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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (3 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Humildad —dijo el cardenal de los dedos enjoyados, hablando por vez primera. Sobre su túnica roja destellaba una cruz de oro guarnecida de rubíes y perlas.

—¿Perdón? —dijo De Molay volviéndose hacia él.

—Humildad —repitió el prelado con una voz bien timbrada, educada en la disciplina del coro—. El Temple necesita humildad. Vuestra orden ha ido creciendo en patrimonio y en arrogancia. La arrogancia os ha cegado y os aparta de vuestros votos. El papa, representante de Cristo en la tierra, viaja en un incómodo carromato con un séquito de diez personas. Vos, maestre del Temple, llegasteis hace un mes a vuestro puerto de La Rochela con dieciocho galeras. La soberbia del Temple escandaliza al pueblo.

Jacques de Molay lamentó no poder retorcerle el cuello a aquel granuja. Juan Vergino debió de leerle el pensamiento, puesto que le colocó una mano apaciguadora sobre el brazo. Iba el maestre a protestar cuando nuevamente el papa le impuso silencio con un gesto conciliador al tiempo que decía:

—Oigamos al enviado de París y conozcamos la opinión del rey de Francia.

Era el momento que Guillermo de Nogaret había estado esperando. Se inclinó ante el pontífice, y, tras recorrer con la mirada los rostros de los reunidos, comenzó:

—El rey, mi señor, opina que si los reyes de la cristiandad tienen que marcharse, como antaño, a la conquista del Santo Sepulcro no debemos incurrir en los errores del pasado. En el pasado, la conquista de Tierra Santa fue efímera debido a la desunión y a las rivalidades de los propios cristianos comprometidos en defenderla. —Hizo una pausa y observó los rostros del auditorio, encontrando gestos de aprobación, salvo en los templarios—. El rey de Francia cree que la Iglesia debe mostrarnos el camino con su ejemplo y que hospitalarios y templarios deben unir sus esfuerzos formando una única y poderosa orden. También opina que el maestre idóneo para presidir esa nueva orden fortalecida es Foulques de Villaret, después de compensar a Jacques de Molay, naturalmente.

—¡Ninguna compensación logrará que yo permita el expolio del Temple! —exclamó De Molay golpeando el tablero de la mesa con la palma de la mano.

—El Temple debe obediencia al papa —advirtió Nogaret.

—¡No tenéis que recordármelo! —replicó De Molay.

—El rey, mi señor —prosiguió Nogaret en tono solemne—, hace saber a Su Santidad que si la cristiandad ha de embarcarse en una nueva y decisiva cruzada, Francia sólo participará con la condición de que previamente los templarios y los hospitalarios se fusionen en una sola orden.

—Una añagaza que tu señor prepara desde hace tiempo —observó De Molay— y que sólo oculta la ambición de arrebatar a la orden sus propiedades.

Iba a replicar el legista, pero el papa salió al paso.

—Nos recordamos al maestre que las órdenes deben obediencia a la Santa Sede. Nos mismo decidiremos sobre este asunto después de oídas las justas reclamaciones de todos. Pero antes deseamos escuchar la opinión de la Sorbona.

La Sorbona, la Universidad de París, era también la institución consultora del reino para temas legales. Su representante, André de Saint Bertevin, un anciano enjuto y calvo, carraspeó y tomó la palabra:

—Beatísimo padre, mi humilde opinión es que los justos intereses particulares deben supeditarse al supremo bien de la cristiandad y no creo que la Sorbona discrepe. Debo decir, en honor a la verdad, que la unión de las órdenes militares es un anhelo antiguo de la cristiandad y que, desde la pérdida de Tierra Santa, los más venerables varones han clamado para que se nombre un Rex Bellator que pueda recuperarla.

—¿Un Rex Bellator? —se extrañó su santidad, cuyos latines eran escasos.

—El rey guerrero —aclaró Saint Bertevin—, el caudillo único que reconquiste la tumba de Cristo.

—Ya conozco esa idea —replicó De Molay, indignado—. Es propia de hombres que ignoran lo que es la milicia, justos varones que se pasan la vida en la paz de sus conventos, entre libros, como ese Raimundo Lulio o ese Pierre de Bois.

—Pierre de Bois, en su
De recuperatione Terrae Sanctae
, demuestra un claro juicio de la situación, maestre —replicó aceradamente Saint Bertevin.

—Quizá convenga un mando unificado cuando estemos en Tierra Santa, pero eso no significa que el Rex Bellator tenga que ser forzosamente el rey de Francia —insistió De Molay—. Puede que Felipe sea el mejor cazador de la cristiandad, eso no se lo discuto, pero carece de experiencia en el combate contra sarracenos y es dudoso que consiga alistar un gran ejército y transportarlo a ultramar.

Iba a replicar el legista del rey, pero nuevamente intervino el papa:

—¡Paz, hijos míos, no discutáis sobre asuntos que ya están decididos! —Guardaron los otros silencio y él continuó—: Nos mismo hemos reflexionado largamente sobre este asunto y participamos en la conveniencia de un mando único. No podemos regresar a Tierra Santa para repetir los viejos errores. Esta vez debe haber un solo hombre, un, ¿cómo se dice? —preguntó volviéndose hacia Saint Bertevin.

—Un Rex Bellator, santidad.

—Eso, un Rex Bellator que decida los asuntos de las armas, como existe un pontífice que decide sobre la doctrina. Pero, una vez más, la Iglesia debe dar ejemplo. ¿Cómo podemos pretender que los reyes de la cristiandad le cedan el mando a uno de ellos y formen un único ejército si las órdenes religiosas, sometidas a nuestro magisterio, siguen enemistadas y conservan sus respectivos maestres? Todo interés particular debe someterse al interés de Cristo, que consiste en la conquista de Jerusalén y la recuperación de su Santo Sepulcro.

Las conversaciones se prolongaron hasta la hora del almuerzo, en que el papa levantó la sesión aplazándola hasta el día siguiente. Los delegados templarios regresaron a la encomienda de Noilles, distante una legua de Poitiers, sobre cuya torre ondeaba el
beausant
, la enseña blanca y negra de la orden, como correspondía a la residencia temporal del maestre. Aquella tarde, De Molay convocó una reunión a la que asistieron Juan Vergino y los comendadores de Jerusalén, Trípoli y Antioquía, tres cargos meramente nominales cuyos titulares se ocupaban de funciones mucho más complejas en el seno de la orden, además del senescal André de Braquemont y el mariscal Juan de Fayed. La conferencia se prolongó hasta bien entrada la noche.

3

A la mañana siguiente, el maestre del Temple y su acompañante regresaron a la sala capitular del palacio papal y ocuparon sus asientos. Tras ellos fueron llegando los delegados del rey y los representantes de la orden hospitalaria. Intercambiaron saludos formularios y permanecieron en tenso silencio frente al trono papal vacío.

Después de hacerse esperar más de media hora, Clemente V compareció seguido de sus cardenales y secretarios. Las bolsas azules bajo sus ojos delataban su vigilia. «He orado para que nuestro Señor Jesucristo nos ilumine», informó brevemente, y tras bendecir a la asamblea con los conferenciantes arrodillados, declaró abierta la sesión.

Retomaron la discusión de la víspera. El maestre del Temple defendió una vez más la independencia de su orden contra la opinión del resto de las instituciones representadas. Finalmente el pontífice tomó la palabra para desestimar las objeciones del Temple.

Jacques de Molay y Juan Vergino intercambiaron una mirada.

—Quizá sea hora de que el Temple comunique a esta asamblea cierto secreto —dijo el maestre con voz apenas audible.

—¿Un secreto? —exclamó Guillermo de Nogaret, el legista real—. Espero que no se trate de otra maniobra dilatoria.

La mano papal trazó un gesto paternal hacia el maestre del Temple invitándolo a intervenir.

—Cederé la palabra, en nombre de la orden, al hermano Juan Vergino para que Juan exponga el asunto y responda a las preguntas.

Era la primera vez que Vergino hablaba a la asamblea. Se puso de pie y se inclinó hacia el papa. Era de elevada estatura y debió de ser fuerte en su juventud, aunque ya la edad le curvaba la espalda. Tenía el pelo blanco cortado casi al rape y la expresión de su rostro era noble y ausente, como la de quienes renuncian al mundo y viven entre libros, más con los muertos que con los vivos.

El papa le dio la venia.

—Su santidad y los hombres excelentes aquí presentes recordarán que el pueblo de Israel, cuando huyó de Egipto dirigido por Moisés tuvo que conquistar la tierra de Canaán. Guillermo de Nogaret hizo un gesto de fastidio.

—¿Es necesario remontarse a la historia sagrada para discutir lo que traemos entre manos?

—Sí, es necesario —respondió Vergino suavemente—. Y si el legista real me lo permite lo demostraré enseguida.

El papa impuso silencio al legista real e invitó al anciano a proseguir.

—El pueblo de Israel era poco numeroso y estaba debilitado a causa de cuarenta años de peregrinación por el desierto. No obstante conquistó Canaán, como entonces se llamaba la Tierra Santa, una provincia densamente poblada
y
habitada por reyes belicosos. Esta extraordinaria conquista se debió, como todos sabemos, al Arca de la Alianza.

La alusión al Arca de la Alianza provocó el asentimiento unánime de los teólogos, pero los demás se miraron confusos. A pesar de la condición clerical de casi todos ellos, no estaban muy versados en la Biblia.

El cardenal purpurado se inclinó y cuchicheó algo al oído del pontífice, que ordenó:

—¡Que traigan unas Escrituras!

André de Saint Bertevin salió a dar las órdenes pertinentes.

—¿Qué es exactamente lo que propone el Temple? —preguntó el cardenal.

—Dios inspiró el Arca de la Alianza —comenzó Juan Vergino—, no sólo como depósito de su poder y escabel de su gloria sino como arma de guerra.

—¿Un arma de guerra? —lo interrumpió Nogaret, impaciente.

—Sí, la más devastadora arma de guerra que pueda concebirse. Un murmullo general acogió las palabras del templario. Los teólogos se enzarzaron en una discusión y el mariscal de los hospitalarios, ajeno a lo que su acólito le susurraba al oído, dirigió a Nogaret un gesto de impotencia.

La discusión se prolongó unos minutos, hasta que un sacristán trajo al fin una Biblia, un abultado manuscrito de pergamino bellamente iluminado. El pontífice bendijo el libro e indicó al sacristán que lo entregara al maestre del Temple, pero Jacques de Molay se excusó de leer alegando tener los ojos enfermos y delegó la tarea en Juan Vergino.

Vergino recibió el libro santo con reverencia y lo instaló sobre un atril de bronce. Lo abrió y lo hojeó brevemente hasta encontrar el pasaje que buscaba. Manejaba el libro con la destreza del que ha empleado los últimos treinta años de su vida en el estudio y la reflexión. Carraspeó un poco para aclarar la voz y tradujo del latín con pausa y entonación:

—Esto fue lo que Dios ordenó a Moisés: «Haz un arca de madera de acacia de dos codos y medio de largo, uno y medio de ancho y medio de alta.»

Nogaret notó que el templario conocía el texto de memoria, aunque fingía leerlo en la Biblia, y comprendió que era un hombre modesto que evitaba alardear de sus conocimientos ante los ilustres asnos purpurados.

—«Forra el arca con planchas de oro puro por dentro y por fuera —iba leyendo Vergino— y ponle una cornisa superior y una arandela en cada esquina, todo de oro puro. Para el transporte del arca fabrica unas barras de madera de acacia, fórralas de oro puro y pásalas por los anillos. Construye también una tapa ajustada al arca y sobre ella las figuras de dos querubines, uno frente al otro, con las alas extendidas cubriendo el propiciatorio. Pon el propiciatorio sobre el arca. Yo vendré a encontrarme contigo, encima del propiciatorio, entre los dos querubines.» Esto es lo que Dios ordenó a Moisés —concluyó el templario, y al levantar la mirada del texto halló una fila de rostros expectantes.

—Es la silla de Dios —murmuró respetuosamente Saint Bertevin.

—Lo que sabemos por otros textos venerables —prosiguió Vergino— es que un artífice llamado Bésalel, un hombre lleno del espíritu de Dios, de sabiduría y de pericia, construyó el Arca siguiendo las divinas instrucciones y que Moisés guardó en ella las Tablas de la Ley escritas por Dios mismo en el monte Sinaí. El Arca quedó depositada en el sanctasanctórum, y permaneció oculta a la vista de todos por un velo.

—El Arca de la Alianza ayudó a los judíos a conquistar la Tierra Prometida —reconoció Nogaret—, pero ¿quién nos asegura que nos auxiliará a nosotros?

El papa miró al teólogo André de Saint Bertevin que, obediente, tomó la palabra y dijo:

—Los judíos, al rechazar a Jesucristo como Mesías, perdieron la condición de Pueblo de Dios. Ahora esa condición la tenemos los cristianos, con todos los derechos y obligaciones que de ella dimanan. Entre los derechos figura el de conquistar y poseer la Tierra Prometida.

—Pero esta vez la conquista debe ser más extensa y definitiva —advirtió el papa.

—¿Cuáles son los límites de la Tierra Prometida? —quiso saber el mariscal del Hospital.

Vergino consultó nuevamente las Escrituras y leyó:

—«Desde el desierto y el Líbano hasta el río Grande, el Éufrates, y hasta el mar grande de Poniente, será vuestro territorio.» Está en el primer libro de Josué.

—Eso es mucho más de lo que jamás hemos conquistado los cristianos —observó el mariscal del Hospital sin ocultar su admiración.

—Mucho más —reconoció De Molay—, y quizá tierra suficiente para que los Santos Lugares permanezcan definitivamente en manos cristianas.

—¿En qué consiste exactamente el poder del Arca? —quiso saber Nogaret.

Vergino buscó un nuevo pasaje en el libro y dijo: —«Mira: yo pongo en tus manos a Jericó y a su rey. Vosotros, valientes guerreros, todos los hombres de guerra, rodearéis la ciudad dando una vuelta alrededor. Así haréis durante seis días. Siete sacerdotes llevarán las siete trompetas de cuerno de carnero delante del Arca. El séptimo día daréis la vuelta a la ciudad siete veces y los sacerdotes harán sonar las trompetas. Cuando el cuerno de carnero suene, todo el pueblo prorrumpirá en clamor y el muro de la ciudad se desplomará. Entonces el pueblo se lanzará al asalto, cada uno por la parte que tenga delante. Lanzad entonces el grito de guerra porque Dios os ha entregado la ciudad.»

—¿Y la ciudad cayó realmente? —se atrevió a preguntar Nogaret.

—¿Pones en duda el texto sagrado? —inquirió André de Saint Bertevin con una mirada reprobadora.

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