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Authors: Erving Goffman

Tags: #Sociología

Los momentos y sus hombres (10 page)

BOOK: Los momentos y sus hombres
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Escenario: una cálida jornada de la primavera de 1953 en la Universidad de Chicago. Acción: una defensa de tesis doctoral. Diez profesores de Sociología contra un doctorando coriáceo. Los movimientos del juego son, naturalmente, el ataque y el contraataque. Sea cual fuere la calidad de la tesis, la tradición exige críticas agresivas, no sólo por parte del tribunal, sino también de sus compañeros, autorizados a preguntar. Hermosísimo espectáculo universitario, que viene en línea recta de la Edad Media.

En el caso presente, además del rito, se respira afán de venganza. Los dos mentores de Goffman, Lloyd Warner y Everett Hughes, tienen la impresión de haber sido traicionados: no se reconocen en la tesis, por motivos diferentes. Uno quería leer la monografía de una pequeña comunidad; el otro no ha comprendido todavía a dónde quiere llegar Goffman, con su manera de enterrar los datos bajo una masa de nociones generales. Uno y otro piensan en «relaciones sociales», mientras que Goffman no para de hablar de «comunicación». Para ellos, eso es vana verborrea. En resumen, le llueven copiosamente las preguntas. Pero Goffman mantiene un perfecto dominio. Tanto, que, cuando una gota de sudor le cae lentamente de la frente a la punta de la nariz, no se mueve, concentrado en la contestación que da a sus jueces
[160]
.

Y Goffman, por fin, recibe el grado de doctor en Sociología. Pero, al contrario que la mayoría de sus condiscípulos, no tratará de entrar en la docencia lo más pronto posible. Tiene la posibilidad económica de esperar a que se presente un buen empleo. Así, seguirá en Chicago. Primero, trabaja para la empresa de ciencias sociales aplicadas de Warner. Gracias a un contrato con el Instituto Estadounidense del Petróleo, lleva a cabo una investigación sobre el oficio de gerente de gasolinera
[161]
. Lo asocian después a proyectos de investigación de sociología «pura». Pero, sobre todo, empieza a revisar su tesis para publicarla en forma de artículos y libros. Es la tarea debida de cualquier investigador que quiera hacer carrera rápidamente: darse a conocer.

El golpe siguiente es menos corriente en el oficio: decide ir a vivir con los locos del hospital Sainte-Elizabeth de Washington. Ocurre que, a mediados de los años cincuenta, un organismo gubernamental, el Instituto Nacional de Sanidad Mental, resuelve conceder cuantiosos subsidios a las ciencias humanas para que contribuyan a aumentar la comprensión de la relación entre la vida social y la «salud mental». Entonces, hay más de medio millón de enfermos mentales hospitalizados en Estados Unidos, cantidad que se incrementa constantemente
[162]
. De modo que las autoridades gubernamentales están dispuestas a probarlo todo para detener esta espiral. El Instituto encarga a un sociólogo, John Clausen, organizar un «laboratorio de estudios socio-ambientales», para el cual podrá contratar a unos cuantos investigadores. David Riesman, entonces en la cumbre de su fama por su libro
La muchedumbre solitaria,
le señala la existencia de Goffman, «el joven más inteligente que he conocido en mi vida
[163]
». Clausen puede permitirse no vacilar: toma el avión para Chicago, entrevista a Goffman y lo contrata sobre la base de la idea que él le expone: un enfoque «desde dentro» de la vida hospitalaria. Dicho en plata, Goffman quiere hacerse el loco, del mismo modo que otros se hacen chambulis:

Yo creía, y sigo creyendo, que no hay grupo —trátese de presos, de primitivos, de dotaciones de buques o de enfermos— en el que no se desarrolle una vida propia, que se hace significante, sensata y normal en cuanto se la conoce desde dentro
[164]
.

Esta idea de que el enfermo mental tiene una vida propia, «normal», aunque diferente, que debe comprenderse en su lógica propia, está «en el ambiente» desde hace unos años
[165]
. Unos observadores acaban de ir a verla más de cerca
[166]
. Y un doctorando en Antropología, William Caudill, incluso se ha hecho pasar un momento por paciente, para gran escándalo del personal..., y de Margaret Mead, que califica de «criminal» la empresa
[167]
.

Goffman no atiende a estas objeciones. En el verano de 1954, Erving, «Sky» y Tom, su hijo muy pequeño, dejan Chicago y se instalan en Bethesda, en los alrededores de Washington. Durante dos meses, a espaldas del patrono, pero con el acuerdo tácito de algunos responsables, va a vivir en un pequeño manicomio experimental, «comiendo y tratando con los enfermos de día y durmiendo a veces en el lugar», como él mismo explicará después
[168]
.

En 1955, se mete en la fosa. Entra por un año en Santa Isabel, enorme manicomio de más de siete mil camas:

Oficialmente, yo era asistente del director y, cuando me preguntaban los verdaderos motivos de mi presencia, no disimulaba que había ido a estudiar la vida de la comunidad y la organización del asueto. Así, pasando mi tiempo con los enfermos, evitaba entrar en relación con el personal hospitalario y mostrarme con las llaves del establecimiento. Yo no pernoctaba en las salas, y la dirección del manicomio estaba al tanto de mis planes
[169]
.

Esto es lo que Goffman precisa en el prólogo de
Internados,
el libro que publicará en 1961 basado en su experiencia de 1955-1956. En efecto, a menudo hará que lo encierren de noche en el manicomio para vivir plenamente la institución que él llamará
total
(o totalitaria). No es que trate de engañar deliberadamente al personal ni a los pacientes sobre su estado: como explica en el prólogo, no disimula que no es uno de los enfermos. Pero no viste la bata blanca del personal, sino camiseta, vaqueros y botas deportivas. De este modo, deja en el aire cierta ambigüedad, sobre todo, cuando se quita las botas. «Me vestí como un paciente, comí con ellos y traté con ellos», dirá después
[170]
. Así, durante un año irá de un pabellón a otro, sin más fin concreto que «estudiar lo más detalladamente posible la manera como el enfermo vivía subjetivamente sus relaciones con el medio hospitalario
[171]
».

En cierto modo, sigue el procedimiento que empleó para su tesis doctoral: vivir dentro de una comunidad, al paso de los sucesos cotidianos. Pero el informe que hace esta vez es mucho más trágico. Es muy verosímil que saliese conmovido de su año en Sainte-Elizabeth. Su sentimiento se manifestará bajo la forma de una rabia fría, frecuentemente con los caracteres de un juicio en el que se mezclan el humor negro, la crítica social y la teoría sociológica. Así, Ray Birdwhistell, su antiguo profesor de Toronto, lo invita en octubre de 1956 a exponer sus datos a un grupo muy selecto que se reúne todos los años en Princeton bajo los auspicios de la Fundación Macy para hablar de los «procesos de grupo». Es la crema de la psiquiatría y de las ciencias sociales, desde Gregory Bateson hasta Margaret Mead. La foto que conservan las actas de la reunión muestra un Goffman nada forzado, de chaqueta, pajarita y pañuelo y con rostro ligeramente burlón. El pie no dice si la foto se hizo antes o después de la trifulca.

Porque hubo trifulca... De palabra, se entiende: estamos entre gente bien. Pero asombra la violencia de las palabras, sobre todo, tratándose de una asamblea erudita norteamericana (todo investigador europeo que asiste por primera vez a un coloquio en Estados Unidos queda estupefacto por la insulsez de la conversación). Goffman quiere considerar como un «ciclo metabólico» el proceso por el cual el enfermo entra en el hospital, lo tratan y sale
[172]
. Desde un punto de vista conceptual, considera así la institución como un sistema en equilibrio. Por lo demás, alude a Von Bertalanffy en el curso de su exposición. Pero la analogía metabólica implica también que los pacientes sean considerados
in fine
como desechos excretados por el sistema. Goffman habla, efectivamente, en estos duros términos y, en la transcripción de su exposición oral, sentimos toda su indignación ante esta monstruosa trituradora de hombres que es la institución psiquiátrica de los años cincuenta en Estados Unidos. De hecho, recobra entonces todo el sentido moral de Hughes y de la escuela de Chicago, aunque expresado con tal pudor que parece cinismo. Goffman se las da de duro, desde luego
[173]
.

Esto es to que no comprenden los psiquiatras ni Margaret Mead, al contrario que Bateson. Ante los «desechos», reaccionan con fuerza, obligando a Goffman a retractarse. Lo cierto es que éste, por momentos, es de mala fe, bordeando un poco los escollos. Pero su línea de conducta fundamental sigue siendo fiel a sí misma: es preciso denunciar la arbitrariedad de los métodos de internamiento y la violencia suave del manicomio.

Su hostilidad a la psiquiatría institucional se refuerza por una tragedia personal: la salud psicológica de su esposa es vacilante. La sucesión de estupores y exaltaciones exige un entorno psiquiátrico que Erving acepta mal. En este contexto familiar escribirá
Internados.

En 1956, publica de manera casi confidencial una primera versión de
La presentación de la persona.
La edita el Centro de Investigaciones de Ciencias Sociales de la Universidad de Edimburgo, que ciertamente está lejos de ser una casa comercial. Pero se mandan unos cuantos ejemplares a Estados Unidos, donde, por su misma escasez, empiezan a rodear a Goffman de un aura algo misteriosa. La obra está lejos de ser un simple refrito de la tesis. Tampoco se trata ya apenas de la isla de las Shetland. Los datos recogidos en Dixon siguen apareciendo acá y allá, pero dentro de una multitud de extractos de libros de saber vivir, de tesis doctorales de la Universidad de Chicago y de las Memorias de Sir Frederick Ponsonby, consejero del rey Haakon de Noruega.

Un nuevo «tinglado» conceptual ordena este rompecabezas: es el famoso lenguaje teatral («escenificación», «representación», «papel», etc.) que dará celebridad a Goffman y le valdrá el apelativo, cómodo para los autores de manuales, ,de primer representante del «análisis dramatúrgico». De hecho, Goffman no ha inventado nada en absoluto y no reivindica ninguna paternidad. Recoge explícitamente el «modelo dramatístico» de Kenneth Burke, el filósofo chistoso que tanto lo divertía en Chicago. Y, al final del libro, declara también explícitamente que «es preciso abandonar ahora el lenguaje y la máscara teatrales
[174]
», dejando a otros el cuidado de hilar la metáfora'
[175]
. Dejando también de lado los análisis sociolingüísticos de su tesis (los recogerá veinte años después en
Forms of Talk)
y las ideas basadas en la deferencia, el embarazo, la implicación, etc. (las desarrolla en artículos paralelos, que no reunirá en un volumen hasta diez años después, en
Interaction Ritual
), se concentra / en un solo problema: «la estructura de las reuniones sociales, esos hechos de la vida social que se originan cada vez que unos individuos se encuentran en presencia directa unos de otros
[176]
». Y en esto, su primer libro prosigue el razonamiento de la tesis, que es la obra fundamental.
La presentación de la persona en la vida cotidiana,
título de la obra, recuerda indefectiblemente el de un libro famoso de Freud,
Psicopatología de la vida cotidiana.
Ciertamente, no es simple coincidencia.

A fines de 1957, Herbert Blumer, su antiguo profesor de Chicago, lo invita a ir a ejercitarse al Departamento de Sociología de la Universidad de California-Berkeley. Blumer está montando un departamento muy prestigioso, que reúne todas las tendencias, teóricas y metodológicas, de la sociología. Le falta alguien de la orientación que en Estados Unidos ha solido llamarse «psicología social», y Goffman responde a ello. El 1 de enero de 1958, es contratado como «profesor-ayudante visitante», con un sueldo anual de 6.840 dólares.

No es con este sueldo
[177]
como uno puede permitirse una casa en las colinas de lo alto de Berkeley, con vistas extraordinarias a la bahía de San Francisco. Hace falta mucho dinero para gozar el privilegio de ver ponerse el sol en el Golden Gate Bridge. Ahora bien, Goffman posee muy pronto una de esas casas de madera de ancha terraza que busca la burguesía californiana. Tiene también un
morgan,
coche inglés cuyo interior de nogal pulido hace tan buen efecto. Su bodega, dicen, es excelente. Y recibe a sus visitantes con gran refinamiento, llegando incluso a utilizar tarjetas enológicas para comprobar si el medoc que va a ofrecer es verdaderamente de buen año.

Goffman tiene, por tanto, otras fuentes de ingresos. Sin duda, la familia Choate «dotó» a su hija. Pero pueden citarse otras. Goffman siente pasión por el juego, que manifiesta a la vez en la Bolsa de Nueva York y en Las Vegas. No se lo puede molestar en el momento en que Wall Street anuncia las cotizaciones de la jornada. Y el fin de semana, cruza las Rocosas para jugar en Reno o en otro lugar de Nevada. Por lo demás, los casinos serán su tercer gran terreno de investigación, durante todo el decenio de los sesenta, pero de ello saldrá un solo texto, «Los lugares de la acción» (que continúa la segunda parte de
Interaction Ritual
). En fin, constituyen otra fuente de ingresos sus libros, cada uno de los cuales se venderá en varios cientos de miles de ejemplares (sólo en lengua inglesa).

En 1959, precisamente, aparece en Estados Unidos
Presentation of Self in Everyday Life,
en la famosa colección «Anchor Books» de la editora Doubleday. Este libro sale muy pronto del círculo de los iniciados a los que había estado limitado hasta entonces y se difunde entre las masas estudiantiles, cada vez más numerosas, porque los niños del
baby boom
de fines de la guerra comienzan a ingresar en la universidad
[178]
. Si hay un libro que todo estudiante norteamericano de ciencias sociales tendrá en manos durante sus estudios, es
La presentación de la persona,
aunque sólo lo lea por las anécdotas.

Así, pues, en 1959 Goffman ya está en órbita. Intelectualmente, es maduro. Sus «fuerzas formadoras de hábito» pueden desplegarse y trabajar a plena marcha. Puede decirse que, antes de 1959, lo ha pensado (casi) todo y que los años siguientes no son más que la realización de los años de maduración. Hay ya una matriz, que producirá diez libros en veinte años.

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