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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (13 page)

BOOK: Los Días del Venado
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El lulu de cola blanca sintió que había sido bien comprendido, y que el resultado de la conversación era un pacto de lealtad. "¡Aguarda, lulu! Diré a los míos para que tú y tu ejército sean agasajados. No tenemos mucho más que agua de maíz, pero creo que estará sabrosa. Beban, y seguirán su viaje con mejor fuerza". La sonrisa del Pastor tenía dientes oscuros y corroídos.

Los Pastores dijeron a los lulus que los llevarían hasta el lugar donde realizaban sus celebraciones. Era una planicie rodeada de dunas cubiertas de matorrales espinosos, con sólo un sendero abierto por el que los lulus descendieron con cierta dificultad. Sobre la arena, en el centro de la hondonada, los Pastores tendieron un tapiz tejido con hilo de caña tierna. Y acomodaron unos cuencos que rebalsaron con agua de maíz. El sol blanqueaba el agasajo de los Pastores.

Exhaustas de calor y camino, las criaturas de las islas sorbieron con gusto el agua de maíz ligeramente ácida. Y fresca también, porque era costumbre guardarla en vasijones sumergidos.

Los Pastores no compartieron el festín. Apostados en dos formaciones, a ambos lados de los lulus, los miraban beber. Los miraban con ansiedad. Los miraban...

Desde el encuentro en el claro del bosque, Cucub y el guerrero no volvieron a ver a los lulus.

La caminata se aligeró en los días sin lluvia, así que pronto alcanzaron el río que separaba territorios. Estaban a orillas del Pantanoso, en el límite de Los Confines, y el Brujo de la Tierra aún no se había presentado.

—Es extraño que Kupuka no haya aparecido —iba diciéndole Dulkancellin a su compañero—. Aseguró que nos encontraría antes de que abandonáramos Los Confines. Y jamás dejaría de hacerlo, salvo que tuviera una causa muy seria.

—Estoy de acuerdo contigo —respondió Cucub. Y se asombró de su respuesta más que el propio Dulkancellin.

Con el doble propósito de reponerse y esperar a Kupuka, los hombres decidieron hacer un alto a orillas del Pantanoso. Caminaron alejándose de la desembocadura y donde encontraron la corriente limpia, se bañaron largamente. Después lavaron su ropa en el río y la extendieron al sol. Junto a la ropa, asolearon todas sus pertenencias para quitarles la humedad del viaje. Era el momento de procurarse un respiro, porque cruzando el puente deberían reforzar las precauciones.

El zitzahay buscó una rama firme que despuntó en un extremo. Volvió a adentrarse en el río, hasta la altura de las rodillas, y allí se mantuvo inmóvil con el precario arpón apuntando al fondo. Dos veces lo descargó, sin ningún resultado. El tercer intento fue un gran pez. Tan grande que, adobado con hierbas y cocido sobre piedras calientes, se convirtió en una verdadera fiesta. La comida abundante les trajo sueño, así que se echaron a dormir a la sombra de un árbol. Cuando despertaron, el sol se había ido y Kupuka sin aparecer. El Brujo de la Tierra se demoraba demasiado. Los viajeros sabían que la espera no podía prolongarse. Contra su voluntad terminaron de vestirse, cargaron sus morrales y reemprendieron el camino.

Dulkancellin y Cucub cruzaron el puente del Pantanoso bajo un cielo de luna entera que reverberaba en el desierto.

Avanzaron toda la noche. Al comenzar la mañana, el viento del norte trajo malas noticias.

—Huele a muerte —dijo Dulkancellin, olfateando el aire—. El viento huele a muerte.

Volvieron a caminar, y la pestilencia se sentía más cercana.

—¡Viene desde allí! —el guerrero señaló un cordón de dunas que se elevaba al norte y un poco al este del camino que llevaban.

El hervidero de aves carroñeras y la exasperación de sus graznidos le indicaron a Dulkancellin que la mortandad era grande.

—Vamos, Cucub. Debemos ir a ver qué ha ocurrido.

El zitzahay intentó disuadir a su compañero:

—¿Qué dices? Hay que evitar a los Pastores. Para eso es urgente dirigirnos hacia la costa. Y si no me equivoco, esas dunas están en dirección opuesta. ¡Hacer lo que propones sería una desobediencia y un riesgo inadmisibles!

—Aún así, es necesario hacerlo.

—¿Necesario? —ironizó Cucub—. ¡Un llamello muerto no puede desencaminarnos!

—El olor que agria el aire no puede provenir de un llamello muerto.

—¡Muy bien! —Cucub aceptó eso —. Ponle, entonces, muchos llamellos.

—Ojalá me equivoque, pero presiento que se trata de algo más grave. De cualquier forma, si tú tienes razón sólo perderemos el tiempo que nos lleve ir hasta aquellas dunas y regresar. No están lejos. Tardaremos poco.

El husihuilke tomó rumbo a las dunas. El zitzahay lo siguió. Iba desparramando decires y conjeturas, presentimientos y sermones hasta que la fetidez lo hizo callar. A medida que se acercaban al lugar, se hacía más difícil la respiración. Un rato después, ascendían trabajosamente una cuesta de arena. Cucub no se esforzaba demasiado por alcanzar a Dulkancellin, que había ganado una buena ventaja. Y aunque ambos llevaban la nariz y la boca cubiertas con sus ropas, la protección resultaba insuficiente. Varias veces, Cucub se dobló sobre sí mismo vencido por el olor tumefacto. También Dulkancellin debió esforzarse para controlar las náuseas.

—¡Acércate, zitzahay! He hallado un sendero.

El sendero era una huella mezquina, abierta a golpes en la vegetación espinuda, que los condujo hasta la cima de las dunas. Desde esa altura, los hombres pudieron ver la planicie encerrada allá abajo. Y cuando vieron, desearon no haber llegado nunca. Diseminados en toda la explanada, y lacerados por cientos de picos, los cadáveres de un ejército de lulus se descomponían al sol.

Cucub, incapaz de soportar lo que veía, cerró la mirada. Y pensó, sencillamente, que jamás volvería a abrirla. El guerrero, quizás porque muchas veces había regresado a los campos de batalla en busca de sus muertos, se obligó a tener fortaleza.

—Quédate aquí —le dijo al zitzahay—. Voy a bajar hasta la explanada para averiguar qué causó la muerte de los lulus. Intentaré, si puedo, recuperar la Piedra Alba.

Dulkancellin bajó la cuesta de arena atropellando matorrales. Su presencia no amedrentó a los pájaros, que apenas si abandonaron la embestida, y se mantuvieron en vuelo ceñido reclamando el banquete.

El desierto estaba entrando en su mediodía. Al calor violento de esas horas, Dulkancellin buscó entre los cadáveres tratando de reconocer al lulu anciano. Algunos muertos mostraban el rostro. Otros habían caído de cara contra el suelo, o encimados en montones. El guerrero husihuilke los separaba y los giraba hacia sí, buscando al anciano de barba lacia que había visto pocos días antes. Pero los rostros eran muecas de dolor, demasiado parecidos en la muerte. Mareado y nauseoso, Dulkancellin realizó su tarea como si estuviese dentro de un sueño. Nada había conseguido todavía. Nada más que comprobar que los lulus no habían muerto peleando, cuando un ruido le hizo levantar la cabeza. Arriba, apostados en dos formaciones a ambos lados de la explanada, los Pastores tensaban sus arcos. ¡Y tenían a Cucub con ellos!

El cautiverio

Cucub caminaba adelante de Dulkancellin, con los hombres del desierto azuzándolo para que anduviera más rápido.

Los Pastores que descansaban a la sombra de sus tiendas se asombraron de ver llegar a dos extranjeros flanqueados por la ronda de vigilancia, y corrieron a encontrarlos. Ni Cucub ni Dulkancellin pudieron entender lo que unos preguntaban y otros respondían porque los Pastores estaban hablando en su propia lengua. Supusieron, sin embargo, que lo natural sería que estuvieran conduciéndolos ante el jefe del campamento. Y no se equivocaron.

El grupo detuvo su marcha frente a una tienda, en todo similar al resto de las tiendas del campamento. Dos Pastores con alguna categoría de mando, a juzgar por las maneras, ingresaron al lugar y no salieron de allí sino hasta varias horas después. Para entonces anochecía en el desierto, y la espera continuaba a la luz de las primeras fogatas. Cucub se sostenía la cabeza con ambas manos, abatido por el resultado de lo que consideraba una desobediencia a las órdenes recibidas. El guerrero, fiel a su costumbre de ocuparse del momento presente, escudriñaba el terreno con ojos de prisionero.

De pronto la tienda se abrió. Uno de los dos hombres que había entrado asomó medio cuerpo y gritó una orden.

De inmediato, los extranjeros fueron empujados al interior de aquella morada trashumante, en la cual Dulkancellin no cabía erguido. Tal vez por eso o tal vez porque así lo establecía la usanza, el que parecía jefe de aquel campamento les indicó que se sentaran sobre una estera. Él, por su parte, permaneció sentado sobre unos grandes fardos de piel de llamello. En ese sitial, todo su cuerpo cubierto con un manto, aparentaba un porte que hubiese perdido puesto de pie.

"Los lulus pasaron por aquí a trasmitirnos temores que tenían. Ahora, mis hombres me dicen que los han hallado muertos. Y que tú, extranjero, revolvías los cadáveres. Los lulus fueron huéspedes de nosotros. Ahora están muertos en una hondonada... ¿Quiénes son ustedes, y qué saben de estas muertes?" El jefe de los Pastores habló una deslucida Lengua Natural, viciada con los sonidos ásperos de su propia lengua.

Era seguro que aquel hombre había sido enterado por el lulu del concilio que iba a realizarse en Beleram, y también del presagio de la Piedra Alba. También era seguro que, de no mediar un sinceramiento absoluto, Cucub y Dulkancellin no podrían llegar a tiempo a la Casa de las Estrellas. Pero ¿y la orden de conservar en secreto la verdadera causa del viaje? ¿No fue una de las recomendaciones más severas que recibieron?

Cucub y Dulkancellin cruzaron una mirada. El secreto ya estaba herido de muerte. Ellos, en cambio, aún podían llegar adonde debían. El zitzahay, diestro en la palabra, dio a conocer sus identidades y su destino.

—También nosotros hablamos con los lulus —así estaba terminando Cucub su larga explicación—. Fue en el bosque, dos días antes de llegar al Pantanoso. Luego, el olor de la muerte nos llevó hasta la hondonada donde los hallamos. Por lo demás, mi compañero no estaba revolviendo cadáveres.

Él buscaba la... —repentinamente, Cucub deseó no mencionar la Piedra Alba—. Él buscaba la causa de la muerte de los lulus. ¡Y bien! Parece que alguien anda por estos desiertos. Alguien, además de ustedes y nosotros.

Desafortunadamente, la revelación no dio el resultado que Cucub y Dulkancellin esperaban. La respuesta que recibieron sonó amable, pero no fue la que los viajeros hubiesen querido escuchar.

"Creo en lo que te escucho, extranjero de la Comarca Aislada. Creo que es verdad lo que dices de conducir este hombre hacia la Casa de las Estrellas, por orden de los Astrónomos. Yo lo creo... Se los hago saber que es nuestro Mayoral quien debe creerlo. El Mayoral decide si ustedes continúan el viaje. Sabemos que viene en camino, y esperamos para pronto que llegue. Les digo que, entre tanto, los retendremos con nosotros".

—¡Comprende, por favor! Tenemos urgencia. Ya llevamos atraso y muchos nos esperan. ¡Permítenos continuar!

La vehemencia de Cucub no modificó las cosas.

"No será. Pero estén tranquilos, el Mayoral no tarda mucho. Yo me comprometo a decir por ustedes. Cuando el Mayoral diga, les damos llamellos para que atraviesen el desierto".

Después, el jefe se dirigió a los dos Pastores presentes en su lengua nativa. Enseguida, y como muestra de consideración, explicó lo que acababa de decir.

"Yo les ordeno a estos hombres que rastreen. Yo les mando a buscar para saber qué les sucedió a los lulus".

Dulkancellin comprendió que, de momento, no convenía insistir. Se conformó con pedir por los muertos, a los que les debía un viejo favor.

—Te ruego que ordenes, también, una buena sepultura —dijo el guerrero.

El Pastor se recostó de lado sobre los fardos. El silencio conque le puso fin a la conversación pudo ser de asentimiento.

—Llevo ese silencio como un mal recuerdo —dijo Cucub.

—Ese silencio... —tampoco Dulkancellin podía olvidarlo.

Ambos hablaban para sí mismos. Estaban encerrados en una antigua construcción que servía de granero, de establo en época de parición del rebaño, y de resguardo contra las tormentas de arena. El lugar tenía olor a humedad y a estiércol. Y la única luz entraba por una pequeña abertura, cercana al techo.

—Llevamos aquí demasiado tiempo —dijo Dulkancellin.

—Cuatro soles. Y el que allá afuera comienza a iluminar, será el quinto —respondió Cucub.

El guerrero iba y venía entre los objetos desperdigados por el piso.

—Anoche volví a soñar con los lulus —recordó Dulkancellin —. Al principio todo fue igual. Aparecieron en mi sueño como aparecieron ante nosotros en el fondo del barranco. Bajé la cuesta... Y antes de tocarlos, desperté sobresaltado. Pero esta vez, los lulus se quedaron esperando a que volviese a dormirme, y regresaron a mis sueños —el guerrero recordó que no estaba solo—. ¡Escucha, Cucub! Esos lulus no tenían más heridas que las ocasionadas por los pájaros. La muerte no les llegó de afuera. Les vino desde adentro, y con mucho dolor. Algún fuerte veneno debe ser la explicación de esto.

—Has repetido lo mismo incontables veces en estos días —se quejó Cucub—. ¿No podrías agregar algo nuevo?

—Podría agregar que el segundo sueño me dejó una oscura inquietud.

Cucub comenzó a interesarse.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

—Soñé a los lulus bebiendo agua de maíz. Había un tapiz de caña extendido en la arena y, a su alrededor, unos cuencos rebalsados. Los lulus parecían satisfechos. También estaban los Pastores, pero ellos no bebían... Solamente esperaban.

—¿Qué esperaban, Dulkancellin?

—Los Pastores esperaban ver morir a los lulus.

Cucub se despabiló por completo.

—Hermano guerrero, dime todo lo que estás pensando.

—Pienso que debemos salvarnos. No tenemos culpa de lo que ocurrió con los lulus. Y empiezo a temer que a nadie de por aquí le interese comprobarlo. Huiremos de este lugar. Y si la vida nos da tiempo suficiente regresaremos, un día, a conocer la verdad.

—Te suplico que hables por ti mismo —dijo Cucub—. Si logro salir vivo de este desierto jamás regresaré.

El ruido de la tranca interrumpió la conversación. Un Pastor entró con el alimento; y otro se detuvo en la entrada. Por la puerta abierta se metió un aire más apetitoso para los hombres que el trozo de carne seca y el caldo tibio de cada mañana.

—¿Ésta es la hospitalidad de los Pastores? —Cucub no esperaba respuesta a su pregunta—. Dile a tu jefe, de mi parte, que en la Comarca Aislada tratamos a los huéspedes con mejores maneras.

BOOK: Los Días del Venado
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