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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (13 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Un pastor, dos perros y muchas ovejas.

—Debes ver algo más, debes ver el orden divino que rige el mundo maravillosamente. Ese pastor es la Iglesia formada por religiosos que velan para que el rebaño alcance su fin.

—¿Qué fin?

—El rebaño cristiano tiene por fin el reino de los cielos.

—¡Ah, ya comprendo, tío!

—Los perros son los caballeros que velan por la seguridad del rebaño y lo defienden del lobo. Las ovejas, que producen leche, lana y carne, son los campesinos que labran la tierra para que los religiosos y los soldados se alimenten. Así está organizado el mundo. Dios nos escoge y nosotros solamente somos débiles piezas de su voluntad. Yo era el segundo de mi casa, quién sabe si hubiera sido un buen caballero. Sin embargo ingresé en la religión a los ocho años porque Dios me había escogido para alabarlo. Tu padre, mi hermano, era el mayor de la casa, él era el caballero de armas. Tú eres su sucesor, y un día, si tu hermano no tiene hijos, la prolongación de la estirpe descansará en ti. Mientras tanto debes prepararte para esa alta misión.

Lucas se atrevió por fin a confesar lo que lo atormentaba.

—He matado a un hombre, tío —dijo bajando la mirada. El abad contempló la cabeza del joven con infinita piedad.

—¿A un moro?— El joven asintió.

—¿Conoces la doctrina de san Bernardo? —No, tío.

—Por lo menos sabrás quién fue san Bernardo—. Lucas no estaba seguro.

—¿Un santo?

El abad suspiró profundamente.

—¡Ay, hijo mío, a veces pienso que, a pesar de todo, hemos descuidado tu instrucción!

—Me he educado para caballero, tío —replicó el muchacho—. Un caballero no tiene por qué saber leer ni entender de teologías.

—Sí, eso sí es verdad. Ven conmigo.

Entraron en el escritorio del convento, una sala amplia amueblada con escritorios y anaqueles que olía a tinta fresca y a cuero viejo. Dos monjes jóvenes interrumpieron la charla al ver llegar al abad y se enfrascaron en la copia de unos manuscritos que tenían abiertos sobre sus respectivos escritorios. El abad abrió un armario que guardaba libros encuadernados en piel de becerro, de diversos tamaños y hechuras, todos con sus títulos caligrafiados en los lomos, las iniciales en rojo. El abad tomó uno y lo abrió sobre un atril.

—Éstas son las obras de san Bernardo. —Hojeó atentamente por el centro—. Aquí está lo que buscaba, escucha: el libro se titula
De Laudibus Novae Militiae
. En él explica que lo ideal sería no derramar sangre humana, puesto que Jesucristo dijo «no matarás», pero eso sería si hubiese un medio para defenderse de los malos sin recurrir a la violencia. Tierra Santa y España pertenecen a Jesucristo, por eso la cristiandad no puede tolerar que estén en poder de los paganos. San Bernardo justifica la existencia de caballeros cristianos. Escucha: «Ellos pueden librar los combates del Señor y pueden estar seguros de que son los soldados de Cristo, pues maten al enemigo o mueran no tienen por qué sentir miedo. Aceptar la muerte por Cristo o dársela al enemigo no es sino gloria, no es delito.» ¿Oyes?, gloria y no delito. ¿Resuelve esto tus escrúpulos?

El joven Lucas no estaba muy convencido, pero asintió. Ratificado por la autoridad de un santo, el homicidio parecía menos grave, pero a pesar de todo no podía dejar de pensar en aquella garganta abierta con sangre humeante brotando a borbotones y la tremenda laxitud del cadáver.

Lucas pasó tres días junto a su tío el abad, mientras Huevazos y los mozos de mula realizaban diversas tareas para el monasterio. La víspera de la partida, después de cenar en el refectorio con los otros monjes, un novicio le comunicó a Lucas que su tío quería hablarle.

La celda del abad era tan humilde como las otras. Un catre con dos mantas, una mesita, un sillón de madera de olivo y una alacena donde el religioso guardaba media docena de libros de oración, y, disimulado detrás de ellos, un ejemplar de las odas de Horacio manuscrito por él mismo, a escondidas, cuando era novicio.

—Pasa y siéntate —dijo el abad—. Hay un asunto del que quería hablarte. Ha pasado un año desde la muerte de tu padre y como fiduciario suyo creo que va siendo hora de que se cumpla su testamento. Como sabes, tu hermano Enrique hereda el mayorazgo, pero existe una cláusula que te afecta a ti. Tu padre, hace años, tuvo un aprieto con los moros, creyó que iba a morir y le prometió a Santa María que si lo sacaba de aquel apuro se donaría a la Iglesia por un año. Luego, los menesteres de la casa y el servicio del rey lo obligaron a aplazar el compromiso, y finalmente ha muerto sin cumplirlo, pero te ha dejado a ti el cargo.

—Y ¿qué debo hacer, tío?

El abad dirigió una mirada paternal a su sobrino.

—Será mejor que salgamos al claustro. Anochecía y las piedras del claustro iluminadas por la luna despedían un cálido fulgor. No era muy grande, unas arcadas de ladrillo en torno a un patio donde crecían dos cipreses y un laurel, y un pozo con brocal de piedra. Las bóvedas estaban decoradas con pinturas de santos y figuras bíblicas. Pasearon un poco sin decir nada, el abad concentrado en sus pensamientos, hasta que al final se detuvo, miró a su sobrino a los ojos, y, poniéndole una mano en el hombro, le dijo:

—Vas a emprender una peregrinación difícil, hijo mío. El maestre de Calatrava me ha pedido dos hombres que conozcan el árabe que se habla en Granada para que acompañen a unos amigos suyos que deben viajar por tierra de moros.

—¿Por tierra de moros? —repuso Lucas—. ¿No nos cautivarán?

—En tierra de moros viven muchos cristianos que no son cautivos —lo tranquilizó el abad—. Por otra parte, vosotros os haréis pasar por moros, de eso se trata. Iréis muy lejos, al otro lado del mar, disfrazados de peregrinos que se dirigen a La Meca.

—¿La Meca?

—Es para los moros como Roma para los cristianos. Es una ciudad muy distante, quizá se tarde un año, o más, en llegar. Los moros tienen obligación de peregrinar a La Meca una vez en la vida. Ir a La Meca es para ellos como para nosotros ir a Santiago, a la tumba del apóstol. Allí se juntan cientos de miles de musulmanes, en una choza donde dicen que Abraham; reconstruyó la casa de Adán. Para entrar en La Meca se visten de blanco con dos sábanas que simbolizan el abandono de la vida ordinaria y la consagración a Dios. Después dan siete vueltas alrededor de la ermita y besan una piedra negra caída del cielo, la Kaaba. Finalmente recorren siete veces el camino de La Meca a Marwa en memoria de la desesperación de Agar, la mujer de Abraham, cuando buscaba agua para su hijo Ismael. También es costumbre apedrear los pilares de Mina, que representan al diablo, eso dicen ellos, además de sacrificar un cordero y afeitarse la cabeza. Después de esto regresan a sus países luciendo un turbante verde que significa que han estado en La Meca. Los que han peregrinado a la ciudad santa gozan de la veneración de sus vecinos y merecen un asiento en la asamblea de los prudentes. En fin —suspiró el abad—, el caso es que, por un motivo que ni yo mismo conozco, esos amigos del abad de Calatrava tienen que ir a La Meca.

—Y ¿para qué van a ir a La Meca si son buenos cristianos?

El abad guardó silencio y siguió paseando.

—Hijo mío, Lucas, debes acostumbrarte a no hacer tantas preguntas. Un caballero no debe ser impertinente. Quizá ellos, sí algún día cobráis confianza, te expliquen para qué van a La Meca. Por ahora, lo único que necesitas saber es que ese viaje va
a
redundar en la mayor gloria de Dios y de la religión y que los santos acogerán a tu padre en el cielo cuando tú hayas satisfecho su deuda.

En el patio trasero de la abadía, Huevazos departía animadamente con el cocinero mientras daba cuenta de un cuenco de sopa de sangre con tropezones de tocino. Cuando vio que su joven señor besaba la mano del abad y se despedía apuró el contenido del plato y preparó los caballos.

—¿Nos marchamos, amo?

—Y muy lejos, Roque.

Montaron en sus cabalgaduras. Antes de traspasar el portón del patio, Lucas se volvió para decirle adiós a su tío, pero el abad se había retirado ya y sólo vio la puerta cerrada.

Antes de hablar, Lucas esperó a salir del arrecife empedrado que marcaba el límite de la abadía.

—Roque, nos van a mandar vestidos de moros con dos caballeros francos a tierra sarracena, a un sitio que llaman La Meca.

—¿Eso está muy lejos? —Lejísimos. A un año de camino o así.

Huevazos pareció reflexionar.

—Bueno, pues ya vemos mundo, ¿no? Aunque, eso de vestirse de moros… lo malo va a ser que en tierra de moros no hay marranos, o sea, cerdos.

Lucas miró severamente a su escudero.

—¿Será posible, Roque, que sólo pienses en comer?

—En comer sólo, no, amo, bien lo sabes. Aunque de lo otro, en tierra de moros creo que no nos va a faltar —terminó con una risotada.

18

—¿Un hombre rubio y alto decís, señor?

—Sí. Rubio, alto, fornido y vestido de negro. Lleva en la mano izquierda un guante de cuero que nunca se quita y cabalga en un caballo castaño con muy buena planta.

El mesonero se rastrilló la barbilla con las uñas grandes y negras, haciendo memoria.

—Por aquí pasa mucha gente, señor —declamó con intencionado falsete—, y uno, en su pobreza, tiene que servir a tantos que no siempre se queda con los detalles.

Esteban
el Rucho
miró a sus hombres con expresión de fastidio y por un instante dudó entre sobornar a aquel saco de sebo o agarrarlo por el cuello, sacarlo al corral a patadas y hundirle la cara en la mierda de los cerdos. Lo segundo le gustaba más, pero no garantizaba que el mesonero les contara la verdad, y lo, que menos necesitaban era un escándalo con intervención, quizá, de los arqueros del rey. Era preferible sobornarlo.

Esteban
el Rucho
sacó una moneda de plata de la faltriquera.

—Espero que lo que nos vas a decir valga la pena —le advirtió lanzándole de un papirotazo la moneda, que el otro atrapó al vuelo—. De lo contrario nos veremos a la vuelta.

—¿Con la mano izquierda en un guante de cuero, decís? —repuso el mesonero guardando la recompensa. Se mordió el labio inferior, miró al suelo, frunció el entrecejo, se rascó el colodrillo y finalmente dijo—: Sí, me parece que ya lo recuerdo. Pasó por aquí hace dos días
y
preguntó por el camino de Almuradiel.

Esteban
el Rucho
miró a sus hombres y sonrió.

—Ya es nuestro.

Lotario de Voss atravesó la sedienta llanura manchega entre viñas secas y barbechos quemados. Al cabo de una semana llegó a las afueras de Almuradiel y encontró un prado festoneado de árboles en cuyo centro había una fuente de dos caños y un abrevadero de piedra. El viajero, que había soportado durante horas la solanera sin desprenderse del perpunte guateado, decidió que era un buen sitio para almorzar y sestear. Se apartó del camino, atravesó el prado, descabalgó y ató su caballo a una encina. A continuación llenó de agua el sombrero de fieltro y, tras comprobar que no contenía sanguijuelas, le dio de beber al caballo. Mientras bebía, el animal movió nerviosamente las orejas, orientándolas hacia la espesura. También el jinete había percibido el leve crujido de una rama seca. Sus músculos se tensaron y todos sus sentidos se alertaron, pero no realizó movimiento alguno que delatara su inquietud. Antes bien, palmeó el pescuezo del noble animal para sosegarlo y le susurró palabras tranquilizadoras mientras calculaba el ángulo de donde procedía el ruido. ¿Un animal grande que acudía a la fuente al caer la tarde, un corzo, un jabalí, o un salteador de caminos que estaba armando la ballesta? Fingiendo que ajustaba los atalajes de la silla, cambió de posición de manera que el caballo le sirviera de parapeto contra un posible ballestero. Al mismo tiempo preparó la espada que llevaba disimulada en el hato.

No tuvo tiempo de más. De la espesura surgieron tres hombres armados que se detuvieron en seco cuando comprobaron que acababa de desenvainar la espada y vieron brillar la daga en la mano enguantada.

—¡Manco, date preso! —ordenó el que parecía el jefe.

—¿Preso de quién? —Somos hombres del rey.

—Yo trabajo para el rey —repuso con voz tranquila. Esteban
el Rucho
miró a sus hombres.

—¡Vamos a por él!

Lo atacaron desde tres ángulos diferentes, pero Lotario de Voss los mantuvo a raya con un par de molinetes. La situación exigía que tomara la iniciativa o, de lo contrario, el mejor espadachín del grupo lo mantendría ocupado mientras los otros lo acuchillaban. Por lo tanto atacó directamente al que parecía el jefe con un tajo de costado que el otro apenas pudo esquivar, trastabillando. Después le descargó dos tajos sucesivos, sin dar tiempo para reponerse.
El Rucho
salteador detuvo el primero interponiendo la espada, pero descuidó la guardia en el segundo, el tiempo suficiente para que Lotario lo abrazara y le introdujera la daga por el sobaco, asestándole una puñalada mortal fuera del perpunte. Antes de que extrajera el arma, los otros dos, repuestos de la sorpresa inicial, se le echaron encima. A uno lo recibió con una patada en la rodilla, que lo tiró por tierra, mientras desviaba la estocada del otro con un estrecho margen.

—Vuestro amo ha muerto —advirtió jadeante mientras se separaba a una distancia prudencial—. No hay necesidad de proseguir la pelea.

No respondieron. El que había recibido la paladea en la rodilla intentó levantarse pero se dejó caer nuevamente, lisiado. Comprendiendo que tendría que arreglárselas solo, el compañero profirió un grito de guerra y atacó. Lotario de Vosss detuvo la embestida con la tranquila paciencia del que prevé los movimientos de un enemigo menor Hizo una finta que obligó a su adversario a modificar el sentido del impulso y aprovechó el instante de indecisión que había creado para lanzarle a fondo una estocada tendida que le atravesó el pecho por debajo de las costillas y le sacó un palmo de acero por la espalda. El hombre cayó de rodillas, dirigió una mirada a su verdugo y se precipitó hacia adelante hundiendo la cara en el regatillo de la fuente.

Lotario de Voss se volvió hacia el de la rodilla rota. Era un joven imberbe, con la cara sucia y llena de granos. Tras ver morir a sus camaradas, la barbilla le temblaba de miedo.

—¿Quién os envía?

—Señor, no me mates —suplicó. Se incorporó a duras penas y cojeó apartándose del acero sangrante que sostenía Lotario—. Traemos tres caballos y dos mulas —prosiguió—. Quédate con todo, incluso con mi caballo.

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