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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Los hombres sinteticos de Marte (9 page)

BOOK: Los hombres sinteticos de Marte
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El día siguiente al de mi llegada tuve ocasión de formar parte de un destacamento enviado mas allá de las murallas, para patrullar por las sucias aldeas de los hormads comunes, pude ver allí a millares de criaturas monstruosas, adustas y estúpidas, sin más diversión ni objeto en la vida que comer y dormir, y justo la inteligencia necesaria para abominar de aquel estado de cosas. Ciertamente un gran número de ellos carecían prácticamente de cerebro y no tenían más imaginación que la que pudieran tener las bestias; tan sólo éstos estaban contentos.

Pude leer el odio y la envidia en las miradas que muchos de aquellos seres nos dirigían a nosotros y a nuestros oficiales, y había siempre un murmullo poco afectuoso que seguía nuestros pasos como el silbido del viento en la estela de un vehículo aéreo. Llegué a la conclusión de que los siete jeds de Morbus iban a encontrar muchos obstáculos en sus grandiosos planes de conquistar el mundo por medio de aquellas criaturas, y que el mayor de ellos serían sin duda las criaturas mismas.

En días sucesivos tuve ocasión de explorar el palacio hasta conocerlo relativamente bien, y cada vez que tenía un período de tiempo libre lo empleaba en la busca sistemática de Janai. Procuraba moverme siempre con paso vivo, como si estuviera desempeñando alguna tarea importante, de forma que ningún oficial u hormad de los que se cruzaron conmigo me concedió nunca la menor atención.

Un día, sin embargo, cuando llegaba al principio de un pasillo, un hormad salió de pronto por una de las puertas del mismo y me cerró el paso.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. ¿No sabes que éstos son los alojamientos de las mujeres, y que nadie puede permanecer aquí excepto aquellos que las guardan?

—¿Eres tú, acaso, uno de sus guardianes? —inquirí.

—Sí, y ahora que lo sabes, márchate y no vuelvas nunca más. —Debe ser un puesto muy importante, el de guardián de las mujeres —dije.

Mi interlocutor se creció visiblemente.

—Desde luego que lo es. Solamente los más valerosos guerreros son escogidos.

—Y supongo que esas mujeres serán todas muy hermosas.

—Mucho.

—¡Ah, que envidia siento por ti! —exclamé—. ¡Cómo me gustaría ser yo también un guardián! Tendría ocasión de ver esas bellas mujeres tanto como me apeteciera. Jamás en mi vida he visto una. ¡Debe ser maravilloso poder mirarlas!

—Bueno —se ablandó el guardián—. Quizás no haya ningún mal en que les eches una pequeña ojeada. Pareces ser un sujeto muy inteligente ¿Cómo te llamas?

—Soy Tor-dur-bar —dije—. De la guardia del tercer Jed.

—¿Cómo? ¿Eres tú Tor-dur-bar, el hombre más fuerte de Morbus? — se asombró.

—Sí, ese soy yo.

—He oído hablar de ti. Se comenta mucho acerca de tu fuerza, y como arrojaste a un hormad contra el techo de la Sala del Consejo, tan fuerte que quedó listo para los tanques de cultivo. Será para mí un honor permitirte echar una mirada a las mujeres, siempre que me prometas no decírselo a nadie.

—Desde luego que no —le aseguré.

Avanzó hacia una puerta al final del pasillo, abriéndola cuando llegó a ella. Al otro lado había una gran sala ocupada por varias mujeres y algunos hormads asexuados que eran evidentemente su servidores.

—Puedes entrar —dijo mi compañero—. Todos pensarán que eres otro guardián.

Penetré en la sala, mirando afanosamente a mi alrededor; y de pronto el corazón me saltó en el pecho, porque en el fondo de la habitación estaba Janai. Olvidándome de todo, avancé hacia ella. Olvidé al guardián, olvidé que yo no era sino un odioso monstruo, olvidé todo, excepto que allí estaba la mujer a quien amaba, y que yo estaba allí también.

El guardián corrió tras de mí y colocó una mano en mi espalda.

—¡Eh! —exclamó—. ¿Qué haces?

Tan sólo entonces volví a la realidad.

—Me gustaría verlas de cerca —dije—. Quisiera averiguar lo que los jeds ven en esas mujeres.

—Bueno, pues ya las has visto bastante. Tampoco yo estoy muy seguro de lo que ven en ellas. Vamos, tienes que marcharte.

Pero en aquel mismo instante la puerta por la que habíamos entrado volvió abrirse, y el Tercer Jed irrumpió en la estancia. El guardián desorbitó los ojos, lleno de terror.

—¡Rápido! jadeó—. ¡Mézclate con los sirvientes! Finge ser uno de ellos, y quizá no se fije en ti.

Avancé rápidamente hacia Janai, y me arrodillé ante ella.

—¿Qué estás haciendo aquí, hormad? —me preguntó—. Tú no eres uno de nuestros servidores.

—Tengo un mensaje para ti —susurré.

Le toqué la mano. No pude evitarlo, y apenas si logré resistir el tremendo deseo de tomarla entre mis brazos, pero ella se apartó de mí, con una expresión de disgusto en el rostro.

—¡No me toques, hormad! —dijo—. O tendré que llamar a un guardián.

Recordé entonces la clase de monstruo que yo era, y me mantuve a distancia de ella.

—No llames al guardián —supliqué—. Por lo menos hasta que oigas mi mensaje.

—No hay nadie aquí cuyo mensaje desee oír —dijo.

—Existe Vor Daj —le recordé—. ¿Acaso le has olvidado?

Esperé nervioso su reacción.

—¿Vor Daj? —exclamó ella con súbito interés—. ¿Es él quien te envía?

—Sí. Me ha dicho que te buscara por todas partes y que, si te encontraba, te dijera que está pensando día y noche un plan para sacarte de Morbus.

—No hay ninguna esperanza de ello —suspiró—. Pero cuando le veas dile que no me he olvidado de él, y que nunca lo haré. Pienso en él cada día, y ahora más aún, al saber que se acuerda de mí y que quiere ayudarme.

Estaba dispuesto a decirle mucho más; a decirle que Vor Daj la amaba, para ver si a ella le agradaba o no, pero en aquel mismo instante escuché una fuerte voz que preguntaba:

—¿Qué estás haciendo aquí?

Me volví sobresaltado, pero pude comprobar que la pregunta no me había sido dirigida. En la puerta estaba el Primer Jed, que acababa de llegar, y ahora se enfrentaba inquisitorialmente con el Tercer Jed.

—He venido por mi esclava —respondió éste último—. ¿Tienes algo que oponer?

—Estas mujeres todavía no han sido distribuidas por el Consejo — opuso el otro—. No tienes ningún derecho sobre ellas. Si necesitas esclavas, encarga unas cuantas hormads ¡Y ahora, fuera de aquí!

Por toda respuesta, el Tercer Jed atravesó la sala de un par de zancadas y agarró por el brazo a Janai.

—¡Ven conmigo, mujer! —ordenó, mientras la arrastraba tras de sí.

Pero el Primer Jed, enfurecido, desenvainó su espada y le cerró el paso. El acero del Tercer Jed salió también de su vaina, y los dos se enzarzaron en el acto en un furioso combate, dejando libre a Janai.

El duelo era una muestra de una esgrima pésima, pero los contendientes saltaban por toda la sala, lanzando terroríficos golpes en todas direcciones, de modo que los restantes ocupantes de la misma debieron ponerse apresuradamente en movimiento para no resultar heridos. Corrí a interponerme entre los duelistas y Janai, y de pronto me encontré, sin saber cómo, junto a la puerta de entrada, teniendo a la muchacha detrás de mí. La atención del guardián y de todos los demás estaba concentrada, desde luego, en los dos jeds combatientes…, y la puerta se hallaba a nuestro alcance.

Pensé que en ningún lugar estaría Janai en mayor peligro que allí, y tal vez nunca tuviera una nueva oportunidad de llegar a los apartamentos donde se la mantenía prisionera. Desde luego no tenía la menor idea de adónde iba a llevarla, pero lo primero era sacarla de allí. En el caso de que pudiera, de algún modo, llevarla al laboratorio, estaba seguro de que John Carter y Ras Thavas hallarían algún lugar donde ocultarla. De modo que, acercando mi feo rostro al suyo maravilloso, susurré:

—Ven conmigo.

Pero noté que ella retrocedía.

—Por favor, no tengas miedo de mí —supliqué—. Hago esto por Vor Daj, que es mi amigo. Estoy intentando ayudarte.

—Está bien —dijo finalmente, ahora sin ninguna vacilación.

Eché una mirada al interior del salón; nadie miraba hacia nosotros, ya que estaban todos pendientes del combate. Tomé la mano de Janai, y ambos nos deslizamos por la puerta hasta el pasillo.

CAPÍTULO XI

La guerra de los Siete Jeds

Ahora que estábamos fuera de la sala que había sido prisión de Janai, no tenía idea de qué haría con ella. La mera sospecha de que si alguien nos salía al paso podría ser nuestro final me angustiaba. Pregunté a la muchacha si conocía algún lugar donde pudiera ocultarse hasta que yo hallara una forma de hacerla salir del palacio, pero ella negó; tan sólo conocía la sala donde había estado confinada.

Avanzamos por el pasillo, confiando en la suerte. Pero cuando llegábamos a la rampa de acceso pude ver a dos oficiales que subían por ella. A nuestra izquierda había una puerta y, como no teníamos otra elección, la abrí e introduje dentro a Janai, siguiéndola inmediatamente.

Por fortuna la habitación del otro lado estaba vacía; se trataba evidentemente de un almacén, a juzgar por las cajas y los sacos amontonados junto a las paredes. Al final de la sala había una ventana y en una de las paredes laterales se abría otra puerta.

Aguardé hasta oír cómo los oficiales pasaban de largo por el corredor y luego me arriesgué a abrir la puerta lateral para ver a dónde conducía. Hallé otra habitación en el centro de la cual había una pila de pieles y sedas de dormir. Todo estaba cubierto de polvo; una clara indicación de que el cuarto no había sido ocupado desde hacía mucho tiempo. En un rincón acortinado podía verse un baño, y de unos ganchos sujetos a la pared colgaban los correajes típicos de un guerrero, con inclusión de las armas. El anterior ocupante de la habitación parecía haber dejado todo en espera de un pronto regreso; y en mi opinión debía tratarse de algún oficial enviado a una expedición en la que había perdido la vida, puesto que los correajes y las armas que dejó atrás eran los que un soldado emplea para desfiles y paseos.

—Hemos encontrado un lugar magnífico para esconderte —dije—. Cierra la puerta y asegúrala bien; ahí tienes el cerrojo. En cuanto pueda te traeré comida, y luego tan a menudo como me sea posible. Creo que, de momento, estarás a salvo.

—Quizás Vor Daj pueda venir a verme —sugirió ella—. No olvides decirle dónde estoy.

—Puedes estar segura de que, si puede venir, lo hará. Pero ten en cuenta que se encuentra en el edificio del laboratorio, y no creo que pueda salir de allí. ¿Te gustaría realmente mucho que viniera a verte? —no pude evitar preguntarle.

—Desde luego que sí —afirmó ella.

—Le encantará saberlo. Pero hasta que no pueda venir aquí, yo me encargaré de ayudarte lo mejor que pueda.

—¿Por qué eres tan bondadoso conmigo? —preguntó Janai—. Pareces muy diferente a todos los demás hormads que he conocido.

—Soy amigo de Vor Daj —le expliqué—, y haría cualquier cosa por él y por ti ¿No me tienes miedo ya?

—No —negó ella—. Te lo tenía al principio, pero ya no.

—Pues no debes tenerlo nunca más. Haré todo lo que pueda por ayudarte, incluso si eso significa dar mi vida por ti.

—Te lo agradezco de veras, aunque no querría que ello fuera necesario —me sonrió ella.

—Algún día comprenderás, pero no ahora. De momento debo irme. Sé valiente y no pierdas nunca la esperanza.

—Adiós… ¡oh, ni siquiera conozco tu nombre!

—Me llamo Tor-dur-bar —dije.

—¡Ah, ahora me acuerdo de ti! —exclamó—. Te cortaron la cabeza en el combate en que Vor Daj y Dotar Sojat fueron capturados. Recuerdo que prometiste a Vor Daj que sería su amigo. Ahora tienes un nuevo cuerpo.

—Y me gustaría tener también una nueva cara —dije, simulando una sonrisa con mi odiosa boca.

—Yo creo que es bastante con que tengas un buen corazón, Tor-dur-bar —me respondió ella.

—Y para mí es bastante que tú pienses eso, Janai —contesté—. Y ahora, adiós.

Pero mientras cruzaba por la otra sala me fijé en los sacos y cajas amontonados y vi con alegría que contenían alimentos. Así pues, me reuní de nuevo con Janai llevándole la buena noticia, después de lo cual la dejé definitivamente para regresar al cuarto de los guardias.

Mis compañeros en la guardia del Tercer Jed no eran personajes demasiado interesantes. Como la mayoría de las gentes estúpidas, tan sólo sabían hablar de ellos mismos, y era unos grandes fanfarrones. Otro tema importante de su conversación era el de la comida, y podían pasar horas enteras hablando de las grandes cantidades de tejido animal que habían tragado en ésta o la otra ocasión. Cuando no había oficiales cerca, solían renegar fuertemente contra la autoridad de los jeds, pero siempre se mostraban temerosos de la posible presencia de espías o informadores. El premio para estos soplones consistía en promociones a empleos más cómodos y, desde luego, también grandes cantidades de tejidos animales para comer. Poco después de llegar yo a la sala de guardia, entró un oficial que nos ordenó coger nuestras armas y acompañarle. Nos precedió hasta una amplia sala donde pudimos ver que se habían concentrado todos los efectivos militares del Tercer Jed. Se escuchaban gran cantidad de rumores y conversaciones, los oficiales aparecían inusitadamente serios, y la atmósfera se sentía cargada de nerviosismo y aprensión.

Finalmente entró en la sala el Tercer Jed en persona, acompañado por sus cuatro principales dwars. Advertí que mostraba varias heridas apresuradamente vendadas y, al recordar el posible origen de tales marcas, me pregunté como habría quedado el Primer Jed.

El Tercer Jed ascendió a un pequeño estrado y se dirigió a nosotros:

—Me vais a acompañar todos al Consejo de los Siete Jeds —anunció—. Vuestra tarea será de protegerme, y en todo caso obedecer a lo que os ordenen mis oficiales. Si sois leales, recibiréis una ración extra de comida y muchos privilegios. He dicho.

Y así fue como nos pusimos en marcha hacia la Sala del Consejo que, al llegar nosotros, estaba ya casi repleta con los hormads armados de las guardias personales de los otros jeds. La atmósfera aparecía tensa y llena de excitación; incluso los estúpidos hormads parecían conscientes de ello.

Seis Jeds estaban sentados en lo alto del estrado y pude ver que el Primer Jed ostentaba también varios vendajes manchados de sangre. únicamente el trono del Tercer Jed se hallaba vacío.

Nuestro jed avanzó decididamente hacia el estrado, pero en vez de ascender al mismo se detuvo ante él, enfrentándose a los otros seis. Su voz y su actitud eran truculentas cuando se dirigió a ellos.

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