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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Los hombres sinteticos de Marte (4 page)

BOOK: Los hombres sinteticos de Marte
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«Prácticamente son todos de una inteligencia extremadamente baja, pero unos pocos desarrollaron cerebros normales, y de entre ellos, varios se confabularon para apoderarse de la ciudad y de la isla, estableciendo un reino propio. Bajo amenazas de muerte, obligaron a Ras Thavas a continuar produciendo esas criaturas en gran número, pues han concebido el plan de reunir un ejército de varios millones de hormads y conquistar el mundo entero. Piensan apoderarse primeramente de Funda] y de Toonol, y después extenderse gradualmente desde allí por toda la superficie del globo».

—Sorprendente —dijo John Carter—. Pero creo que esos seres no han considerado verdaderamente todas las dificultades de esa empresa. Es inconcebible, por ejemplo, que Barsoom pueda alimentar semejante ejército en campaña, y esta isla tan pequeña desde luego no podrá nutrir a una concentración tan grande de tropas.

—En eso estás equivocado —replicó Gan Hand—. La comida para los hormads se produce de idéntica manera que ellos mismos; todo se reduce a un diferente tipo de cultivo; el tejido animal crece con tal rapidez en esos cultivos que se puede transportar en carros que acompañen al ejército, abasteciéndolo con un incesante flujo de comida.

—¿Pero es que esperan acaso que esos semihumanos puedan salir victoriosos sobre tropas inteligentes y bien entrenadas en el arte de la guerra? —pregunté.

—Creo que sí —dijo Pandar—. Piensa en su mismo número abrumador, en su total falta de miedo y, sobre todo, en el hecho de que tengan que ser decapitados para ponerles fuera de combate.

—¿Y de cuántos guerreros constaría ese ejército?

—Hay varios millones de hormads en la isla. Sus cabañas están diseminadas por toda su superficie. Pienso que la isla podría contener un máximo de cien millones de hormads; y Ras Thavas afirma que puede construirlos a un ritmo de dos millones por año. Un cierto porcentaje de ellos resulta demasiado malformado para ser eficaz, y entonces se les devuelve a los cultivos para, con sus tejidos, seguir construyendo más y más. Pero la mayoría, si no muy eficaces, sí que son capaces al menos de sostener un arma.

—La situación sería realmente seria —dijo John Carter—, a no ser por un detalle.

—¿Qué detalle? —preguntó Gan Had.

—El transporte…, ¿cómo harán para transportar un ejército tan enorme?

—Efectivamente, ese habría sido su mayor problema, pero creo que Ras Thavas lo ha resuelto hace poco. Ha estado experimentando durante mucho tiempo con tejidos de malagors en un medio especial de cultivos.

Si puede producir esos pájaros en suficiente cantidad, el problema del transporte estará resuelto. En cuanto a las naves de guerra que pueda necesitar, piensa que al tomar Fundal y Toonol capturarán las suficientes para formar el núcleo de una gran flota, que luego crecería a medida que conquistasen otros reinos y ciudades.

La conversación fue interrumpida por la llegada de una pareja de hormads transportando un recipiente conteniendo tejido animal para nuestra comida de la tarde. Ciertamente, era un alimento de aspecto poco apetitoso.

El prisionero de Duhor que, según parecía, había asumido voluntariamente el oficio de cocinero, encendió un fuego cerca del muro de ocho metros de alto que cerraba el único lado del patio no limitado por edificios adyacentes. Nuestro alimento no tardó en freírse sobre las llamas.

Pero yo no podía contemplar aquel tejido sin sentir una oleada de repulsión no obstante estar verdaderamente hambriento; mi mente estaba llena de sospechas relativas a lo que había oído momentos antes. Me volví hacia Gan Had y le pregunté:

—¿No se tratará de tejidos humanos, verdad?

El se encogió de hombros.

—Supongo que no, pero de todas formas esa cuestión carece de importancia para nosotros. Debemos comerlo porque es lo único que nos dan.

CAPÍTULO V

El juicio de los Jeds

Janai, la muchacha de Amhor, se sentaba aparte. Su situación parecía ser patética, una mujer solitaria encarcelada con siete hombres extraños en una ciudad de odiosos enemigos. Nosotros, los hombres rojos de Barsoom, somos una raza caballerosa por naturaleza, pero los hombres son hombres, y yo no sabía nada sobre los cinco que habíamos encontrado allí. En tanto que John Carter y yo permaneciéramos con ella, podía considerarse a salvo; eso lo sabía yo, pero ella lo desconocía para su bien.

Me acerqué a la muchacha con ánimo de entablar conversación con ella, pero antes de que pudiera decir una sola palabra, la puerta se abrió para dejar paso al oficial que nos había recibido y otros dos más, junto con varios hormads. Se aproximaron a nosotros, y los dos oficiales nuevos nos contemplaron detenidamente.

—No es un mal lote —dijo uno de ellos.

El otro hizo una mueca.

—Los jeds seleccionarán los mejores de entre ellos, y Ras Thavas dispondrá del material que quede. Como de costumbre.

—Pero ellos no quieren a la chica, ¿verdad? —preguntó el oficial de guardia, con interés.

—Tenemos órdenes de llevarles a todos los prisioneros —replicó uno de los otros.

—Me gustaría quedarme con la muchacha para mí —insistió el primero.

—¿Y quién no? —preguntó el otro con una sonrisa—. Si tuviera la cara de un ulsio podrías quedarte con ella, pero las caras bonitas van siempre a parar a los jeds, y ésta es mucho más que una cara bonita.

Janai se aproximó imperceptiblemente a mí hasta casi rozarme con la espalda. Movido por un súbito impulso, tomé una de sus manos y la apreté suavemente; por un instante correspondió a mi apretón, buscando instintivamente protección, pero luego se soltó y se apartó un paso de mí.

—Tan solo quiero ayudarte —le dije.

—Eres muy gentil, pero nadie puede prestarme ayuda. Esto es mucho más fácil para vosotros, los hombres. Lo peor que pueden hacer con vosotros es mataros.

Los odiosos hormads nos rodearon y nos hicieron marchar a través del cuerpo de guardia, y luego, ya fuera del edificio, a lo largo de la avenida. John Carter preguntó a uno de los oficiales a dónde nos llevaban.

—Al Consejo de los Siete Jeds —replicó el oficial—. Allí se determinará vuestro destino. Quizás alguno de vosotros vaya a parar a los tanques de cultivo; y los más afortunados serán retenidos para entrenar a las tropas, como ocurrió conmigo. No es gran cosa, pero siempre es mejor que perder la vida.

—¿Y qué es ese Consejo de los Siete Jeds? —preguntó de nuevo el Señor de la Guerra.

—Ellos son los dueños de Morbus; los siete hormads cuyos cerebros se desarrollaron normalmente, y arrebataron el control a Ras Thavas. Cada uno de ellos aspiraba al poder supremo, pero como ninguno tenía fuerza para conseguir lo que consideraba sus derechos, acordaron proclamarse los siete como jeds y gobernar conjuntamente.

No nos habíamos alejado demasiado de nuestra prisión cuando llegamos ante un gran edificio en cuya entrada había una guardia de hormads mandada por un par de oficiales. Quienes nos escoltaban sostuvieron un breve diálogo con ellos, y después nos llevaron al interior del edificio, siguiendo un corredor interminable que nos llevó a una gran cámara, a cuya puerta debimos aguardar unos minutos para un último control.

Cuando la puerta se abrió finalmente, pudimos ver a númerosos hormads y oficiales distribuidos por una vasta sala; en el extremo más lejano de la misma se alzaba un estrado sobre el que siete hombres de raza roja estaban sentados en sillones lujosamente esculpidos. Evidentemente debía tratarse de los siete jeds, pero no tenían el aspecto de los hormads que hasta el momento habíamos visto. Por el contrario parecía tratarse de hombres normales, y aun especialmente bien formados.

Nos condujeron al pie del estrado, y quienes estaban sobre el mismo nos examinaron detenidamente, preguntándonos luego lo mismo que el oficial de guardia hiciera cuando entramos en la prisión. A continuación discutieron acerca de nosotros como un hombre puede discutir sobre el número de calots o thoats que posee. Varios de ellos se mostraron muy interesados en Janai, y finalmente tres exigieron que les fuese entregada. Siguió un altercado que desembocó en una votación acerca de cuál de los tres se llevaría a la muchacha; pero, como ninguno alcanzó la mayoría requerida, decidieron que Janai permanecería retenida algunos días y que si los litigantes seguían sin ponerse de acuerdo al finalizar dicho período, la entregarían a Ras Thavas para que enriqueciera con su cuerpo los cultivos de tejido humano. Una vez despachado tal asunto, uno de los jeds se dirigió a los prisioneros varones.

—¿Cuántos de vosotros aceptáis servir como oficiales en nuestras tropas, y continuar así con vida? —preguntó.

Siendo la muerte la única alternativa, todos nosotros aceptamos.

Los jeds asintieron.

—Ahora vamos a comprobar quiénes de entre vosotros son aptos para mandar nuestros guerreros —dijo uno de ellos, y luego, dirigiéndose al oficial que estaba de pie junto a nosotros—. Trae siete de nuestros mejores luchadores.

Fuimos conducidos a otro lado del salón, donde debimos aguardar.

—Parece que vamos a luchar —dijo John Carter con una sonrisa.

—Creo que nada podría ser mejor para nosotros —le indiqué.

—Yo también lo creo.

El Señor de la Guerra se volvió hacia el oficial con el que había hablado en el camino desde la prisión.

—Creía que los jeds eran hormads —dijo.

—Y lo son.

—Pues no se parecen a los hormads que he visto hasta ahora.

—Ras Thavas ha arreglado eso —respondió el oficial—. Quizá ignores que Ras Thavas es el más grande de los científicos y cirujanos de Barsoom.

—He oído hablar mucho de él.

—Pues todo lo que has oído es cierto. Puede, con toda facilidad, extraer el cerebro de un hombre y colocarlo en el cráneo de otro hombre. Ha hecho esa operación cientos de veces. Cuando los siete jeds se hicieron con el poder, seleccionaron siete de los oficiales más fuertes y apuestos, y obligaron a Ras Thavas a transferir sus propios cerebros a los cráneos de esos hombres. Habían sido criaturas deformes, pero al cambiar de cuerpos se convirtieron en hombres hermosos.

—¿Y qué fue de esos siete oficiales? —pregunté.

—Fueron a parar a los tanques de cultivo o, mejor dicho, lo fueron sus cerebros junto con los antiguos de los jeds. ¡Bueno, aquí llegan los luchadores! Dentro de unos minutos puede que algunos de vosotros averigüéis qué son esos tanques de cultivo.

De nuevo nos condujeron al centro del salón, y se nos alineó frente a siete hormads enormes.

Cierto que hasta el momento habíamos visto muchas de aquellas criaturas deformes, pero éstas que ahora teníamos delante eran, con mucho, las más repulsivas. Se nos proporcionaron espadas, y un oficial nos dio las últimas instrucciones. Cada uno de nosotros debería luchar con el hormad que tenía enfrente, y a aquellos de nosotros que sobreviviéramos a la lucha sin ninguna herida seria se nos permitiría vivir y servir como oficiales en el ejército de Morbus.

A una orden del oficial las dos líneas avanzaron una contra la otra, y en el instante siguiente el salón retumbó con el choque de acero contra acero.

Nosotros, los hombres de Helium, estamos considerados como los mejores espadachines de Barsoom, y de todos ellos ninguno era tan hábil como John Carter; de modo que no tuve duda alguna sobre el resultado del encuentro, al menos en lo que a él se refería. En lo concerniente a mí mismo, la criatura que se me enfrentaba dependía tan solo del peso y la fuerza bruta para intentar vencerme, según la táctica habitual de aquellos seres, en su mayoría de muy escasa inteligencia. Evidentemente esperaba romper mi guardia de un solo y terrorífico golpe con su pesada arma, pero yo era demasiado veterano en el manejo de la espada para ser víctima de un método de ataque tan tosco. Detuve el golpe y simultáneamente me eché a un lado, con lo que él pasó torpemente junto a mí. Pude entonces fácilmente atravesarle de parte a parte, pero había aprendido de mi primer encuentro con los hormads que lo que constituiría un golpe mortal para un hombre no causaría el más mínimo daño a uno de esos monstruos. Debería cercenarle sus piernas o sus brazos, o mejor aún su cabeza si es que quería poner fin a la lucha; así pues, él gozaba de gran ventaja sobre mí, aunque felizmente no insuperable.

Al menos así pensaba yo al comienzo de nuestro enfrentamiento, pero luego comencé a dudar de ello. El individuo que me atacaba era mucho mejor espadachín que ninguno de los hormads con quienes me había enfrentado antes. Como más tarde pude saber, las criaturas destinadas a probar a los nuevos oficiales eran seleccionadas por su inteligencia superior media, y especialmente entrenadas luego en el arte de la esgrima por los marcianos rojos que actuaban a las órdenes de los jeds.

Sin embargo, yo hubiera sido capaz de deshacerme prontamente de mi enemigo si este hubiera sido un hombre normal, pero lograr decapitarle constituía algo mucho más difícil de lo que había imaginado al principio.

Añadiré que nunca en mi vida me había enfrentado a un antagonista de aspecto tan desagradable; siendo especialmente horrible su cara. Un ojo estaba en el extremo superior del rostro, y parecía el doble de grande que su compañero; la nariz ocupaba el lugar de una de sus orejas y viceversa, y su boca era una horrorosa grieta de la que sobresalían unos dientes largos y afilados. Todo su aspecto era una clara muestra de inhumanidad.

Mientras combatía con aquel engendro pude lanzar algunas ojeadas ocasionales a los otros combates que se desarrollaban a nuestro alrededor. Vi caer sin vida a uno de los fundalianos, y casi simultáneamente observé como la cabeza del antagonista de John Carter rodaba por el suelo gritando y haciendo muecas, en tanto que el cuerpo correspondiente empezaba a correr sin rumbo fijo por toda la sala, amenazando con sus locas estocadas a todos los combatientes sin distinción de bando. Un grupo de oficiales y hormads iniciaron su persecución con redes y cuerdas en un esfuerzo por reducirle, pero, antes de que lo consiguieran, aquella cosa tropezó con mi antagonista, haciéndole perder el equilibrio y dándome la oportunidad que estaba esperando. Descargué un terrorífico tajo que alcanzó a mi enemigo justo en la garganta; su cabeza voló por los aires, y hubo entonces dos cuerpos decapitados corriendo de aquí para allá y agitando ciegamente sus pesadas espadas.

Los restantes hormads y los oficiales estaban igualmente en movimiento para capturarles y, cuando finalmente lo consiguieron, ya todos los combates habían terminado. Otros dos luchadores hormads se retorcían en el suelo, cada uno con una pierna cercenada, obra de Pandar y Gan Had. El hombre de Ptarth y el hombre de Duhor habían perecido, así como el fundaliano que viera caer al principio. Así pues, solamente quedábamos en pie y con vida cuatro de los siete que iniciáramos la lucha. Las dos cabezas caídas en el suelo continuaban gritando y haciendo gestos, hasta que otros hormads las recogieron y se las llevaron, junto con los demás restos de la pelea.

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