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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (9 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Entonces concibió otra manera de escapar, la única. Extendió la mano prisionera, la mano larga de dedos elegantes, fuertes como el acero, que, si seguía adelante con su determinación, estaba mirando por última vez. La argolla que la apresaba tenía cierta holgura. Sin el estorbo de los dedos meñique, anular y quizá el corazón, podría liberarla y sobrevivir. De otro modo estaba fatalmente condenado a perecer ahogado. No debía perder un segundo.

Lotario de Voss cerró los ojos y se clavó los dientes en el pulpejo de la mano hasta que sintió brotar, cálida, la sangre. Escupió el bocado y nuevamente mordió la carne desgarrada, una y, otra vez, hasta que percibió la dureza del hueso entre los dientes. Ajeno al insoportable dolor que se estaba infligiendo, prosiguió su tarea mientras el agua teñida de rojo a su alrededor le llegaba ya a la cintura y no cesaba de subir. Casi se desmayó al dar el tirón que lo liberó cuando el agua le llegaba ya por la barbilla.

12

Lotario de Voss atravesó el barrio genovés camino del puerto. Cargado a la espalda llevaba a Gunter. El muchacho iba envuelto en una sábana aceitada que protegía sus quemaduras, pero aun así gemía a cada paso y no cesaba de suplicar que lo dejara allí porque el dolor era tan insoportable que deseaba morir. Lotario intentaba animarlo hablándole de sus proyectos. Ya no había nada que hacer en Tierra Santa. Regresarían a Pomerania en el primer barco que saliera y se marcharían a los territorios del este, donde los caballeros teutónicos estaban conquistando extensas y ricas provincias. En los países eslavos abundaban las oportunidades de promoción, lejos de los piojos y las miserias de la tierra sarracena. Ascenderían rápidamente. Gunter no servía para las armas, pero sería un excelente abad, un abad de doble papada y voz modulada para el ejercicio del coro.

—Algún día —bromeaba Lotario, intentando sobreponerse al dolor infernal de su mano mutilada—, cuando me hospede en tu convento y tú me ofrezcas una oca asada rellena de salchichas, una jarra de cerveza espumosa y un pan recién horneado, te preguntaré: «¿Recuerdas, hermano, cuando salimos de Acre y tú me dabas la tabarra con que te dejara morir?» Ah, hermano, entonces tendrás que reconocer que hice bien en no abandonarte y me suplicarás que no lo divulgue porque no está bien que los novicios sepan que el señor abad, al que ellos creerán un héroe, flaqueó en el sitio de Acre. Ahora procura ser fuerte, hermano. Nuestra madre, desde el cielo, intercede por nosotros ante la Virgen y todos los santos para que el dolor pase pronto. Las callejas y galerías del barrio viejo de Acre, antaño animadas por una multitud de patricios, mercaderes, criados y buscavidas, estaban desoladas y desiertas con las ventanas y las puertas abiertas, algunas con señales de haber sido forzadas por los saqueadores, y se veían enseres y hatos de ropa esparcidos por la calle entre la confusión de cadáveres. En un portal berreaba un niño de pecho abandonado.

—En mala hora nació ése —murmuró Lotario.

De vez en cuando zumbaba una piedra volandera y armaba un estropicio de tejas rotas.

En las gradas de la iglesia de San Sabas, un desertor había abandonado el perpunte y las armas. Lotario de Voss recogió el puñal y se lo guardó en el seno. Cada movimiento de la toalla que le vendaba la mano mutilada le causaba un tremendo dolor. Apoyó a Gunter contra el muro mientras se ajustaba el vendaje.

—Déjame aquí—le suplicó el hermano—. ¡Quiero morir!

—¿Morir? No digas tonterías, hombre. ¿Qué haría yo sin ti, solo en la vida? Te necesito para que me acojas en tu convento cuando sea anciano y las viejas heridas me molesten.

Lotario le había dado la espalda para evitar que le viera la mano mutilada. Cuando acabó de arreglarse el vendaje, que estaba completamente empapado de sangre, se volvió hacia Gunter y le sonrió. El mayor de los Voss sudaba copiosamente.

—Y ahora prosigamos nuestro camino —lo exhortó—. Ya estamos llegando al barco.

¿Pero nos aguarda un barco?

—Claro que sí. Confía en mí, Gunter.

Recorrieron otro par de calles desiertas antes de acceder a la explanada del puerto. Allí el panorama cambió completamente. Una densa muchedumbre enloquecida por el pánico pugnaba por alcanzar las pocas naves que aún se mantenían atracadas junto al muelle. Guardias armados protegían los embarcaderos y no vacilaban en alancear a los que intentaban romper el cordón. Sobre las aguas oscuras flotaban algunos cadáveres.

Los habitantes adinerados de los barrios genovés, pisano y veneciano habían embarcado días atrás, poniendo a salvo las mercaderías preciosas, las sedas, los caballos de raza, los muebles taraceados, las joyas y el oro. Ahora sólo quedaban los pobres, los habitantes miserables de los arrabales de Montmusart, los pupilos acogidos al hospicio de los hospitalarios y los humildes artesanos de los barrios del Patriarcado, del Arsenal y de Montjoie. Desesperados, algunos ofrecían sus magras posesiones, un puñado de monedas de plata, alguna joya de escaso valor, una hija doncella, a cambio de embarcar. En vano: las embarcaciones estaban tan sobrecargadas que, si admitían más peso, podrían zozobrar en cuanto afrontaran el oleaje del mar abierto.

Lotario de Voss, ajeno al ajetreo portuario, se sentó a descansar junto a la lonja de la aduana. Necesitaba tomar aliento y pensar. La horrible herida de la mano, eficazmente cauterizada con el fuego de una antorcha, había dejado de sangrar, pero el dolor era tan intenso que continuamente lagrimeaba y temía no contar con las fuerzas necesarias para salvar a su hermano.

Pasó un hombre gritando que los sarracenos estaban ya en Montmusart, que las banderas mamelucas ondeaban sobre la puerta de San Antonio y que los paganos estaban empalando en las almenas a los defensores del castillo. La noticia corrió de boca en boca y desencadenó una nueva oleada de pánico. La multitud desesperada pugnó por llegar a las naves, pero los guardias reprimieron el asalto, alanceando y acuchillando sin misericordia.

Lotario contempló el puerto con la mirada ávida del león hambriento que avizora la sabana en busca de una presa. La situación no podía ser más apurada. ¿Cómo se las compondría para escapar de la ciudad con su hermano imposibilitado a cuestas y sin dinero ni amigos a los que recurrir? En tales circunstancias no existía posibilidad alguna de embarcar por las buenas. Sólo podrían escapar de aquella ratonera a punta de puñal.

Lo primero era escoger la nave idónea. Descartó las importantes, fuertemente custodiadas por hombres armados, y se concentró en las pequeñas. En el centro del puerto, había algunas embarcaciones menores abarrotadas de fugitivos, a salvo de eventuales asaltos, que aguardaban la salida de las embarcaciones mayores para realizar la travesía a su amparo. Lotario de Voss las descartó, no estaban a su alcance. Finalmente quedaban algunas falúas pequeñas, transportes portuarios y barcas de pescadores de ribera, que iban y venían llevando mensajes o transportando fugitivos a las naves ancladas en el centro del puerto. Como el lobo que descubre una oveja rezagada, los ojos del teutón repararon en una chalupa que se mantenía algo apartada y parecía aguardar, inmóvil, frente a la coracha de la torre de las Moscas, a la salida del puerto. Sus dos tripulantes vigilaban el largo malecón que unía la torre de las Moscas con el barrio de los pisanos. Era evidente que aguardaban a alguien. ¿Para salir a mar abierto o simplemente para transportarlo a alguna de las naves ancladas en el puerto? La barca parecía sólida y estaba aparejada con una vela grande que permanecía recogida. Seguramente podría navegar hasta Chipre.

Gunter se agitó quejumbroso y pidió agua con un hilo de voz. Lotario le apoyó amorosamente la cabeza en un pliegue del paño que lo envolvía y le estrujó sobre los labios resecos un pañuelo mojado. Luego se desentendió de él y volvió a observar a los dos hombres en la barca frente a la torre de las Moscas. Uno tenía barba blanca y vestía decentemente; el otro vestía una sencilla camisa de lana cruda y se tocaba con la gorra bermeja de los pescadores. El único embarcadero practicable por aquella parte era la escalera de carcomidos peldaños que descendía hasta el agua, al pie de la misma torre de las Moscas. El pasajero al que esperaban tendría que recorrer el malecón hasta aquel punto y ellos tendrían que aproximarse para recogerlo. Por el lado del malecón que daba al mar existía una trocha, Lotario lo sabía, una vereda irregular empleada por los pescadores de caña y, por la noche, por las humildes prostitutas del barrio de los pescadores. Este camino estaba oculto a la vista y llegaba hasta las proximidades de la torre de las Moscas. Lotario cargó nuevamente con Gunter, que había dejado de quejarse, y, cruzando la coracha, descendió por las rocas y siguió la vereda hasta las inmediaciones de la torre de las Moscas. El viento marino daba de pleno y traía un aroma de sal y yodo que contrarrestaba el tufo a cadáver e incendio procedente de la ciudad. Lotario depositó a su hermano sobre la arena, al amparo de unas rocas, cerca de la torre, y se agazapó a pocos pasos del embarcadero. No sabía cuánto tiempo tendría que esperar. Se ajustó otra vez el vendaje, reprimiendo las quejas, y examinó la daga. No era gran cosa, pero serviría. Por si acaso se proveyó también de un guijarro de regular tamaño.

No tuvo que aguardar mucho. Al poco tiempo oyó hablar a los hombres de la falúa y escuchó el batir de los remos. Habían divisado a su pasajero y se aproximaban a tierra. Lotario se asomó precavidamente. A veinte metros de distancia, una mujer que llevaba un bulto en los brazos, quizá un niño, se apresuraba por la coracha y de vez en cuando volvía la cabeza para cerciorarse
de
que nadie la seguía. La falúa se acercó al embarcadero. Desde su escondite, Lotario percibió el topetazo de los maderos contra el primer peldaño de la escalera. El barbudo saltó a tierra y tiró de un cabo afirmando la barca. El otro recogió los remos y se acercó a ayudar. Lotario pensó que el de la barba debía de ser el marido de la fugitiva. Abandonó su escondite y tomando a los hombres por sorpresa, apuñaló al de la barba directamente en el corazón y propinó al otro una pedrada en la sien que lo dejó sin sentido. El de la barba, aunque estaba muriéndose, hizo un esfuerzo para prevenir a la mujer. Lotario lo apuñaló nuevamente en la boca y de una patada lo lanzó al agua. Lo que menos necesitaba era que llamara la atención de otros merodeadores desesperados por abandonar la ciudad.

La mujer, cuando vio a su marido flotando en el agua, exangüe, profirió un aullido de desesperación y, dejando a la niña en el suelo, se precipitó contra el asesino con las manos engarfiadas. Lotario la recibió con una zancadilla que la proyectó, con su propio impulso, contra las rocas, unos metros más abajo.

El teutónico no perdió el tiempo. Tomó en brazos a Gunter y lo trasladó a la barca. Descubrió con satisfacción que a bordo había mantas, comida y agua, lo suficiente para viajar a Chipre. Llenó un balde de cuero en el mar y lo vació sobre la cabeza del patrón, que volvió en sí con un escalofrío.

—Basta ya de dormir, que tenemos trabajo. El barquero entornó los ojos, extraviada todavía la mirada, y sacudió la cabeza. Sorprendido de seguir vivo, y quizá agradecido, no puso objeciones a las órdenes del espectro manco que había asesinado a sus pasajeros.

—Ibas a llevarlos a Chipre, ¿no? —inquirió Lotario señalando el cadáver del barbudo. El otro asintió.

—Pues llévanos ahora a nosotros. Puedes quedarte con la recompensa que te hayan ofrecido, pero no intentes ninguna jugarreta o te rebanaré el pescuezo.

—Soy persona de paz y no quiero líos.

El barquero apoyó un remo en las rocas y se apartó del embarcadero. A continuación izó la vela. Una suave brisa se embolsó en ella impulsando la embarcación.

—¡Al mar! —ordenó Lotario de Voss.

—¿No nos reunimos con los otros? —preguntó el barquero, señalando las barcas de escaso calado que se agrupaban cerca de las naves grandes.

—No, dirígete directamente al mar.

El pescador timoneó rodeando la escollera en torno a la torre de las Moscas para salir al mar. Antes de que doblaran el extremo del malecón, Lotario de Voss volvió la cabeza para contemplar la ciudad por última vez. Acre estaba condenada. Una espesa humareda negra se elevaba de Montmusart. El tejado de la iglesia de San Andrés, hecho con pizarra traída de Francia, brillaba al sol como un espejo. Lotario de Voss paseó la mirada por los tejados rojos, las azoteas blancas, el verdor de los huertos. Allí terminaba la aventura de las cruzadas iniciada por la cristiandad dos siglos atrás con tanto entusiasmo. Aquello era lo que quedaba: un puerto atestado de fugitivos enloquecidos que antes de la puesta de sol serían degollados o esclavizados por los sarracenos. En el rompiente de la torre de las Moscas, la viuda había recogido a su bebé y lloraba ante el cadáver de su marido.

Lotario de Voss acarició la mejilla de su hermano, que volvía a quejarse.

—¡Ánimo, lobito, que lo peor ha pasado ya! Verás cómo te restableces pronto.

—¿Qué te pasa en la mano? —preguntó Gunter entre dos hipos.

Gunter, tan dolorido como estaba, se preocupaba por él. Lotario se emocionó hasta sentir un nudo en la garganta.

—Una herida sin importancia —respondió con la voz quebrada—. En cuanto lleguemos a Chipre nos restableceremos rápidamente, ya lo verás.

El marinero gobernaba la vela con notable destreza. Bordearon la escollera de la torre de las Moscas, salieron al mar abierto y pusieron rumbo a la isla.

Navegaron el resto del día y durante toda la noche. Mediada mañana siguiente, al despejarse una espesa bruma que los había envuelto desde el amanecer, vieron brillar el sol sobre el espinazo montañoso de una isla.

—Eso es Chipre —señaló el barquero.

Encontraron una caleta solitaria con una playa de arena fina protegida por un promontorio, un lugar discreto apropiado para desembarcar. El marinero dirigió diestramente la embarcación hasta vararla en la arena, abatió la vela y ayudó a Lotario a desembarcar a su hermano. Se sentía aliviado por quitarse del encima a aquel quejica que no había parado de gemir en toda la noche. Lo llevaron al amparo de unas rocas, extendieron una manta y lo dejaron descansando sobre la arena.

—Messire, me habías prometido dejarme ir libremente si te traía a Chipre —le recordó el pescador.

—Y cumpliré mi promesa —respondió Lotario—. Te ayudaré a sacar la barca y podrás dirigirte a donde te plazca.

Regresaron a la embarcación y la impulsaron nuevamente hacia el mar. El pescador subió a bordo mientras Lotario sostenía la barca con el agua por la cintura.

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