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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (6 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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La orden no había dejado de prepararse para la nueva cruzada desde el mismo año en que se perdió San Juan de Acre, pero lamentablemente el papa, un hombre débil sometido al rey de Francia, veía las cosas de otro modo.

Beaufort advirtió que se había detenido. ¿Por qué le asaltaba la impresión de que aquel arsenal no serviría para nada, de que estaban trabajando como los niños que construyen un castillo de arena en la playa, ignorantes de que la marea lo destruirá y que al día siguiente no quedará rastro de su afán? Se sintió abatido: «¿Qué hago aquí?» Dieciséis años antes, una palabra de un moribundo, ininteligible y absurda, susurrada a su oído, habría cambiado su vida para siempre. Cada noche hacía esfuerzos por recordar aquella palabra. Si la pudiese recuperar se libraría de la pesada cadena que le oprimía, la responsabilidad de ser el único portador de la Palabra Sagrada. Cuando pudiera recordarla y transmitírsela al maestre o a otro hermano designado por él, le habían prometido que lo destinarían a una templería remota, en Oriente, quizá a la isla de Rodas, a algún lugar donde pudiera hacer lo único que sabía, luchar contra los sarracenos.

Beaufort siguió su camino, saludó a un par de freires herreros que se afanaban sobre las fraguas y los sopletes, entre nubes de chispas y fragor de martillos, y se detuvo ante un herrero alto y fornido con peludos brazos fuertes como mazas. Era de la edad de Beaufort y había ingresado en la orden por los mismos años. Una ancha cicatriz blanquecina le cruzaba el ennegrecido rostro en el que brillaban como ascuas dos ojos enrojecidos.

—¿Es la hora del trago? —Beaufort asintió.

—Pues vamos allá —dijo cediéndole a su aprendiz el hierro que estaba trabajando.

Se limpió con un trapo húmedo la tizne de la cara y de los brazos, se despojó del delantal de cuero, y se quedó un momento desnudo antes de introducir la cabeza por la abertura de un sucio sayo que colgaba de un clavo del muro. Salieron del taller. El calor del membrillo no remitía, pero el cielo se había anubarrado y una brisa húmeda presagiaba lluvia.

No fueron directamente a la bodega donde diariamente los aguardaba un hermano cerillero, amigo de los dos, con una jarra de vino. A mitad de camino, Beaufort invitó a su amigo a tomar asiento debajo de un enorme tilo frente al edificio gótico de la tesorería, la fachada adornada con estatuas de los antiguos maestres en torno a una mayor de san Bernardo y a otra, mayor aún, de Nuestra Señora. Beaufort confesó sus angustias al herrero y éste, como siempre, les restó importancia.

—El Temple es como un pez poderoso del que cada uno de nosotros es una escama. Deja que nade el pez que tiene ojos, branquias, espina y entrañas, y limítate a ser la escama en el trocito que te han asignado. Los hermanos llegamos y nos vamos, nacemos y morimos, pero la orden no tendrá fin, es como la cristiandad misma.

Beaufort comprendió que ni siquiera su amigo podía entenderlo. En adelante no podría compartir con nadie su congoja.

—Ingresé en la orden a los dieciocho años y ya tengo cuarenta —reflexionó hablando como para sí—. Lo único que he hecho es obedecer. La orden es mi familia. No tengo más padres que mis superiores, ni más hermanos que mis camaradas, ni más hijos que los jóvenes legos que aspiran a vestir el manto blanco. La orden ha conocido mejores tiempos, cuando los freires nos respetaban e incluso la gente se apartaba del camino con admiración y nos cedía el paso. Éramos el brazo armado de Dios, los guerreros de Cristo conquistadores de Tierra Santa y defensores del Santo Sepulcro. Ahora vivimos malos tiempos, nos tildan de avaros, nos achacan grandes pecados y se preguntan por qué seguimos en nuestras encomiendas y nuestros castillos si hemos permitido que los sarracenos nos arrebaten los Santos Lugares. Llevo quince años encerrado en el barrio del Temple, sin salir de París, quince años instruyendo reclutas, prisionero de una palabra que escuché y que no recuerdo. Mientras mis hermanos sirven en Oriente, cruzan el mar, viven, yo vivo aquí como un vegetal, esperando que acuda a mi memoria una palabra que oí y olvidé el día de la tribulación. Sólo soy un soldado que consagró sus armas a Nuestro Señor. Me despierto por las noches angustiado y sudoroso y no hay día en que no pida a Nuestra Señora que me releve de ese pesado fardo y me permita ser un hermano anónimo en una anónima templería.

—Tienes que aceptarlo, amigo. Recuerda nuestro juramento…

—Ya lo sé: cuando queráis estar aquende se os enviará allende, y cuando prefiráis estar allende se os mantendrá aquende. Lo recuerdo cada día, puedes creerlo.

Al otro lado del patio sonó una voz:

—¡Roger de Beaufort!

El que lo llamaba era un fámulo rubio de los que estaban al servicio de la casa maestral.

—¿Qué quieres?

—El maestre os llama.

—¿A mí?

—¿No sois Roger de Beaufort?

—Sí.

—Pues a vos.

El herrero se rió con su risa ancha y lobuna.

—¿No pedías a Santa María que te sacara de aquí? Pues creo que te ha escuchado.

El portador de la Palabra se levantó y siguió al muchacho.

7

La galería Mercière parecía una iglesia gótica abierta por sus dos extremos, pero en realidad era la lonja de París, el mercado donde, por concesión real, montaban sus mesas los cambistas y vendían sus mercaderías los plateros, los sederos, los perfumistas y los importadores de clavo y pimienta. El arquero del rey que vigilaba el local, provisto de un bastón para ahuyentar a los perros y a los mendigos, se inclinó respetuosamente al paso del legista Nogaret. Se rumoreaba que Nogaret se había convertido en los pies y las manos del rey. Felipe el Hermoso estaba confiando los puestos palatinos, antes reservados a los nobles, a plebeyos formados en la universidad y fieles a la Corona.

Nogaret, modestamente vestido con un jubón oscuro, se detuvo un momento en el vestíbulo de la galería Merciére y contempló, una vez más, la belleza civil del edificio, sus dos filas de columnas fasciculadas que ascendían hasta una altura considerable y se abrían para sostener las airosas bóvedas pintadas de azul y tachonadas de estrellas doradas representando las constelaciones. En los lunetos destacaban blancas lises de Francia sobre fondo negro. Prosiguió satisfecho su camino entre los puestos de mercaderías, cuyos propietarios interrumpían sus conversaciones para inclinarse a su paso. La galería estaba adornada con estatuas que representaban a todos los reyes de Francia desde Meroveo, a las que se había añadido una docena con fieles colaboradores de la Corona. Quedaban cinco pedestales vacíos y Nogaret se preguntaba cuál de ellos estaría destinado a perpetuar su imagen.

Al final de la galería, una escalinata con siete peldaños de mármol de distintos colores ascendía hasta las fuertes puertas de roble forradas de cobre dorado que daban paso a la morada real. Dos arqueros de librea dejaron de charlar y adoptaron posturas marciales al paso del legista.

—¿Dónde está el rey? —preguntó Nogaret a un fámulo que le salía al paso.

—En la sala del baño, messire.

La sala del baño, así denominada por su techumbre parecida a una bañera de cobre, era una dependencia contigua a la gran sala del Consejo, donde Felipe solía despachar con sus colaboradores.

Aquel día, en la sala del baño estaban reunidos el rey, el canciller del Tesoro, Fleury, y el senescal De Bemond. Nogaret se adelantó hasta el escaño sobre el que descansaba el pequeño trono portátil e hizo ademán de doblar la rodilla ante Felipe IV de Francia, pero el soberano se lo impidió con un gesto.

—¿Y bien? —Acabo de regresar de la embajada ante el papa, sire.

—Dejemos el trabajo para más tarde —dijo Felipe a sus colaboradores—. Ahora tengo que hablar con Nogaret.

Recogieron sus papeles, se inclinaron respetuosamente ante el monarca, dirigieron miradas torvas a Nogaret y abandonaron la sala.

—Creo que no te quieren —comentó el rey cuando se quedaron solos.

Felipe el Hermoso era alto y fuerte y en su rostro destacaban unos bellos ojos azules cuya mirada helaba a sus interlocutores. Jamás sonreía y era tan poco comunicativo que el obispo Bernardo de Saisset escribió: «No hay un hombre tan atractivo como él, pero se limita a mirar en silencio. No es hombre ni animal: es estatua.» Su hermetismo se había acentuado desde que enviudó, dos años atrás, de Juana de Navarra. Desde entonces no se le había conocido ninguna amante. Consagraba su tiempo a gobernar y no tenía más distracción que la caza, que le permitía perderse por el campo en busca de mayor soledad.

Felipe abandonó el escabel y caminó hasta la ventana con vidrios emplomados que iluminaba la estancia. Paseó la mirada por las aguas turbias del Sena, surcadas de lentas almadías, por los muros blancos de la Torre de Nestlé, al otro lado del río, por los tejados pardos y negros de París y por los bosques que se extendían al otro lado de las murallas, por el cielo encapotado que presagiaba la primera tormenta del otoño.

—¿Qué dice el maestre del Temple? —preguntó sin volverse—. ¿Consiente en unirse al Hospital? —De sobra sabía que la respuesta era negativa.

—Jacques De Molay cree que puede recuperar Jerusalén con ayuda del Arca de la Alianza.

—¿El Arca de la Alianza? —preguntó el monarca volviéndose.

—Sí, sire: el Arca maravillosa que derriba murallas según las Escrituras. No se ha vuelto a saber de ella desde mucho antes del nacimiento
de
Nuestro Señor Jesucristo, pero De Molay asegura que los templarios conocen su paradero.

—¿Y dónde está?

—Me temo que De Molay no está dispuesto a compartir su secreto.

Concisión. La facultad de resumir un complicado argumento en sus líneas esenciales y la de exponerlo con las palabras exactas. Ésa era una de las cualidades que Felipe apreciaba en su legista.

El rey apoyó un brazo en el marco de piedra de la ventana y permaneció meditabundo, contemplando la lluvia gris sobre los tejados y las chimeneas de París.

—Creen que soy rey de Francia. Creen que soy rey del mayor Estado de la cristiandad. Pero nadie es amo ni de sí mismo si está endeudado hasta el cuello, y yo lo estoy. —Su voz era tranquila y confidencial. ¿Hablaba consigo mismo, quizá? Nogaret se abstuvo de intervenir—. He heredado de mi padre deudas, sólo deudas —prosiguió Felipe—. ¿Sabes el tiempo que tardaré en saldarlas?

—Lo ignoro, sire.

—Trescientos años —dijo Felipe pronunciando morosamente la cifra—. El canciller del Tesoro ha echado las cuentas, calculando sobre las rentas reales, y el resultado son trescientos años. Tendré que vivir trescientos años para saldar esas deudas. Y eso sin contar los intereses.

Nogaret carraspeó ligeramente.

—Quizá sea conveniente ir pensando en aumentar las rentas reales, sire.

—¿Cómo? Ya no queda nada nuevo que intentar, lo he hecho todo: he confiscado las fortunas de los judíos ricos, he devaluado la moneda, he aumentado los impuestos hasta lo tolerable, o quizá un poco más allá —los dos pensaron en los motines populares del año anterior, que la guardia real consiguió sofocar a duras penas—, he extirpado un montón de libras a los banqueros florentinos y lombardos establecidos en mis dominios. Ya no tengo adonde acudir, pero aún las deudas devoran el reino, y resulta que, en el corazón de mis estados, delante de mis mismas narices, los templarios poseen un tesoro, son ricos y poderosos y no tienen razón de existir, puesto que no hay nada que defender en Tierra Santa. Pero ahora me salen con que el Arca de la Alianza devolverá el Santo Sepulcro a la cristiandad. ¡No sólo se burlan de ese imbécil del papa: se burlan también de mí!

—Quizá se les podría solicitar un préstamo sin interés a cambio de alguna franquicia —sugirió Nogaret.

El rey dirigió una severa mirada a su legista.

—¡No suplicaré más a los templarios! Los Capetos ya nos hemos humillado bastante ante ellos. Hace cincuenta años, mi abuelo malvendió el tesoro de Francia y se endeudó hasta las cejas para organizar una cruzada contra Egipto sin ayuda de nadie. Fue un desastre: los sarracenos abrieron las compuertas del Nilo y atraparon al ejército en un charcal. La rendición de sus tropas no fue lo más humillante. Lo peor fue tener que suplicarle al maestre del Temple, a Esteban de Otricourt, para que le prestara el dinero de su rescate. Mi padre heredó la piedad de mi abuelo, pero sobre todo sus deudas. ¿Saneó la hacienda para pagarlas? No, él era otro soñador, otro loco. Lo que hizo fue implicarse en la cruzada aragonesa que multiplicó sus deudas. ¿Y los templarios, sus tesoreros, sus amigos, qué hicieron? ¿Disuadirlo? No, animarlo. Le prestaron elevadas sumas de dinero para después tenerlo atrapado. Ésa es su táctica y eso es lo que esperan ahora de mí: prestarme y que dependa de ellos. Pero los días de las cruzadas han terminado. Mi cruzada particular consiste en devolverle la prosperidad a Francia y a los Capetos. Estamos viviendo un tiempo nuevo, Nogaret, el tiempo de las monarquías fuertes y de los funcionarios que saben servirlas, un tiempo en el que las órdenes militares no tienen sentido. Esas riquezas que han amasado deben revertir en el Estado. Tu oficio son las leyes. Busca la manera de procesar al Temple y yo te ascenderé a dignidades con las que ni siquiera te atreves a soñar.

Sí se atrevía a soñar. Cada mañana, cuando se contemplaba en el espejo mientras el barbero le rapaba la barba, Nogaret se preguntaba cómo lucirían la cadena de oro y la medalla de canciller sobre su severo jubón oscuro.

Felipe se había vuelto nuevamente de espaldas hacia la ciudad. Había escampado y una cigüeña planeaba lentamente sobre los tejados mojados en dirección a las torres de Notre-Dame.

8

El carro cubierto, tirado por cuatro mulas, se detuvo en la explanada del castillo de Pugfort y el conductor saltó del pescante para abrir solícitamente la portezuela de cuero. Apareció el rostro avinagrado del legista Nogaret. El secretario del rey lanzó una mirada alrededor y descendió del vehículo seguido de su secretario y escribano. Traían las sobrevestas oscuras casi tan cubiertas de polvo como los perpuntes de los cuatro jinetes que los habían escoltado.

—¿Cuánto hace que no arreglan ese camino? —preguntó Nogaret al oficial de la escolta, mientras se sacudía el polvo con los guantes.

Alain de Pareilles, capitán de los arqueros del rey, se sonrió.

—Lo ignoro, messire. Los que recorren este camino lo hacen en una sola dirección y casi nunca se quejan.

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