Los papeles póstumos del club Pickwick (12 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Jugóse después otra mano con resultado igual, en la que se cogió en un renuncio al infeliz Miller; lo que bastó para que el señor gordo se pusiera en un estado de gran indignación, que duró hasta el fin del juego; luego se retiró a un rincón, y allí permaneció callado durante una hora y veintisiete minutos, al fin de cuyo período surgió de su retiro y ofreció un polvo de rapé a Mr. Pickwick, con el ademán de un hombre que ha logrado acomodar su espíritu al perdón cristiano de las injurias recibidas. Las facultades auditivas de la vieja mejoraban progresivamente, y el desdichado Miller se encontraba tan fuera de su elemento como golfín en garita.

Entre tanto, el juego de la otra mesa proseguía alegremente. Isabela Wardle y Mr. Trundle iban de compañeros, así como Emilia Wardle con Mr. Snodgrass; y hasta Mr. Tupman y la tía establecieron una sociedad de tantos y de mutuas finezas. El viejo Mr. Wardle se hallaba en el más alto grado de júbilo; se mostraba tan bromista en el modo de conducir la reunión, y las viejas señoras desplegaban tanta agudeza en lo relativo a sus ganancias, que reinaba en la mesa un bullicio perpetuo de dicharachos y carcajadas. Una de las ancianas se quedaba siempre con media docena de cartas en la mano, por las que tenía que pagar. Esto promovía continuas risas a su alrededor; risas que subían de tono cuando la señora adoptaba un ceño adusto al pagar; con esto se ruborizaba gradualmente la faz de la anciana, hasta que rompía a reír más fuerte que los demás. En una ocasión, la tía solterona logró hacer «matrimonio»; volvieron a reír las muchachas, y se preparaba la vieja a demostrar su enojo, cuando, al sentir que Mr. Tupman le apretaba la mano por debajo de la mesa, se le subió el pavo y miró a los demás satisfecha, pensando que, en realidad, el matrimonio no estaba tan lejos de ella como alguien suponía; con lo cual rieron todos nuevamente, y más que nadie Mr. Wardle, que gozaba con los chistes aún más que los jóvenes. Mr. Snodgrass no hacía otra cosa que murmurar frases poéticas al oído de su compañera, actitud que sugirió a uno de los contertulios la idea de disertar festivamente acerca de los compañeros en el juego y de los compañeros en la vida haciendo algunas observaciones sobre el caso, entreveradas de guiños y ademanes que produjeron gran regocijo en la concurrencia y muy especialmente en la esposa del referido señor. Mr. Winkle salió con varias cuchufletas, que, si son corrientes en la ciudad, no lo son en modo alguno en el campo; pero al reírlas todos de buena gana y al decirle que eran graciosísimas, se elevó Mr. Winkle hasta las cumbres del honor y de la gloria. El buen párroco miraba complacido, porque las caras dichosas que rodeaban la mesa le hacían sentirse a él feliz también; y aunque la alegría era más que bulliciosa, provenía del corazón y no de los labios; la cual es, a fin de cuentas, la más lícita alegría.

Caía la tarde plácidamente, mientras que se ventilaban estos sencillos recreos. Cuando la sustanciosa aunque frugal cena se hubo consumido y la concurrencia se congregó alrededor del fuego, pensó Mr. Pickwick que en su vida se había sentido más dichoso ni más dispuesto nunca a dejarse poseer de la alegría, por lo cual resolvió gozar plenamente de aquellos momentos.

—Muy bien —dijo el hospitalario anfitrión, que se sentaba satisfecho junto al sillón de la vieja, una de cuyas manos oprimía—; esto es lo que a mí me gusta... Los momentos más felices de mi vida han transcurrido junto a este hogar, y le tengo tanto cariño, que le hago encender todas las tardes, aun en este tiempo en que el calor, cada vez mayor, le hace casi innecesario. Porque mi pobre viejecita acostumbraba sentarse aquí a la chimenea, en esta silla, cuando era muchacha; ¿no es cierto, madre?

Esa lágrima furtiva que asoma a los ojos cuando sobreviene el recuerdo de tiempos pasados y se ofrece súbitamente el panorama feliz de muchos años atrás resbaló por la faz de la vieja señora, mientras movía la cabeza con sonrisa melancólica.

—Perdone usted, Mr. Pickwick, que hable acerca de este lugar tradicional —continuó el anfitrión después de una breve pausa—, pero me es muy caro y no hay otro para mí ...; las viejas casas y los campos me parecen amigos pudientes; tal me ocurre con la pequeña iglesia cubierta de yedra..., sobre la cual, por cierto, nuestro excelente amigo compuso un hermoso canto a poco de vivir entre nosotros. Mr. Snodgrass: ¿tiene usted algo en su vaso?

—Mucho, gracias —replicó el caballero, cuya poética curiosidad habíase excitado grandemente por las últimas frases de su interlocutor—. Perdóneme, pero usted hablaba del canto a la yedra.

—Acerca de esto tiene usted que preguntarle a nuestro amigo —dijo el anfitrión con gesto malicioso, señalando con un movimiento de cabeza al párroco.

—No necesito decir que me gustaría oír esa poesía, sir —dijo Mr. Snodgrass.

—¿Sí? —replicó el cura—. Pues es muy sencillo el complacerle; la única atenuante que puedo alegar por haberla perpetrado es que la compuse en mi juventud. Tal y como es, sin embargo, van ustedes a oírla, si lo desean.

No hay que decir que estas palabras fueron acogidas con un murmullo de curiosidad; el anciano empezó a recitar la poesía en cuestión después de algunos apuntes que le hizo su esposa.

—Yo la llamo —dijo—:

LA VERDE YEDRA

¡Qué gentil es la verde yedra

que cubre los viejos sillares!

Sobre sus manteles de piedra

tiene los más ricos manjares.

Caerá el muro desmoronado,

y en el polvo de su cimiento

encontrará, ya sazonado,

su secular grato alimento.

Agarrándose a la piedra

donde no se ve la

Vida, extraña planta es la yedra.

Sube rápida, aunque sin alas.

Tiene un hogar viejo y seguro.

Apretadas cuelga sus galas

de su amigo el gran roble oscuro.

Por el suelo arrastra insidiosa

sus hojas, que con alegría

se entretejen sobre las losas

que albergan a la Muerte fría.

Olfateando la piedra

bajo la que está la Muerte,

es rara planta la yedra.

Hombres y razas han huido;

sus obras son ya polvo vano;

mas la yedra nunca ha perdido

su verdor bravío y lozano.

Ella, en sus largas soledades,

se irá del pasado nutriendo.

Lo más firme de las edades

en su pan se va convirtiendo.

Acariciando la piedra

por donde el Tiempo ha pasado,

singular planta es la yedra.

Mientras que el anciano repetía los versos para que Mr. Snodgrass los copiase, contemplaba Mr. Pickwick con expresión de gran interés las líneas de su rostro. Luego que hubo terminado el anciano de dictar, y después de haber guardado en el bolsillo Mr. Snodgrass su cuaderno de apuntes, dijo Mr. Pickwick:

—Va usted a perdonarme, sir, que le haga una observación, siendo tan reciente nuestra amistad; pero una persona como usted tiene por fuerza que haber presenciado, en el curso de su experiencia como ministro evangélico, muchas escenas e incidentes dignos de contarse.

—Algunos he presenciado, ciertamente —replicó el anciano—; pero todos los incidentes y todos los rasgos que yo he visto han sido de naturaleza humilde, porque mi esfera de acción es muy limitada.

—Me parece que escribió usted unas notas acerca de Juan Edmunds, ¿no es verdad? —preguntó Mr. Wardle, que se hallaba animado del deseo de que su amigo se diera a conocer, para admiración y ejemplo de sus nuevos visitantes.

El anciano movió su cabeza afirmativamente y se disponía a cambiar la conversación, cuando le dijo Mr. Pickwick:

—Perdóneme, sir; pero yo quisiera saber quién fue ese Juan Edmunds.

—Eso era precisamente lo que yo iba a preguntar —dijo Mr. Snodgrass afanosamente.

—Ya le han cazado a usted —dijo el jovial anfitrión—. Tarde o temprano tenía usted que satisfacer la curiosidad de estos caballeros; lo mejor es que aproveche la oportunidad y lo haga ahora mismo.

El anciano sonrió benévolamente al tiempo que adelantaba su silla; los demás colocaron las suyas más juntas aún, especialmente Mr. Tupman y la tía solterona, que tal vez se sentían algo tardos de oído; la anciana señora ajustó mejor su trompetilla, y después que Mr. Miller (que había estado durmiendo durante la declamación de los versos) despertó de su sopor, gracias a un pellizco de advertencia que le administró por debajo de la mesa su ex compañero, el solemne señor gordo, el anciano, sin más preámbulos, comenzó el siguiente cuento, que nos hemos tomado la libertad de titular

LA VUELTA DEL PRESIDIARIO

—Cuando me establecí en este pueblo —dijo el anciano—, hace ahora precisamente veinte años, la persona de mayor notoriedad entre mis feligreses era un hombre llamado Edmunds, que tenía arrendada una pequeña granja de estas cercanías. Era perezoso, de corazón díscolo, mal hombre, vago y de costumbres disolutas, cruel y de condición feroz. Aparte de los gandules y desatentados vagabundos con los que flaneaba por los campos a todas horas o se embrutecía en la taberna, no tenía un solo amigo; nadie se preocupaba de hablar a un hombre a quien todos temían; todos detestaban y evitaban cruzarse con Edmunds.

»Tenía este hombre una mujer y un hijo que cuando yo vine aquí no era mayor de doce años. No es posible que nadie se forme concepto exacto de los agudos sufrimientos de aquella mujer, de la bondadosa y resignada manera con que los sobrellevaba y del cuidado y solicitud que desplegaba constantemente sobre el chico. Que Dios me perdone la sospecha si es algo impía, pero yo creo firmemente que aquel hombre, durante muchos años, sólo se propuso destrozar el corazón de su mujer; mas ella todo lo sufría por el amor de su hijo y aun por el del padre, aunque parezca extraño; porque si bien éste tratábala con ruda crueldad, hubo un tiempo en que la amó; y el recuerdo de lo que aquel hombre había sido para ella despertaba en su corazón sentimientos de resignación y de humildad bajo el padecer, que ninguna humana criatura, excepto las mujeres, sabe abrigar.

»Eran pobres —no podía ser otra cosa, dadas las andanzas de aquel hombre—; mas los incansables y tenaces esfuerzos de la mujer, a toda hora del día y de la noche, les tenían al abrigo de toda inmediata necesidad. Aquellos esfuerzos fueron mal pagados. Las gentes que pasaban por su casa por la noche y a altas horas de la madrugada contaban que habían oído gritos y sollozos de una mujer abatida y ruido de bofetadas; y más de una vez, después de medianoche, llamaba el chico suavemente a la puerta de un vecino, adonde se le enviaba para librarle de la furia de su borracho y desnaturalizado padre.

»Durante este tiempo no dejaba de acudir a la iglesia aquella mujer, que no podía ocultar por completo las señales del trato violento y salvaje que se le daba. Todos los domingos, mañana y tarde, ocupaba el mismo lugar con el niño a su lado; y aunque vestían ambos pobremente —más pobremente que otros muchos vecinos que se hallaban en peor situación—, siempre se les veía decentes y limpios. Todo el mundo tenía un gesto amistoso y una palabra de afecto para la pobre señora Edmunds; y algunas veces, cuando se paraba a conversar brevemente con algún vecino, después del oficio, en la pequeña alameda que conduce al atrio de la iglesia, o cuando se escondía para contemplar con ternura y orgullo de madre a su hijo, sano y fuerte, mientras que éste jugaba con sus compañeros, el ajado rostro de aquella mujer iluminábase con expresión de honda gratitud y aparecía, si no alegre y feliz, por lo menos tranquila y contenta.

»Pasaron cinco o seis años; el chico era ya un robusto y garrido mozo. El tiempo, que había fortalecido la endeble complexión del muchacho y dado a sus miembros la energía varonil, había encorvado el cuerpo de su madre y debilitado su andar; mas el brazo que hubiera debido servirle de apoyo ya no se cruzaba con el suyo; el rostro que debiera haberla alegrado no la miraba ya. Ella seguía ocupando su sitio de siempre, pero a su lado había otro vacante. La Biblia se guardaba con el mismo cuidado de antes; los pasajes se encontraban registrados y doblados como antaño, pero nadie los leía con ella; las lágrimas caían pesadamente sobre el libro y le borraban las palabras. Los vecinos mostrábanse tan cariñosos como antes; pero ella rehuía sus saludos bajando los ojos. Ya no se escondía tras de los álamos...; ya no se forjaba ilusiones dichosas. La desolada mujer se bajaba el sombrero a los ojos y se marchaba aprisa.

»No será preciso que les diga que aquel muchacho, que al mirar hacia los días de su niñez hasta donde pudiera llegar su memoria y al llevar sus recuerdos hasta aquellos tiempos nada podía advertir que no tuviera asociación estrecha con una larga serie de privaciones voluntarias sufridas por su madre por razón del amor que le profesaba: malos tratos, insultos, violencias padecidas exclusivamente por él; no tendré que decir que este muchacho, con imperdonable indiferencia hacia el destrozado corazón maternal, con malvado y tenaz olvido de todo cuanto ella había hecho y padecido por él, se había unido a unos hombres depravados y perdidos y había emprendido una carrera insensata, que debía traerle a él la muerte y a su madre la vergüenza. ¡Oh mísera humanidad! Ya se lo habrán figurado ustedes mucho antes de decirlo yo.

»La medida de los infortunios y desdichas de aquella infeliz mujer iba a colmarse. En aquellas cercanías se habían cometido numerosos delitos; por no haber sido descubiertos los culpables, crecía su audacia de día en día. Un robo que reveló tremenda osadía dio motivo a una persistente indagatoria y a una busca afanosa con la que ellos no habían contado. Recayeron las sospechas sobre Edmunds y tres de sus compañeros. Fue capturado... encarcelado... juzgado... condenado a muerte.

»Aún resuena en mi oído el eco de aquel alarido furioso y penetrante que conmovió a la Sala de la Audiencia al pronunciarse la solemne sentencia. Aquel grito llevó el terror al corazón del reo, aquel corazón que no habían podido despertar ni el proceso, ni la condena, ni la proximidad de la muerte misma. Sus labios, que habían permanecido cerrados con ceñuda y rebelde malicia, temblaron y se abrieron a su pesar; tornóse pálido su rostro, y un frío sudor empezó a brotar de sus poros; estremeciéronse los recios miembros del felón y vaciló en el banquillo.

»En los primeros transportes de angustia, aquella madre doliente se arrojó a mis plantas de rodillas y suplicó fervorosamente al Todopoderoso, que la había auxiliado en todas sus tribulaciones, que la llevase de este mundo de infortunio y miserias a cambio de la vida de su único hijo. Siguió una explosión de pena y una convulsión tan violenta, que no he vuelto a presenciarla igual. Comprendí que su corazón acababa de romperse, mas no dejaron escapar sus labios ni un murmullo de queja.

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