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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (28 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Por la tarde, la señora visitó el harén. Una de las concubinas le había comunicado que la prometida del general no cesaba de llorar. La señora, severamente ataviada con una túnica negra que resaltaba las tintineantes joyas de las muñecas y los collares de monedas de oro, despidió a las concubinas que rodeaban a Aixa, tratando inútilmente de consolarla, y se quedó a solas con ella. Le tomó la barbilla con fuerza y la obligó a mirarla.

—Escucha, hija mía. Sé cómo te sientes. Te han arrancado de tu casa, de tus hermanas, de tu madre, de tus amigas, de tus muñecas, quizá también del tonteo con algún galán. Eso me ocurrió también a mí —mintió— y le ocurre a muchas mujeres. Pero abandonarse a la desesperanza no es solución. Ahora debes sincerarte conmigo si quieres que te ayude. Piensa que te comprendo porque soy mujer y que además soy la única persona en el mundo que puede ayudarte. ¿Quieres regresar a tu país, con los tuyos?

Aixa titubeó un poco antes de responder. Después, tímidamente, asintió con la cabeza, y se precipitó en un nuevo e incontenible sollozo.

—No llores más, criatura. Si te serenas y me escuchas verás que todo tiene remedio. Podrás regresar a Túnez si lo deseas.

¿Qué estaba oyendo? Su suegra, la mujer todopoderosa de la casa, conocía una manera de deshacer el trato, de devolverla a su casa. Aixa se serenó. Un rayo de esperanza atravesó la negrura de su desesperación, y entonces escuchó a Jadira.

—Mira —sonrió la dama—, mi hijo necesita urgentemente un heredero varón. Si después de tres o cuatro meses de visitarte cada noche no consigue dejarte preñada es seguro que te repudiará para casarse con otra más fértil.

—Pero ¿cómo evitaré quedarme preñada si me visita todas las noches? —inquirió la muchacha enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.

Jadira sonrió con suficiencia.

—¡Qué ignorante eres, hija mía! Las mujeres tenemos remedios para casi todas las sinrazones de los hombres. Ellos quieren tener hijos cuando se les antoja, pero nosotras los tenemos cuando queremos. Si no hubiera sido así, yo, a estas alturas, me hubiera cargado de descendencia, porque el padre de Zobar Teca era más apasionado que un babuino.

—¿Cómo puedo evitar el embarazo? —se aferró Aixa al hilo de su esperanza.

—Es muy fácil. Con un emplasto que se hace de miel, espinas de acacia pulverizadas y cocimiento de dátiles. No falla. Yo misma te lo prepararé si sabes guardarme el secreto.

—Lo guardaré, madre —dijo Aixa.

—Guardar el secreto quiere decir no confiárselo ni siquiera a estas arpías, a las concubinas del general —advirtió Jadira alzando un dedo admonitorio—. Cualquiera de ellas te traicionaría para conseguir un colgajo de oro. No te fíes de ellas porque son como serpientes. Y si eso ocurre, yo negaré toda implicación y aconsejaré al general que te decapite por bruja y enredadora, y ya habrás notado cómo se desvive por cumplir mis deseos.

—No se lo diré a nadie, madre.

—Más te vale.

40

Lucas y Huevazos salieron a pasear por el barrio. Beaufort aprovechó la ausencia de los castellanos para comunicarle a Vergino sus dudas.

—Hermano: ya estamos en esta ciudad y parece que gozamos de la protección del visir, pero ¿qué haremos después? ¿Sabemos qué camino tomar?

Vergino le puso una mano en el hombro.

—Lo sabemos, querido Beaufort, todo estaba en aquella ermita castellana de San Baudelio. ¿Recuerdas las pinturas del muro, el guerrero del escudo redondo y la fuerte lanza?

—Lo recuerdo.

—Era Alejandro, el famoso rey antiguo. Simboliza esta ciudad, Alejandría, que él fundó. Es el comienzo del verdadero camino. Ya hemos cubierto la primera etapa. El dibujo siguiente era un elefante.

—Lo recuerdo.

—La clave de la ermita se refiere a nombres de lugares —prosiguió Vergino—. Por lo tanto debe de existir una ciudad o una montaña que se llame del elefante.

—Será cosa de preguntar —admitió Beaufort.

—En Alejandría no nos han de faltar geógrafos y hombres de ciencia que nos orienten.

—Para nombres de lugares y caminos nadie como un arriero o un camellero —opinó Beaufort—. Pero aun así, suponiendo que los dibujos de San Baudelio nos conduzcan al templo del Arca, bien pudiera ocurrir que, en el tiempo transcurrido desde que se hicieron, el Arca haya cambiado de lugar.

—Ese riesgo existe siempre, pero es todo cuanto tenemos para acercarnos al poder de Dios, suponiendo que Él nos lo permita.

En aquel momento entró el fondista a regar el suelo y cambiaron de conversación.

El joven Lucas estaba sentado en la amplia azotea, con una jarra de agua de limón en la mano, y escuchaba el murmullo que ascendía desde la gran ciudad. Alejandría, iluminada a sus pies, era como un cielo estrellado que hubiera descendido a la tierra, más juntas y numerosas las luces en los barrios del Sicómoro y los Arcos, donde habitaban los ricos, más amarillentas y distantes en el puerto y en la Cadena.

Lucas pasó la noche en blanco, cavilando sobre la suerte de Aixa y meditando arbitrios para alterar el curso de las cosas. La muchacha iba a ser desgraciada el resto de sus días y él debía hacer algo para impedirlo. Su anciano padre le había advertido muchas veces: «No existe nada imposible para el que persevera; la cabeza está para pensar, medita y encontrarás los caminos que necesites.»

Buscando un arbitrio que lo llevara de nuevo junto a Aixa, se durmió.

A la mañana siguiente, los falsos peregrinos desayunaron gachas de harina y chicharrones de cordero, que preparó Huevazos en la cocina de la fonda. Terminada la colación, se disponían a dar un paseo por la ciudad cuando un paje con la librea del visir se presentó en la posada y preguntó por Muhammad Ardon. Era el nombre árabe adoptado por Verguío.

—El visir invita al sidi a su audiencia del viernes.

—¿El viernes? —se alarmó Vergino—. ¿Cuándo es el viernes?

—Es hoy, sidi —dijo el criado sin inmutarse—. El visir te ruega que aceptes este presente.

Batió palmas dos veces y un esclavo, también de librea, que hasta entonces había permanecido prudentemente apartado, se adelantó y depositó un cofre de madera a los pies de Vergino.

—Di al visir que me siento muy honrado y que espero que sus días sobre la tierra sean numerosos y prósperos —dijo Vergino.

El paje hizo una reverencia.

—¿Necesitas algo más, sidi? —inquirió antes de retirarse.

—Sí —dijo Vergino—. ¿Debo ir solo o acompañado?

—El protocolo permite que lleves acompañante y un servidor —dijo el enviado—. A media mañana vendrá un paje que os guiará a palacio.

Hizo otra reverencia y se despidió.

—El joven Lucas está en la edad de aprender —dijo Beaufort—. Le vendrá bien la experiencia.

Lucas le sonrió agradecido.

—En ese caso, mis queridos amigos —dijo Vergino—, debemos visitar los baños. No es decente que comparezcamos ante un rey llevando encima la roña del mar.

—También a Roque le vendrá bien un baño —dijo Lucas.

Huevazos se alarmó.

—¿Bañarnos como los moros, señor?

—No será tan doloroso, buen amigo —lo tranquilizó Vergino—. Muchos cristianos han sobrevivido a esa experiencia. Es como cuando un aguacero te sorprende en un descampado.

Huevazos, resignado, se encogió de hombros. Fijó la mirada en el cofre de madera que el paje del visir había traído y carraspeó ligeramente.

—Señor —dijo—; digo yo que sería cosa de abrir esa caja porque os recuerdo que tenemos la despensa trasteada y quizá el rey, como-demonios-se-llame, nos haya socorrido con viandas para reponer fuerzas.

El cofre contenía dos brillantes túnicas púrpura con borda dos de plata y otra inferior, para el criado, con bordados de hilo.

—Quieren que comparezcamos decentemente vestidos para entregar la carta del visir de Granada.

Fueron a los baños que había en el extremo de la calle. Los templarios habían practicado en ultramar la costumbre morisca del baño, pero Lucas y Huevazos nunca habían pasado por aquella experiencia. Huevazos no dejó de gruñir cuando lo obligaron a frotarse con un estropajo empapado de arena, aceite de palmera y natrón, pero cuando la mezcló produjo una considerable cantidad de espuma grisácea, a causa de la roña acumulada, reconoció que, al contrario de lo que tenía entendido, el baño parecía vigorizador, y ya estaba deseando salir de allí para visitar la mancebía y comprobar si estaba en lo cierto. En la antesala de los barberos, los viajeros se arreglaron el pelo y las barbas y un esclavillo los sahumó con un brasero portátil. Regresaron a la fonda, se vistieron de limpio y salieron a pasear por el barrio sin alejarse mucho.

A media mañana, un paje de librea compareció en la posada con dos buenos caballos para acompañar a los invitados al palacio. Discurriendo por las atestadas callejuelas de la medina, la gente se apartaba al ver la librea del visir y algunos transeúntes expresaban su desprecio escupiendo en el suelo disimuladamente. Llegaron a un canal que atravesaba la ciudad separando los distritos populares del barrio residencial. Lucas miró aguas arriba y aguas abajo: no había visto en su vida tantos puentes juntos, incluso había puentes privados, a cual más hermoso, que servían exclusivamente para las mansiones de los ricos. Se veían guardias de librea y bastón en todas las puertas, incluso ante algunas celosías que adornaban las tapias de los jardines. Pasaron junto a un bardal en obras y Lucas pudo ver, entre los árboles y los parterres, un grupo de damas de alcurnia paseando y a los robustos eunucos que las vigilaban.

El palacio estaba cercado por un muro rojo, alto y sin ventanas: una fortaleza disimulada por las esbeltas lanzas de los cipreses que asomaban tras las almenas. Los falsos peregrinos franquearon una puerta de bronce donde un fornido portero nubio examinó las credenciales y los invitó a pasar. Había un parque magnífico poblado de árboles aromáticos y surcado por senderos y parterres de flores, entre los cuales se veían pajareras con aves diversas. Un estanque central, con una cascada, irrigaba el conjunto. El camino transversal era suficientemente ancho como para que dos literas se cruzaran sin estorbarse. Lucas contempló la vasta fachada de piedra tallada en complejas geometrías hasta alcanzar sutilezas de encaje. Le pareció que todas las fatigas del viaje habían valido la pena sólo por admirar aquel tapiz de piedra. Pensó que el califa que había levantado aquel palacio debía de ser tan poderoso o más que los reyes cristianos. La magnífica puerta central, flanqueada por columnas cuya forma bulbosa recordaba el tallo de los puerros, estaba guardada por cuatro porteros de librea. Un paje atractivo, de ambigua sexualidad, recogió las credenciales de los invitados y se las entregó a un secretario, que las examinó cuidadosamente antes de inclinarse en una profunda reverencia e indicarles el camino.

Era una sala magnífica, reluciente de mármoles, jaspes y dorados. Los muros estaban adornados con tapices que reproducían cacerías de leones y victorias del califa. Del techo, sostenido por largas vigas pintadas de vivos colores, pendían pebeteros de plata cincelada que esparcían sus aromas por la estancia.

Los falsos peregrinos no fueron los primeros en llegar. Unos doscientos invitados, bien vestidos, los más con aspecto de estar bien alimentados, departían distendidamente en corrillos. El trono, sobre tres peldaños dorados, al fondo de la sala, permanecía vacío. Por encima del rumor de las conversaciones se oían algunas risas.

Intentaban pasar desapercibidos entre los invitados, pero no llevaban allí dos minutos cuando se les acercó un hombre bajo y rechoncho, vestido a la moda italiana, con calzas de seda, amplio manto bordado y gorro de terciopelo.

—¿De dónde sois? —les preguntó en francés.

—Somos comerciantes francos —mintió Vergino.

El del gorrillo arrugó el entrecejo. Creía conocer a todos los comerciantes y cónsules extranjeros en la ciudad y resultaba que había dos que se le habían escapado.

—Yo soy Nicola Centurione, cónsul de los Catalinei de Genova. Vosotros ¿a qué familia pertenecéis?

—A ninguna —dijo Vergino—. Comerciamos por cuenta propia. Vendemos madera al sultán de Túnez y ahora queremos ampliar nuestro mercado a Egipto.

—¡Ah, eso es muy interesante! —dijo Centurione, despreocupándose.

Los lombardos no comerciaban en madera: lo habían intentado en otro tiempo, pero al final lo dejaron, les parecía mucho esfuerzo para poca ganancia. Aunque quizá vender madera en Egipto no fuese, después de todo, un mal negocio.

—Nos han dicho que hay una ciudad o un pueblo llamado Elefante donde crecen buenos bosques —dijo Beaufort tanteando el terreno.

El mercader lo miró de hito en hito.

—¿Buenos bosques? En Egipto no saben lo que son buenos bosques. Éste es un lugar excelente para vender madera, no para comprarla.

—Algo así tenía entendido —comentó Beaufort—. De todas formas nos gustaría visitar esa ciudad del Elefante.

—No existe en Egipto ni en sus aledaños una ciudad del elefante, a no ser que os refiráis a Elefantina, que es una isla, Nilo arriba, a muchos días de distancia.

—¿Una isla? —Beaufort se esforzó en disimular la satisfacción que le producía descubrir tan fácilmente la meta de la siguiente etapa del viaje.

No quisieron preguntar más por temor a levantar sospechas Ungieron interesarse por los invitados. Había trajes magníficos. Los embajadores rivalizaban en sedas y lujo.

—¿Hace mucho que salisteis de Francia? —preguntó Centurione.

A Vergino le pareció que se aparejaba una buena ocasión para recabar noticias de Francia. Los cónsules lombardos recibían informes regulares de acontecimientos que pudieran alterar los precios.

—Llevamos dos meses fuera de Francia. Hemos estado muy ocupados en Túnez. Por cierto, que hemos oído que los templarios fueron apresados por el rey Felipe. ¿Es eso cierto?

—Ésa es una noticia vieja. —Rió el lombardo de buena gana—. ¿En qué mundo vivís? Eso ocurrió hace casi dos meses. Recientemente, el rey ha tenido que poner a los prisioneros bajo la custodia de la Iglesia. Casi todos los freires se han retractado de sus confesiones inculpatorias en cuanto han salido de las cárceles reales.

—Confesiones obtenidas bajo tortura —añadió Vergino—. Supongo que los coaccionaron para que se acusaran de los delitos.

—Supongo que sí —concedió el cónsul—, pero ¿qué más da? Lo cierto es que la caída de los templarios abre un apetitoso hueco en el comercio de la cristiandad, un hueco que sin duda también os favorecerá a vosotros, los madereros.

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