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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (27 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Ahora recogeremos a Jadira, tu suegra, que está visitando a su tía —advirtió la dama de compañía después de asistir impasible al llanto de Aixa.

La litera se detuvo frente a un palacio con la fachada azul y blanca. El mayordomo gordo saltó de la plataforma, extendió la escalera y abrió la puerta. Una señora algo entrada en carnes, pero ágil, abrazó a una anciana en el umbral y, cubriéndose la cabeza con el velo, se dirigió a la litera, desdeñó la mano que el mayordomo le ofrecía para ayudarla a subir los empinados peldaños y se acomodó en el asiento principal que la dama de compañía se había apresurado a desocupar.

—Soy la madre de Zobar Teca —anunció Jadira retirándose el velo del rostro y mostrando una sonrisa glacial. Era una mujer madura, pero aún conservaba sólidos vestigios de su pasada belleza.

Besó a Aixa en ambas mejillas y la examinó de la cabeza a los pies con mirada experta. La madre de Aixa le había recomendado que alabara a su futura suegra en cuanto la viera, a fin de ganar su indulgencia desde el primer momento, pues su felicidad en Egipto dependería, no del amor del esposo, sino de que supiese granjearse la simpatía de la suegra. Dudó un momento si elogiar los ojos negros, hondos y escrutadores, o la espesa mata de pelo peinada en dos crenchas que se escapaban de la rigurosa toca de viuda. Finalmente se decidió por el pelo.

—¡Qué pelo tan hermoso tenéis, señora!

Jadira la miró severamente.

—Tendrás que ganarte mi simpatía de otra manera, así que guárdate los elogios —le advirtió, y tiró enérgicamente de un cordón de seda que pendía del techo. Inmediatamente, el camellero soltó una imprecación, los animales se incorporaron y la litera, tras un zarandeo ascendente, marchó calle abajo.

Durante un rato permanecieron en silencio, Aixa conteniendo las lágrimas y mirando sin ver desde la tupida celosía de su ventana ambulante, mientras su suegra la contemplaba desaprobadoramente con el mismo gesto —lo percibía por el rabillo del ojo— con que el avezado tasador examina la mercancía averiada que pretenden darle por buena. Al final emitió un suspiro resignado e, intentando endulzar el tono de la voz, preguntó:

—¿Has tenido buena travesía?

—Sí, señora. Pero esta mujer ha despedido a mi criada Tara —dijo señalando a la dama de compañía, que durante todo aquel rato la había estado contemplando sin disimular su hostilidad—. Os ruego que no nos separéis, porque ha sido mi esclava personal desde mi niñez y no sabría vivir sin ella.

—Debes llamarme madre a partir de ahora —advirtió la dama.

—Sí, madre.

—Y en cuanto a la esclava que te acompañaba, la han despedido por orden mía. Vienes a una casa donde te van a sobrar los esclavos.

Aixa bajó la mirada conteniendo las lágrimas, pero su suegra le tomó la barbilla con tres dedos cálidos y untuosos y la obligó a mirarla.

—Tienes muy mal color. —Alargó la otra mano y le palpó los pechos con una caricia circular que remató pellizcando ligeramente los pezones, como hubiera hecho un hombre. Aixa, sorprendida y sonrojada, se dejó hacer—. Y estás demasiado delgada —sentenció—. Tendremos que engordarte con pastelítos de miel. A la esposa del general del califa no se le deben notar los huesos. Y eres demasiado alta. Mi hijo, el general, es un hombre de estatura aventajada, pero en Egipto no está bien considerado que una mujer sea tan alta. A partir de ahora usarás chinelas sin suela, nada de alcorques. —Se desentendió de la muchacha y se puso a mirar por la ventanilla sin disimular su enfado—. No sé por qué mi hijo ha tenido que buscar esposa en el extranjero con la de buenos partidos que tenía en Egipto.

Aixa comprendió que no era bienvenida y que su suegra le haría la vida imposible.

—¿Tienes el período con regularidad? La muchacha se sonrojó.

—Sí, señora.

—Sí, madre —corrigió la dama secamente—. La próxima vez que lo tengas recogeremos las aguas menstruales para que las examine la adivina. Si no engendras un varón rápidamente, mi hijo tendrá que repudiarte. Ha cumplido ya los treinta y necesita un heredero.

La señora llevaba al cuello un cocodrilo de oro colgado de una gruesa cadena de oro también. Se lo introdujo en la boca y lo usó como mondadientes para escarbarse una muela. Aixa notó que tenía la dentadura muy cariada y comprendió por qué la dama hablaba sin mover los labios.

El camino se le hizo eterno porque su futura suegra no cesó de interrogarla sobre su familia y su estirpe. Sospechaba que su hijo le había exagerado la nobleza de la nuera para hacérsela más aceptable.

La señora había olvidado que ella misma procedía de la clase más baja, que en tiempos del sultán Balkis había servido en una cantina militar, de donde la rescató un sargento, del que fue concubina durante veinte años antes de que enviudara y, ya viejo, accediera a casarse con ella dado que no había tenido hijos con la esposa principal. Su hijo hizo fortuna en el ejército, destacó en la defensa de la plaza fronteriza de Garbra y mereció repetidos ascensos. Después, la victoriosa campaña en Siria contra los mongoles lo había catapultado a la máxima graduación militar y a la privanza del sultán. Con el rico botín obtenido había adquirido el palacio de un antiguo gobernador caído en desgracia. Pero la noble Jadira no recordaba nada de esto. Estaba convencida de que la buena fortuna de su hijo se debía a la ambición que ella le había inculcado desde pequeño, y a la inteligencia y disposición que había heredado de ella. Y ahora el hijo desagradecido le imponía una mujer extranjera, delgada y larguirucha, en nombre de una supuesta alianza con el bey de Túnez, que convenía al sultán. Una mujer que ni siquiera aportaba una dote considerable, como lo hubiera hecho cualquiera de las muchachas egipcias de buenas familias de Alejandría o El Cairo, que ella había pensado para su hijo.

Llegaron finalmente ante un muro sin ventanas, rematado de almenas. Dos porteros de librea roja y negra se apresuraron a abrir una puerta enorme y se inclinaron con una profunda reverencia al paso de la litera. Aixa miró por primera vez el interior de la casa donde transcurriría el resto de su vida, donde iba a envejecer y a morir. Un amplio patio enlosado, rodeado de cipreses y de macetas de aspidistras, enmarcaba una fachada profusamente adornada de mocárabes y azulejos en la que se abrían una puerta monumental y seis ventanales. El camellero gritó una orden gutural y los camellos se detuvieron frente a la entrada y bajaron la litera con un bamboleo descompuesto. El mayordomo principal, que portaba e! alto báculo de su dignidad, abrió personalmente la portezuela de la señora.

Jadira se volvió hacia Aixa y le advirtió secamente:

—Ponte el velo antes de bajar.

Aixa ocultó su rostro con el velo y descendió. En una ventana alta, un grupo de cabezas femeninas cuchicheaba entre risitas, las criadas.

—Llévala al harén, Rashid —ordenó la señora.

—Oír es obedecer —se apresuró a responder el mayordomo e inclinándose con una profunda reverencia, se movió como un girasol, siguiendo el desplazamiento de su ama y no se enderezó hasta que desapareció dentro del palacio. Entonces se volvió hacia Aixa con una estereotipada sonrisa y le señaló una puertecita disimulada detrás de un parterre—. Por aquí, señora.

El harén de Zobar Teca ocupaba las estancias más apartadas del palacio y se componía de tres amplias salas que rodeaban un jardín interior con árboles frutales y parterres de celindas, lilas y rosas, entre senderos geométricos. En el centro había un pequeño estanque de azulejos en el que flotaban nenúfares y nadaban peces dorados. Un pavo real desplegaba perezosamente su plumaje sobre un banco de mármol sostenido por dos leones de piedra.

El general Zobar Teca tenía tres concubinas jóvenes, botín de guerra de la campaña oriental. Hacía semanas que las muchachas aguardaban impacientes la llegada de la futura esposa. Al punto la rodearon y la abrumaron con sus atenciones, un escabel, sahumerio, agua de rosas… Se la disputaban como si fuera una muñeca o acaso rivalizaban por ganarse su simpatía, por si se convertía en la favorita del amo. Una de ellas era una joven, casi una niña, de carita redonda y sonriente, con un hoyuelo en la barbilla. Tomó a Aixa de las manos, comprobando si las tenía suaves, y le preguntó:

—¿Lo has visto?

Aixa negó.

—¿Eres virgen?

La abrumaba tanta curiosidad.

La que parecía mayor la apartó con brusca autoridad y tomó a Aixa por los hombros. La besó en ambas mejillas y le dijo:

—No te aflijas por estar lejos de los tuyos porque en esta casa se vive mejor que en el paraíso, y nuestro amo, Alá alargue sus días, es exigente pero generoso. Lo más importante es que, cuando te llame a su lado, permanezcas sentada o echada, porque no es muy alto y le molesta que otros lo aventajen en estatura. Si le das un hijo, serás dueña de todo esto en cuanto Alá llame a su seno a la señora.

Por los rostros falsamente cariacontecidos que compusieron, Aixa entendió que las concubinas no le profesaban gran afecto a la señora.

Llegaron las criadas en alegre tropel y se llevaron a Aixa al baño, en una de las estancias contiguas. Era una sala pequeña recubierta de mármoles arrancados de templos y tumbas egipcias, aunque habían colocado contra el muro los bajorrelieves paganos. En el centro de la estancia había una gran bañera de cobre que en otro tiempo guardó la momia de un importante sacerdote. Las criadas la llenaron de agua tibia regada generosamente con perfume. Después desvistieron a la novia, intercambiando risitas y comentarios procaces cuando descubrieron su apretado pubis apenas poblado, y, sumergiéndola en el baño, la frotaron delicadamente con esponjas. Terminado el baño, la secaron con toallas perfumadas y caldeadas a la lumbre de braseros en los que se consumían maderas aromáticas. La que parecía tener autoridad sobre el resto de las criadas, una mujer algo mayor de bondadoso aspecto, extrajo de un estuche de madera un precioso vestido de lino con adornos de pasta vítrea y la ayudó a vestirse. Finalmente la sentaron sobre un mullido cojín y le hicieron la manicura y la pedicura, mientras la criada mayor la peinaba, le perfilaba los labios con manteca teñida de rojo, le oscurecía los ojos con polvo de antimonio y le colocaba pesadas pulseras y brazaletes de plata y de oro en los brazos y en los tobillos. Por último la perfumaron con láudano.

Pusieron ante ella un gran espejo portátil de cobre bañado en plata. Se vio varios años mayor, pero más bella de lo que recordaba haberse visto nunca.

Cuando estuvo lista, el mayordomo del báculo la acompañó hasta una amplia sala alicatada de mármoles en composiciones coloreadas al estilo bizantino, y con una profunda reverencia salió cerrando la puerta. Al principio, Aixa creyó que estaba sola y recorrió con la mirada el magnífico salón. Los suelos de jaspe pulimentado reflejaban su figura y duplicaban los pebeteros de plata, los lucernarios y las escupideras de bronce sobredorado. Del techo, formado por vigas de cedro que sostenían placas de fina cerámica decorada, pendían tres lámparas de plata en forma de navío, cada una de ellas con más de cien luces de aceite perfumado, cuyo aroma cargaba el ambiente. De pronto, Aixa reparó en dos personajes que la observaban. A contraluz, el general y su madre estaban echados en sendos divanes, sobre ricos cojines de seda, delante de una ancha ventana que daba al jardín. El general se levantó, sonriente. Era un hombre bajo y musculoso, de amplias espaldas, con el cuello más ancho que la cabeza. Los calzones, bordados con hilo de oro, diseñados especialmente anchos para él, no lograban disimular la cómica curvatura de sus piernas, en parte heredada de su difunto padre y en parte fruto de su propia carrera militar, transcurrida, según él alardeaba, más a caballo que a pie. Aixa advirtió que su prometido vestía unas botas militares con alzas tan elevadas que lo obligaban a caminar con una cómica vacilación. Efectivamente debía de sentirse más cómodo a caballo.

Zobar Teca se acercó a la novia con una sonrisa a través de la que se descubrían sus grandes dientes amarillos, lobunos y feroces. Ella cerró los ojos y respiró profundamente cuando vio que se alargaban hacia ella dos manos como sartenes, con dedos pilosos y gruesos, provistos de uñas remachadas que parecían de águila. Las manos no la acariciaron, como la muchacha temía, sino que se limitaron a apartarle del rostro una fracción de velo, la suficiente para dejar al descubierto los ojos. El general contempló con satisfacción el rostro de su novia, sus delicadas facciones, los labios frescos y jugosos, a pesar del carmín, la nariz alabastrina cuyas aletas se agitaban levemente al compás de la nerviosa respiración. Ella bajó la mirada, pero él le sonrió complacido y la obligó a levantar el rostro poniendo dos dedos en la barbilla.

—¿No es bella, madre? —preguntó volviéndose hacia Jadira, que desde su asiento contemplaba desdeñosamente la escena.

La señora sonrió hipócritamente y asintió.

—Es muy bella, hijo mío —dijo—. Creo que será una esposa perfecta si es capaz de darte el heredero que necesitamos.

—Por supuesto que será capaz.

—Pero ahora debes devolverla al harén —le riñó cariñosamente—. No está bien que los novios se vean antes de la boda.

Zobar Teca, el conductor de ejércitos, el invencible, el exterminador, amagó un puchero, como un niño malcriado al que arrebatan su juguete favorito, pero obedeció. Estaba tan encantado que haría cualquier cosa por complacer a su madre. Al fin y al cabo no se había empeñado demasiado en imponerle su propia candidata, o eso creía él.

La señora palmeó una sola vez y al momento apareció el mayordomo del báculo.

—Rashid, devuelve a la novia a su lugar.

El mayordomo invitó con un gesto a Aixa, que lo siguió mientras sentía sobre sus caderas la mirada del general. Zobar Teca, con una sonrisa boba, tasaba aprobadoramente los encantos de su futura esposa.

Aixa estaba aturdida y confusa. Las mujeres del harén la importunaban con prolijos interrogatorios sobre su familia y se atropellaban quitándose la palabra unas a otras para explicarle las virtudes de Zobar Teca y lo cómodamente que se vivía en palacio. Le mostraban vestidos, velos, ajorcas y cadenetas que él les regalaba. Alababan la fortaleza de su miembro y sus hazañas sexuales que, al parecer, no eran menores que las que conseguía en la guerra. Alguna vez, intercambiando una mirada intencionada, la pusieron en guardia contra la vehemencia y el mal genio del general. Era rudo y noble. Una de ellas tenía la nariz partida a consecuencia de una bofetada. Era preferible no llevarle la contraria porque se encolerizaba fácilmente, aunque luego se sosegaba con la misma prontitud y era cariñoso, a su manera. La de la nariz rota mostró con orgullo la cadeneta de oro con monedas engarzadas que le había regalado para compensar la belleza perdida. Aixa comenzó a comprender. Mirando a las concubinas, pálidas a causa del prolongado encierro, enzarzadas en pueriles rivalidades, disimulando las rencillas que la estrecha convivencia ocasionaba, desprovistas de intimidad, sintió pena por aquellas muchachas que gorjeaban como pajaritos y recibían con aplausos y grititos de júbilo la llegada de un eunuco que les traía la ración diaria de pastelillos de miel con que el amo las cebaba para mantenerlas rollizas, según su gusto. Observándolas, Aixa adivinaba lo que iba a ser su vida. Al cabo de un rato, aturdida por la enfadosa solicitud de sus compañeras y por sus risitas descompuestas y nerviosas, les suplicó que la dejaran sola y se retiró al jardín. Allí, sentada al borde de la fuente, lloró silenciosa y desconsoladamente mientras contemplaba los ciprinos dorados que acudían a su sombra esperando alimento. Recordaba su casa, a su madre, a sus hermanas; sus paseos por los jardines de Meyerda, en la casa de recreo familiar; las inocentes diversiones de una pubertad sin problemas de la que apenas había salido; pero también recordaba a Selim, el muchacho que había conocido en el mar, sus manos nobles, con las que hacía nudos, su mirada tímida, sus soñadores ojos melados que contemplaban el mundo con un punto de melancolía y a ella, quizá, con amor. Echaba de menos la imaginada ternura de aquel hombre que se había cruzado fugazmente en su vida. Intentó rechazar el pensamiento; seguramente él se habría olvidado ya de ella. Miró los peces que se agitaban en torno a las sombras. Intentó distraerse y pensar en otros asuntos, pero fue en vano: Selim seguía allí, con la mirada huidiza con que le contemplaba los pechos de soslayo, mientras fingía observar el mar.

BOOK: Los falsos peregrinos
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