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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (12 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Han pasado por aquí hace como una hora —respondió sin levantar la vista—. Los rastros de las vacas van muy separados.

—Y eso ¿qué significa?

—Significa que las llevan forzadas, porque recelan que los seguimos. Pero a ese paso no llegarán muy lejos.

El sol caía a plomo sobre las cabezas protegidas con sombreros de paja. Los cuatreros musulmanes habían asesinado a un pastor y malherido a otro para robar seis vacas y unos cahíces de trigo en el villorrio fronterizo de Recena. Media legua atrás habían encontrado una deyección de vaca bastante fresca, pero después habían vuelto a perder el rastro en el pedregal. Los cuatreros conocían su oficio, sabían cómo despistar a sus perseguidores.

El que mandaba la cuadrilla era un hombre joven, casi un muchacho. Vestía un perpunte de cuero que lo hacía sudar copiosamente. Se enjugó la frente con la manga y ordenó:

—Pedro y Diego, subid a aquel cerrete a ver si veis algo.

Los aludidos obedecieron. Los otros descabalgaron y se sentaron a la sombra de los caballos.
Huevazos
, acuclillado, entrecerró los ojos para que le descansaran. Canturreaba entre dientes una copla trovadoresca en la que el amado prevenía a la amada para que se preparara porque le iba a dejar las partes íntimas como un nido de babosas. En la segunda estrofa, con el mismo estribillo, en lugar de nido de babosas se mencionaba un bebedero de patos.

Lucas Cardeña, contemplando los tolondrones y cicatrices que surcaban la
cabeza
de su escudero, se preguntó cuánta vida habría vivido, a cuántos hombres habría matado, a cuántas mujeres habría gozado de grado o a la fuerza, cuántas talas e incendios, rapiñas y degüellos, batallas decisivas y escaramuzas inútiles habrían visto aquellos ojos que acompañaron a su padre en tantas campañas.

Los exploradores regresaron con la información.

—Son cuatro. Están al otro lado del cerro. Se han parado a descansar.

Huevazos se pasó la mano por el rostro ancho y sudoroso.

—Si Pedro y Alonso les cortan la retirada, Diego y yo los tomamos de frente y caen como chorlitos —murmuró como para sí. El joven le lanzó una mirada iracunda: no le gustaba que le indicaran lo que tenía que hacer. De todas formas aceptó la traza de su escudero como si fuera la suya propia.

Los cuatreros sesteaban junto a una fuente, a la sombra de una higuera, mientras las cabalgaduras y el ganado robado abrevaban en el pilarillo. Cuando los tuvieron a tiro, el muchacho del perpunte de cuero hizo una señal a sus acompañantes.

Resonaron las ballestas con sendos chasquidos y los cortos proyectiles alcanzaron mortalmente a dos moros. Uno se vino al suelo pateando y el otro se quedó inmóvil, clavado a una rama baja de la higuera, contemplando con mirada incrédula el agujero del proyectil que lo había cosido al árbol.

—¡Aaara! —resonó el salvaje grito de guerra en la espesura.

Los dos moros supervivientes, bruscamente atrancados de su sopor, echaron mano de las armas cuando los enemigos se les venían encima. El muchacho, más ágil, llegó antes y se enfrentó al que parecía el jefe. Intercambiaron un par de fintas antes de que el moro recibiera una estocada baja y cayera al suelo boqueando.

—¡Degüéllalo! —gritó Huevazos, que llegaba a todo correr.

Pero el muchacho permaneció inmóvil como en un pasmo, con la espada en la mano, contemplando la agonía de su enemigo.

—¡Degüéllalo, Lucas! —volvió a gritar el rastreador.

El muchacho continuaba inmóvil, espantado ante la mirada vidriosa del caído.

Entonces el rastreador se inclinó sobre el herido, lo agarró de la cabellera negra y grasienta, le echó la cabeza para atrás y le abrió la garganta con una cuchillada corta y profunda.

Recuperaron las vacas, saquearon el hato de los cuatreros y regresaron en silencio. El joven Lucas Cardeña, hijo menor del señor de Alharilla, entre Porcuna y Arjona, había matado por primera vez a un moro con la ayuda de su criado Roque Barrio-nuevo.

16

Un viento frío procedente del Moncayo agitaba las ramas de las encinas, las carrascas y el monte bajo.

—Allí está la iglesia —dijo el fraile.

Señalaba un edificio cuadrangular que se alzaba a mitad de la colina. No parecía una iglesia. Carecía de torre o espadaña y de ventanas, y estaba desprovisto de todo ornamento. En la parte central se abría una puerta pequeña, con arco de herradura. Al lado había un manantial, apenas un agujero en el suelo, del que brotaba agua clara. Al otro lado se veía un pequeño cementerio, una docena de tumbas cubiertas de lajas de pizarra y sin inscripción.

El ermitaño era un anciano enjuto con la cara huesuda surcada de arrugas. Cuando vio que tenía visita dejó la esterilla de esparto que estaba tejiendo y salió a recibirlos. El que iba delante era un fraile templario de la encomienda soriana de Ucero, a un día de camino de allí, junto al río Lobos. Los templarios de Ucero le tenían mucha devoción a su ermita y de vez en cuando la visitaban y oficiaban en ella sus ritos. Al ermitaño le gustaban los templarios porque donaban generosas limosnas, no como los campesinos de la comarca, que lo importunaban con casamientos y bautizos y apenas dejaban un miserable mendrugo.

—¿Cómo va la vida, Hermón? —lo saludó el freiré.

—Va —respondió el solitario con la voz quebradiza y desentrenada.

—Estos amigos quieren ver la iglesia —dijo el freiré.

El ermitaño sostuvo las riendas del caballo de Vergino mientras descabalgaba.

—Esta iglesia es de antes de que los moros llegaran a España —explicó—. En la cueva que tiene debajo vivió san Baudelio, que fue el primer ermitaño.

—Lo sé, buen amigo —dijo Vergino—. Antes de ser caminantes éramos frailes, y en nuestra orden se conocía la existencia de este templo.

El ermitaño asintió. Dos caballeros extranjeros venían a una tierra que no estaba de paso para ningún lado sólo por el gusto de ver su iglesia. Los ritos secretos. El secreto era un componente esencial de la religión, incluso en muchas iglesias los sacerdotes consagraban detrás de unas cortinas y sólo comparecían a la vista de la feligresía para administrar la comunión. La consagración era un rito misterioso: Dios convertía un trozo de pan en carne y una copa de vino en sangre de Cristo, su Hijo torturado hacía más de mil años en Tierra Santa. La religión se nutria del misterio.

Por eso,. el prudente ermitaño y el freiré de Ucero se quedaron conversando junto al manantial mientras los peregrinos llegados de la casa madre del Temple visitaban la ermita.

Adentro estaba oscuro. Cerrada la puerta, la única iluminación procedía de dos lumbreras del techo por las que descendían sendos haces de luz hasta el piso de piedra. Roger de Beaufort encendió una lámpara de aceite y la mantuvo en alto. El techo se sostenía sobre una única y robusta columna central de la que partían ocho nervios a modo de ramas de palmera.

—Las pinturas —murmuró Vergino abarcando con un ademán el recinto.

Contemplaba, con expresión emocionada, el extraño mundo que se extendía por los muros cubiertos de frescos coloreados. Vergino señaló a un guerrero de tres metros de altura que sostenía una lanza y embrazaba un escudo circular enorme.

—Es Alejandro Magno —explicó volviéndose a Roger de Beaufort—. Toda la vida he oído hablar de él pero nunca lo imaginé tan… impresionante.

Beaufort asintió.

Al lado del guerrero, que representaba al rey de los griegos, había un elefante con un castillo sobre el lomo. Contemplaron el resto de las pinturas: el oso, el ciervo, la cacería con caballos, perros y conejos, el halconero…

Vergino extrajo de su faltriquera un pequeño libro de viaje y, con ayuda de un carboncillo, anotó la disposición de las pinturas.

Beaufort lo miraba perplejo.

—Las pinturas de San Baudelio son el camino que conduce al Arca —explicó Vergino—. Por eso en los estatutos secretos de la encomienda de Nois se especifica que los buscadores del Arca orarán previamente en esta ermita.

Roger de Beaufort no podía ocultar su escepticismo.

—Hermano, ¿es posible que la clave del Arca se encuentre en esta tierra remota? ¿Cómo podremos saber que unas pinturas nos conducirán al misterio?

—Porque debemos tener fe en los designios de la orden —repuso Vergino—. Y quizá también porque estas pinturas condujeron a nuestros hermanos hacia el Arca hace casi cien años.

—¿Por qué, entonces, no tenemos el Arca? —Porque aquel proyecto fracasó. Confiemos en que esta vez la voluntad de Dios lo favorezca.

Junto a la columna central, decorada con un camello y un chacal, un bosque de columnitas sostenían arcos de herradura que soportaban la techumbre del coro. Una escalera tosca, formada por losas que salían de la pared frontera, conducía al nivel superior. Arriba había un edículo, imposible de ver desde abajo, que servía de porche a un diminuto templete disimulado en el punto donde remataba la columna central.

—Ésta es la linterna de los muertos, situada sobre el eje del mundo —dijo Vergino. Su voz sonaba extrañamente opaca. Se descalzó, se santiguó y penetró en el exiguo habitáculo, donde cabía a duras penas.

Roger de Beaufort no supo qué hacer ante el misterio. Descendió por la escalera de piedra y se sentó a esperar en el poyo qué coma a lo largo del muro, frente a Alejandro y el elefante de guerra.

Beaufort rememoró los años pasados. Al principio, cuando lo trasladaron a la casa madre del Temple, en París, y le hicieron estudiar en la torre Áurea, le pidió a Dios entendimiento del mundo. Durante meses de arduo estudio se esforzó por dejar de ser un soldado para convertirse en un sabio, pero a pesar de sus esfuerzos, los enigmas de la torre Áurea superaban su entendimiento. Así lo comprendió también el maestre cuando lo relevó el estudio y le permitió dedicarse a entrenar a los novicios.

Pero nunca más regresó a ultramar porque en algún recóndito pliegue de su cerebro se escondía el Nombre de Dios, el secreto del Temple que el maestre Guillermo de Beaujeau le había transmitido en su lecho de muerte.

17

Lucas Cardeña, el vastago de una estirpe de hombres de armas que llevaban dos siglos luchando contra los musulmanes y que habían ensanchado la tierra cristiana, hubiera debido enorgullecerse de su primer moro muerto. Un antepasado suyo, oriundo de las montañas de La Rioja, había roturado tierras yermas al otro lado del río Duero y había combatido en las Navas de Tolosa; su bisabuelo había acompañado al rey Fernando el Santo en la campaña de Quesada y fue uno de los treinta infanzones que heredaron Arjona y Baeza. Su abuelo y su padre habían sostenido la frontera y peleado en las guerras intermitentes con Granada. Su familia parecía nacida para la guerra, pero a pesar de todo, Lucas Cardeña no conseguía olvidar la mirada entre suplicante y desconcertada del moro malherido. No podía confiar aquellos sentimientos a sus amigos, porque se mofarían e incluso puede que lo llamaran cobarde, ni a su hermano, que desde la muerte de su padre había heredado la jefatura de la familia, una tremenda responsabilidad que los había distanciado. Desde entonces no habían vuelto a cazar juntos.

Lucas, en la retraída soledad del huerto familiar, por cuyas sombreadas avenidas solía pasear y leer, meditaba sobre sus confusos sentimientos. ¿Acaso no lo atraía la vida de las armas, para la que su linaje y su educación lo reclamaban? Volvió a pensar que se sentía mejor cuando visitaba a su tío en el monasterio de Santa Cruz de Múdela. ¿Lo llamaba Dios? Rezaba cada tarde en la húmeda capilla familiar y le parecía que en los ojos yertos del enorme Crucificado que presidía el altar había una luz que le mostraba un camino distinto al del esplendor y la gloria de la guerra. En su mundo, unos nacían para siervos y otros para señores, unos cultivaban la tierra y otros hacían la guerra, pero había una tercera actividad que se nutría de los dos linajes: la de los que oraban. Los obispos y los abades eran segundones de familias nobles, mientras que los curas de aldea y los frailes menores salían del pueblo. Algunas veces, Lucas soñaba con abandonar las armas e ingresar en un monasterio, como su tío, un hombre santo y sabio que se empeñó en enseñarle a leer y escribir cuando era un mozalbete, una empresa en la que había fracasado con su hermano mayor. Desde entonces era su consejero y confesor, y como tal conocía su vocación religiosa, pero nunca la había tomado en serio.

—Son tentaciones naturales que todos los muchachos padecen cuando alcanzan tu edad —le decía—, pero luego la vida los lleva por otros caminos. No te preocupes y procura ser un buen cristiano mientras te preparas para ser caballero.

Pero desde la muerte del moro la vocación religiosa le parecía más clara que nunca. Por eso creyó que Dios le enviaba una señal cuando su hermano le encomendó llevar unas muías a su tío el abad de Santa Cruz de Múdela. Huevazos y dos criados lo acompañarían.

El monasterio estaba al otro lado de sierra Morena, en medio de la llanura manchega. Atravesaron las montañas y dos días después llegaron al cenobio. Mientras Huevazos y los mozos de muías espumaban las ollas en las cocinas, el joven Lucas paseó con su tío por la alameda del monasterio.

—¿Por qué las cosas son como son, tío?

—Dios nos escoge, nos siembra, nos cultiva, nos abona y nos riega —respondió el abad después de meditar la respuesta—. Y cuando llega el momento de la cosecha nos siega. Somos su pan. No somos más inteligentes que el grano de trigo. El grano de trigo no comprende al labrador, nosotros no comprendemos a Dios.

—Por lo que la Iglesia dice, tío. Dios se parece demasiado a nosotros, exige obediencia y culto. Es como un señor, ¿no?

El abad rió por lo bajo la ocurrencia del muchacho.

—Creo que te haces demasiadas preguntas, Lucas.

—Es que estoy todo el día solo y me dedico a pensar.

—Pero ¿no estás con Huevazos?

—Tío, hablar con Huevazos es como hablarle a mi caballo. Sólo piensa en comer y en folgar con mujeres. Aparte de eso no le interesa nada.

Caía la tarde y los monjes regresaban de recoger flores de azafrán del huerto. Era el tiempo de la sazón y las rosas abiertas formaban una alfombra tupida que la brisa de la tarde mecía suavemente. La mirada se extendía por la planicie hasta el horizonte azul. Más allá de los parterres comenzaban las vides y las tierras de pan, los pedregales y los berruecos graníticos.

—Cada hombre tiene su lugar —dijo el abad—. Mira aquel rebaño. ¿Qué ves?

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