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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (31 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—¿A qué quinta?

—No dijeron dónde iban —respondió el posadero y, volviéndose a su trabajo, se desentendió del visitante.

—Tengo cierta urgencia en dar con ellos —dijo Lotario—. Si dices donde están te recompensaré debidamente.

Esta vez mostró una rutilante moneda de oro, medio besante veneciano.

El posadero se volvió y miró la moneda con ternura.

—Lo siento, amigo mío. No me dijeron adonde iban.

Lotario de Voss comprendió que había perdido la pista de los templarios. Devolvió la moneda a la faltriquera y abandonó la posada.

En cuanto se marchó, el posadero llamó a un hijo suyo.

—Ismael, sigue a ese hombre y averigua dónde se hospeda. Si pasáis cerca de alguna patrulla de guardias, denúncialo porque es compañero de esos extranjeros a los que busca el prefecto de la policía.

—Pues ¿quién es? —inquirió el muchacho.

—Y yo qué sé. No hagas preguntas. Es amigo de los francos que se hacían pasar por peregrinos.

Lotario deambuló por las callejas, atravesó el zoco del barrio y tomó un cuenco de garbanzos sentado en los soportales de la mezquita Abu Abbas. Había advertido que el hijo del posadero lo seguía. Era evidente, eso le parecía a él, que el posadero estaba conchabado con los templarios. Seguramente, el chico sabía dónde se alojaban y estaría más que dispuesto a decírselo sin mediar moneda alguna.

Apuró su sopa, devolvió la taza al tenducho y prosiguió su camino internándose por callejas cada vez más solitarias. En un recodo propicio aguardó al muchacho y lo agarró del cuello.

—Bien, perillán, ahora dime: ¿estimas tu vida?— El asustado muchacho asintió vigorosamente con los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a salir de las órbitas.

—¿Porqué me sigues? Estabais esperándome.

—Sidi, no sé dónde están tus amigos, créeme. La guardia del califa vino esta mañana a prenderlos y mi padre me ha ordenado que te denuncie a una patrulla. Tus amigos han cometido algún delito grave y por eso los buscan.

Luego la carta había llegado a su destino, pero Beaufort había escapado de la muerte una vez más. Se sintió aliviado. No se contentaría con la muerte de Beaufort si no lo mataba él mismo. Miró al muchacho y pensó qué haría con él. Podía eliminarlo silenciosamente, pero entonces el posadero asociaría su muerte con el visitante de la mano enguantada y la policía redoblaría su celo para atrapar al asesino. Optó por propinarle un puñetazo en la sien que lo privó de sentido, y lo dejó recostado contra un dintel, como si estuviera durmiendo la borrachera. Después, el teutón regresó sobre sus pasos, cruzó nuevamente el zoco y se dirigió al cuartel de Gaujara, el último lugar donde la policía buscaría a un sospechoso. No obstante, al día siguiente, se rapó las barbas, se recortó el pelo y cambió de aspecto. Por si acaso.

45

Lotario de Voss llevaba cuatro días en el cuartel de Guajara. Un oficial lo había examinado en el patio de instrucción, lo había visto correr con un saco de arena a la espalda y había comprobado que, a pesar de su manquedad, era un temible esgrimidor con la espada y la daga y que manejaba la maza de combate como un veterano. No había nada que enseñar al nuevo recluta y aun parecía que era él el que hubiera podido enseñar a los otros, oficiales incluidos. Lo declaró apto para el servicio a pesar de su edad, pero prefirió ponerlo a prueba como soldado raso antes de proponerlo para sargento.

El primer destino de un soldado raso era indefectiblemente la guarnición de una de las fortalezas que mantenían a raya a los beduinos en la línea del desierto. A la mañana siguiente, cuando ya Lotario estaba proyectando desertar para proseguir la búsqueda de los templarios por su cuenta, un oficial de palacio se presentó en busca de hombres escogidos para una patrulla de policía.

—¿De qué se trata? —preguntó el coronel.

—Un grupo de cristianos francos, cuatro hombres que estaban condenados a muerte, han raptado a la novia del general Zobar Teca y han huido Nilo arriba.

—¿Nilo arriba?

—Eso es lo que han declarado unos pescadores que los vieron embarcar hace dos noches. Al parecer pretenden llegar al país de los negros.

—¿Quién puede huir para refugiarse en un lugar que los propios cocodrilos aborrecen? —dijo escupiendo en el polvo—. Hay que estar locos.

—Supongo que habrán pensado ocultarse entre los cristianos etíopes. En cualquier caso no llegarán muy lejos, pero hay que salir a capturarlos.

—Se ha alertado a la policía fluvial, aunque es posible que los fugitivos prefieran ir por tierra, lejos del río; incluso puede que se internen en el desierto.

El oficial designó dos patrullas de diez hombres cada una Para que remontaran las dos riberas del gran río. El recluta Lotario de Voss se ofreció voluntario.

—Queremos soldados, no reclutas —dijo el coronel apartándolo con la vara de mando.

Lotario no se movió de su sitio.

—Sidi —insistió—, si los cristianos se dispersan y apresamos a uno de ellos, quizá sea necesario que alguien hable su idioma y lo interrogue para dar con los otros.

—Llevas razón —admitió el oficial—. Ve con ellos.

46

La falúa remontaba la mansa corriente con su vela triangular henchida por la brisa. Desde la toldilla de popa, Lucas veía pasar el variado espectáculo de las orillas, los barrizales, la rica llanura surcada por canales de regadío por los que se deslizaban toda clase de embarcaciones de transporte y de pasajeros.

—El papiro es uno de los grandes dones del Nilo —le explicaba Vergino señalándole los espesos cañaverales—. Esas cañas de hasta seis metros se abren en láminas y se convierten en un excelente papel. Muchas aldeas viven de eso.

Lucas miraba a una orilla y después a la otra. El paisaje era de una belleza monótona: palmerales, campos de cultivo, lagunas pobladas de garzas, de patos, de pelícanos; pueblecitos blancos de los que sobresalían los alminares ocres y, a lo lejos, mesetas cárdenas separadas por valles oscuros a donde alcanzaba el verdor del limo cultivable. A veces entre las mesetas, a lo lejos, asomaban lenguas del desierto rojo que se extendía hasta un remoto horizonte. Así pasaron Naukratis y la llanura de Giza, donde contemplaron las pirámides a lo lejos, como una aparición fantasmal.

Un día, los falsos peregrinos amanecieron con retortijones en el estómago y tuvieron que desembarcar para aliviarse entre los árboles. El único que se salvó del percance fue Huevazos, cuyo estómago era capaz de digerir piedras.

Mientras esperaban el regreso de los enfermos comentó al barquero:

—Ese desarreglo va a ser de comer tanta cebolla y tanta berenjena, que parece que aquí no sabéis comer otra cosa, y nosotros, como somos moros de Granada, estamos acostumbrados a más variedad y a cosas que se peguen al riñón, o sea, carne,

El barquero se introdujo los dedos debajo de la gorra grasienta y se rascó la cabeza.

—Yo, no es por meterme donde no me llaman —dijo—, pero me parece que la cebolla y la berenjena no tienen la culpa. Ayer les cocinaste un varano del Nilo.

—¿Y qué pasa? —replicó Huevazos—. Un varano es como un lagarto, ¿no? En mi tierra nos comemos los lagartos y no pasa nada.

Huevazos pasó por alto que no todo el mundo comía lagartos en su tierra.

—Pues aquí sí pasa —replicó el barquero—, porque todo el mundo sabe que la carne de varano es venenosa. Y no me tires de la lengua y tengamos la fiesta en paz, porque en los tres días que llevo con vosotros estoy viendo cosas que no había visto en mi vida.

—¿Qué cosas? —se encaró Huevazos.

—Pues, por ejemplo, que anteayer les diste cormorán, una carne que hasta los cocodrilos rechazan.

—Somos viajeros baqueteados por el camino —comentó el escudero encogiéndose de hombros—. No podemos mantenemos de gachas y cebollas. Para criar sangre hay que comer carne.

—No; si yo no digo nada, pero que no sé qué pensarían tus amos si supieran la de marranadas que les cocinas. Huevazos le dirigió una mirada suspicaz.

—Más te vale no soltar palabra, porque como te vayas de la lengua mañana les daré a comer barquero del Nilo, y yo me reservaré las criadillas y los hígados. Encebollados, ¿eh?, para que veas que no tengo nada contra vuestras cebollas.

El barquero tragó saliva y miró a Huevazos para ver si estaba bromeando, pero le pareció que hablaba en serio.

El trasiego de falúas y almadías por el río era tan notable que Beaufort aconsejó que Aixa permaneciera oculta bajo la toldilla durante el día y sólo abandonara el confinamiento al caer la noche. Era una precaución necesaria porque, a veces, se cruzaban con embarcaciones de la policía fluvial, con un gallardete rojo en el extremo de la vela. Así navegaron por espacio de una mana. Lucas aguardaba impaciente a que se hiciera de noche el placer de charlar con la muchacha a la luz de la luna. Ya había confiado, con permiso de Vergino, su condición de cristianos.

Al sexto día llegaron a un represamiento del río donde el barro procedente de las bocas del lago Dionisias retardaba la navegación. El barquero introdujo un brazo en el agua, arrancó un brote tierno del fondo y lo masticó para absorber el jugo.

Huevazos lo imitó.

—Está dulce —dijo—. No está mal. ¿Qué es? —Papiro joven —respondió el barquero—: quita la sed, robustece los dientes y el jugo es bueno para la vista y para los riñones.

Cruzaban cargueros, veleros esbeltos y pequeñas barcas de pescadores o de recreo, unos pintados de azul, otros de blanco, otros de bermellón, todos con el ojo protector del profeta dibujado en la proa. En la orilla, un majestuoso ibis blanco hurgaba entre las cañas buscando alimento. De vez en cuando clavaba con decisión el largo pico en el limo y capturaba un animalejo. Huevazos dormitaba gran parte del día mecido por el río. Sólo se animaba cuando veía algún animal grande, cocodrilo o jineta, susceptible de ser cazado. Todas las noches, cuando atracaban en la orilla, armaba su ballesta y salía a buscar carne. Casi siempre volvía con algo, ya cortado y deshuesado, y se regocijaba de que con aquellos animales que nunca vieron ojos cristianos se pudieran preparar estupendos asados a la manera de Castilla, con su ajo y su tomillo.

En la popa de otra falúa, a unos días de distancia, Lotario de Voss meditaba. El general Zobar Teca había asumido personalmente las operaciones para buscar a su novia secuestrada. Había enviado cuatro patrullas al Nilo. Dos de ellas estaban registrando el delta. Entre los siete canales del delta había más de mil aldeas de campesinos y un laberinto de caminos que conducían a haciendas particulares, a casas de recreo y a aldeas de pescadores. Las dos patrullas tardarían más de un mes en registrarlo todo, incluso si contaban con la ayuda de la policía local. No había cuidado por esta parte.

Las otras dos patrullas remontarían el Nilo, una por cada orilla, y la policía fluvial les facilitaría sus embarcaciones. Lotario formaba parte de la patrulla encargada de la orilla derecha.

Lo que lo preocupaba era la patrulla de la orilla izquierda, la que estaba al mando del sargento Takla, un moro sanguinario y cruel, especialista en la captura de esclavos huidos. ¿Qué ocurriría si Takla capturaba a los fugitivos? Sin duda decapitaría a los dos templarios y al criado, demasiado viejos para trabajar en las minas estatales, e incluso para venderlos en el mercado de esclavos, y sólo respetaría la vida de los muchachos. La posibilidad de que Takla ajusticiara a los templarios lo preocupaba. El viejo templario era, seguramente, la única persona de la expedición que conocía el paradero del Arca. Muerto el viejo, todo el negocio se iría al traste. No podría encontrar el Arca y no tendría con qué negociar la libertad de Gunter. Todos los trabajos y todos los peligros que había desafiado desde que Nogaret lo liberó de las prisiones del rey no servirían de nada, todos los sueños que había ido forjando desde entonces se perderían como la lluvia en el mar. Adiós a la galera capitana con un fanal dorado en la popa, adiós al manto bordado con el que comparecería ante el basileo bizantino para ofrecerle sus servicios, adiós a la princesa porfirogéneta con la que se casaría en la catedral de Bizancio y adiós al palacio de mármol con mesas de nácar y techos de mosaicos en el que vería crecer a sus hijos y a los de su hermano Gunter; adiós, también, a la gloria de las batallas, a las provincias que arrebataría a los bárbaros, adiós a los sueños más allá de los sueños que se atrevía a forjar en los insomnios de sus noches solitarias. Tenía que velar por la vida del templario viejo a cualquier precio, hasta que lo condujera al escondite del Arca.

Treinta kilómetros Nilo arriba, Vergino, ignorante por completo de los protectores desvelos de Lotario, contemplaba las aguas cenagosas desde la popa de la falúa.

Los días se hicieron rutinarios. Aunque cambiaban de embarcación casi a diario, cada cual se había acostumbrado a ocupar el mismo lugar: Huevazos junto al barquero, en la popa, ayudando con el timón y la vela; los dos templarios en la proa, conversando en francés en voz baja; Lucas en el pescante de la toldilla, soñador, a veces fingiendo que pescaba o incluso pescando, con escaso éxito; Aixa a cubierto, mortalmente aburrida, desafiando a veces las normas y levantando un poco la lona para contemplar la orilla.

Después de navegar diez días dejaron El Cairo atrás. El tránsito fluvial decreció y Aixa pudo abandonar la toldilla. Ahora discurrían por un valle fértil encajado en el desierto. Era un placer contemplar la vegetación exuberante, los palmerales, las viñas, los espesos cañaverales de papiro, los frondosos sauces, las apretadas acacias, los emparrados que daban sombra a las casas blancas de una sola planta, con ventanas azules, el bullicio de la vida en el río, la increíble cantidad de aves grandes y pequeñas que poblaban el cielo y las orillas. De vez en cuando asaban ante una aldea que se asomaba al río al abrigo de los tamarindos y veían estanques alimentados por canales donde se refrescaban los búfalos o grupos de aldeanos descansando en hamacas a la sombra de los sicómoros o celebrando meriendas campestres. Algunos daban muestras de haber bebido los licores que reprueba el profeta, porque al verlos pasar los saludaban a voces alegremente. En las huertas y los campos de cultivo se veían cuadrillas de campesinos inclinados al sol, con grandes gorros de paja. A Lucas le pareció que eran esclavos.

—No son esclavos, sino campesinos libres —corrigió Vergino—. Pero trabajan de sol a sol y son más felices que los siervos en tierras cristianas porque aquí la tierra es fértil y asegura excelentes cosechas. Aquí no se conocen las hambrunas.

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