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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (25 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—¡Que zarpó! ¿Para dónde?

—Para Alejandría —informó la Hiena mientras se introducía en la boca el resto del dulce y dirigía una mirada ávida a la fuente—. Transporta una carga de trigo, higos secos y otros productos parecidos, además de una docena de pasajeros. Es un buen barco, grandón y lento, quizá, pero seguro. Y esta vez más seguro que nunca porque lo acompaña una galera armada.

—Una galera armada, ¿por qué?

—Porque va a bordo la hija del general El Bardawi, que se casa con un mandarrias de Egipto. ¿Puedo coger otro? —Señaló la bandeja—. Es que con las prisas por informarte ni me ha dado tiempo de desayunar.

Lotario de Voss afirmó con un gesto distraído. De pronto había perdido todo el apetito. Dejó que el antiguo pirata se comiera los dulces, se levantó y paseó meditativo.

Así que los templarios habían huido, se habían escapado ante sus propias narices. Se maldijo por no haberlo previsto. Ahora todo el plan se iba al garete y no tenía sentido visitar al cónsul. Necesitaba llegar a Egipto antes que los templarios, pero ¿cómo? Por tierra estaba descartado: se tardaba más que por mar.

—¿Cuál es el próximo barco que zarpa para Alejandría? —interrogó a su antiguo compinche.

La Hiena había dado cuenta de todos los pasteles. Se aclaró la garganta con el resto de la leche antes de responder.

—Para Alejandría directamente no sale ninguno hasta pasado mañana, creo. Algunos zarpan con la próxima marea, pero primero van a Sicilia, descargan, cargan y luego siguen para Alejandría.

Lotario de Voss apretó los puños.

—Y ¿qué hay del que sale pasado mañana? ¿Podrán llevar un pasajero?

—Natural. Además es más marinero que
La Estrella del Islam
y puede que le gane un día de aquí a Alejandría.

Lotario suspiró aliviado. Después de todo, quizá podría avisar a los falsos peregrinos antes de que entregaran la carta.

—Llévame ahora mismo al patrón de ese barco. Tengo que hablar con él.

36

Beaufort, tras conversar un rato con el patrón, regresó junto a sus acompañantes y, acodándose en la borda, anunció:

—Dice el capitán que dentro de una semana o poco más estaremos en Alejandría.

—¡Prisa no hay ninguna! —comentó Huevazos—. Este barco no puede ser más agradable.

Lucas lo miró extrañado.

—Creía que no te gustaba navegar —le reprochó—. ¿Has olvidado ya el escándalo que organizaste ayer antes de embarcar?

Huevazos se sonrió, socarrón.

—No me gustaba antes, pero ahora parece que me va gustando más. —Se inclinó y añadió al oído del muchacho—: ¡Tenemos coñetes a bordo!

—¿Mujeres?

Huevazos asintió solemnemente.

—¡Hembras sedientas de amor, jardines sin regar, rastrojos sin cultivar que están pidiendo la reja del arado, huertos baldíos que requieren cava y almocafre, mujercitas deseosas de consuelo! Son por lo menos dos. Las he visto hace un rato. Viajan en la camareta de proa. Salieron un momento a tomar el aire y cuando me vieron se asustaron y volvieron a encerrarse, je, je. Una joven y la otra menos joven, metida en carnes, como a mí me gustan. —Suspiró profundamente y añadjó—: Creo que estoy en celo.

—Tú siempre estás en celo, Roque. ¿No sabes pensar en otra cosa?

—¿En otra cosa? —se extrañó Huevazos abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Es que hay otra cosa?

Impulsada por el viento, la nave se deslizaba a velocidad razonable. El patrón, desocupado de la maniobra, hacía la ronda entre los pasajeros para comprobar si todo estaba en orden. Cuando llegó a la popa, donde los falsos peregrinos conversaban a la sombra de las velas, Lucas le preguntó:

—Said, ¿es cierto que viajan mujeres a bordo? Mi amigo asegura haber visto a dos.

La Alpargata
contempló benévolamente al joven y la mancha cárdena de la frente pareció oscurecérsele.

—Es cierto, joven amigo, viajan dos mujeres, una doncella, que va a bodas, y su criada. Pero debo advertirte que es hija del general El Bardawi, uno de los prohombres más respetados de Túnez, la más alta alcurnia de la ciudad, y que aquella galera que sale ahora del puerto tiene por misión guardarlas y nos escoltará hasta Egipto.

Miró para atrás y vio que, en efecto, una airosa galera de guerra, de bordo tan bajo que parecía que se la tragaban las olas, enfilaba tras la estela del mercante.

—¿Por qué no viajan las mujeres en la galera? —preguntó Lucas.

La Alpargata
miró con sorna al muchacho.

—¿Has viajado alguna vez en una galera?

—No, yo soy de secano, señor, y nunca había visto el mar antes —admitió el adolescente.

—Pues sí alguna vez nos sobrepasa la galera a barlovento, descubrirás por qué las mujeres finas no viajan en ella.

Y desentendiéndose continuó su ronda. El muchacho se quedó algo perplejo.

—¿Qué ha querido decir? —preguntó a Beaufort.

El templario carraspeó ligeramente.

—Las galeras apestan a gran distancia —declaró—. Es por los excrementos y los orines de los galeotes que van encadenados a sus bancos y se hacen las necesidades encima.

Huevazos le dio un toque con el codo a su amo.

—Ahí salen nuevamente.

Lucas miró a las mujeres. La más alta vestía una toca de viaje de color marfil, bordada en azul, y se cubría la cara con un velo. La criada advirtió la presencia de los viajeros a pocos metros de ellas y murmuró unas palabras al oído de su señora. La joven se volvió y su mirada se cruzó con la de Lucas.

Tenía los ojos más bellos que el muchacho había visto en su vida: grandes y negros, orlados de largas y sedosas pestañas. La muchacha observó un momento al doncel, recorriéndolo con la mirada de arriba abajo, sin excusar bragueta, y rápidamente se volvió, dándole la espalda.

Se elevó el sol, una brisa de poniente hinchó las velas e impulsó la nave. La costa era una cinta ocre con manchas blancas de pueblecitos o verdes de palmerales y campos de labor. El grueso madero de la quilla hendía las aguas levantando regueros de espuma. Por el cielo limpio iban y venían gaviotas.

37

—La dama se llama Aixa —informó Huevazos distraídamente,

—¿Cómo lo sabes? —Huevazos hizo un gesto displicente.

—Uno es listo y persona de mundo. Se lo he preguntado a la criada, hace un rato, cuando salió a vaciar el bacín.

Lucas se encogió de hombros y miró al mar para que su escudero no adivinara su turbación. Así que se llamaba Aixa. Algunas moras, en España, se llamaban como ella, pero nunca había reparado en la mágica sonoridad de aquel nombre: Aixa.

Parecía un nombre forjado a propósito para encerrar, en su sonido, toda la belleza y la delicadeza del mundo: Aixa.

—La criada se llama Tara. Ha sacado la bacineta porque las damas angelicales también cagan —repuso Huevazos con la mayor candidez.

—¡Eres una mala bestia, Roque! —lo reprendió Lucas simulando enfado. ¿A qué venía enturbiar su ensueño con aquella innecesaria revelación sobre el sometimiento de la beldad a las leyes naturales?

—Sí, soy una mala bestia —reconoció Huevazos—, pero una mala bestia cariñosa. Me estoy encariñando con la criada.

Lucas lo observó. Lo decía en serio.

—A ver si vas a meter la pata —advirtió—. Mira que son gente importante y nosotros tenemos que ser discretos.

Huevazos hizo como que se daba por ofendido.

—¡Por Dios y Santa María, amo! —exclamó—. ¿Por quién me tomas? Yo puedo ser un humilde vasallo y un ganapán, pero tengo los ojos abiertos a la vida y sé conducirme como un cortesano.

Así transcurrió el primer día. Abismado en sus pensamientos, Vergino posaba los ojos cansados en el azul turquesa del mar o los volvía hacia la costa; Huevazos tallaba una figura obscena con su cuchillo, sin quitarle ojo a la criada cada vez que salía de su camareta; Beaufort conversaba a ratos con el patrón vigilaba con interés las evoluciones de la galera, que unas veces los adelantaba a buen paso, los remos altos, dejándose impulsar por la vela triangular, como una flecha del mar, y otras se dejaba adelantar. Lucas intentaba distraerse contemplando los trabajos de la marinería, pero cuando las mujeres abandonaban su camareta no podía apartar los ojos de la joven.

Al tercer día, la criadita buscaba con la mirada a Huevazos cada vez que salía de su camareta, y Lucas notó que salía más que antes, con los más fútiles pretextos.

A la cuarta noche, Lucas, desvelado, contemplaba desde la cubierta las olas fosforecentes cuando un ruido a su espalda lo sobresaltó. Volvió la cabeza y vio que el esquife oscilaba sobre su soporte y de su interior, a la pálida luz de las estrellas, vio alzarse la silueta inconfundible de Huevazos que, tras subirse las calzas, se abotonaba la bragueta y ofrecía su mano a la criadita. Ella se bajaba las haldas, se componía las trenzas y brindaba un último y apasionado beso a su galán antes de regresar a la camareta de las mujeres.

Huevazos reparó en la presencia de su joven señor.

—¿No te duermes, amo?

—No, parece que me he desvelado. Y tú, a lo que parece, también —observó haciendo un gesto hacia la criada.

—La he dejado como nueva, amo. Tiene un coñito angosto y acogedor de lo más gustoso y unas tetas…

—¡Ya basta, escudero! No necesito tantos detalles —lo interrumpió Lucas, molesto.

Huevazos miró con soma al joven.

—Amo, te conozco desde que naciste y te he criado a mis pechos como quien dice. A ti lo que te hace falta es rezar menos y cabalgar más, ya me entiendes.

—¡No seas borrico, Roque!

—Yo soy borrico, lo sé, pero me asiste la razón cuando digo que la gente joven lo que necesita es un buen polvo. Menos rezar y más joder.

—Eres una mala bestia.

—Sí, pero ahora voy a dormir como un angelito —dijo, reprimiendo un bostezo mientras se retiraba hacia la camareta—, mientras otros se quedan velando con la natura enfurruñada.

En el claro de dos nubes apareció la luna cenicienta. Soplaba brisa cálida desde tierra y se veían luces distantes, lugares donde la vida continuaba con sus afanes. ¡Aquella mujer!

Pasó otro día monótono. La galera, con su gran vela impulsada por vientos favorables, los adelantaba y luego aguardaba en la raya del horizonte hasta que la alcanzaban. Por la noche, el viento cambiaba y soplaba del desierto amarillo, lleno de arena rojiza que se depositaba como un terciopelo leve en todas partes.

Lucas, incapaz de conciliar el sueño, se levantó y salió de la camareta procurando no pisar a los que dormían en los camastros. Afuera, la luna se había ocultado detrás de una nube y la noche era negra, sin estrellas. No se distinguía la línea de la costa, pero la luz oscilante del fanal de la galera brillaba como una luciérnaga en la profunda oscuridad. Le pareció oír un sonido distinto al rumor del mar. Prestó atención. ¿Era un sollozo o una risa ahogada? El rumor procedía del otro lado de la mampara tras la que solían tomar el fresco las mujeres al caer la tarde, a cubierto de las miradas de la marinería. Lucas, con el corazón batiéndole en el pecho, se incorporó y anduvo a tientas entre los cordajes y los aparejos amontonados en el suelo. Al llegar al extremo de la caseta volvió a percibir el sonido, más claro. ¿No sería que Huevazos estaba haciendo de las suyas con la criadita? Asomó la cabeza con precaución y vio a Aixa sentada sobre el banco, las piernas flexionadas contra el pecho, la cara cubierta con las manos y llorando a lágrima viva. El joven abandonó su escondite y se acercó resueltamente a la muchacha.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó—. ¿Te sientes mal? Ella lo miró en el momento en que la luna escapaba de las nubes y brillaba otra vez. A la luz violeta, aquellos ojos profundos bañados en lágrimas le parecieron la hermosura del mundo. Pero volvió a cubrirlos con las manos y arreció el llanto.

—¿Qué te pasa, niña? —Lucas extendió una mano hasta casi tocar el hombro femenino sacudido por las convulsiones, pero se contuvo—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

Ella negó con la cabeza, incapaz de articular palabra. Entonces, él le puso la mano en el hombro, leve como un pájaro. Sintió que, al contacto tibio de la muchacha, el corazón se le disparaba.

—¿Qué te pasa? —insistió con la voz quebrada.

—Soy muy desdichada —confesó ella—. No volveré a ver a mi madre ni a mis hermanas.

—Pero te vas a casar con un gran hombre —aseveró Lucas—.

No te faltará de nada.

—Yo no quiero casarme —protestó ella enjugándose las lágrimas con la manga bordada de la túnica—. Me venden como si fuera un camello. Yo quiero escoger a mi propio marido, como hacen las pobres.

—Pero las pobres se casan con pobres —advirtió Lucas. No sabía qué decir y lo dijo por decir algo; lo que anhelaba era que la conversación se prolongara y le permitiera mantener la mano sobre el hombro mórbido de la muchacha. Su tacto quemaba, su voz quemaba como el terciopelo ardiendo.

—¿Y de qué me sirve casarme con un ministro? —protestó ella, mirando al joven severamente con los ojos hinchados, como si acabara de decir una grave inconveniencia—. ¿Para vivir encerrada en un harén, entre sedas? ¿Para envidiar desde la celosía a las pobres que van a la fuente riendo y se cuentan chismes en las esquinas y son libres?

—Quizá tengas razón, pero de todas formas debes ver los mejores aspectos de cada condición. Tú eres una dama de alcurnia y tienes muchas ventajas.

—¡Les regalo a ellos todas las ventajas! —exclamó—. ¡Yo quiero ser dueña de mi vida!

Lucas se había sentado al lado de Aixa y no se atrevía a levantar la mano de su hombro por miedo a perder el contacto.

—Desde el primer día que te vi me pareciste bella como un ángel —confesó en un susurro—. Me duele saber que eres tan desgraciada.

Ella le respondió con su mirada llorosa.

—Desde la primera vez que te vi me pareciste un hombre hermoso. ¿Por qué no me han podido buscar un marido como tú? ¿No eres rico tú?

Lucas no supo qué contestar. Iba vestido con ropas caras, fingiendo que era un musulmán de buena familia en peregrinación hacia La Meca, pero era mentira, como casi todo lo demás que aparentaba, la entereza y la osadía. En realidad estaba temblando, deseaba besar aquellos labios, beber aquellas lágrimas, pero no se atrevía más que a posar la mano sobre su hombro y no sabía si levantarla o mantenerla.

En aquel momento crujió el picaporte de madera que cerraba la puerta de la camareta y salió la criada.

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