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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (8 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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Lotario de Voss buscó un blanco adecuado en el campo visual que enmarcaba su almena. En lo más apretado de la turba asaltante, un escuadrón de mamelucos avanzaba arengado por un oficial, un hombre alto tocado con un elaborado yelmo puntiagudo con incrustaciones doradas. Una lujosa cota de malla persa lo cubría hasta los pies y en la mano blandía una espada de Damasco, con su característico pomo en forma de flor. Evidentemente se trataba de un jeque, o de un caudillo ramoso, una presa digna de consideración. Lotario de Voss se incorporó temerariamente entre dos almenas. Un sargento sarraceno gritó al pie del muro y lo señaló mostrándoselo a los arqueros. La primera flecha le silbó cerca del oído pero, indiferente al peligro, Lotario se concentró en su objetivo, apuntó cuidadosamente y pulsó el disparador. Con un chasquido siniestro, la ballesta dejó escapar el proyectil. El teutónico se agachó al resguardo del mantelete justo a tiempo de evitar una rociada de flechas. Gateó un par de metros cambiando de posición y volvió a asomarse para comprobar si había acertado. Plenamente. El magnate de la espada damascena agonizaba en tierra rodeado de sus desolados servidores. El hierro le había entrado por el ojo derecho y le había traspasado la cabeza hasta la nuca.

Lotario de Voss apoyó en el suelo el estribo de la ballesta y volvió a tensarla para un nuevo disparo. En ello estaba cuando una voz resonó a su espalda entre el estruendo de la tamborada.

—¡Hermano Lotario!

Era un escudero de la orden, un muchacho de apenas quince años, amigo de su hermano Gunter. Traía las ropas salpicadas de sangre como todos los que trabajaban en la enfermería.

—¿Qué ocurre?

—Gunter. Lo han herido.

Lotario de Voss dejó caer el arma. Ajeno al peligro, se incorporó abandonando la protección del mantelete.

—¡Mi hermano! ¿Qué dices? —exclamó agarrando al mensajero por los hombros con tanta fuerza que lo lastimaba.

—La herida no es grave. Una piedra voladora cayó en la caldera de la enfermería y le roció la espalda con agua hirviendo.

—¿Dónde está?

—En la enfermería. Le están aplicando ungüento, pero la quemadura es grave, las ampollas se inflan y el físico de las llagas no se las puede sajar porque está atendiendo a los caballeros heridos. Gunter no deja de llorar, llamándote.

—¡Voy ahora mismo!

El comandante de la torre, un escocés corpulento, con la cabeza vendada, se interpuso.

—¡No puedes abandonar tu puesto, Lotario! Los sarracenos están acumulando escalas ahí abajo. Nos asaltarán de un momento a otro y la mitad de los hombres están heridos.

Lotario, lanzando centellas por los ojos, apartó a su superior de un empujón y se precipitó escalera abajo. El enfermero lo siguió.

11

El correo, un joven novicio, entró como un relámpago en el palio de la encomienda de Bonlieu, descabalgó de un salto, preguntó a un lego por los freires viajeros y se precipitó escalera arriba.

—Una carta del comendador de Latour, padre —dijo entregando la misiva—. Ayer recibimos un mensaje del Temple de París por paloma mensajera.

Vergino miró a Beaufort con semblante preocupado. La paloma mensajera era un procedimiento que sólo se usaba en casos de extrema gravedad. Quizá el maestre había decidido que viajaran por mar, después de todo. En cualquier caso, en seguida iban a salir de dudas. Vergino desgarró el sello y desplegó el papel. El comendador de Latour lo saludaba formulariamente y a continuación transcribía el mensaje cifrado recibido de París: «El legista Nogaret ha liberado de las cárceles del rey a un pirata renegado llamado Lotario de Voss y le ha encomendado que os localice y capture el Talismán.»

—¿El Talismán? —inquirió Beaufort—. ¿Qué Talismán?

—Así es como acordé con el maestre que llamaríamos al Arca en los comunicados.

Volvió a leer el mensaje en voz alta. Beaufort se quedó pensativo. Un renegado llamado Lotario de Voss. ¿Dónde había escuchado aquel nombre? Trató de recordar.

Lotario de Voss. Un nombre antiguo. Un nombre cuya evocación le producía cierto malestar. Seguramente un nombre de ultramar, un nombre escuchado muchos años atrás, pero no lograba asociarlo con un rostro ni con unos acontecimientos. Quizá el nombre de un hermano de la provincia germánica. Beaufort había convivido con algunos de ellos en la fortaleza de Tel Keisan. Hizo memoria repasando sus semblantes. No, ninguno se llamaba Lotario. Quizá un caballero teutónico de los que conoció en Acre.

Un caballero teutónico. Un caballero con una capa blanca con una cruz negra en el hombro pareció surgir de la bruma ante sus ojos velados. Un teutónico. Beaufort vio una espuela dorada con la cruz teutónica en negro, la condecoración que los freires germanos reservaban para sus campeones.

De pronto cayó en la cuenta. Lotario de Voss. En los días de Acre. Aquel alcaide del castillo de Starkenberg que evacuó a sus fuerzas por tierra sin perder ni un solo hombre. Un héroe de la última batalla, cuando todo o casi todo estaba perdido. Recordó también las tristes circunstancias en que lo conoció. En los últimos días de Acre, las deserciones y las traiciones eran tan frecuentes que el gobierno de la ciudad instituyó un consejo de
guerra
permanente para juzgar sumariamente a los desertores. El maestre del Temple designó a Roger de Beaufort como representante de la orden. Dos días antes de la caída de la ciudad compareció ante el tribunal aquel Lotario de Voss, acusado de cobardía porque había desamparado su puesto de la torre del Legado en el crítico momento en que los sarracenos la escalaban. A Roger de Beaufort le tocó decidir el castigo como juez de día. No fue demasiado severo. Tomó en consideración el prestigio del encausado y decidió transferir el caso al tribunal de apelación. Mientras tanto sentenció arresto en grilletes y ayuno en los calabozos del Patriarcado.

Lotario de Voss solicitó un aplazamiento del calabozo hasta después de conjurado el peligro, pues deseaba volver a la lucha junto a sus camaradas, pero el legista del tribunal había dado instrucciones precisas sobre los delitos y sus penas y Beaufort prefirió no vulnerarlas. Dos días más tarde, cuando la ciudad invadida estaba a punto de sucumbir, Beaufort, que junto con otros intentaba contener a los sarracenos en la puerta de San Antonio, recordó que el teutónico estaba encadenado en el calabozo del Patriarcado y envió a liberarlo a un sargento. Meses después, en Chipre, supo que un proyectil de catapulta había matado al sargento antes de llegar. Siempre había supuesto que Lotario habría sido degollado por los mamelucos que ocuparon la prisión aquella misma tarde, y aunque la desgracia se debiera más a una concatenación de tristes circunstancias que a su propia responsabilidad, lo cierto es que, durante años, había sentido remordimientos. Ahora, aquel Lotario de Voss volvía a aparecer y él no sabía si alegrarse de que siguiera vivo.

A doce jornadas de camino de Beaufort, Lotario de Voss rememoraba en aquel preciso momento sus últimos días en Acre, cuando la ciudad estaba irremisiblemente condenada. Podía ver la estancia fétida y oscura donde agonizaban, entre demenciales alaridos, los quemados de nafta. Allí, tendido en un camastro del rincón, entre orinales que nadie se acordaba de vaciar y vendas podridas que nadie lavaría porque para la ciudad ya no existía un mañana, el pobre Gunter padecía los tormentos del infierno con toda la espalda levantada en una llaga supurante. Lotario le tomó la mano con ternura, como cuando de niño sufría pesadillas en la choza de Pomerania, y Gunter, volviendo el rostro terriblemente pálido, reconoció a su hermano e intentó sonreír con los labios agrietados.

—Agua —suplicó—. ¡Dame agua! Pido agua, pero nadie me atiende.

Lotario salió al corredor. Un grupo de cirujanos con las ropas y los bonetes salpicados de sangre recibían instrucciones de un hombre enteco y lampiño. Lotario se dirigió a él.

—¡Mi hermano necesita agua!

El cirujano jefe, visiblemente molesto por la interrupción, fulminó al intruso con una mirada iracunda.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó. Tenía la voz atiplada y los ojos claros y acuosos—. Si no estás herido, tu puesto está en la muralla.

—¡Mi hermano necesita atención!

El cirujano montó en cólera.

—¡Abandona inmediatamente mi hospital!

—¡Mi hermano se muere de sed!

—¿No me has oído? —el cirujano se creyó en la obligación de demostrar su autoridad en presencia de sus subordinados—. Si no sales inmediatamente de esta enfermería, ordenaré que te expulsen.

Lotario llevaba años esforzándose en doblegar su vehemencia y en mostrarse humilde con los soberbios. Aunque le hervía la sangre, probó a ser manso con aquel sujeto.

—Os lo suplico, messire: mi hermano se está muriendo de sed.

—Lo atenderán cuando le toque —replicó el médico—. Ahora márchate.

Lo había empujado. Había tomado la mansedumbre por debilidad y lo había empujado con aquella manita morena y nudosa que parecía la garra de un gavilán. La nube roja de la ira veló los ojos del teutónico. Como movido por un resorte, con un automatismo completamente ajeno a su voluntad, descargó un puñetazo furioso sobre la nuez del alfeñique. El médico cayó al suelo sacudido por toses agónicas. Al punto, los cirujanos llamaron a los guardias del patio, que subieron la ancha escalinata de piedra y formaron un círculo de lanzas en torno al delincuente. El sargento que los mandaba conocía su oficio. Golpeó al intruso en la nuca obligándolo a arrodillarse, y le colocó los grilletes.

El calabozo, poco más que una cueva excavada en la roca, en los sótanos del palacio del Patriarcado, estaba débilmente iluminado por la claridad plomiza que se filtraba desde el foso seco a través de un ventanuco. La cadena que sujetaba a Lotario
de
Voss al muro era fuerte. A falta de candado, el carcelero le había remachado un pasador sobre el cierre de la muñeca izquierda.

El viernes 18 de mayo de 1291 amaneció cargado de funestos presagios. Desde las primeras luces del alba, las catapultas sarracenas bombardearon los barrios
de
la ciudad con piedras volanderas y con pucheros de nafta. Nadie se ocupaba de apagar los incendios y las nubes de humo ascendían por el cielo azul. En la lejanía, los tambores mamelucos se percibían como el rumor de una tormenta distante.

Mediada la mañana, el palacio patriarcal se llenó de voces angustiadas. «¡Los sarracenos han roto el muro de San Nicolás y han derribado la Torre Maldita!», escuchó Lotario de Voss a través de la reja que daba a la calle. El Patriarcado se conmocionó. Resonaron las carreras de escribanos, criados y soldados saqueando apresuradamente las estancias superiores. Una catarata humana se precipitó por la monumental escalinata decorada con banderas y trofeos que recordaban el esfuerzo de los cristianos en tiempos más heroicos.

«Las comadrejas huyen del árbol incendiado», pensó el prisionero. Llevaba un rato llamando al carcelero sin obtener respuesta. Repitió la llamada levantando la voz, por si el esbirro estaba asomado a la ventana curioseando la calle, pero tampoco obtuvo respuesta. El carcelero había abandonado su puesto. Total, sólo tenía un huésped y estaba encadenado al muro. No iba a huir.

Arriba crecía el tropel. Se oían alocadas carreras, imprecaciones, insultos, incluso blasfemias que en otro momento menos desesperado se habrían castigado con cepo, azotes e incluso mutilación de la lengua.

Acre estaba perdida.

Lotario de Voss gritó hasta desgañitarse pidiendo ayuda en nombre de Dios y de Nuestra Señora. En vano. De pronto cesaron las carreras. Comprendió que el carcelero también había huido, que estaba solo en el enorme edificio y abandonado a su suerte.

Tenía que salir de allí como fuera. Pronto llegarían los sarracenos y lo encontrarían encadenado a la pared. No se hacía ilusiones. En otras circunstancias quizá lo habrían hecho prisionero para pedir un rescate o para venderlo como esclavo, pero la caída de Acre les iba a proporcionar tantos esclavos jóvenes que nadie daría un chavo por uno que ya había rebasado los treinta años, menos aún si no conocía otro oficio que el de las armas, un tipo peligroso del que cualquier amo juicioso no podría fiarse nunca. No, seguramente lo degollarían allí mismo.

La perspectiva de morir no le preocupaba especialmente. Se había acostumbrado a considerar esa eventualidad desde que desembarcó en Tierra Santa e ingresó en la orden. Sabía de sobra que la muerte no era más que uno de los muchos azares cotidianos. Pero no podía consentir que mataran a su hermano, al pobre Gunter. Se imaginó a los mamelucos, en el lazareto abandonado por los médicos, degollando a los heridos, acuchillando los cuerpos de los moribundos. Le pareció percibir la voz infantil de Gunter gritando su nombre.

Agarró la cadena con ambas manos y, haciendo fuerza con los pies en el muro, tironeó durante un buen rato intentando arrancarla. En vano. El hierro estaba metido profundamente en la piedra, remachado sobre la cara interna del sillar, y no cedía un ápice. Lotario se detuvo, jadeante. El vocerío de la calle se había alejado hasta convertirse en un rumor. Los vecinos abandonaban el barrio para acogerse a la única salvación posible, el puerto.

Volvió a forcejear con los grilletes, con renovados ímpetus durante un buen rato hasta despellejarse la muñeca. La cadena no cedía. Afuera resonó el estampido de una piedra al rebotar contra el escarpe del foso. Las máquinas sarracenas bombardeaban sistemáticamente la ciudad condenada.

Lotario de Voss sudaba copiosamente. Se concedió un respiro antes de volver a la tarea. En el muro opuesto, una rata asomó el hocico por su madriguera, venteó ligeramente el aire y desapareció. Unos segundos después salió, seguida de otras tres ratas menores, y huyeron escalera arriba.

Ocurría algo. Lotario aguzó el oído. Entre sus propios jadeos entrecortados le pareció percibir un rumor diferente que venía de arriba. ¡Agua! La piedra sarracena había destrozado la compuerta de la esclusa y el agua del mar estaba invadiendo el toso. Por el respiradero brotó un chorro de agua con tal fuerza e alcanzó el muro frontero. Miró la puerta entrecerrada. La fundación la empujó, abriéndola de par en par, y en un instante los cinco peldaños se convirtieron en una catarata de agua y lodo. Lotario de Voss calculó que el último peldaño quedaba por encima de su cabeza hasta donde la cadena le permitía incorporarse. Después de todo no lo iban a degollar los sarracenos: iba a morir ahogado. El agua le llegaba ya por las rodillas. No le daría tiempo a arrancar la cadena. El pobre Gunter estaba condenado. Nadie acudiría a salvarlo. Su única esperanza era él y dentro de unos minutos estaría muerto.

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