las orillas del Yentru. Molitzmós, al mando de ciento veinte arqueros, custodiaría la zona al norte del puerto de Beleram. Dulkancellin se haría cargo de una fuerza más reducida pero que, oculta en la costa rocosa, observaría de cerca los primeros movimientos de los extranjeros. Los demás permanecerían en la Casa de las Estrellas.

El pueblo zitzahay sabía muy poco de la guerra. Las últimas batallas que habían peleado eran un recuerdo de tiempos antiguos. Aún así, la Casa de las Estrellas mantenía una legión de guerreros que bastaba para enfrentar, llegado el caso, a la tripulación de tres pequeñas naves.

La llegada de la flota extranjera ya no podía mantenerse en secreto. En pocos días más las naves podrían verse desde la playa; y antes de que eso sucediera, el pueblo de Beleram debía ser puesto sobre aviso. ¿Qué decirles? La discusión volvió a trabarse en este punto. Como tantas otras veces, los argumentos de Molitzmós, que en esta oportunidad estaban fortalecidos por el asentimiento de Bor y el silencio de Zabralkán, tuvieron su cosecha. El concilio decidió no decir a todos la verdad entera. Con las naves arribando a las costas, la verdad sólo conseguiría atemorizar. Y el temor podía ocasionar daños irreparables. Tratándose de una flota amiga, o de una flota muy fácil de vencer, no era necesario correr el riesgo de decirlo todo, mal y bruscamente. Ya habría tiempo de decirlo con serenidad. El concilio determinó que la verdad descendería hasta aquellos que debieran conocerla por obligación. Las aldeas, el mercado y los artesanos escucharían apenas una parte: "Llegan visitantes de las Tierras Antiguas... Que los niños y las mujeres trencen flores. Que todo el pueblo de Beleram se prepare para recibirlos y honrarlos con nuestras mejores maneras".

Kupuka está de regreso

El Brujo de la Tierra se detuvo a mirar desde la distancia. Como lo temía, las desgracias que halló repetidas a lo largo de todo el territorio husihuilke estaban también allí. Lo que fuera que empobrecía a su pueblo había recorrido la distancia hasta Paso de los Remolinos, y hasta la casa de Vieja Kush. Su ausencia no había sido demasiado larga. Eso significaba que los males andaban más rápido que él..., ¡y él que ni recordaba cuándo había dormido por última vez!

No bien entró a Los Confines y llegó a las primeras aldeas, la gente le hizo saber lo que ocurría. "Las calabazas se estropean antes de madurar... Las cabras mueren de parición... Los huevos se arrugan como nueces... Los cazadores regresan con las manos vacías y las mujeres se despiertan llorando en medio de la noche". Algunos ofrecían pruebas de sus males. Pero sus rostros enflaquecidos hablaban mejor que los frutos malogrados que le presentaban a Kupuka. Y todos los que hablaron con él, todos sin excepción, dijeron saber que el daño era peor aún en las aldeas vecinas.

Las lamentaciones que Kupuka escuchó en Hierbas Dulces eran las mismas que escuchó después en Las Perdices. Otras parecidas en WilúWilú y en Los Corales. Porque el Brujo de la Tierra había pasado como ráfaga, haciendo y deshaciendo, por las aldeas más importantes de Los Confines: desde el mar a las Maduinas, y desde el Pantanoso a la casa de Kush. Ahora estaba allí, viendo con tristeza que la huerta ya no era aquella rebosada de calabazas, papas y maíz; orgullo de Vieja Kush. ¡Cuanto me he tardado!, pensó Kupuka.

Caminó el trecho que le faltaba y se detuvo frente a la casa. Kupuka iba a anunciarse con el golpe fuerte y seco de siempre. Así las cosas volverían atrás, aunque fuera por un instante. Pero ni eso pudo ser porque, sin darle tiempo, Thungür abrió la puerta. El gesto de hostilidad que el muchacho traía se deshizo ante la amada presencia del anciano. "El hijo es ahora igual al padre", pensó Kupuka. El momento de la ceremonia del saludo había llegado, ¡por fin recuperarían algo del buen tiempo pasado!

—Te saludo, hermano Thungür, y pido tu consentimiento para permanecer en éste, tu país.

—Te saludo, hermano Kupuka, y te doy mi consentimiento. Nosotros estamos felices de verte erguido. Y agradecemos al camino que te trajo hasta aquí.

—Sabiduría y fortaleza para ti y los tuyos.

—Que el deseo vuelva sobre ti, multiplicado.

Todos, salvo Piukemán, esperaban para saludarlo. Vieja Kush fue la primera en acercarse. Ella tomó las manos de Kupuka y las sostuvo con firmeza entre las suyas. "Cuéntanos, cuéntanos" eran las únicas palabras que salían de su boca. Después se acercó Kume. Y el Brujo de la Tierra pensó que el muchacho, en lugar de crecer, había envejecido.

El tiempo transcurrido desde el día de su partida parecía más breve o más largo, según Kupuka mirara a una o a otra de las hijas del guerrero. La pequeña Wilkilén permanecía casi idéntica a la imagen que él tenía en su recuerdo. Kuy-Kuyen, en cambio, se había transformado en una joven mujer.

—La luna entró en el cuerpo de Kuy-Kuyen, ¡y mira qué hermosa la ha puesto! —dijo Kush a modo de explicación—. La veo andar por la casa y me parece estar viendo a su madre.

—Pronto te la pedirán en matrimonio —dijo Kupuka.

—¡Ya lo hicieron! —respondió la anciana—. Pocos soles atrás, vinieron a visitarnos los parientes de Shampalwe con la intención de pedirla para uno de sus hijos.

—¿Y qué respuesta recibieron? —preguntó Kupuka.

—Ninguna, todavía —Kush abrazó a su nieta que ahora la sobrepasaba en altura—. Y es que ella no ha dejado de lamentarse a causa de ese pedido.

—Sin embargo, deberá aceptarlo —Thungür había aprendido la firmeza del mando—. Su edad ha llegado. Y posiblemente en WilúWilú pueda recibir el sustento que por aquí es cada vez más incierto.

—No lo creas —le respondió Kupuka—. Visité muchas aldeas en mi viaje de vuelta, WilúWilú entre ellas, y todas sufrían iguales penurias.

El Brujo de la Tierra tenía urgencia por anudar la trama que había venido urdiendo a lo largo de Los Confines. Pero notó la ausencia de Piukemán, y se detuvo a preguntar por él:

—¿Por qué Piukemán no está con nosotros?

Vieja Kush miró a su nieto mayor, y éste le hizo un gesto de asentimiento. La anciana tomó a Kupuka de la mano y lo condujo a la habitación vecina. Allí estaba Piukemán, acurrucado junto al fuego donde Kush cocinaba, golpeándose los ojos. Tenía los brazos lastimados. Y tenía una mueca de espanto que Kupuka reconoció enseguida:

—Es el tormento del Halcón Ahijador —susurró el Brujo. —Es el tormento del Halcón Ahijador —repitió la anciana.

—Vete, Vieja Kush. Déjame con él.

Kupuka recordó al niño que había dejado. Miró al que tenía frente a sí, inutilizado para siempre por la maldición del Halcón Ahijador, y lloró las lágrimas más amargas de su vida. Por suerte, nadie estaba ahí para presenciarlo: Kush había salido de la habitación, y Piukemán no podía verlo. Cuando estuvo seguro de que el llanto no le saldría por la voz, el Brujo de la Tierra habló:

—¡Estoy aquí, desobedecedor!

El muchacho se enderezó al oír al anciano. Quiso volver a ver el rostro de Kupuka y abrió grandes los ojos, y desesperados. Pero sus ojos vieron otra cosa.

—Tranquilízate, hijo —pidió Kupuka, sentándose a su lado—. El día aquel que atravesaste la Puerta de la Lechuza, llevando a Wilkilén contigo, temí que tu curiosidad te condujera hasta un lugar sin regreso. Y veo que así ha sucedido.

Una vez al año, inmediatamente después de finalizar la temporada de lluvias, el Halcón Ahijador convocaba a los suyos. Llegado el momento, los halcones emprendían el vuelo desde los cuatro costados del cielo. Algunos volaban solos, y otros en bandadas. Pero todos se dirigían al mismo lugar: la región de los grandes nidos, en las montañas Maduinas.

Los hombres no sabían con exactitud qué asunto reunía a los halcones de todo el territorio en torno del Ahijador. Se decía que en esa oportunidad el Halcón Ahijador desafiaba a los machos jóvenes que quisieran disputarle el sitial; se hablaba de una lucha sangrienta por la sucesión; se contaba que casi siempre eran sus propios hijos los que le daban muerte y tomaban su lugar. Se decía y se decía, pero nada se sabía con certeza. Aunque, a decir verdad, algo sí sabían los hombres. Sabían que para ellos era prohibido contemplar la celebración de esa ceremonia. Y sabían también que quienes lo habían intentado resultaron siempre descubiertos y castigados. Por eso, el día que los halcones poblaban el cielo, los hombres se cuidaban muy bien de acercarse a la región de los grandes nidos.

El hombre que se aventurara a ver lo prohibido sería condenado en sus ojos. El Halcón Ahijador castigaba al hombre imprudente arrebatándole la vista. No para dejarlo en la oscuridad de la ceguera, sino para otorgarle la suya propia. A partir de ese momento, sin importar si tenía los ojos abiertos o cerrados, el hombre veía como el Halcón. Si el Halcón Ahijador devoraba su presa, el hombre veía un revoltijo de sangre. Y aunque apretara los ojos, lo seguía viendo. Si el Halcón iba a pelear, el hombre veía los ojos atemorizados o terribles de su adversario. Si el Halcón descansaba en su nido, el hombre miraba cielo y piedra. Si el Halcón volaba, el hombre veía desde arriba el mundo amado. Cuando el hombre conseguía dormir soñaba las visiones del ave. Cuando el ave dormía, el hombre veía sus sueños.

Piukemán, el desobedecedor, el hijo curioso de Shampalwe, nuevamente había desafiado las prohibiciones. Igual que el día cuando cruzó la Puerta de la Lechuza, él quiso ver más allá de lo permitido; sólo que en esta oportunidad el costo fue muy alto.

—Una vez, el Halcón voló sobre esta casa —dijo Piukemán, con la voz entrecortada—. Apenas comprendí que venía en esta dirección les pedí a todos que salieran, con la esperanza de que el Halcón mirara hacia abajo y yo pudiera verlos. Me pareció reconocer a Kush, pero no sé... El vuelo era demasiado alto y veloz.

Piukemán hablaba con los ojos cerrados, y estaba viendo el Lago de las Mariposas.

—Ahora se ha detenido a beber —le explicó a Kupuka. Veo el reflejo de su rostro en el agua, y las piedras del fondo.

El Brujo de la Tierra se llevó a Piukemán contra el pecho.

—Yo vi pasar a los halcones, y quise saber. Igual que aquella vez... Yo salí sin decir nada. Anduve todo el día y toda la noche. Hacia donde volaban las aves, yo caminaba. Llegué al amanecer a la zona de los grandes nidos y tanto hice que los hallé. Había una rueda de halcones con el Ahijador en el centro.

Piukemán volvió a sobresaltarse. El Halcón Ahijador fijaba la vista en una ardilla que se disponía a cazar.

—No te esfuerces en explicarme lo que puedo imaginar —dijo Kupuka.

El Brujo de la Tierra comprendió que otro mal momento se avecinaba. Y mientras duró, sostuvo a Piukemán entre sus brazos. Al cabo de un rato, Piukemán recobró la calma. El Halcón Ahijador ya había devorado la ardilla, y pasaba la vista por las copas de los árboles.

—Dime, Kupuka, ¿tú puedes hacer algo por mí?

El Brujo de la Tierra no quiso demorar la única respuesta posible.

—No puedo hacer nada. Nadie puede. Tú tienes dos caminos entre los que deberás elegir. Uno es el camino de la muerte. Es corto, y te dará rápido alivio. Otro es el camino de la sabiduría. Es largo y doloroso, pero te situará en el mejor lugar de este mundo.

—¿Y qué debo hacer para eso? —preguntó Piukemán.

—Lo primero es dejar que tu ser se corra del hombre al halcón. Cuanto más te parezcas al pájaro, menor será el sufrimiento. Lo demás llegará. Verás que llegará —Kupuka se levantó para marcharse—. Debo ir a hablar con tus hermanos mayores.

—¡Espera! —Piukemán veía el bosque desde el cielo —. Prométeme que buscarás al Halcón Ahijador, y te pararás frente a él para que yo pueda verte.

—Te lo prometo —dijo Kupuka. Y salió.

Sentados en sus alfombras, Kush, Thungür y Kume aguardaban oír lo que Kupuka tenía para decirles.

—Ahora soy yo el guía y mensajero. Soy yo quien viene a llevarlos —dijo el Brujo de la Tierra —. Mañana partiremos a la Comarca Aislada. Y debo decirles que los mejores guerreros de Los Confines se nos unirán en el camino.

—¿Qué vamos a hacer a la Comarca Aislada? —preguntó Thungür.

—Vamos a librar una guerra —respondió Kupuka— .La peor de todas.

Al día siguiente, Kupuka y Vieja Kush conversaban a las puertas de una nueva despedida. Toda la noche le había llevado a Kupuka contar lo que tenía para contar, y decir lo que debía. Y ahora le daba a la anciana las últimas recomendaciones:

—La temporada de lluvias se acerca. No habrá nadie en esta casa que renueve la cubierta del techo. Pide ayuda a los pájaros. Ellos te aman, y lo harán por ti.

Kupuka se esforzaba en pasar por alto la tristeza de Kush.

—Además, prepárate para asistir a la fiesta del sol.

—¿Crees que el pueblo husihuilke querrá danzar y cantar en medio de tanta desgracia?

—Más que nunca deberán hacerlo —Kupuka endureció la voz—. ¿Me oíste, anciana? ¡Más que nunca!

—No creo que yo pueda asistir —dijo Kush—. Es que el dolor me ha vaciado el alma. Estoy vieja y cansada... Ansío partir de este mundo.

El Brujo de la Tierra sacudió la trenza de Kush, en señal de reproche:

—Lo siento, anciana, pero no puedes hacerlo. ¡La astuta Vieja Kush ha disfrutado lo suyo en este mundo y cuando el mal se acerca, decide abandonarlo!

Vieja Kush miraba a Kupuka con la expresión de un niño atemorizado. Nunca antes el Brujo de la Tierra se había enojado con ella de esa forma. Y para peor, su enojo seguía creciendo:

—Me dices que el dolor te ha dejado el alma vacía. Yo te respondo: ¡Llénala con el dolor de los otros! Recuerda que ahora son muchas las madres que despiden a sus hijos. Todos en Los Confines tienen órdenes precisas por cumplir. Deberán preservar la caza y la siembra, el hilado y el tejido. Deberán cantar, danzar, y criar a los niños. ¡Y tú, astuta Vieja Kush, no harás menos que tus vecinos!

La anciana no se atrevía a hablar. Sólo dos lágrimas, que Kupuka ignoró, resbalaron sobre las arrugas de su rostro.

—Y especialmente deberás cuidar de los tres nietos que se quedan contigo —dijo Kupuka para terminar.

La anciana reaccionó al escuchar esta última frase.

—De eso quería hablarte —dijo suavemente.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kupuka, más tranquilo.

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