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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (30 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Si vuestro camino es la isla de Elefantina, como sospecho —prosiguió Centurione—, tendréis que remontar el Nilo. En tal caso me permito aconsejaros que embarquéis inmediatamente y que no escatiméis esfuerzos para alejaros de Alejandría. Os conviene saber que existe una red de postas entre las aldeas fluviales, de manera que cada dos o tres leguas podréis cambiar de embarcación y tomar remeros de refresco. Lo malo es que eso sale caro, pero así es la prisa.

—Tendremos que pagarlo, ¡qué remedio! —Durante la noche, muchas embarcaciones de hortelanos zarpan de regreso a los pueblos, aprovechando la brisa favorable que sopla del mar. Os será fácil encontrar pasaje en una de ellas y que os lleve lo más lejos posible. Si aceptas, uno de mis criados puede buscaros una barca adecuada.

Beaufort comprendió que no tenían alternativa.

—¿Cómo podremos pagarte lo que haces por nosotros?

—No sé cómo podréis y la verdad es que me gustaría cobrarlo. —Rió Centurione con risa cascada—. No estoy acostumbrado a hacer favores gratis. Vamos a suponer que algún día los templarios conseguís capear el temporal y volvéis a ser poderosos y temidos. Entonces acuérdate de mí y pronuncia unas palabras favorables al oído del gran maestre. Mejor todavía seria que tú fueras el gran maestre. El Temple y yo haríamos grandes negocios.

Centurione apartó los vasos de horchata y sirvió dos copas de fuerte vino cretense. Ofreció una al templario y levantó la otra para brindar, sin mucho entusiasmo.

Beaufort bebió un sorbo. Le quemaba el alcohol en la garganta, la misma sensación extraña que solía acometerlo en Tierra Santa antes del combate. La boca le sabia a sangre.

43

—Tenemos que abandonar Alejandría ahora mismo —anunció lúgubremente—. El visir nos apresará mañana. La carta que hemos traído de Granada es una solicitud para que nos entregue al verdugo.

El criado lombardo llegó a media noche.

—Ya tengo la embarcación. Es una falúa estrecha, muy veloz, que va a El Faiún.

—¿Dónde está eso?

—Lejos, más allá de Giza. El barquero es de confianza y tiene dos hijos experimentados que lo ayudan. Ya les he pagado. Volveré a recogeros dentro de cuatro horas, un poco antes del amanecer. Debéis estar preparados. Ahora tengo que informar a mi señor.

Lucas estaba conmocionado desde que recibió la carta de Aixa. Con el preciado papel en la faltriquera deambulaba del patio a la estancia, soñando con la posibilidad de una vida al lado de la muchacha y sintiendo flaquear, por momentos, su vocación religiosa. Quizá no era el mejor momento para reflexionar. Además, sentía remordimientos porque se había desentendido de la suerte común para atender sus propias apetencias. ¿Cómo iba a comunicarle a los demás que Aixa, aquella muchacha tunecina con la que apenas había intercambiado unas palabras durante la travesía del Mediterráneo, les pedía ayuda para huir del jefe de las tropas del sultán? Si tenía que rescatarla, y su caballeroso sentido del deber lo impulsaba a ello, tendría que hacerlo por su cuenta. No podía ponerlos en peligro a todos en un momento tan delicado. Por otra parte, no había tiempo que perder. Cada instante que Aixa estuviera cerca de Zobar Teca le parecía un infierno intolerable.

Tomó su daga y un diminuto broquel y salió a la calle. No había luna y las estrellas brillaban en el firmamento. Preguntando a los mugreros, que recogían los desperdicios con destino a las huertas, y a los panaderos, que amasaban a la puerta de las tahonas, se encaminó hacia su objetivo. Una hora después contemplaba la fachada principal del palacio de Zobar Teca, iluminada por dos enormes fanales. La imponente puerta principal estaba cerrada. Fingiéndose un transeúnte apresurado, por si algún centinela vigilaba la calle, fue rodeando el edificio hasta alcanzar la parte trasera. Ascendió por la calleja maloliente donde estaba la puerta de hierro que Aixa indicaba en su mensaje. El muro era alto y por encima de las almenas asomaban las copas de los cipreses mecidos por la brisa marina. La puerta disimulada estaba al final de la calleja. Con el corazón en la garganta, puso la mano en el frío metal y empujó ligeramente. La plancha cedió con un suave roce de goznes recién engrasados. Lucas se detuvo angustiado. Podía tratarse de una trampa. Después de todo, no sabía nada de Aixa, aparte de su nombre. No sabía si la muchacha conocía las letras. No era muy frecuente que una mujer supiera escribir, ni siquiera lo era en un hombre. Él mismo había conseguido descifrar a duras penas las letras arábigas del mensaje.

¿Era miedo lo que sentía? El temor a que aquello pudiera ser miedo lo impulsó a seguir adelante. Lo malo no es el miedo —recordó las palabras de su padre—, sino no poder sobreponerse a él. Con un leve rumor acerado extrajo la daga de su vaina de cobre. Empujó la puerta un poco más, rastrillando una acumulación de hojas muertas, hasta que la abrió lo suficiente para entrar. Respiró hondo y se deslizó en el interior del jardín. Estaba oscuro, al fondo brillaba una luz solitaria en la fachada del palacio, detrás de una masa oscura de árboles, entre los cuales apenas se percibía el murmullo de una fuente.

Lucas caminó casi a tientas, evitando el sendero donde el rumor de pasos sobre la gravilla hubiera delatado su presencia. Desde el claro donde brillaba la fuente susurró: «¡Aixa, Aixa!»

No hubo respuesta.

Avanzó un trecho hacia la fachada de la casa. La mano que empuñaba la daga le sudaba tanto que de vez en cuando tenía que secársela en la ropa. Llamó nuevamente: «¡Aixa!»

—¡Aquí, Selim! —¿Era su voz? El corazón de Lucas palpitó descompasadamente.

Una sombra se deslizó desde el fondo del jardín. A la débil luz, Lucas reconoció a Aixa. La muchacha corrió hacia él y lo abrazó, se aferró desesperadamente a él como el náufrago a la tabla que puede salvarlo. Lucas, confundido por la efusión de la muchacha, sintió una conmoción interior, pero no se abandonó a ella porque el sentimiento de peligro era aún más fuerte.

—Tenemos que salir de aquí —urgió—. Es peligroso.

Ella estuvo de acuerdo. Lucas la tomó de la mano y le mostró el camino hasta la puerta del jardín. Salieron.

En el patio de la posada del León, Huevazos esperaba impaciente.

—¿Dónde demonios te has metido, amo? —le espetó al verlo aparecer—. Hace dos horas que te buscamos. Tenemos que poner tierra por medio antes de que sea demasiado tarde. Ya hemos contratado un barco que nos llevará río arriba.

Beaufort y Vergino estaban explicándole al posadero que uno de los dignatarios de la corte, al que conocieron en la recepción, había insistido en hospedarlos en su quinta de recreo al lado del río y les enviaba un barquero para trasladarlos.

Cuando el posadero se marchó a sus quehaceres, satisfecho con la generosa propina con la que los falsos peregrinos lo habían compensado por las molestias, Lucas se acercó a los templarios.

—Monseñores, no sé cómo deciros que llevaremos una pasajera.

—¿Qué dice este loco? —murmuró Beaufort.

—Que Aixa vendrá con nosotros —repuso Lucas con mayor firmeza. Y, volviéndose hacia la casapuerta, le indicó a la joven que se aproximara.

Estaba oscuro y Vergino no la reconoció.

—¿De dónde sale esta muchacha?

—La tenían secuestrada —explicó Lucas—. Sólo quiere regresar a su patria.

Beaufort negó vigorosamente con la cabeza.

—No podemos llevarla con nosotros —dijo—. Nos pondrá en peligro a todos.

Vergino le puso en el brazo una mano conciliadora al tiempo que preguntaba a Lucas:

—¿Por qué quieres que venga?

—Porque nos necesita. La quieren casar con un hombre execrable.

Vergino reflexionó.

—Está bien. Que venga con nosotros. Pero que se vista de hombre y procure pasar inadvertida.

44

Durante la travesía, Lotario de Voss se había informado de la situación en Egipto. El sultán estaba reclutando mercenarios contra los beduinos rebeldes. Se temía que si las tribus del desierto se federaban pudieran atacar El Cairo.

Cuando la nave atracó en Alejandría, Lotario de Voss se presentó ante los aduaneros como un franco renegado que aspiraba a ingresar en el ejército del sultán. La empuñadura de una espada sobresalía del hatillo que llevaba al hombro.

—¿No eres muy viejo para ser mercenario? —le preguntó el agente gubernamental.

Lotario se fingió corto de entendederas, verdadera carne de cañón.

—Es lo único que sé hacer —respondió—. He combatido desde que tenía dieciocho años.

El agente se encogió de hombros y garrapateó el nombre del extranjero en un vale que llevaba el sello de la mesa correspondiente. Llamó a un guardia y le entregó el papel.

—Acompaña a este hombre ante el teniente del puerto. Está deseoso de servir al sultán.

Lotario se echó al hombro el hatillo, bajó la pasarela y se abrió paso entre la gente siguiendo al guardia.

El cuartel estaba a la entrada del puerto. Pasaron debajo de un arco, donde un centinela mordisqueaba un trozo de pescado seco, y accedieron a un patio cubierto por una acogedora parra. Un hombre gigantesco, vestido con media cota desabrochada que dejaba al descubierto un pecho musculoso y depilado, tallaba un trozo de madera.

—¿El oficial de turno? —preguntó el guardia. El hombrón no se molestó en levantar la vista —Soy yo.

—Aquí traigo a un extranjero, un guerrero franco que quiere servir en las tropas del sultán —anunció dejando el recibo sobre la mesa.

El oficial plegó la navaja y la guardó antes de levantar la mirada para contemplar apreciativamente la nueva adquisición del ejército del sultán.

—¿Sabes combatir?

—No he hecho otra cosa desde que era joven.

—¿Tienes dinero?

—He gastado las últimas monedas que tenía en el pasaje—. El gigante asintió gravemente.

—Entonces tendrás que comenzar como un simple recluta, con poca paga. Ponte cómodo. A media mañana traen el rancho del cuartel de Gaujara y los peroleros te llevarán a tu destino.

A la hora indicada llegaron dos pinches de cocina con un carrito portátil en el que llevaban el rancho del día en ollas cerradas con pasadores y candados. Una precaución necesaria para evitar que los pinches vendieran parte del guiso durante el trayecto y compensaran la merma añadiendo agua. Cuando terminaron de repartir el rancho y los últimos hambrones rebañaron las ollas, los pinches regresaron al cuartel de Gaujara y le enseñaron las oficinas al nuevo recluta.

—Tienes suerte, franco —dijo el coronel que lo examinó—. Estamos formando un nuevo regimiento para la guerra beduina y si demuestras tener la experiencia que dices te auguro que pronto serás sargento, con paga considerable y un futuro asegurado.

A la mención del futuro asegurado, el escribiente de servicio, un hombre delgado y triste, levantó una mirada desencantada que no le pasó desapercibida a Lotario de Voss.

Le asignaron un equipo y un catre en uno de los malolientes barracones de adobe.

—Ahora estás libre hasta la oración de la tarde —le dijo el coronel cuando se presentó nuevamente ante él—. Si sales a la ciudad no te metas en líos o conocerás el látigo antes de tiempo.

Era mediodía y el sol ardía en las piedras, pero Lotario no tenía tiempo que perder. Fue al puerto y anduvo curioseando entre los barcos hasta que descubrió a
La Estrella del Islam
. Al aligerarlo de su carga, la línea de flotación había ascendido casi un metro, dejando al descubierto algunos desperfectos. Un calafateador provisto de hornillo y caldero de brea colgaba de un andamio, con los pies en el agua llena de desperdicios, y se dedicaba a introducir un trapo embreado en la juntura entre dos tablas. Lotario de Voss lo saludó y le dijo: —¡Buen barco éste!

El calafateador interrumpió su trabajo para volverse a mirar al que le hablaba. Notó que vestía con cierto atildamiento y pensó que se trataba de un desocupado que buscaba conversación.

—No es malo —contestó y, desentendiéndose, reanudó su tarea.

—Este barco ¿procede de Túnez?

—Así es.

—Entonces quizá conozcas a unos pasajeros amigos míos que estoy buscando.

Entre marinos nadie hacía nada gratis, pero había sonado un rumor de monedas en la bolsa de aquel tipo. El calafateador volvió a girar la cabeza y vio que, en efecto, el hombre del guante sostenía entre dos dedos una moneda de plata.

—¿Qué quieres saber?

—Necesito encontrar a mis amigos y Alejandría es demasiado extensa para ir preguntando de posada en posada.

—Quizá yo sepa quién te los puede encontrar —dijo el carpintero.

—¿No lo sabes tú?

—Yo no, pero sé quién los acompañó a la posada. —El hombre se levantó y ascendió ágilmente por la cuerda de la que pendía su plataforma. Dio unos pasos hacia la portilla de cubierta y se detuvo como si olvidara algo. Volvió sobre sus pasos, se inclino sobre la borda y preguntó a Lotario—: ¿Socorrerás mi pobreza?

Lotario lanzó la moneda de un papirotazo y el carpintero la atrapó al vuelo. La contempló un instante con una sonrisa satisfecha y dijo:

—Aguárdame aquí un momento.

Se perdió en el interior del navio y al instante volvió con un marinero descalzo que se limpiaba las manos grasientas en una madeja de estopa.

—Éste sabe dónde posan tus amigos.

—Sí —dijo el marinero—, pero tendrás que esperar a que acabe mi tarea. El patrón es muy exigente y no tolera retrasos.

—Tengo mucha prisa —advirtió Lotario.

—Tendría que buscarme a otro que me sustituya, y eso vale dinero.

Lotario exhaló un suspiro. Lo estaba esperando.

—Le daré una pieza de plata a tu sustituto y otra a ti por acompañarme.

Un momento después Lotario seguía al marinero por las callejuelas intrincadas de la medina hasta una plazuela. El marinero señaló una posada en cuya fachada campaba un león de azulejos.

—Ahí es donde se hospedan, la posada del León.

Lotario le mostró la moneda de plata, pero cuando el marinero intentó recogerla cerró el puño.

—La paga, después. Aguarda aquí hasta que me cerciore de que no me engañas.

El posadero estaba en el patio, vigilando el almacenamiento de una partida de quesos.

—Busco a unos peregrinos de Granada. Dos hombres altos, un criado fornido y un muchacho.

El posadero lo miró de arriba abajo.

—¿Eres amigo suyo? —Sí, vengo a reunirme con ellos.

—Pues ya no están aquí. Se fueron anoche. Ayer conocieron a alguien en la recepción del sultán y se han mudado con su nuevo o amigo a una quinta de recreo al otro lado del río.

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