Los papeles póstumos del club Pickwick (10 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
9.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A la izquierda tendíase la ruinosa muralla, derruida en muchos puntos, pero enhiesta en algunos otros, dominando en grandes moles la estrecha ribera. Grandes matas de algas que colgaban entre las melladas rocas temblaban al más leve soplo del aire, y la verde hiedra guarnecía melancólicamente los bordes de las negras y ruinosas almenas. Levantábase detrás el viejo castillo, con sus desmanteladas torres y sus espesas paredes a punto de desgajarse, mas dándonos fe orgullosamente de su fuerza y poder, como cuando siete siglos atrás tronaba con el fragor de las armas o resonaba con el eco de fiestas y rebatos. De otro lado, las lomas de Medway, cubiertas de prados y sembradura, con su molino de viento aquí y allá, o con su iglesia lejana, extendíanse más allá del alcance de la vista, ofreciendo un rico y variado paisaje, embellecido aún por las sombras cambiantes que lo atravesaban dulcemente, cuando las nubes tibias y vagas cruzaban bajo el sol de la mañana. El río, reflejando el claro azul del cielo, resplandecía y chispeaba corriendo silencioso; los remos de los pescadores hundíanse en el agua con líquido y blando sonido, mientras que las pintorescas barcazas resbalaban pausadamente corriente abajo.

Mr. Pickwick despertó del agradable sueño en que cayera a favor de aquel espectáculo al oír un profundo suspiro y al sentir un golpe en el hombro. Volvióse y halló a su lado al hombre nefasto.

—¿Contemplando el panorama? —preguntó el hombre nefasto.

—Sí —respondió Mr. Pickwick.

—¿Y encantado de haberse levantado tan temprano?

Mr. Pickwick asintió con la cabeza.

—¡Ah! Es preciso levantarse temprano para ver en todo su esplendor al sol, porque rara vez brilla todo el día. La mañana del día se parece mucho a la mañana de la vida.

—Dice usted bien, sir —dijo Mr. Pickwick.

—Se dice con frecuencia —continuó el hombre nefasto—: «La mañana es demasiado hermosa para que dure». Bien podía esto aplicarse a cada día de la existencia. ¡Dios mío, cuánto daría yo por recobrar la niñez o por olvidar aquellos días!

—¿Ha sufrido usted muchas contrariedades, sir? —dijo Mr. Pickwick compasivamente.

—Ya lo creo —se apresuró a contestar el hombre nefasto—. He sufrido más de lo que pudieran creer los que me ven. Calló un instante y dijo luego súbitamente:

—¿Le chocaría a usted que en una mañana como ésta el ahogarse fuese la dicha y la paz?

—¡Por Dios! —replicó Mr. Pickwick, separándose un poco del pretil, ante la sospecha de que el hombre nefasto, por vía de experimento, intentase arrojarle, mal de su grado.

—Yo he pensado en esto muchas veces —dijo el hombre nefasto sin reparar en el movimiento—. El agua fría y en calma parece murmurar en mi oído una invitación de sosiego y reposo. Un salto, un chapuzón, una breve lucha: cosa de un instante; poco a poco se levanta una ola graciosa, ciérranse las aguas sobre su cabeza de usted, y el mundo ha cerrado para siempre sus penas y desventuras.

Los ojos hundidos del hombre nefasto centellearon al hablar; mas se desvaneció en seguida su momentánea exaltación, y recobró la calma, diciendo:

—Bien ...; ya hemos hablado de eso bastante. Quiero que nos ocupemos de otra cosa. Usted me hizo leer aquel escrito anteanoche, y me escuchó atentamente mientras lo hacía.

—Sí —replicó Mr. Pickwick—, y crea usted que yo pensaba...

—No le pedí su opinión —dijo el hombre nefasto, interrumpiéndole— ni necesito ninguna. Usted viaja por gusto y para instruirse. Suponga que yo le enseño un curioso manuscrito...; es decir, curioso no por inverosímil ni raro, sino curioso como una página de la vida real. ¿Lo pondría usted en conocimiento de ese Club, del que tantas veces le he oído hablar?

—Sin duda —replicó Mr. Pickwick—, si usted lo desea; y se insertará en las Memorias.

—Usted lo tendrá —replicó el hombre nefasto—. Las señas.

Y Mr. Pickwick le comunicó el itinerario aproximado que habrían de seguir, el cual fue cuidadosamente anotado por el hombre nefasto en un grasiento cuaderno. Después, rehusando la insistente invitación que para almorzar le hiciera Mr. Pickwick, quedó éste en la fonda y se marchó el otro despacio.

Halló Mr. Pickwick que sus tres compañeros se habían levantado y que le esperaban para dar principio al almuerzo, que estaba ya dispuesto en ostentosa exhibición.

Sentáronse a comer, y el jamón cocido, los huevos, el café, el té y otras varias cosas empezaron a desaparecer con una rapidez que a la vez testimoniaba la excelencia de los comestibles y el apetito de sus consumidores.

—Ahora hacia Manor Farm —dijo Mr. Pickwick—. ¿Cómo vamos a ir?

—Lo mejor sería consultar al camarero —dijo Mr. Tupman.

Y el camarero fue requerido en consecuencia.

—Dingley Dell, caballeros... quince millas... camino de travesía... ¿Silla de posta, sir?

—La silla no admite más que dos —dijo Mr. Pickwick.

—Es verdad, sir..; perdón, sir... Hay un buen coche de cuatro ruedas, sir...; dos asientos detrás... uno en el frente para el que guía...; ¡oh!, perdón, sí, sir... sólo caben tres.

—¿Qué hacer? —dijo Mr. Snodgrass.

—Tal vez a uno de estos caballeros le gustaría ir a caballo, sir —sugirió el camarero mirando a Mr. Winkle—; magníficos caballos de silla, sir.

—Eso es —dijo Mr. Pickwick—. Winkle, ¿quiere usted ir a caballo?

Mr. Winkle abrigaba hondos presentimientos en lo más escondido de su corazón en lo referente a sus habilidades ecuestres; mas como por nada del mundo consentía que se pusieran en duda, replicó al punto con gran resolución:

—Desde luego. Es lo que más me gusta.

Mr. Winkle había echado su suerte; no había otro remedio.

—Téngalos dispuestos para las once —dijo Mr. Pickwick.

—Muy bien, sir —replicó el camarero.

Retiróse el mozo; concluyó el almuerzo, y los viajeros subieron a sus respectivos dormitorios, para preparar la ropa que habían de llevar a la expedición.

Mr. Pickwick había terminado sus arreglos, y por encima de los visillos de la ventana del café estaba mirando a los transeúntes, cuando entró el camarero y anunció que el coche esperaba; anuncio que confirmaba la aparición del coche, al hacerse visible en seguida tras de los mencionados visillos.

Era un curioso cochecillo verde de cuatro ruedas, con un asiento bajo atrás para dos personas que parecía un barril de vino, y un elevado pescante en la delantera con un solo asiento, tirado por un inmenso caballo alazán que mostraba una respetable armazón de huesos. Un lacayo estaba cerca del coche sosteniendo por la brida otro caballo descomunal..., pariente cercano, por las apariencias, del animal que estaba enganchado, preparado para Mr. Winkle.

—¡Dios mío! —dijo Mr. Pickwick al salir a la calle, mientras que se acomodaban las ropas en el coche—. ¡Dios mío!, ¿quién va a guiar? No había pensado en eso.

—¡Oh!, usted, por supuesto —dijo Mr. Tupman.

—Claro está —dijo Mr. Snodgrass.

—¡Yo! —exclamó Mr. Pickwick.

—No hay que temer nada, sir —terció el lacayo—. Yo le garantizo que es manso, sir; un niño de pecho podría guiarle.

—¿No se espanta? —indagó Mr. Pickwick.

—¿Espantarse, sir?... No se asustaría aunque viera por delante una manada de monos con los rabos ardiendo.

La última garantía era incuestionable. Mr. Tupman y Mr. Snodgrass montaron en el barril; Mr. Pickwick subió a su pescante y colocó sus pies en una repisa cubierta de paño que se hallaba dispuesta al efecto.

—Ahora, lustroso Guillermo —dijo el lacayo a su segundo—, entrega las riendas al señor.

Lo de lustroso Guillermo era un apodo debido probablemente al brillante cabello y a la tez aceitosa del lacayo. Puso éste las riendas en la diestra mano de Mr. Pickwick, mientras que su principal ponía el látigo en la derecha.

—¡Sooo! —gritó Mr. Pickwick al ver que el enorme cuadrúpedo mostraba una tenaz inclinación a recular y a colarse por la ventana del café.

—¡Sooo! —exclamaron a coro desde el barril Mr. Tupman y Mr. Snodgrass.

—Es que juega un poco, caballeros —dijo el primer lacayo, animándoles—. Sujétale, Guillermo.

El segundo lacayo refrenó los ímpetus del animal, y el primero ayudó a montar a Mr. Winkle.

—Por el otro lado, sir, si tiene la bondad.

—Que me peguen si no iba a montarse al revés —murmuró un postillón, haciendo gestos al regocijado camarero.

Instruido de esta manera Mr. Winkle, trepó a su silla con la misma dificultad que hubiera experimentado para tomar la borda de un acorazado de primera.

—¿Está todo listo ya? —preguntó Mr. Pickwick con la íntima convicción de que todo estaba mal.

—Todo —replicó desfallecido Mr. Winkle.

—En marcha —gritó el lacayo—. Sujétele, sir.

Y en marcha se pusieron la silla y el caballo, con Mr. Pickwick encima de la una y Mr. Winkle en los lomos del otro, con gran deleite y regodeo de toda la servidumbre de la posada.

—¿Por qué marcha hacia un lado? —dijo Mr. Snodgrass desde el barril a Mr. Winkle desde la silla.

—No puedo adivinarlo —replicó Mr. Winkle.

Su caballo remontaba la calle de un modo misterioso..., un poco de costado, volviendo a un lado la cabeza y a otro la cola.

Mr. Pickwick no tenía oportunidad para observar este ni otros detalles, porque sus facultades todas concentrábanse en el gobierno del animal enganchado, que desplegaba varias mañas, las cuales, si resultaban interesantes para un espectador, no eran en modo alguno divertidas para cualquiera que tras el caballo se sentase. Además de engallar constantemente la cabeza de una manera inquietante y desagradable, y de tirar de las riendas de un modo que hacía difícil a Mr. Pickwick conservarlas en la mano, mostraba una rara propensión a arrojarse súbitamente a cada paso hacia la cuneta del camino, a pararse luego y a echar a correr, por espacio de algunos minutos, a una velocidad imposible de contener.

—¿Qué es lo que se propone con eso? —dijo Mr. Snodgrass a la vigésima vez que el caballo ejecutaba esta maniobra.

—No lo sé —replicó Mr. Tupman—; parece como si se espantara.

Iba a replicar Mr. Snodgrass, cuando fue interrumpido por un grito de Mr. Pickwick.

—¡Soo! —gritó el caballero—. Se me ha caído el látigo.

—Winkle —dijo Mr. Snodgrass al ver acercarse a éste trotando en el desmesurado caballo, con el sombrero encasquetado hasta las orejas y zarandeándose como si estuviera dividido en pedazos por la violencia del ejercicio—, coja el látigo, que es muy manso.

Mr. Winkle tiró de las bridas hasta ponerse negro, y logrando al fin parar al caballo, se apeó, entregó el látigo a Mr. Pickwick y, empuñando las riendas, se preparó a montar de nuevo.

Ahora, si el desmesurado jamelgo, por la natural alegría de su condición, deseaba proporcionar un inocente recreo a Mr. Winkle, o si se le ocurrió que tal vez fuera para él más agradable hacer la jornada sin jinete, son puntos respecto a los cuales no podemos decidir en suma. Cualesquiera que fuesen los móviles del animal, es lo cierto que tan pronto como tocó las riendas Mr. Winkle, se deslizó el caballo, pasando la cabeza por debajo de ellas, y retrocedió cuanto permitía su longitud.

—Pobrecito —dijo Mr. Winkle calmándole—, pobrecito...; buen caballito.

El «pobrecito» estaba a prueba de adulaciones: cuanto más intentaba acercársele Mr. Winkle, más se apartaba él hacia atrás, y a pesar de todas las caricias y de todos los intentos de persuasión, durante diez minutos no se vio más que dar vueltas y vueltas a ambos, y al fin de los diez minutos aún estaban a la misma distancia que al principio del escarceo...; contratiempo desagradable en cualquier circunstancia, pero más en un camino solitario, donde era imposible encontrar ayuda.

—¿Qué voy a hacer? —exclamó Mr. Winkle al ver que el juego se prolongaba demasiado—. ¿Qué voy a hacer? No puedo montar.

—Lo mejor es que le lleve usted de la brida hasta que lleguemos a una barrera —indicó Mr. Pickwick desde el coche.

—¡Pero es que no quiere venir! —gritó Mr. Winkle—. Venga para contenerle.

Mr. Pickwick era la cortesía personificada: dejó las riendas sobre el caballo y, bajando de su asiento, condujo el coche hasta la cuneta, por recelar que alguien viniera por el camino, y marchó hacia atrás para socorrer a su atribulado compañero, dejando a Mr. Tupman y a Mr. Snodgrass en el vehículo.

No bien se fijó el caballo en que hacia él venía Mr. Pickwick con el látigo en la mano, sustituyó el movimiento rotatorio, a que se había dedicado previamente, por uno retrógrado de tal naturaleza que Mr. Winkle, que aún sujetaba las bridas por el extremo, se vio forzado a adoptar una marcha bastante más rápida que la de un paseo, en dirección opuesta a la que trajeran. Corrió Mr. Pickwick en su ayuda; pero cuanto más corría éste hacia adelante, más aprisa corría el caballo hacia atrás. Hubo gran ruido de cascos y no poca polvareda; al fin, Mr. Winkle, cuyos brazos tirantes se hallaban a punto de salirse de sus goznes, se decidió a abandonar su presa. Se paró el caballo, miró, sacudió su cabeza, volvió grupas y, en pacífico trote, marchó hacia Rochester, dejando a Mr. Winkle y a Mr. Pickwick mirándose uno a otro con desmayados semblantes. Un estrépito de ruedas que se oyó a poca distancia atrajo su atención. Ambos miraron hacia el punto de donde el ruido venía.

—¡Dios mío! —exclamó Mr. Pickwick con acento de agonía—. ¡El otro caballo, que se va!

Era verdad. El animal, que tenía las riendas sueltas sobre sus lomos, se soliviantó con el ruido. Fácil es de adivinar lo que ocurrió. Partió con el coche de cuatro ruedas, en el que estaban Mr. Tupman y Mr. Snodgrass. La confusión fue breve. Mr. Tupman se arrojó a la cuneta; siguió su ejemplo Mr. Snodgrass; el caballo arrastró el coche hasta chocar contra un puentecillo de madera, las ruedas separadas de la caja y el barril del pescante; por fin se paró el caballo tranquilamente a contemplar el estrago que había hecho.

El primer cuidado de los dos desmontados amigos fue el de levantar de su lecho adventicio a sus infortunados compañeros; maniobra que les proporcionó la indescriptible satisfacción de saber que no habían sufrido herida alguna, aparte de unos cuantos jirones en sus trajes y de varios rasguños que se hicieron con las zarzas. Lo que tenían que hacer en seguida era desenjaezar al caballo. Acabada esta complicada operación, echaron a andar tranquilamente los expedicionarios, llevando entre ellos el caballo y abandonando el coche a su destino.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
9.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Prince For Sophie by Morgan Ashbury
Lonely Girl by Josephine Cox
Hotter Than Hell by Kim Harrison, Martin H. Greenberg
Myths of Origin by Catherynne M. Valente
Stolen Away: A Regency Novella by Shannon Donnelly
The Eyes of Darkness by Dean Koontz