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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (33 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Ya compraremos algo en el mercado, Nilo arriba —intervino Beaufort secamente.

No había indicios de que la policía los estuviera buscando, pero Beaufort sabía que era mejor no confiarse. Más tarde dijo:

—Es seguro que han salido patrullas a buscarnos, y tarde o temprano darán con nuestro rastro. Además, los barqueros nos pueden denunciar en cuanto los despedimos.

—Pero hemos puesto muchas leguas por medio —objetó Vergino—. ¿Crees que pueden perseguirnos tan lejos?

—En las dos orillas del gran río hay calzadas y caminos por las que discurre el comercio y casas de postas en las que pernoctan los funcionarios. El sistema de correos funciona a la perfección y las órdenes circulan con rapidez. Ayer entablé conversación con un tendero de Elefantina y me informó de que en estas regiones apenas se producen robos, porque cada distrito cuenta con su propia policía.

Pasaron de noche por Qasar Ibrim, la isla fortificada por los faraones y los califas, donde residía la guarnición del Norte.

—A partir de aquí, el Nilo ya no es tan seguro —advirtió el barquero, un hombre joven al que habían contratado dos jornadas después de Elefantina.

—¿Por qué no es tan seguro? —quiso saber Huevazos—. ¿Es que hay cocodrilos?

—No sólo hay más cocodrilos y más grandes, sino bandidos que a veces asaltan las embarcaciones en cuanto tocan tierra.

Aquella noche pernoctaron en Musa Tarka, una aldea fortificada donde había una importante albóndiga para recibir las caravanas de Sudán. Durmieron en una fonda, pero antes fueron a refrescarse a la taberna, y Vergino conoció allí al maestro del lugar. La conversación versó sobre el río.

—¡El Nilo! —exclamó el maestro, pronunciando la palabra con reverencia, como si compendiara el mundo—. No se sabe de dónde procede porque nadie ha alcanzado sus fuentes; al menos nadie que haya vivido para contarlo. Por otra parte, hay que estar muy loco para meterse en ese infierno gris y verde donde barritan los elefantes y unos monstruos espantosos, los hipopótamos, bostezan entre remolinos de algas podridas. Eso sin contar con los cocodrilos de siete y más metros que acechan debajo del barro hasta que la confiada presa, hombre o animal, se pone a su alcance. Entonces la golpean con la cola y la devoran.

El anciano hizo una pausa para beber un trago de horchata y prosiguió:

—Dicen que el Nilo procede de dos padres, el Blanco y el Azul. El Blanco nace en un lago grande como el mar, más allá de los desiertos, en el país de los negros. No es navegable porque cuando uno menos lo espera se desploma en grandes cataratas, aparte de que discurre por junglas altas y espesas pobladas de serpientes y de animales feroces. Antes de entrar en las tierras altas sale a unas praderas pobladas de elefantes grises, de flamencos rosados, de vacas y de babuinos.

—¿Qué son los babuinos? —preguntó Lucas.

—Son unos monos tan salidos que están todo el día dale que te pego —respondió el maestro—, machos y hembras. —Huevazos, con los ojos abiertos como platos, sonreía, envidiando la ajetreada existencia de los babuinos—. Finalmente, el Nilo atraviesa grandes pantanos y llanuras de barro en los que hay tantos mosquitos que no pueden vivir personas ni animales, excepto las aves: ibis, marabús, grullas coronadas y flamencos. Luego está el Nilo Azul, que nace en el país de los etíopes, en un lago que se llama Tana, en lo alto de las mesetas, entre montañas inaccesibles. Pues bien, los dos Nilos se unen y mezclan sus aguas en Jartum, a las puertas del desierto de Nubia, y desde allí forman un río único que es éste en cuya ribera vivimos.

Cuando el maestro terminó el relato y los que lo habían escuchado se marcharon, Vergino se le acercó y le preguntó sobre el curso alto del Nilo y sobre los etíopes.

Navegaron otra semana hasta alcanzar una aldea de pescadores que les pareció a propósito para cambiar de barquero.

Huevazos aprovechó para dar una vuelta por la ribera de pescadores y regresar con unas cuantas percas y con un par de tigradas tilapias.

—El pescado está tirado, pero las mujeres no me veas cómo se resisten —comentó mientras preparaba los espetos.

—¡No habrás dado ningún espectáculo! —lo reprendió Lucas.

—¿Por quién me tomas, por un salido?

—Pues, francamente, sí.

El escudero iba a replicar cuando apareció un grupo de vociferantes aldeanos que reclamaban la cabeza del escudero.

Beaufort se las vio y se las deseó para calmarlos. Alegó que el criado, que había invitado a fornicar a la mitad de las aldeanas, era un pobre loco con el juicio trastornado, motivo por el cual solían traerlo atado, pero que aquella mañana se había escapado de sus ligaduras. Cuando por fin consiguió calmarlos y se fueron, se encaró con Huevazos.

—En adelante no irás solo a ninguna parte, ni siquiera al mercado, y obedecerás al que vaya contigo. ¿Has comprendido?

Huevazos se encogió de hombros.

Ese día, la comida no le salió tan suculenta como de costumbre.

Prosiguieron río arriba. Bandadas de blancas garzas surcaban el cielo mientras las riberas se deslizaban monótonas. Las escenas cotidianas de hortelanos labrando los campos se fueron distanciando hasta desaparecer. Como en Castilla, pensaba Lucas, hacían falta colonos y cartas francas para poblar y roturar nuevas tierras. El muchacho, a veces, soñaba despierto. Se veía en uno de aquellos campos llevando una existencia apacible, excavando acequias para el riego, injertando los frutales, recogiendo las cosechas, viendo crecer sus hijos robustos y guapos al lado de Aixa que, en su sueño, era su esposa.

—¿Cuántos días nos quedan hasta el Atbara?

El Atbara era el punto de confluencia entre los dos Nilos. Allí terminaba el poder del califa.

—Unas dos semanas al paso que llevamos —dijo el barquero.

Dos semanas. Beaufort dudó que pudieran escapar durante tanto tiempo de las patrullas del sultán, pero se abstuvo de compartir sus temores. Por otra parte albergaba cierta esperanza. Quizá el buen Dios los había escogido para restaurar el Temple y devolverle sus días de esplendor. Contemplaba con preocupación las orillas y a menudo volvía la vista para comprobar si alguna embarcación los seguía. No había rastros de patrulla, sólo pacíficos riancheros llevando y trayendo mercancías.

47

La patrulla terrestre, diez hombres escogidos al mando del sargento Mutar, dio con la pista de los fugitivos al décimo día de viaje, pasada la posta de Tuna al-Yebel. El sargento hizo sus averiguaciones en el mercado de la ribera.

—Ayer estuvieron aquí —reconoció el interventor de abastecimientos—. Compraron carne, pescado, frutas y mijo, y contrataron una falúa rápida para ir río arriba. Tenían mucha prisa.

Esa noche, la patrulla acampó cerca de Anteópolis, al amparo de unos árboles. Quemaron en la hoguera tripas de ibis para ahuyentar a los mosquitos, bebieron cerveza de cebada, corearon un par de canciones obscenas, celebraron, ya en la cama, el cotidiano certamen de cuescos y se quedaron dormidos. A Lotario le había correspondido la tercera vela. Dejó transcurrir unos minutos para cerciorarse de que todos dormían y entonces se acercó a Mutar, que resoplaba arrebujado en su capote militar, profundamente dormido. Con movimientos cautos, Lotario desenvainó la daga y se acuclilló junto al sargento. Le puso la mano en el hombro y lo sacudió, despertándolo a medias.

—¿Qué sucede? —preguntó volviéndose. En cuanto mostró la garganta, Lotario lo degolló de un tajo limpio y profundo.

—Ya te dije que no llegarías a oficial —le susurró al oído mientras le sujetaba las piernas para evitar que sus estertores despertaran a los durmientes.

Después degolló al resto de la patrulla, uno tras otro, comenzando por los veteranos. Cuando acabó con todos, terció los cadáveres sobre los inquietos caballos sin darse un respiro y transportó la macabra carga hasta la orilla. Allí hizo un hueco en la espesura del cañaveral, cerca del agua, y amontonó los cuerpos al alcance de los cocodrilos, como había hecho días atrás con la patrulla del sargento Takla. No obstante, esta vez prefirió no degollar a los caballos. Ató a los animales de reata, recogió el hato, remontó el Nilo a buen paso y se emboscó en una espesura hasta la hora del calor, pasado el mediodía, cuando nadie circulaba por los caminos. Entonces abandonó el cañaveral, cruzó los campos de forraje y se internó en el desierto. Al tercer día se cruzó con un grupo de mercaderes de sal, esperó a que se perdieran de vista y liberó a los caballos, reservándose los dos mejores para la monta y la impedimenta.

Regresó al Nilo aquella misma noche y al amanecer entró en la plaza de una aldea polvorienta. En la barbería, donde los hombres del pueblo hacían tertulia, indagó sobre el paradero de los templarios.

—¿Tres hombres y dos muchachos? —intervino uno de los parroquianos—. Sí, ayer le alquilaron el falucho a mi sobrino. Pagan bien y tienen prisa. Creo que van a la isla Elefantina, donde tienen un pariente.

—¿Y a cuánto estamos de esa isla?

—A dos días.

A cincuenta kilómetros río arriba, Huevazos había preparado un guiso exquisito que todos comieron con avidez, e incluso repitieron.

—Me recuerda la carne blanca, tierna y estupenda del pollo de Arjona —dijo Lucas rebañando el plato—. Un pollo es un pollo en todas partes —razonó—. Porque esto que hemos comido era pollo, ¿verdad, Roque?

—Pues a mí me ha sabido más bien a langosta o a buey de mar —intervino Beaufort sacándose una brizna de entre los dientes—, aunque de sabor más recio que los que se pescan en las costas de Francia. Supongo que, como el Nilo es tan ancho, subirán a criar a estos cañaverales.

Huevazos se abstuvo de opinar, pero pretextó una necesidad fisiológica para visitar el cobertizo trasero y recoger la piel de cocodrilo que había puesto a secar. Había guardado el guiso sobrante en manteca, lo que aseguraba carne para varios días,
y
no quería que su clientela sintiera escrúpulos del reptil.

En Qasr atravesaron una zona pantanosa con altos cañaverales de papiro en los que pululaban serpientes acuáticas de, carnes delicadas y firmes. Espesas nubes de moscas los acosaban de día y los mosquitos les impedían conciliar el sueño de noche. Aixa estaba tan agotada que tenían que detenerse frecuentemente para que descansara.

—A este paso nunca llegaremos al lago —pronosticó Huevazos.

—Tenemos dos opciones —reflexionó Beaufort—: remontarnos nuevamente al desierto, donde corremos el peligro de caer en manos de los nómadas rebeldes, o proveernos de una embarcación y seguir por el río. Pero esta parte del Nilo está poco poblada y la policía fluvial daría con nuestra pista inmediatamente.

Al día siguiente atravesaron unos campos de labor y avistaron una mísera aldea de chozas. Beaufort y Huevazos se acercaron a comprar vituallas.

La aldea parecía desierta. Toda la gente estaba reunida en una plaza polvorienta frente a la casa del alcalde, de la que salían los aullidos lastimeros de las plañideras.

—¿Qué ocurre?—le preguntó Beaufort a uno de los aldeanos.

—Una desgracia tremenda, sidi. El hijo y sucesor de nuestro amo y alcalde se está muriendo.

Otros vecinos lo informaron del caso. Un muchacho de catorce años al que una inflamación de garganta estaba ahogando. Era una enfermedad conocida que los médicos de Tebas sabían tratar, pero hacía una semana que los mensajeros salieron a buscar un médico y no habían regresado.

—¿Alguien puede vendernos pan?—preguntó Huevazos.

El aldeano dirigió al forastero una mirada severa.

—Hace cuatro días que no amasamos pan.

Huevazos reparó en que los aldeanos tenían la cabeza cubierta de ceniza.

Regresaron a la linde de los campos, donde los esperaban Vergino y Aixa.

—Me parece que vamos a tener que seguir comiendo cebollas y tallos de cañas —dijo Huevazos.

Beaufort les explicó lo de la enfermedad del hijo del alcalde.

—Creo que es garrotillo —dijo Vergino—. Quizá pueda curarlo si no es demasiado tarde.

Fueron a la aldea y los dos templarios se adelantaron hasta la casa del alcalde. El mayordomo había salido a explicarle al pueblo la evolución de la enfermedad.

—Soy médico, buen hombre —le comunicó Vergino—. Dile al alcalde que me deje ver a su hijo.

El mayordomo entró con el recado y al instante volvió a salir acompañado de un hombre bajo y gordo, con los ojos hinchados por el llanto.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Sólo soy un viajero que atraviesa tus tierras —respondió Vergino—. Hace treinta años que soy médico y quizá pueda ayudar a tu hijo.

—Pasa, buen hombre —dijo el alcalde tomándolo de la mano— Si salvas a mi hijo, todo lo que tengo será tuyo.

La casa era espaciosa y limpia, con las paredes blanqueadas y decoradas con cenefas azules. Las habitaciones estaban llenas de mujeres, que se turnaban en las lamentaciones y los aullidos, con excepción de la del fondo, donde el muchacho yacía sobre el lecho de su padre, una cama enorme donde habían nacido y muerto varias generaciones de alcaldes. El muchacho estaba extremadamente delgado y consumido por la fiebre. Tenía los ojos apretados y apenas respiraba, salvo el débil silbido que brotaba de la boca abierta y reseca.

Vergino ordenó abrir la ventana y traer luces. Le bastó examinarle la boca y palparle delicadamente la garganta y la nuca.

—Es garrotillo —murmuró incorporándose. Y dirigiéndose al atribulado padre, inquirió—: ¿Hay en este pueblo un herrero?

—¿Un herrero? Sí, sidi, hay un herrero.

—Que venga inmediatamente y que las mujeres dejen de alborotar y preparen agua caliente, frazadas de lino, manteca y paños. También necesitaré cuerdas para atar al enfermo.

—¿Cuerdas? ¿Atar al niño? —preguntó el padre con aprensión.

—No tenemos tiempo que perder, hombre. Haz lo que te digo.

El alcalde salió a dar las órdenes pertinentes.

Compareció el herrero, un hombre robusto y tiznado, con el delantal de cuero de su oficio.

—Necesito un brasero con fuego vivo y un hierro que mida un palmo, más o menos, y sea fino como el meñique de una niña.

—¡Oír es obedecer! —exclamó el herrero, y salió a por lo que se le pedía.

La operación duró media hora. Con ayuda de unas tenazas, Vergino curvó adecuadamente la vara de hierro y después inmovilizó al muchacho mientras el hierro se ponía al rojo en el brasero. Lo más delicado fue sujetar la lengua con una cuchara mientras introducía el hierro candente en la garganta y rasgaba el velo mucoso que estaba ahogando al enfermo. Puso sumo cuidado en no tocar las cuerdas bucales, para no dejar mudo al paciente.

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