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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (32 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—¿Y a qué esperan los reyes cristianos para hacerse con estas tierras?

Beaufort sonrió ante la simpleza del muchacho. Lanzó una piedrecita al agua y dijo:

—Amigo Lucas, los reyes cristianos no son tan poderosos como crees. —Y pensó: «Por eso necesitamos el Arca.»

Durante los ardores del día, el barquero acercaba la falúa a la orilla para que sus pasajeros sestearan a la sombra fresca de un emparrado o de un palmeral. El barquero se mostraba más que satisfecho con el salario que percibía y hubiera estado dispuesto a llevarlos al fin del mundo, pero Beaufort decidió prudentemente despedirlo cuando llegaron a Tuna al-Yebel. Se hospedaron en una buena fonda, haciéndose pasar por corredores de trigo camino de Deir al-Bahari.

La ocasión que Lotario esperaba llegó una semana después, mientras la patrulla acampaba al sur de Helión. El sargento Mutar había interrogado a un barquero que transportó a los falsos peregrinos dos días antes. No cabía duda, la descripción del grupo coincidía y el muchacho imberbe y silencioso que ocultaban bajo la toldilla era la huida Aixa. El barquero había notado que hablaban un árabe demasiado vocalizado para ser egipcio y que los dos hombres altos cuchicheaban en un idioma extranjero.

—Necesito un voluntario que cruce el río y avise al sargento Takla.

Lotario levantó la mano.

—¿Tú, abuelo? —se sorprendió el sargento Mutar, y añadió con sorna—. ¿No eres demasiado viejo para estos trotes?

La respuesta de Lotario restalló como un látigo.

—Soy más fuerte que tú y no tengo que fingir que voy de putas al final de la jornada cuando buscas a una mujer que te unte manteca en el culo escocido.

Los soldados sabían que el trasero del sargento no soportaba las largas cabalgadas y constantemente hacían chistes sobre,

ello, pero nadie se había atrevido jamás a decírselo. El sargento, rojo de ira, el puño apretado sobre la fusta de verga de rinoceronte que simbolizaba su autoridad, se acercó a Lotario en actitud amenazante. Lotario, que le sacaba un palmo de altura, le sostuvo la mirada.

—Los tienes bien puestos, ¿eh? —observó Mutar con una sonrisa torcida—. Está bien. Esta tontería no debe interferir en el cumplimiento de la misión que nos han encomendado. Voy a darte gusto para que veas que no te guardo rencor. A partir de ahora vas a ser el voluntario de todos los servicios que vayan surgiendo. —Ensanchó la sonrisa—. Y cuando hayamos cazado a los fugitivos comprobaremos si eres más fuerte que yo y todo lo demás. Ahora ve al otro lado del río e informa al sargento Takla de que hemos encontrado la pista. Dile que mañana estaremos en Aifar.

—¡Oír es obedecer! —respondió mecánicamente Lotario, pero había en su mirada un desafío que desmentía el formulario acatamiento.

Confiscaron una falúa pescadora para que llevara al mercenario y a su caballo a la otra libera. Una vez allí, Lotario se encaminó a la aldea más cercana y habló con el alguacil. La patrulla del sargento Takla llevaba medio día de delantera. Cabalgó toda la noche entre huertas hasta que, al amanecer, encontró a la patrulla, que había pernoctado en una alquería y se estaba preparando para proseguir. Lotario se presentó ante Takla y le dio la novedad.

—Bueno, parece que estamos a punto de echarles el guante —reflexionó el suboficial—. Nos acercaremos más al río e iremos interrogando a los riancheros en cada embarcadero. ¿El sargento Mutar está bien?

—Estupendamente, sidi, un poco escocido en sus partes, pero contento y feliz.

El sargento Takla se sonrió de las tribulaciones ambulatorias de su colega.

—Bien, anciano, toma un cuenco de sopa, come y regresa con los tuyos.

—¡Oír es obedecer!

La ocasión era perfecta. Mientras los hombres atendían a los caballos, el cocinero, con la humeante sopa ya preparada, estaba desmigando pan sobre un odre donde había derretido manteca de oveja y añadido especias. Lotario se ofreció a traerle el caldo y aprovechó para agregarle a la marmita el contenido de una redomilla de veneno que había adquirido en el zoco de Túnez.

Él se sirvió el primero, se retiró a un claro de la arboleda y vertió en tierra el contenido de la escudilla. Cuando regresó, los soldados estaban tomando sopa y algunos incluso repetían.

—Bueno, sargento, si no ordena otra cosa, yo tengo que volver junto a los míos.

—Transmite mis saludos al sargento Mutar.

Lotario se inclinó llevándose la mano al pecho, montó en su caballo y, sin volver la cabeza, se alejó por el palmeral. En el primer recodo descabalgó, ató la montura a un árbol y volvió sobre sus pasos para espiar a la patrulla al amparo de la maleza. El veneno estaba haciendo su efecto. Varios hombres yacían en el suelo entre agónicas arcadas, otros deambulaban como borrachos, las manos en el estómago, escupiendo y vomitando. El sargento Takla había intentado montar a caballo, para buscar auxilio, pero había caído en tierra y tenía un pie enganchado en el estribo.

Lotario dejó pasar unos minutos. Cuando se acercó, los ocho hombres habían muerto y el cielo comenzaba a clarear. Tenía que actuar rápidamente antes de que los hortelanos más madrugadores salieran al campo. Con los caballos ensillados transportó los cadáveres hasta la orilla del río y se internó en un cañaveral fangoso hasta que los altos y espesos papiros le proporcionaron un escondite adecuado. Dejó caer los cadáveres en el barro y, tomando los caballos aparte, un poco más lejos, los degolló uno a uno. Después se alejó aprisa del manglar. En cuestión de minutos aquello sería un hervidero de cocodrilos. La intervención de los saurios formaba parte de su plan. No dejarían rastro y en Alejandría creerían que la patrulla desaparecida seguía tras la pista de los fugitivos.

En aquel preciso instante, en la ribera opuesta del Nilo, a medio día de distancia aguas arriba, los falsos peregrinos desayunaron frugalmente y caminaron un trecho entre plantaciones y palmerales, hasta una aldea cercana donde contrataron una falúa. Aquella etapa del viaje era más variada. Los antiguos templos de los faraones se alzaban en la orilla derecha y los viajeros iban de asombro en asombro al contemplar los potentes obeliscos de piedra, las avenidas franqueadas por enormes esculturas de carneros, los conjuntos monumentales con sus patios ruinosos invadidos de acacias y tamariscos. Al atardecer, con el sol rojizo hundiéndose en la raya del horizonte, las ruinas faraónicas se teñían de oro viejo sobre el fondo oscuro de las frondas y su melancólica contemplación sumía a Vergino en un concentrado mutismo. «El mundo se ha hecho viejo, muy viejo», murmuró cuando Beaufort le puso la mano en el hombro.

Navegaron de noche con las luces de Tebas a lo lejos y cambiaron de embarcación en Kom Ombo. Tres días después, al atardecer, pasadas las canteras de Yebel Silsileh, avistaron la línea verde de la isla Elefantina.

—Llegamos al final de nuestro viaje —suspiró Vergino, satisfecho.

Desembarcaron en una aldea de pescadores y un carpintero de ribera los envió a la casa del maestro, un anciano vigoroso de barba blanca y mirada bondadosa que habitaba una espaciosa dependencia de las ruinas de un antiguo templo. Compartió con sus huéspedes una sopa de pescado migada de pan de cebada.

—Está excelente —alabó Vergino—; reconozco en ella comino y laurel, pero ¿qué otra especia contiene?

Abu Said sonrió con ojos maliciosos.

—La más humilde de las especias, ¿podéis adivinarla?

Vergino tomó otro sorbo de su escudilla y lo paladeó.

—Estragón, quizá —sugirió.

—Canela y leche agria —corrigió Abu Said, divertido.

—Nunca hubiera sospechado que combinara tan bien con el pescado —dijo Vergino.

Bebieron la sopa en silencio durante un rato y luego Vergino comentó:

—Veo que tenéis el techo cubierto de atadijos de hierbas, ¿os interesa la herboristería?

—Es mi principal afición —reconoció Abu Said—. Y aunque sea vanidad, me enorgullezco de ser capaz de curar con los antiguos remedios al que cae enfermo en este pueblo. Sólo los que necesitan cirujano van a Tebas.

Vergino también era especialista en hierbas y remedios. Intercambiaron algunas recetas y prolongaron la conversación mientras los demás dormían. La noche era agradable y fresca. Abu Said invitó al templario a pasear por las terrazas del antiguo templo, con el Nilo brillando bajo la luna.

—¿Me confiaréis ahora el motivo de vuestro viaje? —preguntó Abu Said—. No es muy frecuente ver extranjeros en Elefantina.

—No os ocultaré que soy cristiano —dijo Vergino—, aunque he convivido con musulmanes una parte de mi vida y algunas veces he llegado a concebir que el conocimiento mutuo pudiera reconciliarnos algún día. —Abu Said asintió, comprensivo.

También él compartía esa creencia. Con un gesto lo invitó a continuar—. Ahora estoy traspasando los umbrales de la vejez —prosiguió Vergino—, y antes de morir quisiera ver cumplido un vehemente deseo que me ha acompañado toda mi vida: visitar el templo donde está el Arca de las Escrituras.

—Ese templo que dices no existe ya —dijo Abu Said—. Mañana podremos visitar sus ruinas si lo deseas.

—Pues ¿qué se hizo de la comunidad y del Arca?

Abu Said tomó asiento en un banco de piedra. Vergino se sentó a su lado.

—Conozco bien la historia —comenzó el egipcio— porque figura entre los papeles que heredé de mi padre y él a su vez de mi abuelo. No sé si sabrás que cuando los judíos vivían en Jerusalén hubo un rey que apostató de su religión.

—Manases —dijo Vergino.

—¿Se llamaba así? Bien, nosotros lo conocemos simplemente por el Apóstata. Entonces un grupo de sacerdotes devotos decidieron salvar el Arca y la sacaron subrepticiamente del Templo. Eso ocurrió seis siglos antes de que naciera Jesús, vuestro profeta. Los fugitivos vinieron a Egipto y fundaron una comunidad en Meroe, pero, después de un tiempo, la guerra los obligó a emigrar Nilo arriba en busca de lugares más tranquilos. Entonces se establecieron en Elefantina, y prosperaron tanto con el comercio fluvial que, al poco tiempo, casi toda la isla era suya y mantenían una potente flota que bajaba y subía mercancías hasta El Cairo y más allá. Parte de estas ganancias las invirtieron en construir un templo idéntico al de Jerusalén.

—Y ese templo ¿hasta cuándo perduró?

—Cinco siglos antes de Jesucristo, los persas conquistaron el país y destruyeron casi todos los templos de Egipto, pero respetaron el templo judío de Elefantina. Creo que el rey persa quería congraciarse con el Dios de los judíos. El caso es que el templo se salvó, pero no sobrevivió a la siguiente invasión. Un siglo después lo incendiaron y lo destruyeron.

—¿Y qué fue del Arca?

—El Arca no se perdió. Cuando vieron que peligraba la pusieron a salvo, creo que Nilo arriba.

—¿No sabes adonde la llevaron?

—No. Mis papeles cuentan la historia de los judíos de Elefantina, pero no dicen nada de ellos después de que se disolviera la comunidad. Lo perdieron todo y simplemente huyeron. He oído que unos remontaron el río Takazze y otros el Nilo, eso es todo lo que sé.

Los ancianos permanecieron un rato en silencio mientras la luna surcaba el firmamento y se duplicaba en las turbias aguas del Nilo. En San Baudelio, meditaba Vergino, el guerrero del escudo redondo representaba a Alejandría y el elefante a la isla Elefantina. El fresco siguiente representaba un oso.

—¿Hay alguna ciudad o alguna isla que se llame del Oso?

Abu Said permaneció pensativo.

—No me suena el Oso. ¿Una ciudad, dices?

—Una ciudad o una isla o quizá una montaña.

Abu Said consideró el asunto con el entrecejo fruncido.

—El oso puede ser el nombre antiguo de Sudán, una tierra árida y seca que hay en la cabecera del Nilo. Antes había un refrán que decía «bajar del Oso al Pato», refiriéndose al recorrido del Nilo, desde las tierras altas al delta. Claro, ése debe de ser el Oso que dices.

—¿Y a qué distancia está?

—¿El Sudán? A un mes de navegación, fuera del tiempo de las crecidas. No te aconsejo que llegues tan arriba. Allí no encontrarás la justicia del sultán. Es tierra peligrosa.

Vergino prefirió no decir nada sobre lo amparado que se sentía por la justicia del sultán con las patrullas de mercenarios pisándole los talones.

—En Castilla, más allá de al-Andalus, hay un templo muy antiguo que muestra el camino del Arca en las pinturas que decoran sus muros. La figura de Alejandro, con escudo y lanza, significa Alejandría, y un elefante significa la isla Elefantina, donde se establecieron los judíos que sacaron el Arca de Jerusalén. La siguiente pintura era un oso, que puede ser Sudán, y a continuación aparecen un arquero cazando un ciervo, un jinete que persigue unas liebres y, por último, un halconero.

—Esas figuras no me dicen nada —reconoció Abu Said negando con la cabeza—. Más allá de Sudán no sé lo que habrá: serpientes, mosquitos y el país de los negros, creo.

Miraba a Vergino con un extraño brillo en la mirada. Quizá lo tomaba por loco. De manera que era eso. Estaban buscando el Arca de Salomón, un objeto perdido hacía más de mil años. Venían de la otra parte del mundo, de Granada, persiguiendo una quimera. Un hombre sabio, que entendía tanto de hierbas, de cocciones y de emplastos, había perdido el juicio y arrastraba consigo a un grupo de chiflados a los que habría llenado la cabeza de sueños y de humo. El anciano sacudió la cabeza con incredulidad, lamentando que la vejez fuera tan cruel con algunas personas.

—Creo que se nos está haciendo muy tarde —dijo—. Será mejor que nos acostemos.

Al día siguiente, los falsos peregrinos volvieron al río monótono y turbio y lo remontaron en silencio, cada cual sumido en sus pensamientos. Habían albergado esperanzas de alcanzar su objetivo en la isla Elefantina y ahora resultaba que la isla era solamente un hito intermedio en un largo viaje; eso les había explicado Vergino. Ni siquiera estaban seguros de las estaciones que los separaban todavía del final de la peregrinación.

Lucas y Aixa hablaban menos que en los primeros días. Era como si un sentimiento nuevo que requería distancia y meditación estuviera creciendo entre ellos, estorbando quizá su recién estrenada amistad. Al día siguiente pasaron cerca de un rebaño de ovejas con un pastor joven, beduino, que tocaba el caramillo con los pies metidos en el agua. Al paso de la falúa levantó la mano y los saludó. Huevazos le devolvió el saludo.

—¿Nos vendes un borrego? —le gritó haciendo bocina con las manos.

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