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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (11 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Supongo que no hay inconveniente —dijo, desentendiéndose—. De todos modos, está tan implicado que no podrá resistirse. Lo citaré para mañana.

—Mañana puede ser tarde: hoy, después de mediodía.

Nogaret sonrió. Le gustaba la determinación del antiguo teutónico. Pensó que había escogido al hombre ideal si sabía mantenerlo a raya.

—Intentaré localizarlo —dijo, levantándose y dando por concluida la reunión—. Nos veremos esta tarde a las nueve en la posada del Gato Negro. Es el lugar donde el informador, que es capellán del Temple, se cita con su enamorada.

Amalric Deville se había raído la piel en la sala de tablas, el baño comunal del Temple. En la casa de unos parientes había cambiado el traje eclesiástico por otro seglar recién lavado que olía a membrillo y a hierbas aromáticas. Finalmente se había restregado un corcho quemado por la enorme tonsura para disimular su estado eclesiástico. Después de contemplarse aprobadoramente en un espejo se dirigió a la cercana plaza de Gréve y alquiló un coche cerrado que lo llevó al Gato Negro. Le dejó una buena propina al cochero para que volviera a recogerlo al anochecer.

Sus esperanzas resultaron fallidas. En lugar de la dama encontró a dos oficiales del rey que se le arrojaron directamente a la yugular.

—Si te resistes a colaborar te denunciaremos al Temple por adúltero y soplón. Si trabajas con nosotros tendrás a la señora Annette cuantas veces quieras, y si alguna vez el cornudo averigua que te estás tirando a su mujer evitaremos que te corte los cojones con el cuchillo de destazar.

El marido de la señora Annette era carnicero de palacio. Laboraba de sol a sol, despiezando reses, cociendo morcillas y ahumando jamones, e ignoraba que su esposa, a su modo, también trabajaba para el rey.

El capellán no tenía opción. Mortalmente pálido, con el sudor teñido de hollín bajándole de la tonsura, aceptó colaborar. No tenía ya edad de buscarse la vida fuera de la orden, aparte de que nadie le iba a dar trabajo a un capellán deshonrado.

—Te felicito por tu elección —dijo Nogaret—. Y ahora, volviendo a nuestro asunto, la noche del viernes salieron del Temple unos cuantos hombres. ¿Adonde fueron?

—Lo que sabía ya lo he dicho, messire —gimió el encausado—. Del Temple entra y sale mucha gente y yo, fuera de mis horas de oración, duermo. No me enteré de nada.

Lotario de Voss reflexionó.— No sabes en que dirección fueron Juan Vergino y Roger de Beaufort.

El capellán negó.

Lotario guardó silencio. Se incorporó y midió la estancia con sus largos pasos. Se detuvo pensativo frente a la ventana y miró al patio embarrado. Acababa de descabalgar un correo real, con la cartera de cuero orlada de rojo, el color del rey, en bandolera.

Lotario de Voss tuvo una idea. Se volvió hacia el capellán y le preguntó:

—¿Puedes averiguar qué cartas escribió el maestre del Temple el jueves?

—El maestre dicta sus cartas al canciller y éste guarda copia de las cartas en su celda, a la que yo no tengo acceso —explicó el sacerdote—. Algunas cartas, además, están cifradas y la clave sólo la conocen el gran maestre y sus más directos colaboradores. Lo único que puedo saber es a quién escribe, porque las cartas que salen o entran del Temple se numeran y se inscriben en el registro general.

—Quizá baste con esos datos —convino Lotario de Voss—. ¿Cuándo puedes tenerlos?

—El registro está en un anejo del escritorio. No tendré dificultad en consultarlo.

—Entonces te esperaré aquí mañana a mediodía.

—Aquí estaré, messire.

Lotario de Voss tenía en la mano una hoja de papel en la que
se
relacionaban las cartas que había escrito el maestre del Temple la víspera de la partida de Vergino. Cuatro de ellas iban dirigidas respectivamente a los comendadores de Troves, Chalón, Lyon y Valence, todos en el camino de Marsella. Eran las cartas que llevaba el grupo de templarios que actuó como señuelo para despistar a los hombres del rey. Las otras estaban dirigidas a las encomiendas de Orleans, Vierzon, Thiviers, Mont de Marsan y Alcanadre.

Nogaret conocía mejor la geografía de Francia que el teutónico.

—Mont de Marsan está en las Landas —señaló—. Esto quiere decir que Vergino y Beaufort cabalgan hacia Navarra.

Les resultó más difícil dar con la encomienda de Alcanadre. Después de algunas consultas, la localizaron en el reino de Castilla, más allá de Navarra.

El mismo día el gran maestre había firmado una carta dirigida a un notable musulmán, Muhammad ibn Habbus al-Fayarsi. Nogaret recurrió a Pasquale Zaccaria, uno de los banqueros lombardos establecidos en París. Los lombardos disponían de cónsules en todos los países de la cristiandad y en gran parte de los del islam, por sus negocios con los sarracenos. Pasquale Zaccaria meditó un momento mordisqueándose los pelillos de la barba y luego salió al patio y llamó a un criado:

—¡Ricardo!

—¡A vuestro servicio,
signore
! —respondió un paje joven que andaba requebrando a una muchachita junto al brocal del pozo.

—Que venga inmediatamente Vitovellini.

Unos minutos después compareció Vitovellini, un escribiente leptosómico con la sobrevesta manchada de tinta.

—¿Llamabais,
signore
? —preguntó, al tiempo que lanzaba una mirada suspicaz al jurista Nogaret.

—¿Tienes idea de quién puede ser un tal Ibn Habbus al-Fayarsi?

Vitovellini no necesitó pensarlo dos veces.

—Es el canciller del rey moro de Granada,
signore
. —Iba a añadir «nuestro principal suministrador de oro sin amonedar», pero se contuvo. El legista Nogaret no tenía por qué conocer aquel detalle.

Nogaret conversó con el genovés sobre algunos chismorreos de la corte y tomó nota de un par de asuntos que el mercader le encomendó. Era el pago por el servicio. Luego apuró una copa de excelente vino toscano que Zaccaria le había llenado un par de veces y se despidió. Una hora después, un arquero condujo a Lotario de Voss ante el legista.

—Ya tenemos el paradero de tus templarios: Granada.

Lotario de Voss sonrió.

—Saldré mañana en cuanto amanezca.

Nogaret abrió una gaveta de su escritorio con una llavecita que portaba en un bolsillo disimulado, y extrajo una bolsa de terciopelo que le entregó al renegado.

—Aquí tienes veinte doblas lombardas, dinero suficiente para dos o tres meses. El capitán Pareilles te entregará un caballo y todo lo que necesites. Ahora márchate. ¿Sabes escribir?

Lotario de Voss asintió.

—Pues procura tenerme informado.

Aquella noche, Lotario de Voss se acostó temprano y no tardó en dormirse porque quería madrugar. Antes de conciliar el sueño, en la oscuridad de la alcoba, dijo:

—¡Ya te tengo, Roger de Beaufort!

14

Pasquale Zaccaria bajó de la pesada carroza pintada de azul y subió la escalinata de la mansión de su colega Tolomei. Zaccaria era gordo y colorado. Se detuvo a mitad de la escalera de finos peldaños y fingió contemplar la logia que recorría la fachada de piedra, con el intercolumnio adornado por esculturas de síndicos y munícipes vestidos a la romana. La casa Tolomei era un palacio italiano construido en el corazón de París, no lejos del Temple. Lo habían levantado obreros y canteros traídos expresamente de Siena. Nada que ver con los húmedos y lóbregos caserones que la nobleza francesa erigía por toda la ciudad. Tommaso Tolomei, el banquero y comerciante en especias, había sustituido recientemente a Rocco Bocanegra en la presidencia de las familias lombardas. Faltaban todavía cuatro días para la reunión quincenal en la que las doce familias lombardas establecidas en Francia dirimían sus diferencias y sellaban los pactos, pero la ocasión merecía la reunión de urgencia solicitada por Zaccaria.

Los otros dos miembros de la comisión, sus compadres y socios Benito Cassinelli y Dante Peruzzi, estaban sentados frente a la gran chimenea de mármol que presidía la sala de juntas del palacio, y miraban la llama de los aromáticos troncos de encina. La saja era magnífica. Los altos muros decorados con tapices flamencos sostenían un artesonado de cedro con incrustaciones de metales y maderas preciosas que reproducían escenas bíblicas y de la vida de Cristo. En una de ellas, santa María Magdalena hacía penitencia en su cueva con los pechos desnudos. Eran tan hermosos y el relieve que los representaba tan acusado, que Zaccaria se deleitó contemplándolos, aunque procuró disimularlo. No porque albergara escrúpulos morales, sino por delicadeza, por no recordarle a su anfitrión cierta triste historia relacionada con aquellas desnudeces. Todo el mundo sabía que el padre de Tommaso Tolomei, el mítico Spinello Tolomei, gran patriarca de la familia y decano de los mercaderes lombardos en Francia, había muerto al precipitarse desde lo alto de una insegura escalera de mano que había animado al muro para auparse a palpar los pechos marfileños de la santa pecadora.

Después de los saludos y de las preguntas de rigor, por la salud de las respectivas señoras, que estaban bien y los iban a enterrar a todos, y por los estudios de los hijos, en las mejores universidades de la cristiandad, Zaccaria se aclaró la garganta y fue directo al grano:

—Esta mañana ha venido a verme Nogaret. Sin previo aviso y al parecer, por un asunto fútil. Averiguar quién era un sarraceno insigne del que sólo conocía el nombre.

—¿Qué sarraceno?

—El visir de Granada, Ibn Habbus al-Fayarsi.

—¿Y en los escritorios del rey no lo saben?

—Por lo visto no lo saben. Tienen escaso trato con Granada y además el visir es relativamente nuevo, aparte de que, tratándose de moros, confunden los nombres de todos ellos, como sabéis. Pues, a lo que iba, he realizado algunas averiguaciones y resulta que después de salir de mí casa el legista Nogaret ha convocado a un tal Lotario de Voss.

—¿Lotario de Voss? —se extrañó Tolomei—. ¿De qué me suena a mí ese nombre?

—Te diré de qué te suena —intervino Peruzzi—. Te suena de que es el pirata que nos ha estado robando todos estos años.

Tolomei se golpeó la ancha frente pícnica con la palma de la mano.


¡Testa di cazzo!
Llevas razón, esa hiena del mar… pero ¿no lo tenían en Pugfort?

—También de eso me he informado a través de mis amigos en el escritorio del rey —dijo Zaccaria—. Lo tenían, pero lo han soltado porque andan como locos persiguiendo a dos templarios que el maestre De Molay ha enviado a Oriente.

—¿A Oriente? ¿Y qué tiene eso de extraordinario? Todos los días van y vienen templarios a Oriente. Mantienen varios cuarteles en Chipre y sus naves nos hacen la competencia, como sabéis.

—Al parecer, a éstos los han enviado de incógnito y por vía terrestre —informó Zaccaria.

—¿Quieres decir por África? —intervino Cassinelli.

—Eso quiero decir. Es lo que fácilmente se deduce de que lleven cana para el visir de Granada. Granada está cerca de África.

—Sé perfectamente dónde está Granada —se incomodó Cassinelli—. Pero ¿por qué envía el maestre a sus hombres y a qué viene ese interés de Nogaret por ellos?

—El obispo Perigueux me lo ha comunicado a cambio de que le aplace nuevamente el cobro de sus intereses —dijo Zaccaria—. Hace medio mes, el papa convocó una reunión con la intención de agrupar las dos órdenes, Temple y Hospital, en una sola.

—El viejo proyecto —dijo Cassinelli.

—Sí, pero esta vez parece que va en serio —apuntó Zaccaria—. De Molay, viéndose acorralado, prometió hacerse nada menos que con el Arca de la Alianza para una nueva cruzada.

—¿Es posible que encuentren tal cosa? —inquirió Tolomei.

El otro se encogió de hombros.

—Así que esos hombres, esos dos tipos a los que Nogaret quiere echar el guante, van buscando el talismán más sagrado y más poderoso de la cristiandad —dedujo Bocanegra.

—Podría tratarse de una treta de De Molay para darle largas al asunto de la fusión —opinó Zacearía—, pero si resulta que es cierto que existe el Arca, su aparición conmocionaría a toda la cristiandad.

—Conmocionaría el comercio —murmuró Peruzzi, preocupado.

—Eso he pensado yo, y de ahí las prisas para reunir esta comisión —corroboró Zaccaria.

—Cada día trae su afán —suspiró Tolomei—, y hoy estos locos nos salen con éstas. Las cruzadas, la más astuta maniobra de nuestros bisabuelos para hacerse con el comercio del Mediterráneo, podrían volver a rendirnos beneficios, ¿quién sabe?

—¿Tú crees? —preguntó Cassinelli.

—Podría ser. A lo mejor, de esta teta, que parece exhausta, vuelve a manar leche y miel.

—Tendríamos que controlar todo el asunto para que no se nos vaya de las manos —intervino Peruzzi—. No olvidéis la competencia de los bizantinos y la de los germanos de la Hansa.

Durante un momento guardaron silencio, cada cual abismado en sus propios pensamientos, calculando la repercusión que todo aquel asunto del Arca podría acarrear a la cuenta de beneficios de su compañía. Finalmente, Bocanegra emitió un suspiro y puso en palabras lo que todos estaban pensando:

—Controlar el asunto significa hacernos nosotros con el Arca.

—¿El Arca? —se extrañó Cassinelli.

—Sí. Sabemos adonde van los templarios y sabemos que ese pirata, Lotario de Voss, va tras ellos —expuso Bocanegra—. Vayamos nosotros tras Lotario de Voss, y nos llevarán al talismán.

Así lo acordaron. Zaccaria se encargaría de los detalles. La hermandad de las compañías lombardas de Francia asumiría el coste de la operación, pero, por razones de seguridad, la comisión no informaría del asunto al resto de los socios hasta que se hubieran obtenido resultados.

Brindaron por el proyecto y se despidieron deseándose salud y buenos negocios.

15

Era mediodía, el sol derretía las piedras y las chicharras entonaban su monótona canción. Seis jinetes avanzaban silenciosamente por un rastrojo siguiendo al rastreador, un hombre bajo y fornido que caminaba con el caballo de reata. De pronto, el rastreador alzó una mano. Los otros se detuvieron y permanecieron atentos. Lo vieron meterse por un barranco y remontar un cauce seco y pedregoso mirando el suelo como si estuviera buscando algo. Se agachó ante unos guijarros removidos recientemente y tocó el tallo tronchado de un arbusto. Un poco más adelante desmenuzó una boñiga y observó que el interior estaba húmedo.

—¿Hay rastro, Roque?

Roque Barrionuevo, más conocido por
Huevazos
, se incorporó y miró a su joven amo.

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