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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (14 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—¿Quién os envía?

—No lo sé, señor. Te hemos seguido desde Navarra.

—¿Por cuenta de quién?

—Lo ignoro, señor. Este hombre nos contrató en Amiens.

—Señalaba el cadáver de su jefe.

—¿Me habéis seguido desde entonces, sin perderme de vista? —No, señor, sólo os vimos una vez, en Soria. Luego os adelantamos y os esperamos aquí.

Lotario de Voss comprendió. Entre los hombres del rey había un soplón que conocía el itinerario preciso de los templarios y, por lo tanto, el suyo. ¿Un soplón al servicio del Temple? Pudiera ser. Pero aquellos hombres no eran templarios, sino vulgares malhechores. Quizá el Temple había preferido no comprometer a sus caballeros en eliminar a un agente del rey.

Miró al herido, que aguardaba su suerte con la mirada suplicante.

—¿Cuántos años tienes? —Diecisiete, señor.

—¿Si te dejo marchar, me prometes regenerarte? El joven asintió vigorosamente.

—Señor, enderezaré mis pasos por el camino del bien y me apartaré de las malas compañías.

—Está bien —dijo Lotario—. Te pondré sobre un caballo para que regreses a la ciudad más próxima. Allí búscate a un concertador de huesos que te entablille la rodilla.

—¡Gracias, señor!

Lotario de Voss limpió su espada en el manto de uno de los caídos y la envainó. Tomó al joven por la cintura y lo ayudó a caminar hasta la espesura donde estaban los caballos. El joven se acercó cojeando al primer caballo y se agarró al arzón de la silla aguardando el impulso para montar, pero Lotario de Voss le pasó la daga por delante del cuello y con un movimiento rápido le abrió la garganta. Se desentendió del moribundo, al que dejó en el suelo sacudido por agónicas convulsiones, y registró el equipaje de sus víctimas. En las alforjas del jefe encontró lo que buscaba: diez libras tornesas, algunos besantes venecianos v un salvoconducto expedido a favor de Esteban
el Rucho
, dirigido a los cónsules de la Banca Zaccaria para que prestaran toda clase de ayuda al portador del documento. En otro papel estaban anotados los nombres de los cónsules de Zaccaria en distintas ciudades portuarias del norte de África, desde Ceuta hasta Alejandría.

Lotario de Voss guardó el dinero y los documentos, además de la daga del jefe. No vio nada más que fuera de provecho. Desensilló los caballos y los soltó antes de recoger el hato y proseguir el camino dando un rodeo para evitar el pueblo. Aunque se hallaba a cuatro leguas, cuando cayó la noche, prefirió pernoctar al raso, fuera del camino real, en lugar de acogerse a una venta donde los justicias del rey podrían indagar sobre la muerte de los forasteros.

19

Lucas Cardeña aguardó a que el caballero terminara de asearse en el patio de la venta. El templario se había desnudado de cintura para arriba y mostraba un torso robusto, anchos hombros y brazos musculosos, aunque su cabello entrecano, muy corto, a usanza militar, y la canosa barba revelaban que había abandonado los vigores de la juventud. El hombre sacó un cubo del pozo, se arrojó gañafadas de agua al rostro y a los sobacos y se frotó los brazos y las manos con una piedra pómez. Luego se enjugó vigorosamente con una toalla y se volvió hacia el muchacho.

—Así que tú eres Lucas Cardeña.

Le había hablado en árabe, el árabe gutural que hablaban los moros de allende el mar, comiéndose las vocales, distinto del andalusí, más suave,

—Yo soy, señor. Mi tío, el abad de Santa Cruz de Múdela, me ha encomendado que me ponga a vuestro servicio.

El caballero franco besó a Lucas en ambas mejillas como reconocimiento del vínculo. Era muy alto y emanaba una fuerza interior que cautivó al muchacho.

Salieron luego al campo y cabalgaron hacia el sur.

—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo Lucas.

—Claro que puedes. Estás en la edad de preguntar y mucho me temo que el hermano Vergino y yo estemos en la de responden.

—¿Sois calatravos? Mi tío, el abad, no me ha dicho gran cosa y me encomendó que les preguntara mis dudas a los caballeros.

También le había aconsejado que no preguntase demasiado, pero Lucas era joven.

Roger de Beaufort miró a Vergino solicitando su ayuda, pero el anciano sonrió y se encogió de hombros.

—Somos templarios —declaró Beaufort—. ¿Has oído hablar del Temple?

—Naturalmente, señor, pero por donde nosotros vivimos no hay templarios. Allí los freires son de Calatrava o de Santiago.

—Los templarios somos buenos amigos de los calatravos —dijo Vergino—. De hecho, los primeros calatravos salieron del Temple. ¿Sabes que Tierra Santa se ha perdido?

—Algo de eso tengo oído, messire. ¿No quedan ya cristianos en la tierra de Cristo?

—Quedan, pero sometidos a los sarracenos. Ahora, la cristiandad debe reconquistar los Santos Lugares. Por eso vamos a Oriente el hermano Beaufort y yo. —Hizo una pausa y añadió confidencialmente—: Debemos confiar en la fidelidad de los que nos acompañen.

—Yo sé mantener la boca cerrada —dijo Lucas—. Y en cuanto a mi escudero, no se mete en nada.

Roger de Beaufort miró a Huevazos, que cabalgaba delante. a cierta distancia, atento al camino. Le había parecido experto y avisado, una buena compañía para tierra de moros.

—¿También sabe hablar algarabía?

—Sí, señor, en este lado del mundo, como vivimos encima de ellos, casi todos hablamos las dos lenguas y conocemos las costumbres. Vestidos como ellos, nadie nos distinguirá. ¿El hermano Vergino también sabe algarabía?

—También.

Al día siguiente cruzaron sierra Morena por el paso de la losa, entre el espeso encinar que olía a jara, a romero, a brezo. La vista se recreaba en las escarpadas rocas grises, con sus pinceladas de musgo amarillo.

—¡Allá vuela el águila! —observó Beaufort señalando una silueta remota en el cielo límpido—. ¡Noble tierra!

Huevazos levantó la cabeza, miró al cielo y sentenció:

—Es un buitre, señor. Mucha pluma y poca chicha.

—Sé distinguir un buitre de un águila —replicó Beaufort, algo molesto.

—Mi escudero está en lo cierto, señor —medió Lucas—. Ese pájaro tiene hechuras de águila, pero es un buitre.

—¿Un buitre?

—Sí, señor, un buitre que parece águila, pero que es buitre porque vive de la carroña —explicó el joven—. Lo llamamos quebrantahuesos porque coge con las garras los huesos grandes de los animales muertos y los arroja contra las piedras desde gran altura, para romperlos. Le gusta el tuétano. Una vez, de esto hace algunos años, un quebrantahuesos confundió la calva del conde de Cabra con un peñasco, le acertó con el fémur de una vaca y lo descalabró. Dios lo tenga en su gloria.

—¡Recia tierra es ésta donde los buitres parecen águilas! —se admiró Beaufort.

—Son águilas, señor. Lo que ocurre es que la vida está tan achuchada que se vuelven buitres. Las reinas de antaño, hogaño comen carroña.

Juan Vergino pensó en la Orden del Temple. La reina de antaño, que un día gobernó la tierra y el mar y ahora se veía obligada a enviar a sus hombres disfrazados de moros, ocultándose de los amigos vacilantes y de los enemigos declarados, tras una meta incierta de la que dependía la supervivencia de la orden.

Invirtieron todo el día en cruzar la sierra, con un descanso para almorzar y sestear. Huevazos había tendido trampas la noche anterior y había atrapado un gato montes, que despellejó y descabezó antes de regresar al campamento para que pasara por conejo.

—En Francia no los hay tan grandes —observó Beaufort a la vista de la pieza.

Vergino convino en que, en efecto, el conejo era descomunal.

En atención a los extranjeros, Huevazos lo guisó a la morisca, con garum de pan, comino, ajo y aceite. Los freires franceses alabaron su arte culinario.

—Sabe guisar muchas cosas —reconoció el joven Lucas.

A Vergino le pareció que el muchacho no ponía demasiado entusiasmo en
el
cumplido.

Después de sestear prosiguieron la andadura, y a la caída de la tarde se detuvieron en un prado ameno y despejado al lado de un arroyo.

—Éste será un buen sitio para acampar —propuso Huevazos—. En cuanto oscurezca, el camino se volverá peligroso. Más adelante hay despeñaderos tan disimulados por la maleza que antes de que uno se dé cuenta ya está en el fondo de una sima, como le sucedió al señor de Giribaile.

—¿Qué le sucedió? —preguntó Beaufort.

—Que se cayó en un hoyo de paredes escarpadas del que no pudo salir, y cuando sus criados lo encontraron, dos meses después, había muerto de sed y de hambre.

Trabaron los caballos, los soltaron de careo y acomodaron el hato al abrigo de unas peñas. Huevazos armó la ballesta y salió a cazar mientras los demás cortaban leña y calentaban agua.

Cuando terminaron, Vergino se sentó en un tronco caído y contempló el anfiteatro de montañas que los rodeaba. Reparó en los altos farallones y en las piedras grises que amarilleaban de líquenes.

—El santuario está cerca —murmuró.

Beaufort se volvió hacia el maestro.

—Nos queda más de una hora de sol —prosiguió Vergino mirando al cielo—. Si salimos inmediatamente, podremos visitar el lugar.

Los dos caballeros emprendieron el camino.

—¿Puedo acompañarlos? —preguntó el joven Lucas.

Los dos freires se miraron.

—Está bien —concedió Vergino—. Ven con nosotros.

Había que descender una cuesta y cruzar el lecho seco de una torrentera, monte a través, entre peñas y carrascas. Un repecho más suave conducía a un gran farallón de roca viva que servía de visera a un dilatado abrigo. Desentendidos del joven, los dos freires se concentraron en el examen de la cueva e intercambiaban comentarios en francés. Vergino, que había estado allí anteriormente, le señaló a Beaufort unas manchas rojizas en las paredes y en el techo del abrigo. Aunque no entendió las explicaciones, Lucas reparó en los trazos y señales que a duras penas se distinguían sobre el fondo ocre de la roca.

—¿Qué son estas manchas? —preguntó.

Vergino se volvió hacia él como si lo viera por primera vez.

—Son señales que dejaron los hombres antiguos —explicó—. En algunos lugares del mundo existen peñas letradas como éstas. Y aquél es el túmulo de Gómez Ramírez —añadió señalando un considerable montón de piedras, un trecho más abajo, en la vaguada.

—¿Quién era Gómez Ramírez? —preguntó Lucas.

—¿Has oído hablar de las Navas de Tolosa?

El joven negó con la cabeza.

—Hace casi cien años, cuando esta tierra pertenecía todavía a los moros, se entabló aquí una gran batalla.

—¿Aquí?

—¿Ves las ruinas de aquel castillo allá a lo lejos? Es el Ferial. Y, más a la izquierda, ¿ves un llano prieto de matorral? Son las Navas de Tolosa. Ahí se riñó la batalla en la que murieron tantos sarracenos que los arroyos corrían tintos de sangre. Gómez, Ramírez, el maestre de los templarios de Castilla, resultó malherido, y sus hombres lo trajeron antes de morir a este santuario. Al día siguiente sepultaron el cadáver y señalaron el lugar con un montón de piedras.

—¿Era esto un santuario?

—Y lo sigue siendo, aunque no haya comunidad ni ermitaño.

—Así…

—vaciló Lucas—, ¿sin iglesia?

—La iglesia es la naturaleza que te rodea —respondió Vergino— Ese farallón de piedra que baja a pico, los árboles y las Peñas, aquel pozo que no está hecho por el hombre… Ésa es la iglesia. Antes de que los cristianos construyeran iglesias, los santuarios eran lugares como éste, el collado de los Jardines, en los que Dios se manifiesta.

Caía la noche con su séquito de sombras. Arriba, en el campamento, una tenue columna de humo indicaba que Huevazos estaba preparando la sopa. Regresaron en silencio.

Por la noche escarchó. Los viajeros durmieron arrebujados en las capas y en las mantas en torno a la hoguera, mientras las lechuzas silbaban en la espesura y el lobo aullaba a lo lejos. Al amanecer reemprendieron la marcha y caminaron todo el día, deteniéndose como siempre para almorzar y sestear. Esta vez, Huevazos preparó un revuelto de cardos y espárragos que había ido cogiendo por el camino.

—Estaba exquisito —comentó Beaufort al terminar de comer—. ¿Qué carne era la del salteado, que no consigo reconocerla?

—Los huevos eran de lechuza —explicó el cocinero—y algunos tenían ya su lechucilla dentro. La lechucilla majada con ajos le quita el mal sabor a los huevos malos, que siempre alguno se cuela.

Beaufort, alarmado, miró a Vergino.

—Las comidas se disfrutan más cuando no se sabe de qué están hechas —sentenció el anciano.

Aquella noche pernoctaron en una choza de pastores, junto al arroyo de Navalquejigo, prieto de higueras, y a la mañana siguiente reemprendieron el camino por una antigua calzada. Al caer la tarde llegaron a Montizón, un antiguo monasterio construido en lo más intrincado de la sierra por visigodos fugitivos de los moros. El monasterio no era más que una docena de pobres cabañas con techo de bálago, al amparo de un recinto de tapial medio desmoronado. Sobre el portón de entrada había una imagen tosca de la Virgen, en bulto, azul. Los viajeros descabalgaron en el patio, en el que había un abrevadero, un pozo y un montón de estiércol en el que picoteaban las gallinas. Un fraile joven condujo los caballos a la cuadra mientras el abad, un anciano amojamado, calvo y casi sordo, recibió a los peregrinos.

Vergino abrazó a su hermano Pedro, que era uno de los frailes, y se retiró a conferenciar con él hasta la hora de la cena.

El refectorio era una mesa de encina situada en un extremo de la cocina, más que suficiente para una comunidad compuesta por cuatro frailes y dos legos. Después de cenar frugalmente sopa de hierbas, queso y pan moreno cocido sobre la ceniza del lar, Vergino obtuvo permiso del abad para examinar los libros y papeles de la biblioteca.

El estudio era tan modesto como el resto de las dependencias: una habitación separada de la humilde iglesia por una cortina. Había tres grandes armarios de libros, otro menor que servía de archivo y dos pupitres que ocupaban el resto del espacio disponible.

—Cuando llegue —le dijo Pedro— los tinteros estaban secos. Hacía mucho tiempo que los monjes no trabajaban en el escritorio. Quizá la vida en esta pobre tierra era tan dura que no les dejaba tiempo, ni ánimos, para cultivar el espíritu.

Los dos hermanos pasaron la noche examinando legajos, descifrando los escolios que viejas manos, muertas hacía siglos, habían ido dejando en minuciosa letra latina en los márgenes de los grandes libros de vitela.

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