Los papeles póstumos del club Pickwick (23 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»Pensé en el veneno por espacio de muchas semanas; luego, en ahogarla, y, por fin, en el fuego. Era un hermoso espectáculo el que había de ofrecer la gran casa en llamas y la esposa del loco volando convertida en cenizas. Pensar en la broma deliciosa de una amplia indemnización y de algún hombre honrado colgando por un delito que no ha cometido, y ¡todo esto tramado por la astucia de un loco! Pensé en esto muchas veces, mas desistí al cabo. ¡Oh, qué placer tan grande el de afilar día tras día la navaja de afeitar, sintiendo el delgado corte y pensando en la bocanada que podría hacer brotar un golpe de su fino y brillante filo!

»Por fin, el antiguo espíritu que tanto me había visitado murmuró en mi oído que la hora era llegada, y puso en mi mano la navaja abierta. La empuñé con firmeza; suavemente me incorporé en el lecho, y me incliné sobre mi esposa dormida. Su cara estaba oculta por sus manos. Las retiré con cuidado y cayeron indolentes sobre el seno. Había llorado, porque la huella de sus lágrimas aún humedecía sus mejillas. Su rostro acusaba placidez y calma, y aún al mirarla yo iluminaba sus pálidos rasgos una tranquila sonrisa. Posé mi mano dulcemente en su hombro. Se estremeció...; no era más que un sueño fugaz. De nuevo me incliné hacia delante. Dejó escapar un grito y se despertó.

»Sólo un movimiento de mi mano hubiera bastado para que no volviera a gritar. Pero me hice atrás, sobrecogido. Sus ojos se fijaron en los míos. Yo no sé cómo fue; pero me intimidaron, me llenaron de espanto y me aniquilaron. Se levantó del lecho sin dejar de mirarme fijamente. Yo temblaba; la navaja estaba en mi mano, pero yo no podía hacer movimiento alguno. Ella se dirigió hacia la puerta. Al llegar cerca de ella se volvió, y retiró sus ojos de mi cara. El hechizo estaba roto. Salté hacia ella y la agarré por el brazo. Gritando sin tregua, cayó al suelo.

»En aquel momento podía yo haberla matado sin que ella hiciera resistencia; mas la casa estaba en alarma. Oí pisadas en la escalera. Coloqué la navaja en su cajón, abrí la puerta y llamé en altas voces pidiendo socorro.

»Vinieron, la levantaron del suelo y colocáronla en el lecho. Allí permaneció varias horas privada de sentido; y cuando tornaron la vida, el habla y la vista, había perdido la razón, y prorrumpió en salvajes y furiosos arrebatos.

»Se hizo venir a los médicos... grandes hombres que llegaron a mi puerta en confortables carruajes con hermosos caballos y fastuosos lacayos. Los doctores permanecieron algunas semanas junto a su lecho. Tuvieron una gran junta y celebraron su consulta con voces quedas y solemnes en otra habitación. Uno de ellos, el más competente y afamado de todos, me llamó aparte, y, diciéndome que me pusiera en lo peor, me participó..., ¡a mí, al loco!, que mi mujer estaba loca. Situado junto a mí, al lado de una ventana abierta, fijaba en mi cara sus ojos y posaba una mano en mi brazo. Con un esfuerzo podía yo haberle arrojado a la calle. Singular ejercicio hubiera sido aquél; pero mediaba mi secreto y le dejé marchar; algunos días después se me dijo que tenía que someterla a cierta vigilancia: debía proporcionarle un guardián. ¡Yo! Me fui al campo, donde nadie pudiera oírme, y empecé a reír hasta llenar el aire con el eco de mis carcajadas.

»Murió al día siguiente. El anciano la siguió a la tumba, y los orgullosos hermanos vertieron una lágrima sobre el cadáver de aquella cuyos sufrimientos miraran en vida con gesto de hierro. Todo esto era pasto admirable para mi secreta alegría; yo reía tras del blanco pañuelo que escondía mi cara, al volver a casa, hasta que las lágrimas asomaron a mis ojos.

»Aunque yo había salido adelante con mi empeño, pues la había matado, estaba inquieto y desasosegado, y presentía que antes de poco había de descubrirse. Érame difícil esconder la salvaje alegría que en mí hervía, y que, al quedarme solo en casa, me impulsaba a saltar, a palmotear, a dar piruetas y a berrear de modo altisonante. Al salir a la calle y contemplar a la multitud apresurada, o al oír la música en el teatro y ver bailar a la gente, sentía yo tal regodeo, que poco me faltaba para lanzarme entre ellos y hacerles pedazos miembro a miembro, y aullaba de alegría. Pero apretaba mis dientes y pateaba con rabia, y me hundía en las manos las agudas uñas. Me reprimía, y nadie sabía aún que yo era un loco.

»Recuerdo (por cierto que es una de las últimas cosas que puedo recordar, porque ya empezaban a mezclarse realidades y desvaríos, y teniendo tanto que hacer, y hallándome aquí siempre atropellado, me falta el tiempo para discernir unas de otros, dada la confusión que los envuelve) cómo al fin revelé mi secreto. ¡Ah, ah!, aún me parece ver sus miradas de espanto y sentir la facilidad con que de mí los arrojaba, hundiéndoles en las caras mis puños crispados y huyendo veloz como el viento y dejándoles tras de mí deshechos en gritos y alaridos. La fuerza de un gigante viene a mí cuando pienso en ello. Ved cómo esta barra de hierro se dobla a mi torsión furiosa. Fácil me sería quebrarla como una simple varilla; pero sólo se ven por aquí largas galerías con puertas innúmeras, e ignoro si me sería posible acertar con el camino; y aunque pudiera hacerlo, bien sé que hay abajo verjas de hierro fuertemente atrancadas. Ya saben que yo soy un loco notable, y están orgullosos de tenerme aquí para enseñarme.

»Dejadme un momento... sí, yo había salido. Estaba muy avanzada la noche cuando entraba en casa, donde encontré al más altivo de los tres altivos hermanos esperándome... para un asunto urgente, dijo; lo recuerdo bien. Yo odiaba a aquel hombre con toda la aversión de un loco. Muchas, muchísimas veces habían mis dedos ansiado hacerle trizas. Dijéronme que estaba allí. Subí jadeante la escalera. Tenía que darme un recado. Yo despedí a los criados. Era tarde, y nos habíamos quedado solos...
por primera vez.

»Al principio procuré ocultarle mis ojos, porque yo sabía lo que él ignoraba —glorioso conocimiento—: que la luz de la demencia fulgía en ellos resplandeciente. Varios minutos permanecimos sentados en silencio. Al cabo habló. Mi reciente disipación y la extraña conducta por mí seguida, hallándose tan próximo el fallecimiento de mi esposa, constituían un ultraje para su memoria. Recordando ahora muchos detalles que antes pasaran inadvertidos para él, deducía que no la había tratado bien. Deseaba saber si acertaba al pensar que yo me proponía lanzar un reproche sobre su memoria y un baldón sobre su familia. El uniforme que vestía le obligaba a pedirme aquella explicación.

»Este hombre desempeñaba en el ejército un cargo, comprado con mi dinero y con la desdicha de su hermana. Éste era el hombre que había dirigido el complot para engañarme y apoderarse de mi fortuna. Éste era el hombre que había sido el principal instrumento empleado para forzar a su hermana a casarse conmigo, no obstante saber que su corazón pertenecía a aquel romántico muchacho. ¡Por el uniforme! ¡La librea de su degradación! Retiré mis ojos de aquel hombre... no pude remediarlo... pero no dije palabra.

»Percibí el cambio súbito que sufrió bajo la mirada mía. Era un hombre audaz; pero perdió el color y se hizo atrás con la silla. Acerqué la mía a la suya, y al reír yo —estaba yo muy alegre entonces—, le vi estremecerse. Noté que en mí se alzaba la locura. Él me tenía miedo.

»—¿Quiso usted mucho a su hermana mientras vivió —dije—, mucho?

»Miró a su alrededor con inquietud y le vi asir con la mano el respaldo de su silla; pero nada dijo.

»—¡Miserable! —le dije—. Ya le había yo desenmascarado; había descubierto sus planes infernales; yo sé que su corazón se había fijado en otro, antes de que usted la indujera a casarse conmigo. Lo sé ... lo sé.

»Irguióse de pronto, enarboló su silla y me intimó a retroceder, porque yo tuve buen cuidado de mantenerme cerca de él mientras hablaba.

»Rugí, más que hablé, porque sentí en mis venas el tumulto furioso de la ira, y el viejo espíritu murmuraba en mi oído y me impulsaba a despedazarle el corazón.

»—¡Maldito! —dije, levantándome y arrojándome sobre él—. Yo la maté. Soy un loco. Muere. ¡Sangre, sangre, la quiero!

»De un empujón desvié la silla, que aterrado esgrimía, y me agarré a él, y rodamos ambos dando un golpe terrible.

»Fue una hermosa lucha, porque él era fornido y corpulento y defendía su vida, mientras que yo era un loco lleno de fuerza y sediento por deshacerle. Yo sabía que mi fuerza era irresistible, y tenía razón. También tenía razón esta vez, aunque era un loco. Sus esfuerzos empezaron a ceder. Yo estaba arrodillado sobre su pecho y apretaba con fuerza entre mis manos su musculosa garganta. Su rostro se tiñó de púrpura, sus ojos parecían saltársele de la cabeza, y con torpe lengua parecía burlarse de mí. Le apreté con más vigor.

»De pronto abrióse la puerta con gran ruido y entró atropelladamente una turba, gritándose unos a otros para precaverse del loco.

»Mi secreto estaba descubierto, y sólo me quedaba luchar por la libertad. Logré ponerme de pie antes de que ninguno me tocara; me arrojé entre los asaltantes, y mi fuerte brazo me abrió camino, cual si mi mano empuñara un hacha que fuera tajándolos a mi paso. Gané la puerta, salté la escalinata y me encontré en la calle.

»Corría afanoso en línea recta, y nadie osó pararme. Oí pisadas a mi espalda y redoblé mi velocidad. El ruido fue debilitándose en la distancia, y al cabo de un rato cesó en absoluto; yo saltaba arroyos y pantanos, setos y tapias, lanzando salvajes alaridos, que vertían en mi oído los extraños seres que me rodeaban, y los gritos llenaban el aire. Yo iba en brazos de los demonios que cabalgaban en el viento, a cuyo paso descendían colinas y barreras. El torbellino que me rodeaba acabó por hacerme perder la cabeza, y al fin caí desprendido de aquellos brazos, chocando pesadamente contra la tierra. Cuando desperté me encontré aquí, en esta oscura celda, donde rara vez entra la luz del sol y donde la luna penetra apenas en rayos que sólo sirven para mostrarme las sombras que me rodean y la figura muda en su viejo rincón. Cuando me despierto en la cama oigo extraños quejidos y gritos procedentes de lugares remotos. No sé lo que son; pero ni provienen de esta pálida forma ni logran conmoverme. Desde las primeras sombras de la noche hasta las claridades de la mañana allí permanece inmóvil, escuchando la música de mi férrea cadena y contemplando mis sacudidas en el lecho de paja.

La última parte del manuscrito no es de la misma mano:

«El desgraciado cuyos arrebatos se cuentan arriba fue un triste ejemplo de los funestos resultados producidos por la errónea dirección de las energías juveniles, tanto como por los excesos prolongados más allá de toda posible redención. La inmoderada francachela, la disipación y el desenfreno de los días primeros de la juventud trajeron por consecuencia el delirio y la fiebre. Los primeros efectos de esta última fueron la extraña obsesión, fundada en una teoría médica, bien conocida y tan enérgicamente propugnada por algunos, como por otros combatida, de que existía en la familia una locura hereditaria. Esto produjo una avasalladora melancolía, que degeneró con el tiempo en morbosa predisposición y terminó en locura furiosa. Hay razones para colegir que los sucesos reseñados, si bien aparecen violentados en la descripción por su trastornada fantasía, ocurrieron en la realidad. Sólo causa extrañeza a todos los que conocieron la viciosa iniciación del desgraciado que sus pasiones, libres del freno racional, no le condujeran a más terribles hazañas».

La vela de Mr. Pickwick expiraba en el candelero al concluir la lectura del manuscrito del viejo clérigo; y cuando la luz se apagó súbitamente, sin el aviso previo de la oscilación, aumentó la excitación del caballero. Después de quitarse apresuradamente las prendas que habíase puesto al dejar su inquieto lecho y de dirigir a su alrededor una mirada de espanto, metióse de nuevo entre las sábanas y se quedó al punto profundamente dormido.

Resplandecía el sol y brillaba intensamente cuando se despertó a hora avanzada de la siguiente mañana. La angustia que le oprimiera durante la pasada noche habíase disipado con las oscuras sombras que envolvían el paisaje, y sus pensamientos y emociones eran tan risueños y ligeros como la mañana misma. Después de un sustancioso almuerzo, marcharon los cuatro caballeros paseando hacia Gravesend, seguidos de un hombre que porteaba la piedra encerrada en su caja. A la una aproximadamente llegaron a la ciudad (el equipaje había sido enviado directamente a la City desde Rochester), y habiendo tenido la suerte de encontrar asiento en el exterior de un coche, llegaron a Londres aquella misma tarde sanos y contentos.

Los tres o cuatro días siguientes empleáronse en los preparativos necesarios para su viaje a la villa de Eatanswill Como el relato de esta importante empresa requiere capítulo aparte, dedicaremos las pocas líneas que quedan del presente a narrar de modo sucinto la historia del descubrimiento arqueológico.

De las Memorias del Club despréndese que Mr. Pickwick dio lectura, en junta general celebrada en la noche siguiente al regreso, de un trabajo acerca del descubrimiento, entrando en una ingeniosa y erudita variedad de disquisiciones sobre el significado de la inscripción. Parece también que un diestro artista hizo del curioso objeto un fiel diseño, que fue grabado en piedra y presentado a la Real Sociedad de Anticuarios y a otras sabias corporaciones; que se suscitaron recelos y suspicacias sin número con motivo de animadas controversias que se escribieron sobre el asunto, y que Mr. Pickwick escribió un panfleto de noventa y seis páginas en diminutos caracteres, en el que se contenían veintisiete maneras distintas de leer la inscripción; que tres viejos caballeros mermaron a sus primogénitos en sus testamentos en un chelín por cabeza por atreverse a poner en duda la antigüedad del pedrusco, y que cierto entusiasta se quitó de en medio prematuramente, desesperado ante la imposibilidad de sondear su significado; que Mr. Pickwick, por haber hecho el descubrimiento, fue elegido miembro honorario de diecisiete sociedades, entre nacionales y extranjeras; que ninguna de las diecisiete logró descifrar el rótulo, pero que las diecisiete convinieron en que era algo extraordinario.

Mr. Blotton —cuyo nombre será condenado a eterno desprecio por los cultivadores de lo sublime y misterioso—, Mr. Blotton, decimos, con la incredulidad y el prurito sofístico propios de las vulgares mentalidades, osó presentar una interpretación tan denigrante como ridícula. Mr. Blotton, con el propósito de empañar el nombre inmortal de Pickwick, emprendió un viaje a Cobham, y a su vuelta participó sarcásticamente, en un discurso pronunciado en el Club, que había visto al hombre que vendiera la piedra; que este hombre opinaba que la piedra era antigua, pero que negaba rotundamente la antigüedad de la inscripción, al mismo tiempo que aseguraba haberla esculpido por sí mismo toscamente, habiendo grabado unas letras con objeto de escribir ni más ni menos que estas palabras: BILL STUMPS, HIS MARK, y que Mr. Stumps, por hallarse poco familiarizado con la escritura y habituado a guiarse por el sonido de las palabras más que por las reglas de ortografía, había omitido la
L
final de su nombre de pila.

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