Los papeles póstumos del club Pickwick (21 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Bien —volvió a decir Mr. Jingle.

—¿Me comprende usted?

—No por completo.

—¿No cree usted... yo le pregunto a usted, no cree usted... que cincuenta libras y la libertad valen más que Miss Wardle y la expectativa?

—No... ¡ni el doble! —dijo Mr. Jingle levantándose.

—Vaya, vaya, vaya, señor mío —arguyó el pequeño procurador, asiéndole por un botón—. Hermosa suma... un hombre como usted puede triplicarla en nada de tiempo... puede hacerse mucho con cincuenta libras, mi querido amigo.

—Más puede hacerse con ciento cincuenta —replicó Mr. Jingle con gran desenvoltura.

—Bueno, señor mío, no nos entretengamos en esas minucias —continuó el hombrecito—; pongamos... pongamos... setenta.

—No basta —dijo Mr. Jingle.

—No se vaya, querido... haga el favor de no precipitarse —dijo el hombrecito—. Ochenta, ¡ea!; voy a extenderle un cheque ahora mismo.

—No basta —dijo Mr. Jingle.

—Bien, querido, bien —dijo el hombrecito deteniéndole aún—; dígame, entonces, cuánto.

—Asunto costoso —dijo Mr. Jingle—. Dinero desembolsado... coche de posta, nueve libras; licencia, tres... ya son doce... indemnización, ciento... ciento doce... deshonor... y pérdida de la dama.

—Sí, querido, sí —dijo el hombrecito dirigiéndole una mirada de inteligencia—; no hay que ocuparse de los dos últimos extremos. Total, ciento doce... pongamos ciento... vamos.

—Veinte —dijo Mr. Jingle.

—Vamos, vamos; voy a extenderle un cheque —dijo el hombrecito.

Y con este propósito se sentó a la mesa.

—Lo extenderemos a pagar pasado mañana —dijo el hombrecito mirando a Mr. Wardle—, y entre tanto podemos llevarnos a la señora.

Mr. Wardle asintió, moviendo la cabeza con aire de enojo.

—Ciento —dijo el hombrecito.

—Ciento veinte —dijo Mr. Jingle.

—Por Dios, querido —le reconvino el hombrecito.

—Déselo —intervino Mr. Wardle—, y que se marche.

Fue extendido el cheque por el hombrecito y embolsado por Mr. Jingle.

—¡Ahora váyase de esta casa al instante! —dijo Wardle con brusco ademán.

—¡Querido, por Dios! —suplicó el hombrecito.

—Y tenga bien presente que nada me hubiera inducido a esta transacción... ni siquiera la respetabilidad de mi familia... si no supiera que en el momento en que reciba el dinero se irá usted al diablo más de prisa que sin él.

—¡Por Dios, querido! —volvió a suplicarle el hombrecito.

—Quieto, Perker —dijo Wardle—. Márchese, sir.

—En seguida —dijo el imperturbable Jingle—. Adiós, adiós, Pickwick.

Cualquier espectador imparcial que hubiese contemplado el rostro del hombre ilustre cuyo nombre constituye el rasgo principal del título de esta obra, durante la última parte de esta conversación, se habría extrañado probablemente de que el fuego de la indignación que en sus ojos ardía no llegara a fundir los cristales de sus lentes: tan majestuosa era su cólera. Dilatáronse las ventanas de su nariz y se crisparon sus puños al oír la despedida del villano. Mas se reprimió de nuevo... y no le hizo polvo.

—Aquí —prosiguió el incorregible traidor, arrojando la licencia a los pies de Mr. Pickwick—, cambiar el nombre... llevar a la señora... para Tuppy.

Aunque Mr. Pickwick era un filósofo, los filósofos no son, después de todo, más que hombres. El dardo le había alcanzado y había perforado su filosofía envolvente hasta llegar al mismo corazón. Presa de un rabioso frenesí, arrojó el tintero inconscientemente y su cuerpo siguió al proyectil. Pero Mr. Jingle había desaparecido, y Mr. Pickwick cayó en los brazos de Sam.

—¡Hola! —dijo el excéntrico criado—. Los muebles son baratos en su tierra, sir. Un tintero de movimiento, en la pared ha puesto el signo de usted, respetable anciano. Téngase, sir. ¿A qué conduce lanzarse tras de un hombre que ha hecho su fortuna y que a estas horas está ya en el otro extremo del Borough?

El espíritu de Mr. Pickwick, como el de todos los hombres verdaderamente grandes, se rindió a la evidencia. Era en el razonar pronto y seguro, y bastóle un momento de reflexión para reconocer la improcedencia de su cólera. Ésta fue dominada no bien concebida. Detúvose para tomar aliento, y dirigió una mirada de benignidad hacia los amigos que le rodeaban.

¿Hemos de repetir las lamentaciones que dejó escapar Miss Wardle al verse abandonada por el infiel Jingle? ¿Hemos de extractar la magistral descripción hecha por Mr. Pickwick de la conmovedora escena? Ante nuestros ojos se halla el libro de notas, borrado a trechos por las lágrimas de su humanitaria simpatía; una palabra, y pasa a manos del impresor. Pero, ¡no, tengámonos! No queremos herir la sensibilidad del público con tan dolorosa narración.

Despacio y tristemente volvieron al otro día en carruaje a Muggleton los dos amigos y la abandonada señora. Las sombras oscuras y melancólicas de la noche estival cerraban el horizonte cuando los viajeros llegaban a Dingley Dell y trasponían la entrada de Manor Farm.

11. En el que se contienen otra excursión y un descubrimiento arqueológico. Regístrasela determinación de Mr. Pickwick de asistir a una elección, y figura por fin un manuscrito del viejo pastor

Una noche de sedante reposo en el profundo silencio de Dingley Dell y una hora de paseo a la siguiente mañana, respirando el aire embalsamado y fresco, repusieron a Mr. Pickwick de su fatiga corporal y espiritual perturbación. El ilustre personaje había permanecido separado dos días enteros de sus amigos y secuaces, y no es difícil concebir el placer y la alegría con que se adelantó a saludar a Mr. Winkle y a Mr. Snodgrass cuando encontró a estos dos caballeros al regresar de su matinal paseo. Fue mutuo el contento; porque, ¿quién hubiera podido contemplar el rostro resplandeciente de Mr. Pickwick sin experimentar aquella sensación? Sin embargo, una nube parecía hallarse suspendida sobre sus compañeros, y habiéndola percibido el gran hombre, no acertaba a explicársela. Un aire de misterio, alarmante por lo insólito, envolvía a sus dos amigos.

—¿Y cómo —dijo Mr. Pickwick, estrechando las manos de sus amigos y cambiando con ellos fervorosas salutaciones de bienvenida—, cómo está Tupman?

Mr. Winkle, a quien directamente se dirigió la pregunta, no contestó. Volvió la cabeza y pareció absorberse en melancólicas reflexiones.

—Snodgrass —dijo Mr. Pickwick, impaciente—, ¿cómo está nuestro amigo? ¿Está enfermo?

—No —replicó Mr. Snodgrass; y en su párpado sentimental tembló una lágrima, como tiembla una gota de lluvia en el quicio de una ventana—. No, no está enfermo.

Quedó perplejo Mr. Pickwick y miró a sus amigos alternativamente.

—¡Winkle, Snodgrass! —dijo Mr. Pickwick—. ¿Qué significa esto? ¿Dónde está nuestro amigo? ¿Qué ha ocurrido? Hablad... les suplico, les ruego... más aún: se lo mando, hablen.

En el ademán de Mr. Pickwick había una solemnidad y una dignidad irresistibles.

—Se ha ido —dijo Mr. Snodgrass.

—¡Se ha ido! —exclamó Mr. Pickwick—. ¡Se ha ido!

—Se ha ido —repitió Mr. Snodgrass.

—¿Adónde? —preguntó Mr. Pickwick.

—Sólo podemos deducirlo de esta carta —replicó Mr. Snodgrass, sacando un papel de su bolsillo y poniéndolo en manos de su amigo—. Cuando ayer mañana se recibió la carta de Mr. Wardle participando que llegaría con su hermana por la noche, la melancolía que en nuestro amigo habíamos observado durante todo el día anterior aumentó de modo manifiesto. Poco después desapareció; no se le vio en todo el día, y por la noche, un criado de La Corona, de Muggleton, trajo esta carta. La había dejado nuestro amigo por la mañana, con la orden estricta de no entregarla hasta la noche.

Mr. Pickwick abrió la epístola. Era de puño y letra de su amigo, y su contenido era el siguiente:

«Mi querido Pickwick:

»Usted, amigo querido, está fuera del alcance de muchas flaquezas y debilidades humanas, de las que no pueden triunfar las gentes mediocres. No sabe usted lo que es verse abandonado en un soplo por un ser adorable y fascinador, y ser víctima de las arteras maquinaciones de un villano que esconde la astucia bajo la máscara de la amistad. No puede usted comprenderlo.

»Las cartas que se me dirijan a La Botella de Cuero, en Cobham, Kent, me serán entregadas... suponiendo que aún exista. Huyo de la vista de ese mundo que se me ha hecho odioso. Si al fin llegara a desaparecer definitivamente, compadézcame... perdóneme... La vida, mi querido Pickwick, me resulta insoportable. El espíritu que arde en nuestro interior soporta el fardo que contiene la pesada carga de cuidados y tribulaciones mundanales; y cuando este espíritu flaquea en nosotros, es la carga demasiado pesada para que pueda sufrirse. Sucumbimos a ella. Diga a Raquel... ¡Ah, ese nombre...!

»
Tracy Tupman
».

—Tenemos que partir inmediatamente —dijo Mr. Pickwick, doblando la carta—. No estaría bien quedarnos aquí, por ningún concepto, después de lo que ha ocurrido; y estamos ahora obligados a volar en busca de nuestro amigo.

Y diciendo esto se encaminó a la casa.

En seguida dio a conocer su resolución. Fueron apremiantes las súplicas que se le hicieron de quedarse, mas fue inflexible Mr. Pickwick. Ciertos asuntos, dijo, requerían su presencia.

El viejo clérigo hallábase presente.

—Pero, ¿es que se va usted? —dijo, llamando aparte a Mr. Pickwick—. Pues aquí —añadió— tiene usted un pequeño manuscrito que yo esperaba haber tenido el placer de leerle. Lo encontré a la muerte de un amigo mío... un médico del manicomio del condado... entre otros varios papeles, que podía destruir o conservar, según juzgase conveniente. Me resisto a creer en la autenticidad del manuscrito, si bien no es de mano de mi amigo. Sin embargo, ya sea relación genuina de un loco o fantasía soñadora de algún ser infeliz, lo que creo más probable, léalo y juzgue por sí mismo.

Tomó Mr. Pickwick el manuscrito y despidióse del bondadoso anciano con sinceras muestras de afecto y estimación.

No era fácil tarea despedirse de los habitantes de Manor Farm, de los que había recibido tantas pruebas de cortesía y de hospitalidad. Besó Mr. Pickwick a las señoritas, íbamos a decir como si fueran sus hijas; pero es casi seguro que en tal caso hubiera puesto más ardor en la despedida, y no sería pertinente la comparación; abrazó a la anciana con efusión filial, y acarició las mejillas de las criadas de la manera más patriarcal, al tiempo que depositaba en las manos de cada una demostraciones más sustanciosas de su agradecimiento. Aún fueron más prolongadas y tiernas las señales de afecto cambiadas con el viejo huésped y Trundle; y sólo después de haberle llamado varias veces Mr. Snodgrass, que salió al fin de un oscuro pasillo seguido de cerca por Emilia, cuyos brillantes ojos denotaban melancolía extraordinaria, pudieron los tres amigos arrancarse de la cariñosa familia. Muchas veces volvieron la vista hacia la granja, mientras se alejaban poco a poco; y muchos besos echó a volar Mr. Snodgrass, mostrando reconocer algo como un pañuelo de señora que se agitaba en una de las ventanas del piso alto, hasta que una revuelta del camino les ocultó la casa.

En Muggleton se proporcionaron un coche para Rochester. Cuando llegaban a esta ciudad, la violencia de su amargura había remitido lo bastante para dejarles almorzar con excelente apetito; y después de adquirir noticias acerca del itinerario que debían seguir, ya por la tarde, se dirigieron paseando a Cobham.

Fue un delicioso paseo, porque corría una hermosa tarde de junio y marchaban los tres amigos atravesando un frondoso y umbrío bosque, oreado por ligera brisa, que agitaba el espeso follaje, y dejábase oír el alegre canto de los pájaros que saltaban sobre los floridos pimpollos. El musgo y la yedra trepaban a los árboles en tupidos racimos, y el blando césped tendíase en el suelo semejando un tapiz de seda. Salieron los caminantes a un amplio parque, hacia cuyo centro había un antiguo castillo, en el que campeaba el atildado y pintoresco estilo del tiempo de Isabel. Largas hileras de macizos robles y de álamos corpulentos bordeaban el parque; nutridos rebaños pastaban en la fresca hierba, y de vez en cuando veíase huir a las espantadas liebres con la presteza de las sombras fugitivas que proyectaban las nubes sobre el paisaje selváceo, como fugaces hálitos del verano.

—Si vinieran —dijo Mr. Pickwick mirando a su alrededor—, si vinieran a este paraje todos aquellos a quienes aqueja la misma tribulación que a nuestro amigo, creo que no tardaría en volver a ellos el amor a este mundo.

—Creo lo mismo —dijo Mr. Winkle.

—Y en realidad —añadió Mr. Pickwick, cuando media hora después llegaron al pueblo—, en realidad, es uno de los más lindos y agradables lugares que puede elegir un misántropo.

Tanto Mr. Winkle como Mr. Snodgrass manifestaron compartir esta opinión, y habiéndoseles indicado La Botella de Cuero, que era una confortable y aseada cervecería del pueblo, entraron los viajeros y preguntaron al punto por un caballero llamado Tupman.

—Lleva a estos señores al salón, Tomás —dijo la dueña.

Un robusto mozo de aspecto campesino abrió una puerta situada al fondo del pasillo, y penetraron los tres amigos en una larga estancia de techo bajo, amueblada con gran número de sillas de formas fantásticas con altos respaldos de cuero y exornada con gran variedad de antiguos retratos y de groseros cromos, antiguos también. En el extremo opuesto de la estancia había una mesa cubierta por blanco mantel, en la que se veía un asado de ave, tocino, cerveza, etcétera; y a esta mesa estaba sentado Mr. Tupman con el continente más dispar que puede concebirse del de un hombre que se ha despedido del mundo.

Al entrar sus amigos, dejó el caballero el cuchillo y el tenedor, y con gesto doloroso se adelantó a saludarles.

—No esperaba verles por aquí —dijo estrechando la mano de Mr. Pickwick—. Son ustedes muy cariñosos.

—¡Ah! —dijo Mr. Pickwick sentándose y enjugando el sudor producido en su frente por el ejercicio—. Acabe de comer y venga conmigo. Deseo hablarle a solas.

Hizo Mr. Tupman lo que se le indicaba, y después de refrescarse Mr. Pickwick con un copioso trago de cerveza, esperó a que su amigo terminara. La comida fue despachada rápidamente, y salieron juntos los dos caballeros.

Durante media hora viose las siluetas de ambos personajes pasear de un extremo a otro por la placeta de la iglesia, mientras que Mr. Pickwick dedicábase a combatir la resolución de su compañero. Inútil sería repetir sus argumentos, porque, ¿qué otro lenguaje que no fuera el del gran maestro podría infundirles tanta fuerza y tanta energía? Poco nos importa que fuese el hallarse Mr. Tupman harto de su ostracismo, o la elocuencia de su amigo, lo que sobre él influyera; el caso es que hubo de rendirse.

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