Todos éstos eran destruidos; sólo quienes se presentaban con dos brazos y dos piernas más o menos en sus lugares, y los órganos faciales situados en la cabeza, eran respetados. La nariz podía muy bien estar situada bajo una oreja, y la boca entre las cejas, pero si tales órganos tenían apariencia de poder funcionar, la cosa no parecía importar.
Ras Thavas contempló el atroz espectáculo con evidente orgullo.
—¿Qué piensas de ellos? —preguntó al Señor de la Guerra.
—Que son horribles —replicó sinceramente John Carter. Ras Thavas pareció un tanto herido en su orgullo.
—Bueno, todavía no he logrado alcanzar la belleza —admitió—. Y debo admitir que ni siquiera la simetría, pero todo llegará. He creado seres humanos, y algún día lograré la creación del hombre perfecto, una nueva raza de superhombres que dominaran Barroom…, bellos, inteligentes, inmortales…
—Y mientras tanto esas horribles criaturas que salen de ahí se extenderán por el mundo y lo conquistarán. ¿Qué lugar quedará entonces para tus superhombres, Ras Thavas? Has creado un monstruo de Frankenstein que te destruirá no sólo a ti sino también a toda la civilización del mundo. ¿No has pensado en las consecuencias de lo que has hecho?
—Sí, lo he pensado —reconoció el cirujano—. No entiendo a qué monstruo te refieres, pero sé lo que quieres decir. Piensa, sin embargo, que el plan es de los siete jeds, no mío. Yo me proponía tan sólo crear un pequeño ejército para conquistar Toonol y poder así volver a mi otra isla, a mi antiguo laboratorio…
El estrépito de la sala había ido elevándose hasta el punto de hacer imposible toda conversación. Cabezas aullantes rodaban por el suelo, mientras que los guerreros hormads arrastraban hacia fuera a los seres recién creados que juzgaban aptos para vivir, y otros guerreros entraban en la sala para cubrir sus puestos. Oleadas de hormads emergían constantemente del tanque de cultivo, que bullía de vida como un gigantesco caldero de brujas. Pensé en aquella misma escena multiplicada en otras cien cámaras similares repartidas por la ciudad de Morbus, con hordas de nuevos monstruos saliendo constantemente fuera de los muros para ser entrenados por oficiales o por iguales suyos más inteligentes. Me sentí contento cuando Ras Thavas sugirió que fuéramos a inspeccionar otras fases de su trabajo, alejándonos así de aquella verdadera cámara de horrores.
Pasamos a la llamada cámara de reconstrucción, donde las cabezas cortadas desarrollaban nuevos cuerpos, y los cuerpos decapitados otras cabezas. Hormads que habían perdido brazos o piernas recibían allí también nuevos miembros, que les crecían en los burbujeantes tanques en los que eran sumergidos. Algunas veces estas actividades resultaban fallidas, y podía ocurrir que una pierna surgiera de la garganta de una cabeza cortada, en lugar del cuerpo entero que se pretendía. Un caso así podía verse en un rincón de la cámara, y la cabeza no parecía nada satisfecha con la situación, de la que parecía culpar a Ras Thavas.
—¿Qué piensas que haga ahora, con sólo una cabeza y una pierna? — le preguntó—. ¡Y te llamas a ti mismo el Cerebro Supremo de Marte! ¡Puaff! En realidad tienes menos sesos que un sorak, ese bicho con seis patas, un cuerpo y casi sin cabeza. ¿Qué vas a hacer ahora conmigo? Vamos, me gustaría saberlo…
—Bueno —dijo Ras Thavas, dubitativo—, podría cortarte en dos pedazos y arrojarlos de nuevo al tanque de cultivo.
—¡No, no! —chilló la cabeza en tono de voz muy distinto—. ¡Déjame vivir! Córtame esta maldita pierna y déjame probar suerte otra vez en el tanque de regeneración. Puede que ahora me crezca un cuerpo…
—De acuerdo —aceptó Ras Thavas—. Mañana lo haré.
—¿Cómo puede aferrarse tanto a la vida una cosa así? —pregunté cuando hubimos dejado atrás a la criatura.
—Es una característica de los seres vivos, independientemente de su forma —replicó Ras Thavas—. Incluso esas pobres monstruosidades asexuadas, cuyo sólo placer es la de devorar tejido crudo, desean continuar viviendo. Ni siquiera sueñan en la existencia de sentimientos tales como el amor o la amistad, ni tienen recursos espirituales ni mentales que les permitan gozar de satisfacciones ni de alegrías, y sin embargo se aferran a la vida, a la única vida que conocen…
—Ahora que hablas de amistad… —le interrumpí—. La cabeza de Tor-dur-bar me dijo que no olvidara el hecho de que era mi amigo.
—En efecto, conocen esa palabra —contestó Ras Thavas—, pero estoy seguro de que no tienen idea de sus implicaciones. Una de las primeras cosas que aprenden es a obedecer, y quizás quisiera decir que deseaba obedecerte o servirte a ti. Puede que ahora mismo te haya olvidado por completo; algunos de ellos carecen prácticamente de memoria. Todas sus reacciones son mecánicas; responden a estímulos repetidos, aprenden a nadar, a luchar, a ir, a venir, a detenerse… En realidad hacen lo que ven hacer a sus compañeros. ¡Bueno! De todas formas sería una buena idea ir a ver a Tor-dur-bar, y comprobar si se acuerda de ti. Puede ser un experimento interesante.
Pasamos a otra cámara donde el trabajo de reconstrucción orgánica parecía más avanzado, y Ras Thavas hizo una pregunta al oficial encargado. El hombre nos condujo al otro extremo de la sala, junto a un ancho tanque donde númerosos cuerpos desarrollaban brazos, piernas y cabezas; y varias cabezas esperaban que les crecieran nuevos cuerpos.
No habíamos hecho más que acercarnos al tanque, cuando una de las cabezas me saludó:
—¡Kaor, Vor Daj!
Se trataba del mismo Cuatro—millón—ocho al que buscaba.
—¡Kaor, Tor-dur-bar! —le contesté—. Me alegro de verte de nuevo.
—No olvides que soy tu único amigo en Morbus —dijo—. Dentro de poco tendré un cuerpo nuevo, y entonces estaré listo para ayudarte en todo lo que necesites.
—Es un hormad de una inteligencia inusitada —murmuró Ras Thavas—, haré bien en no perderlo de vista.
—Para un cerebro como el mío, deberíamos buscar un cuerpo fuerte y bien hecho, y transplantarme a él —solicitó Tor-dur-bar—. Me gustaría uno que se pareciera al de Vor Daj o al de su amigo.
—Ya veremos —dijo Ras Thavas, y a continuación se apoyó en el borde del tanque y cuchicheó en dirección a la cabeza—. No quiero oír nada más sobre el asunto, simplemente confía en mí.
—¿Cuánto tardará en crecer el nuevo cuerpo de Tor-dur-bar? —preguntó John Carter cuando nos alejamos del tanque.
—Nueve días, pero puede ser que el cuerpo sea deforme o inútil, y entonces deberá volver a empezar desde cero. He conseguido mucho, pero todavía no soy capaz de controlar al cien por cien el crecimiento de cuerpos o de otras partes orgánicas. Ordinariamente toda cabeza de hormad dará origen a un cuerpo, pero puede ser un cuerpo malformado o mutilado, o en ocasiones sólo parte de un cuerpo, e incluso otra cabeza. ¡Ah, algún día seré capaz de controlarlo todo, algún día seré capaz de crear seres humanos perfectos!
—Si existe verdaderamente un Dios Todopoderoso, podría sentirse ofendido por esa usurpación de sus prerrogativas —hizo notar, con una sonrisa, el Señor de la Guerra.
—El origen de la vida es un oscuro misterio —dijo Ras Thavas—. Hay quien lo da como resultado de un accidente, mientras otros prefieren sugerir que es debido a la acción de un Ser Supremo. Creo que los científicos de tu Tierra natal creen que toda la vida de ese planeta ha evolucionado a partir de una baja forma de vida llamada ameba, una microscópica masa de protoplasma dotada de núcleo, sin el menor rudimento de consciencia ni vida mental. Pienso que un creador omnipotente hubiera empezado por crear, en primer lugar, la forma más elevada concebible…, una criatura perfecta. Y sin embargo, en ninguno de nuestros mundos existen seres perfectos, ni que siquiera se aproximen a la perfección.
«Ahora bien, en Marte tenemos otra teoría sobre la creación y la evolución. Creemos que diversas substancias del planeta se combinaron químicamente hasta formar una espora, la base de la vida vegetal. De esa espora, tras infinitas edades, creció y floreció el Árbol de la Vida, posiblemente en el centro del Valle de Dor, hace millones de años. El fruto del Árbol fue evolucionando lentamente, pasando de forma de vida vegetal a una combinación de planta y animal. En los primeros estadios de existencia del Árbol, sus frutos desarrollaron el poder de la acción muscular independiente, mientras permanecían sujetos a la planta materna, y más tarde un cerebro se desarrolló en cada fruto, de manera que, mientras colgaban de un largo péndulo, comenzaron a pensar y a moverse como individuos. Más tarde, con el desarrollo de la percepción, a esos cerebros les llegó el don de la comparación. Los primeros juicios fueron desarrollados y comparados, y de esta forma la razón y sus poderes llegaron por primera vez a Barsoom.
«Pasaron las eras. El Árbol de la Vida creó y desechó muchas formas de vida, pero todas ellas seguían colgando de sus ramas por pedúnculos de longitudes varias. Finalmente, en la parte superior de los frutos, se fueron poco a poco desarrollando pequeños hombres planta como aquellos que, en estatura mucho mayor, pueblan hoy en día el Valle del Dor. Pero entonces colgaban de las ramas del Árbol, sujetos a él por los pedúnculos que les brotaban de la parte superior de sus cabezas.
«Los frutos que los primitivos hombres plantas mantenían así colgados de las ramas del Árbol de la Vida, eran semejantes a gruesas nueces de un cuarto de metro de diámetro, divididos por un doble tabique interior en cuatro secciones. En la primera de ellas estaba el hombre planta, en la segunda un gusano de seis patas, en la tercera el antepasado del mono blanco, y en la cuarta el primer hombre. Cuando el fruto se desprendió, el hombre planta continuó colgado por su pedúnculo, pero las otras tres secciones se separaron al caer al suelo, y los esfuerzos que sus aprisionados ocupantes hacían por escapar los enviaron saltando en todas direcciones.
«Con el tiempo, según se dice, esas criaturas prisioneras se fueron extendiendo por toda la superficie del planeta. Durante muchos años vivieron sus largas vidas encerrados en esas cáscaras, saltando y brincando de aquí para allá, cayendo en los ríos, lagos y mares que entonces existían en la superficie de Barsoom, y esparciéndose más y más lejos por el nuevo mundo. Billones de ellos debieron morir antes de que uno de los primeros hombres lograra romper las paredes de su cárcel y brotara a la luz del sol. Movido por la curiosidad, ese humano rompió muchas otras cáscaras, y Barsoom empezó a poblarse de ese modo. El Árbol de la Vida había muerto entretanto, pero, antes de que esto sucediera, los hombres planta aprendieron a separarse de él, y su bisexualidad les permitió reproducirse por sí mismos a la manera de las plantas a las que tanto se parecían».
—Los he visto en el Valle del Dor —dijo John Carter—. Muchos de ellos llevaban un pequeño hombre planta bajo cada brazo, adherido a él como frutos, mediante un vástago que les brotaba de lo alto de la cabeza.
—Así evolucionaron todas las especies de la vida —continuó Ras Thavas—. Y fue estudiando esta evolución como aprendí a reproducir la vida.
—Quizás para tu desgracia —sugerí.
—Quizás —suspiró él.
El asesino rojo
A partir de entonces pasamos muchos días junto a Ras Thavas, pero invariablemente siempre había otras personas alrededor, así que no tuvimos ninguna oportunidad para trazar planes, pues no podíamos estar seguros de quién era amigo y quién espía. El recuerdo de Janai torturaba continuamente mi mente, y no dejaba de buscar un medio para saber qué había sido de ella. Ras Thavas me aconsejó que no mostrara demasiado interés, puesto que podría levantar sospechas que llevarían quizá a mi propia muerte y a la de la muchacha; pero, por otra parte, me aseguré que me ayudaría en lo posible, siempre que pudiera hacerlo sin riesgo; y un día, en efecto, lo hizo.
Cierto número de hormads especialmente inteligentes se debían presentar ese día ante el Consejo de los Siete Jeds, a fin de que juzgaran su capacidad para ser incluidos en las guardias personales que los jeds mantenían; y Ras Thavas me eligió a mí, junto con otros oficiales, para que les acompañara. Aquella era la primera vez que tenía ocasión de salir del edificio del laboratorio, pues nos estaba terminantemente prohibido abandonarlo a no ser en cumplimiento de una misión como aquella.
Al entrar en el gran edificio que albergaba al Consejo de los Siete Jeds, todos mis pensamientos estaban puestos en Janai, y la esperanza de poder verla de nuevo. Atisbé ansiosamente a lo largo de todos los corredores y a través de las puertas que encontrábamos en nuestro camino; incluso consideré la idea de abandonar el grupo y ocultarme en alguna sala con vistas a registrar después el palacio entero. Felizmente, mi sentido común me hizo renunciar a tal locura, que hubiera conducido inevitablemente a mi perdición, continué, pues, junto a los otros hasta la cámara donde el Consejo tenía su sede.
El examen de los hormads fue extremadamente detallado, y mientras atendía a las preguntas, respuestas y reacciones de los jeds, el inicio de un plan nació en mi mente. Si pudiera hacer que mi amigo Tor-dur-bar fuera elegido para la guardia de uno de los jeds, sin duda, a través de él, podría tener noticias sobre Janai. No podía saber entonces de qué diferente modo habría de desarrollarse dicho plan, ni la fantástica forma en que finalmente se llevaría a efecto.
Mientras todos permanecíamos aún en la cámara del Consejo, irrumpieron en ella un grupo de guerreros hormads llevando con ellos un prisionero, un gigantesco hombre rojo de aspecto fanfarrón, con el cuerpo marcado por diversas cicatrices de guerrero, y cuyo rostro burlón y paso altivo y arrogante mostraban un desafío deliberado hacia sus captores y hacia los siete jeds. Era un hombre muy fuerte, y pese a los esfuerzos de quienes le llevaban, les arrastró materialmente hasta el mismo pie del estrado, lugar donde finalmente consiguieron detenerle.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó uno de los jeds.
—Soy Gantur Gur, el Asesino de Amhor —replicó el mismo cautivo con fuerte vozarrón—. Devolvedme mi espada, apestosos ulsios, y os mostraré lo que un verdadero hombre de armas puede hacer con esas monstruosidades deformes que os sirven, y también con vosotros mismos. Me han capturado con redes, y eso no es forma decente de apresar a un guerrero.
—¡Silencio! —ordenó el jed, pálido de rabia por haber sido comparado con una rata, que tal es el ulsio en Barsoom.
—¿Silencio? —gritó Gantun Gur—. ¡Por mi primer antepasado, que todavía tiene que nacer quien obligue a callar a Gantun Gur! Baja aquí, asqueroso gusano, intenta hacerme callar si puedes…