Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
—Que su almacita blanca juegue en el mar que amó... Era la segunda vez, en aquel día, que despedía a un muerto.
—Y perdóname por no darte sepultura —terminó diciendo—. No hay tiempo de hacerlo. ¡Que la Madre Neén proteja tus huesos!
Cucub acabó su oración y se inclinó en un saludo. Entonces, como si el que acababa de morir le hubiese prestado sus pies voladores, Cucub comenzó a correr con una rapidez que no podía provenir de sus cortas piernas. De inmediato tomó por los atajos que conocía, y por otros que fue abriendo a costa de rasguños y lastimaduras. Corrió con desesperación llevando delante de sí la imagen del crimen que había presenciado. Y peor aún, pensaba Cucub mientras corría, del crimen que había permitido. Salió de la selva y se lanzó por las calles de Beleram. Quienes lo vieron pasar quedaron convencidos de que se había vuelto loco, tan terrible era la expresión de su cara.
Mucho después, cuando le tocó contarlo, aseguró no saber de dónde había sacado la fortaleza necesaria para correr de ese modo, llegar a la Casa de las Estrellas, subir los incontables escalones, golpear la puerta con los puños y exigir, a gritos, que lo guiaran ante los Supremos Astrónomos. No sabía cómo. Ni siquiera le importaba porque había llegado adonde quería. Los Supremos Astrónomos no estaban solos. Con ellos estaban Nakín de los Búhos, Elek y Dulkancellin.
No le hizo falta a Cucub ninguna sagacidad para comprender que también allí algo grave sucedía. Zabralkán se veía desfigurado por el desasosiego. Y en todos los demás, y en cada rincón de aquel lugar, había aires de desgracia. El gesto de Cucub también los tenía. Y debieron ser mayores porque, apenas entró, todos hicieron silencio.
—Dinos —pidió Zabralkán. El Supremo Astrónomo sabía que Cucub estaba a punto de confirmar de algún modo cuanto él mismo terminaba de advertir, movido por las revelaciones de un Brujo anciano que habló muy adentro de sus sueños.
Cucub sintió que debía dirigirse a Elek. Al fin de cuenta, eran sus aldeas las que habían sido asesinadas.
Cucub utilizó contadas palabras para dar la noticia. Menos, por cierto, de las que hubiera debido. Terminó de hablar con la mirada puesta en sus pies. Por eso no pudo advertir que los demás sentían la misma vergüenza. Ahora Zabralkán comprendía la causa del temor que lo había atormentado esos últimos días; ahora todos comprendían. Ahora quedaba explicada la ausencia de Illáncheñe. Ahora Dulkancellin sabía que era Kupuka el anciano que habló en el sueño de Zabralkán. Ahora el sabor de la miel de caña, la muerte de los lulus, la confusión del cielo, el sacrificio del águila. Ahora, cuando ya era demasiado tarde.
—No es tarde para el Venado. El Venado defenderá su sangre y su territorio —dijo Zabralkán. Y se hizo inexpugnable.
Si al correr de los años alguien le pedía a Cucub que refiriera aquel momento, él hablaba de cinco voluntades unidas para tomar decisiones. Recordaba y describía, minuciosamente, las órdenes que salieron disparadas en todas direcciones, el plan de movimientos simultáneos y precisos qué se puso en marcha. Pero sobre todo le gustaba contar de un grupo de guerreros que marchó hacia la pirámide gris en busca de los extranjeros. "Yo iba casi al frente, cerquita de Dulkancellin", solía decir el zitzahay. Y agregaba que el husihuilke lo había admitido a su lado, sólo para permitirle reponerse un poco del dolor de la culpa.
Aunque los guerreros se organizaron y partieron tan rápidamente como era posible hacerlo, encontraron la pirámide gris deshabitada y los guardias asesinados. Los únicos seres vivientes en el lugar eran los animales que los extranjeros habían pretendido obsequiar a los Supremos Astrónomos y que permanecían atados del otro lado de los muros. Los hombres miraron a Dulkancellin esperando la orden de matarlos, pero el husihuilke pensaba en algo diferente.
—Los extranjeros deben haber partido hacia la costa, adonde están sus naves —dijo para sí mismo. Y, en voz más alta, agregó: Ellos están huyendo a lomo de sus animales. Jamás los alcanzaremos si no hacemos lo mismo. Yo montaré el animal manchado. Quien esté dispuesto, montará el animal blanco. Si ellos pueden lograr que estos animales corran, nosotros también debemos lograrlo. Cualquiera que haya montado un llamello sabrá por dónde empezar.
Al oír aquello, Cucub se apuró a ofrecerse.
—Tú, no —le respondió el husihuilke.
No todos los zitzahay habían tenido la oportunidad de ver a un llamello. Mucho menos, de montarlo. Afortunadamente, varios de los guerreros presentes aseguraron haberlo hecho. De modo que no bien Dulkancellin hubo impartido las órdenes necesarias, él y uno de sus hombres partieron a caballo rumbo al puerto.
Ellos que partían y un viento que llegaba. Un viento sucio que oscureció la noche en la Comarca Aislada. Dulkancellin y su compañero tuvieron que cabalgar de frente a un viento que arreciaba a medida que se acercaban a la costa. Eso, junto al nerviosismo de los animales y a la escasa destreza de los jinetes, les retardó el andar. Con todo era mucho mejor que avanzar a pie, contra un viento semejante.
Muchas veces en su vida contó Cucub estos sucesos, y siempre que lo hizo acabó repitiendo la misma frase:
—Sentí alivio cuando Dulkancellin decidió que los animales con cabellera iban a vivir. Era demasiada muerte para un día. Y además, amé a esos animales con sólo verlos.
Dulkancellin empujó la valla y entró al gran espacio cercado. El lugar, una empalizada rectangular construida en uno de los patios laterales de la Casa de las Estrellas, estaba destinado a los dos animales con cabellera que hasta ahora poseían, y a los demás que el guerrero pretendía arrebatar a los sideresios.
Su primera cabalgata le había hecho comprender la ventaja de poseer aquellos animales. Y convencido de que un día serían imprescindibles, se empeñó en la tarea de conocerlos y dominarlos. El husihuilke confió en ellos sin ninguna reserva. Los zitzahay en cambio no compartían tan buena disposición. La mayoría de ellos sentía temor o rabia hacia los animales de los sideresios y lo pagaban al momento de montarlos. Cucub era el único que permanecía ajeno a este recelo. Y por eso mismo, el único que lograba acercarse a la asombrosa habilidad de Dulkancellin. Los animales soportaron con paciencia todas las acrobacias que Cucub quiso probar a costa de sus grandes cuerpos. Y en recompensa recibieron un nombre.
—¡Salud, EspíritudelViento! —Dulkancellin saludó primero al animal de color blanco. El otro, el que prefería, caminaba pegado al cerco por el costado opuesto al de la entrada—. ¡Salud, Atardecido!
—¡Salud, hermano Dulkancellin!
Era la voz de Cucub la que había respondido. El guerrero miró a su alrededor pero no vio al pequeño zitzahay en ninguna parte.
—¿Dónde estás?—preguntó.
—Ni arriba, ni abajo volvió a decir Cucub.
—¿Nunca vas a dejar de jugar?
Dulkancellin no tenía paciencia para derrochar, así que Cucub optó por no prolongar el acertijo.
—Aquí estoy —dijo, apareciendo por sobre el lomo de Atardecido—. Ahora, fíjate bien en esto.
A la par de sus explicaciones, Cucub iba demostrándole al guerrero que todo cuanto decía era realizable.
—Yo estoy montado en este animal. Tú estás bastante cerca, y mirando. Sin embargo, crees que el animal está solo. Te equivocas... Atardecido no avanza solo. Yo, un feroz guerrero, estoy escondido en su costado. Y tú que estás allí, y eres un sideresio, no puedes darte cuenta. Atardecido se te acerca. Tú no comprendes el peligro que trae consigo, tú continúas despreocupado. Entonces, cuando estamos suficientemente próximos, aparezco. Sin darte tiempo a nada, cubro a la carrera la corta distancia que nos separa. Caigo sobre ti y tus extrañas armas, y te mato tres veces —Cucub se arrojó contra Dulkancellin, simulado un hacha con su mano—. Mato a este sideresio por el lulu anciano, lo mato por el joven que corría de prisa, lo mato por el águila amiga...
El juego se le había puesto triste, y Cucub ya no quería seguir. Dulkancellin se deshizo de él con tanta facilidad como si se tratase de un niño.
—¿Crees que pueda hacerlo un hombre de mayor tamaño? —preguntó, interesado en esta nueva acrobacia de su amigo.
—Sí —respondió el zitzahay—. Tú mismo podrás hacerlo si encontramos la manera adecuada. Ven, que lo intentaremos.
El día que Dulkancellin montó por primera vez un animal con cabellera, el mismo en que los extranjeros fueron llamados por su verdadero nombre, se conoció como el Día de la Vergüenza.
Cuando la Magia despertó de su letargo y vio lo cierto, comprendió que había mucho dolor sin regreso. Las Tierras Fértiles estaban de llanto por sus hijos: maizales en grano, árboles hasta el cielo, lulus de las islas del sur, pájaros, hombres, ríos caudalosos, todos amados por igual. Pero pese a lo tarde y lo perdido, la Magia se estrechó a las Criaturas. Y juntas emprendieron una defensa implacable que quiso resguardar el último sonido de la Creación, aún sabiendo que había un mundo perdido para siempre, en el siempre de todos los tiempos posibles.
Aquel día las incontables órdenes que salieron del observatorio se desparramaron en una multitud de voluntades. Hubo muchas urgencias que remediar mientras Dulkancellin corría a lomos de Atardecido con el propósito de dar alcance a los tres sideresios que habían escapado de la pirámide gris. Y después de que el guerrero regresó con las manos vacías, hubo muchas más. Tras los pasos de los mensajeros que habían sido enviados al País de los Señores del Sol se enviaron otros que dijeran lo último conocido: no se trataba de atacar por sorpresa a una flota desconocida; tampoco se trataba de tres naves hermanas que venían a celebrar un triunfo. Era una guerra contra Misáianes, y había comenzado muy mal.
Una partida de hombres salió por el Camino Largo al encuentro de los hijos de los bóreos que estarían próximos a llegar. Dos rastreadores fueron enviados tras los pasos de Illáncheñe. El agua, el alimento y las medicinas ocuparon a mucha gente. Y un enlazamiento de trabajos dejó vacías las aldeas de los contornos. Los hombres jóvenes fueron reclutados para la guerra, mientras que los ancianos se alojaron en los talleres para ayudar en el pulimento de las armas. Las mujeres y los niños tuvieron asilo en las numerosas construcciones de piedra de la ciudad. Beleram estaba atiborrada de personas que no terminaban de entender. Y lo mismo sucedía en la Casa de las Estrellas donde, a excepción del observatorio de Zabralkán y de una habitación oculta que preservaba los códices, todo estaba ocupado por mujeres y niños, inusualmente silenciosos, que se encargaban de realizar muchos de los trabajos que requiere una guerra.
—Me agrada que estemos todos en Beleram—decía Cucub.
Los dos hombres acababan de sujetar el cierre de la empalizada y se dirigían al interior de la Casa de las Estrellas.
—Y más me agradaría que pudiésemos reunimos aquí mismo porque siento que, de esa forma, nada malo nos alcanzará.
—Hablas por tus vecinos —respondió Dulkancellin—. La gente de Los Confines estará sola cuando oscurezca. Vieja Kush y mis hijos lo estarán.
—Perdóname —pidió Cucub—. Pero es que la distancia... Los sideresios están muy cerca de nosotros, y no de los husihuilkes.
—Quién puede saber eso. Nadie sería capaz de asegurarme que en este mismo momento los sideresios no estén entrando a nuestras casas, tal como lo hicieron en las aldeas de la Estirpe.
—Piensa en esto —dijo Cucub, buscando alivio para su hermano—. En las aldeas de la Estirpe los sideresios hallaron unos pocos hombres mansos. Para más, entregados a un sueño sin inquietud. Nada similar podría suceder en Los Confines, donde viven los mejores guerreros de las Tierras Fértiles. Los que duermen con medio sueño.
—Yo, en cambio, estoy pensando cómo podrían enfrentarse esos bravos guerreros a la muerte sin rostro —Dulkancellin se refería a las armas que los sideresios habían utilizado contra los hombres que custodiaban la costa al mando de Molitzmós. Armas que permitieron a Drimus y a sus tres acompañantes llegar a salvo hasta las naves y escapar.
—Vuelve a contarme cómo fue aquello —reclamó Cucub.
—Sabes bien que no estuve allí cuando ocurrió. Mis oídos escucharon el estruendo. Mis ojos sólo vieron los resultados.
—Pero Molitzmós te lo contó puntualmente...
—¿No he hecho yo lo mismo? —respondió Dulkancellin—. ¿No te lo he contado cada vez que me lo pediste?
Cucub insistió en que se lo contara de nuevo.
—Por última vez —aceptó el husihuilke. Y comenzó: Como ya te he dicho, cuando partimos hacia el puerto...
—No digas "como ya te he dicho" porque le quitas interés al relato —pidió Cucub.
—Muy bien, Cucub. Cuando partimos hacia el puerto en persecución de los sideresios...
—No puedo olvidar que partiste en compañía de uno que no era Cucub... Quise acompañarte y me lo prohibiste.
—Cucub ¿no me pediste tú volver a escuchar aquello?
—Así te lo pedí y te lo pido. No volveré a interrumpirte.
—Muy bien, Cucub. Te decía que partimos en persecución de los sideresios contra un viento feroz que nos retardó mucho el avance. Se nos hacía imposible mantener los ojos abiertos, respirábamos arena. Cuando estábamos próximos a llegar escuchamos aquellos sonidos. Ninguno de los dos supo reconocer qué los había originado. Y salvo determinar que procedían del puerto, no pudimos saber cosa alguna. Al mismo tiempo, como ya te he dicho, los animales se desmandaron. De seguro fue más por nuestra inquietud que por la suya propia. Lo cierto es que de tanto arquear sus lomos y volverse de un lado para otro, casi nos tiran al suelo. Nos llevó esfuerzo lograr que se sosegaran y volvieran al camino. Entre tanto, y hasta que alcanzamos la costa, nada volvió a interponerse en el sonido del viento. La demora nos había quitado toda esperanza de alcanzarlos nosotros mismos. Sin embargo, aún confiábamos en que Molitzmós iba a impedir que llegaran a sus naves.
—Se equivocaron —dijo Cucub, marcando las palabras.
—Entonces no podíamos suponer lo que estaba sucediendo en el puerto —respondió Dulkancellin.
—¿En qué estado hallaste a los hombres de Molitzmós? —Cucub apuraba intencionadamente el relato para que pronto estuvieran en el punto de su interés.
—¿En qué estado...? —repitió Dulkancellin. Y respondió: Los hallé confundidos por lo que acababa de suceder, y muy asustados. Algunos rodeaban a los ensangrentados sin atreverse a tocarlos. Sólo estaban ahí, mirándolos morir. Y uno podía pensar que los consideraban malditos...