De nuevo fuimos llevados ante el estrado del Consejo de los Sietes Jeds, y otra vez se nos interrogó, aunque ahora con más consideración. Acabado este trámite, los jeds parlamentaron en voz baja un minuto entre ellos, y luego el que ocupaba la posición central en el estrado se dirigió a nosotros:
—Serviréis como oficiales, obedeciendo a vuestros superiores y a toda orden que os llegue de este Consejo —dijo—. No podréis escapar de Morbus, pero si servís lealmente se os permitirá vivir. Si os mostráis desleales o desobedientes iréis a parar a los tanques de cultivo, y eso será vuestro fin —Se volvió luego hacia John Carter y hacia mí—. Vosotros, hombres de Helium, seréis destinados a la guardia del laboratorio. Vuestro deber será impedir que Ras Thavas escape ni sufra daño alguno. Os hemos escogido para esta tarea por dos razones: sois unos espadachines extraordinarios y, además, viniendo de la lejana Helium, sois imparciales hacia Toonol y Fundal, y no actuaréis sino siguiendo vuestro propio interés. A Ras Thavas le gustaría escapar o volver a tomar el control de Morbus, mientras que Fundal desearía rescatarlo y Toonol destruirlo. Cualquiera de estos acontecimientos sería fatal para nosotros, puesto que interrumpiría para siempre la producción de hormads. El hombre de Fundal y el hombre de Toonol serán utilizados para entrenar a nuestros nuevos guerreros a medida que vayan saliendo de los tanques. El Consejo de los Siete Jeds ha hablado, ¡obedecedle! —Hizo una seña hacia el oficial que nos había traído allí—. Llevaoslo.
Miré a Janai, y ella me devolvió la mirada y me sonrió. Fue una pequeña y valiente sonrisa, una patética sonrisa que brotaba de un corazón desesperanzado. A continuación, nos condujeron fuera de la sala.
Ras Thavas, el Cerebro Supremo de Marte
Mientras nos conducían por el corredor hacia la entrada principal del edificio, mi mente se ocupó en revivir los increíbles acontecimientos de aquel día. Aquellas pocas horas habían significado toda una vida para mí.
Había encontrado aventuras como nunca pude imaginar en mis sueños más fantasiosos. Me había convertido en oficial del ejército de una ciudad cuya existencia no conocía unas pocas horas antes. Y, sobre todo, había encontrado una extraña muchacha de Amhor y, por primera vez en mi vida, me había enamorado, tan solo para que me apartasen de su lado…, quizá para siempre.
El amor es ciertamente una cosa extraña. No podía decir cómo, cuándo, ni porqué había llegado, ni explicar nada sobre él. Tan sólo sabía que amaba a Janai, y que siempre la había amado, aún antes de conocerla. Y probablemente nunca más volvería a verla. No había tenido ocasión de declararle mi amor, ni siquiera de saber si éste era correspondido. Sabía que a partir de entonces todo el resto de mi vida quedaría entristecido por el pensamiento de aquel amor y el recuerdo de quien lo había hecho nacer. Pese a ello, no hubiera renunciado a tal sentimiento aunque hubiera podido hacerlo. Sí, el amor es ciertamente una cosa extraña.
En la intersección del pasillo principal con otro secundario, John Carter y yo fuimos desviados hacia la derecha, mientras que Pandar y Gan Had continuaban en dirección a la entrada principal; antes de separarnos tuvimos tiempo de despedirnos. Es notable cómo se forman las grandes amistades en circunstancias de común infortunio; aquellos hombres procedían de otras ciudades, ambas enemigas de Helium, y sin embargo, a causa de los peligros que habíamos debido afrontar juntos, yo sentía un afecto amistoso hacia ellos, y no dudaba de que ellos correspondían con igual amistad hacia John Carter y hacia mí. Me pregunté si nos volveríamos a encontrar.
Fuimos conducidos por el nuevo pasillo y luego, tras atravesar un gran patio, a otro edificio sobre cuya entrada había unas líneas de jeroglíficos intraducibles para mí. No hay en Barsoom dos naciones que tengan el mismo lenguaje escrito, aunque existe una escritura científica común que es conocida por todos los sabios del planeta. En contraste con ello, desde luego, el lenguaje hablado es único para todos los pueblos marcianos, incluso para los salvajes hombres verdes que vagan por los fondos desecados de los antiguos mares. Volviendo a los jeroglíficos escritos sobre la puerta, John Carter, que estaba muy versado en lenguajes barsoomianos escritos, me dijo que significaba algo así como «Edificio Laboratorio».
Fuimos introducidos en una sala de audiencia de tamaño mediano, y el oficial nos dijo que aguardáramos mientras él iba a buscar a Ras Thavas, el hombre a quién deberíamos vigilar. Añadió que Ras Thavas, en tanto no tratara de escapar, debía ser tratado con el máximo respeto. Su libertad habría de ser absoluta dentro del laboratorio y, en cierto modo, también tendría autoridad sobre nosotros y si nos llamaba para que le ayudáramos en cualquier trabajo, deberíamos obedecerle. Resultaba evidente que, en cierto modo, el Consejo de los Siete Jeds temía a aquel genial científico pese a que este era su prisionero, y que por ello intentaba que su cautividad resultara tan agradable como fuera posible.
Confieso que estaba ansioso por conocer a Ras Thavas, de quien tanto había oído hablar. Era conocido como El Cerebro Supremo de Marte y, aunque en ocasiones había utilizado su talento para fines poco limpios, no por ello era menos admirado por su saber y su maestría. Debía tener más de un millón de años y tan sólo por éste hecho ya valía la pena conocerle, pues tal longevidad es insólita en Barsoom. Se supone que nuestro límite de vida roza los mil años, pero nuestras costumbres guerreras y la frecuencia del asesinato determina que pocos de nosotros alcancemos tal edad. Debía tratarse de una verdadera momia viviente, y me extrañó que fuera capaz de realizar todo el titánico trabajo de que nos habían hablado.
Habían transcurrido algunos minutos de espera cuando el oficial volvió acompañado por un hombre joven y muy apuesto, que nos miró con aire altanero y desdeñoso, como si fuésemos la hez de la humanidad, y él mismo un dios.
—Dos espías más para que me vigilen —dijo en tono de burla.
—Dos buenos luchadores más para protegerte, Ras Thavas —corrigió el oficial que lo acompañaba.
¡De modo que aquel hombre era Ras Thavas! No podía dar crédito a mis ojos. Aquél era, sin duda, un hombre ciertamente joven; pues, aunque nosotros los marcianos mostramos poco indicios de vejez hasta el final de nuestras vidas, existen signos obvios e indiscutibles que denotaban la poca edad. Aquel hombre era un joven recién salido de la adolescencia.
Ras Thavas, si en efecto era él, continuaba escudriñándonos. Vi cómo fruncía el entrecejo al mirar a John Carter, como si intentara recordar un rostro visto con anterioridad. Sin embargo yo sabía que aquellos dos hombres nunca se habían encontrado antes. ¿Qué tendría Ras Thavas en la mente?
—¿Cómo puedo saber que estos hombres no han venido expresamente a Morbus para asesinarme? —dijo de pronto—. ¿Cómo puedo saber que no son enviados de Fundal o de Toonol?
—Son de Helium —indicó el oficial, y entonces vi como el ceño de Ras Thavas se aclaraba como si de pronto su problema hubiera alcanzado solución—. Son dos panthans que iban a Fundal para ofrecer allí sus servicios. Ras Thavas hizo un gesto de asentimiento.
—Bueno —dijo—, los usaré para que me ayuden en el trabajo del laboratorio.
El oficial lo miró con sorpresa.
—¿No sería mejor que te sirvieran como guardianes? —sugirió—. Podría ser peligroso que estuvieras a solas con ellos en el laboratorio…
—Sé perfectamente lo que hago —gruñó Ras Thavas—. Y no necesito que ningún cerebro de quinta categoría me diga lo que tengo que hacer…, aunque quizás te haga demasiado honor con lo de quinta categoría.
El oficial se sonrojó.
—Mis órdenes son simplemente traer estos hombres ante ti —dijo—. El modo en que los utilices no me concierne en absoluto. Simplemente he querido ponerte en guardia.
—Pues sigue exactamente las órdenes que se te han dado, y métete en tus propios asuntos. Sé cuidar perfectamente de mí mismo.
El tono de voz de Ras Thavas era tan mordaz como sus palabras, y tuve la impresión de que íbamos a trabajar para una persona especialmente desagradable.
El oficial se encogió de hombros, dio una rápida orden a los guerreros hormads que lo acompañaban, y abandonó la cámara junto a ellos. Ras Thavas se dirigió entonces a nosotros.
—Venid conmigo —dijo.
Nos condujo a otra pequeña sala, con las paredes totalmente cubiertas de estanterías repletas de libros y manuscritos. Había un escritorio cubierto de papeles y cuadernos de notas; Ras Thavas se sentó ante él, indicándonos que hiciéramos otro tanto en un banco cercano.
—¿Cuáles son vuestros nombres? —preguntó.
—Me llamo Dotar Sojat —le respondió John Carter—. Y éste es Vor Daj.
—¿Conoces bien a Vor Daj, y le tienes por un hombre digno de confianza? —le preguntó Ras Thavas.
Era una extraña pregunta, puesto que el cirujano no nos conocía a ninguno de los dos.
—Conozco a Vor Daj desde hace años —indicó el Señor de la Guerra—, y puedo testimoniar su lealtad y su inteligencia, así como su habilidad y valentía como guerrero.
—Muy bien —asintió Ras Thavas—. Entonces puedo fiarme de los dos.
—¿Pero cómo confías tan ciegamente en mi palabra? Después de todo acabamos de conocernos —dijo John Carter con un cierto acento burlón. Ras Thavas sonrió ampliamente.
—La integridad de John Carter, príncipe de Helium y Señor de la Guerra de Barsoom, es proverbial en todo el mundo —dijo.
Lo miramos con sorpresa.
—¿Qué te hace pensar que yo soy John Carter? —preguntó el Señor de la Guerra—. Me consta que nunca lo has visto.
—En la cámara de audiencia me di cuenta de que no eras verdaderamente un marciano de raza roja. Pude observar que el pigmento con el que te has teñido la piel se había desprendido en algunos puntos. Bien, sólo hay dos habitantes de Jasoom en todo Marte. Uno de ellos es Vad Varo, cuyo nombre terrestre es Paxton, pero a ese le conozco bien por haberme servido de asistente en mi antiguo laboratorio de Toonol. De hecho fue él quien, debidamente entrenado por mí, alcanzó el grado de habilidad suficiente para transferir mi viejo cerebro a este cuerpo joven que veis. Tú no eres Paxton, y como el otro jasoomiano es John Carter, opino que la deducción es simple.
—Tus sospechas son bien fundadas, y tu razonamiento impecable — dijo el Señor de la Guerra—. Soy John Carter, en efecto, y te lo hubiera dicho yo mismo si no lo hubieras descubierto, pues precisamente iba en tu busca cuando fuimos capturados por los hormads.
—¿Y qué puede querer de Ras Thavas el Señor de la Guerra de Barsoom? —preguntó el gran cirujano.
—Mi princesa, Dejah Thoris, resultó gravemente herida en la colisión entre dos aeronaves, y lleva muchos días inconsciente. Los mejores cirujanos de Helium son impotentes para ayudarla. Busco a Ras Thavas para implorar su ayuda a fin de devolverle la salud.
—Y has encontrado a Ras Thavas como prisionero en una remota isla de las Grandes Marismas Toonolianas…, un compañero tuyo de cautividad.
—Pero te he encontrado.
—¿Y qué provecho puede haber en ello para ti o para tu princesa? — preguntó el Cerebro Supremo de Marte..
—¿Vendrías conmigo y ayudarías a mi princesa si pudieras hacerlo? —inquirió a su vez John Carter.
—Desde luego. Prometí a Vad Varo y a Dar Tarus, jeddak de Fundal, que dedicaría mis habilidades y conocimientos a aliviar los sufrimientos y males de la humanidad.
—Entonces encontraremos un camino —le respondió John Carter—. Nos fugaremos.
Ras Thavas agitó la cabeza con pesimismo.
—Eso es fácil de decir, pero imposible de hacer. Nadie puede escapar de Morbus.
—Siempre habrá una forma —insistió el Señor de la Guerra—. Opino que las dificultades para escapar de la isla no deben de ser insuperables. Es la travesía de las Grandes Marismas Toonolianas lo que me preocupa.
Ras Thavas negó nuevamente con la cabeza.
—Nunca podremos ni tan siquiera salir de la isla. Hay patrullas por doquier, y también demasiados espías e informadores por todas partes. Muchos de los oficiales que parecen ser marcianos rojos, son en realidad hormads cuyos cerebros me han obligado a transplantar a los cuerpos de hombres normales. Ni siquiera yo sé quiénes son, puesto que todas las operaciones fueron llevadas a cabo en presencia del Consejo de los Siete Jeds, y con los rostros de los hombres rojos cuidadosamente enmascarados. Las mentes de algunos de esos siete jeds son ciertamente astutas. Pretenden introducir cerca de mí algunos espías, y si pudiera ver los rostros de esos marcianos rojos su plan no sería efectivo. Ahora no puedo saber quiénes de los oficiales que me rodean son hormads y quiénes hombres normales…, excepto en dos casos. Estoy seguro de John Carter porque nunca he transplantado un cerebro hormad al cuerpo de piel blanca de un jasoomiano; y John Carter te avala a ti, Vor Daj. A excepción de vosotros dos no puedo fiarme de nadie, por muy amistoso que parezca. Además…
Aquí fue interrumpido por un verdadero pandemonio que estalló de pronto en algún otro lugar del edificio. Parecía una espantosa mezcla de aullidos, lamentos, ronquidos y gruñidos, como si una horda de bestias salvajes hubieran sido alcanzada por la locura.
—Venid —dijo Ras Thavas—. Los monstruos están naciendo, y puede que me necesiten.
La creación de la vida
Ras Thavas nos condujo a una enorme sala donde se desarrollaba un espectáculo como probablemente no pudiera contemplarse en ninguna otra parte del universo. En el centro había un inmenso tanque de alrededor de metro y medio de alto, del que brotaba incesantemente una espantosa horda de monstruos, más allá de toda capacidad de imaginación humana. Circunvalando el tanque había un gran número de hormads con sus oficiales, que se abalanzaban sobre aquellas horribles criaturas y las reducían y ataban, despedazándolas si eran deformes y arrojando sus fragmentos de nuevo al tanque. De este modo, destruían casi la mitad; pavorosas caricaturas de vida que no eran ni bestias ni hombres. Algunas aparecían simplemente como una gran masa de materia viviente, de donde a veces surgía un solo ojo o una sola mano. Otras se habían desarrollado con brazos y piernas traspuestos, y así intentaban caminar torpemente con la cabeza entre las piernas. Los órganos de otras muchas estaban grotescamente desplazados; nariz, orejas, ojos y bocas aparecían repartidos indiscriminadamente sobre la superficie de su torso y sus miembros.