Los papeles póstumos del club Pickwick (14 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Hola! —dijo Mr. Pickwick a su vez; mas al ver que su compañero tenía una escopeta en el brazo y que había otra sobre la hierba, añadió—: ¿Qué va a ser esto?

—¡ Ah! Su amigo de usted y yo —replicó el huésped— vamos a tirar a los grajos antes de almorzar. Es muy buen tirador, ¿verdad?

—Le he oído decir que es admirable —replicó Mr. Pickwick—, pero no le he visto atinar en nada.

—Bien —dijo el huésped—; deseo que venga. ¡José..., José!

El chico gordo, que bajo la influencia excitante de la mañana parecía sólo estar medio dormido, salió de la casa.

—Sube, llama al caballero y dile que en el grajal nos encontrará a Mr. Pickwick y a mí. Enséñale el camino, ¿oyes?

Partió el muchacho a cumplir la orden, y el huésped, cargando con las dos escopetas como un segundo Robinsón Crusoe, salió con su amigo del jardín.

—Éste es el sitio —dijo el viejo, parándose en una arboleda después de algunos minutos de marcha.

Holgaba toda indicación de guía, porque el incesante graznar de los inconscientes grajos marcaba de sobra su paradero.

El viejo dejó en el suelo una de las escopetas y cargó la otra.

—Aquí están —dijo Mr. Pickwick.

En esto aparecieron las formas de Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y Mr. Winkle. El chico gordo, ignorando a cuál de los caballeros debía llamar, había tenido la rara sagacidad de llamarlos a todos, ante la posibilidad de una equivocación.

—Vamos —exclamó el viejo dirigiéndose a Mr. Winkle—, una mano tan certera como la de usted debía haber estado presta hace tiempo, aun tratándose de empresa tan modesta.

Mr. Winkle respondió con una sonrisa forzada y tomó la escopeta marcando una expresión en su semblante que hubiera sido apropiada a un grajo metafísico, inquietado por el presentimiento de una muerte violenta. Aquel gesto tal vez fuera de distinción, pero a la legua trascendía a preocupación.

A una señal del viejo, dos desharrapados muchachos que habían sido conducidos a aquel lugar bajo la dirección de Lambert comenzaron a trepar a los árboles.

—¿Para qué son esos chicos? —preguntó Mr. Pickwick al punto.

Parecía alarmado ante la sospecha de que la mezquindad de los jornales agrícolas, respecto de los cuales había oído hablar mucho, pudiera haber impulsado a aquellos muchachos a ganar un sustento precario y azaroso sirviendo de blanco para tiradores inexpertos.

—Es sólo para levantar la caza —replicó sonriendo Mr. Wardle.

—¿Para qué? —preguntó Mr. Pickwick.

—Vaya en lenguaje neto: para espantar a los grajos.

—¡Oh! ¿Nada más?

—¿Está usted satisfecho?

—Completamente.

—Muy bien. ¿Empiezo yo?

—Si usted quiere —dijo Mr. Winkle, encantado de tener algún respiro.

—Póngase a un lado, pues. Vamos con él.

Jaleó el chico y sacudió una rama, en la que había un nido. Media docena de pequeños grajos, en animada conversación, se lanzó al aire a ver lo que pasaba. El viejo disparó por vía de respuesta. Cayó un pájaro y se escaparon los demás.

—Recógelo, José —dijo el viejo.

Avanzó el muchacho con la faz sonriente.

Vagas visiones de empanadas de grajo flotaron en su imaginación. Sonrió al retirarse con el pájaro...; era una suculenta pieza.

—Ahora, Mr. Winkle —dijo el huésped cargando de nuevo su escopeta—. Dispare.

Mr. Winkle se adelantó y se echó la escopeta a la cara. Mr. Pickwick y sus amigos se retiraron instintivamente para ponerse al abrigo de la torrencial lluvia de grajos que seguramente habían de caer a la devastadora descarga de su amigo. Hubo un silencio solemne... un grito... batir de alas... un débil chasquido.

—¡Vamos! —dijo el viejo.

—¿No sale? —preguntó Mr. Pickwick.

—Falló —dijo Mr. Winkle, que estaba muy pálido, a causa, sin duda, de aquella contrariedad.

—Es extraño —dijo el viejo, tomando la escopeta—. Nunca ha fallado ninguna. Pero no veo por ninguna parte la cápsula.

—¡Dios mío! —dijo Mr. Winkle—. Confieso que he olvidado cargarla.

Fue subsanada la ligera omisión. Retiróse de nuevo Mr. Pickwick. Mr. Winkle avanzó con aire resuelto y decidido, y Mr. Tupman miraba, escondiéndose detrás de un árbol. Gritó el muchacho; volaron cuatro pájaros. Mr. Winkle hizo fuego. Oyóse un grito como de un ser (no precisamente un grajo) que experimenta un dolor corporal. Mr. Tupman había salvado la vida de innumerables pájaros inofensivos recibiendo en su brazo derecho una parte de la descarga.

Sería imposible describir la confusión que se produjo. Imposible contar cómo Mr. Pickwick, en los primeros transportes de emoción, llamó a Mr. Winkle «miserable»; cómo Mr. Tupman yacía postrado en el suelo; cómo Mr. Winkle se arrodillaba a su lado, lleno de terror; cómo Mr. Tupman invocaba distraídamente un nombre de mujer; cómo abrió primero un ojo, luego el otro, y cómo cayó hacia atrás cerrando los dos... Sería tan difícil describir esto al detalle como lo sería pintar el alivio gradual del infortunado, el vendaje de su brazo con pañuelos y la lenta conducción del herido a la casa, sostenido por sus alarmados amigos.

Acercábanse a la casa. Las señoras, junto a la verja del jardín, esperaban su llegada para el almuerzo. Apareció la tía, sonrió y les hizo señas de que vinieran más aprisa. Era evidente que no tenía idea del desastre. ¡Pobre criatura! Muchas veces es una dicha la ignorancia.

Ya estaban más cerca.

—¡Cómo!, ¿qué es lo que le ha ocurrido al viejecito? —dijo Isabela Wardle.

La solterona no dio importancia a aquella frase, porque la juzgó aplicada a Mr. Pickwick. A sus ojos, era un muchacho Tracy Tupman; ella veía los años de éste a través de un cristal de disminución.

—No asustaros —dijo el viejo huésped, temeroso de alarmar a sus hijas.

La breve comitiva se había apelotonado de tal manera alrededor de Mr. Tupman, que las señoras no podían enterarse de la naturaleza del accidente ocurrido.

—No asustaros —dijo el huésped.

—Pero, ¿qué ha ocurrido? —gritaron las señoras.

—Que Mr. Tupman ha tenido un leve percance; nada más.

La solterona lanzó un grito penetrante, prorrumpió en una risa histérica y cayó de espaldas en brazos de sus sobrinas.

—Echadle un poco de agua fría —dijo el viejo.

—No, no —murmuró la tía—; ya estoy mejor. Bela, Emilita... ¡un médico! ¿Está herido? ¿Está muerto?... Está... ¡ah!

En este momento la solterona cayó en su desmayo número dos, con su carcajada histérica entreverada de gritos.

—Cálmese —dijo Mr. Tupman, conmovido hasta el llanto por aquella demostración de simpatía hacia sus dolores—. Querida, querida señora, cálmese.

—¡Es su voz! —exclamó la solterona.

Y acto seguido comenzaron a manifestarse en ella inequívocos síntomas del desmayo número tres.

—No se altere, se lo suplico, querida señora —dijo Mr. Tupman tranquilizándola—. Estoy un poco herido, muy poco, se lo aseguro.

—Pero, ¿no está usted muerto? —interrogó la histérica señora—. ¡Oh, dígame que no está muerto!

—No seas tonta, Raquel —terció Mr. Wardle con un aire de enojo y una viveza que no se compadecían con el poético matiz de la escena—. ¿Para qué diablo quieres que te diga si no está muerto?

—No, no, no lo estoy —dijo Mr. Tupman—. No necesito otro cuidado que el de usted; permítame apoyarme en su brazo. Y añadió murmurando:

—¡Oh, Miss Raquel!

La atribulada señora se adelantó y le ofreció su brazo. Entraron para almorzar. Mr. Tracy Tupman posó sus labios dulcemente en la mano de la señora y se hundió en el sofá

—¿Está usted débil? —preguntó alarmada Raquel.

—No —dijo Mr. Tupman—. No es nada. Me repondré en seguida.

Después cerró los ojos.

—Duerme —murmuró la solterona. (Los órganos visuales del caballero habían permanecido cerrados veinte segundos.)— Querido... querido Mr. Tupman.

Mr. Tupman se irguió.

—¡Oh, dígame eso otra vez! —exclamó. La señora se sobresaltó.

—¿No lo ha oído usted? —dijo con voz muy queda.

—¡Oh, sí, lo he oído! —replicó Mr. Tupman—. Pero repítamelo. Si desea usted verme mejorar, repítamelo.

—¡Chist! —dijo la señora—. Mi hermano.

Mr. Tracy Tupman recobró su posición primitiva, y Mr. Wardle entró en la estancia acompañado de un cirujano. Se reconoció el brazo, fue curada la herida, y diagnosticóse de leve; confortado así el ánimo de la concurrencia, procedieron a calmar su apetito con semblantes otra vez risueños. Sólo Mr. Pickwick permanecía silencioso y reservado. Su rostro denotaba incertidumbre y desconfianza. Había vacilado su fe en Mr. Winkle... había vacilado grandemente... a causa del suceso de la mañana.

—¿Juega usted al
cricket?
—preguntó Mr. Wardle a este último.

En otra ocasión cualquiera Mr. Winkle hubiera contestado afirmativamente; mas comprendiendo ahora la inseguridad de su situación, replicó modestamente:

—¡No!

—¿Y usted, sir? —preguntó a Mr. Snodgrass.

—Lo jugué en tiempos —replicó el huésped—; pero ya no lo juego. Soy del Club de aquí, pero no juego.

—Hoy se juega el gran partido, según creo —dijo Mr. Pickwick.

—Exactamente —replicó el huésped—. Supongo que le agradará verlo.

—Yo, sir —replicó Mr. Pickwick—, siempre disfruto presenciando todos los deportes que pueden llevarse a cabo sin riesgo y en los que el esfuerzo de los inhábiles no pone en peligro la vida humana.

Mr. Pickwick calló y miró severamente a Mr. Winkle, que quedó anonadado ante la escrutadora mirada del maestro. El gran hombre dejó de mirarle al cabo de algunos minutos, y añadió:

—¿Será lícito que dejemos a nuestro herido al cuidado de las damas?

—No puede usted dejarme en mejores manos —dijo Mr. Tupman.

—Indudablemente —dijo Mr. Snodgrass.

Se convino, en consecuencia, que Mr. Tupman quedaría a cargo de las señoras y que el resto de los invitados, guiados por Mr. Wardle, se encaminarían al lugar en que debía celebrarse aquel torneo de destreza que había sacudido la pereza de todo Muggleton e inoculado a Dingley Dell la fiebre del entusiasmo.

Mientras recorrían por sombríos carriles y misteriosas sendas una distancia de dos millas, iban conversando sobre motivos de aquel panorama deleitoso que les rodeaba; pero Mr. Pickwick ya comenzaba a lamentar haber emprendido aquella expedición, cuando se halló, sin darse cuenta, en la calle principal de la villa de Muggleton.

Todo aquel cuyo temperamento abrigue aficiones topográficas sabe perfectamente que Muggleton es una villa con Ayuntamiento, alcalde, burgueses y ciudadanos; y cualquiera que se haya fijado en las mociones del alcalde a los ciudadanos, de los ciudadanos al alcalde, de ambos al Ayuntamiento, o de los tres al Parlamento, sabrá que Muggleton es una villa antigua y leal, en la que se combina el celo hacia los principios cristianos con un ferviente apego a los derechos mercantiles; pudiendo ofrecerse como plena demostración de ellos que el alcalde, el Ayuntamiento y otros muchos habitantes han presentado en diversas ocasiones no menos de mil cuatrocientas veinte solicitudes contra la prolongación de la esclavitud en el extranjero, y un número parecido contra la intervención en el trabajo nacional; sesenta y ocho en favor de la venta de prebendas de la Iglesia, y ochenta y seis en pro de la abolición del comercio callejero en domingo.

Mr. Pickwick, situado en la principal calle de esta ilustre ciudad, miraba con curiosidad no exenta de interés a los objetos circundantes. Había un espacio amplio para el mercado, y en el centro de la plaza una gran posada con una muestra, en la que campeaba un objeto que, si es común en el Arte, no es frecuente hallarlo en la Naturaleza; a saber: un león azul, con tres patas en el aire, balanceándose sobre el extremo de la garra media del pie cuarto. En lo que descubría la vista había una oficina de seguros contra incendios, un comercio de granos, otro de tejidos, una talabartería, una destilería, tiendas de comestibles y una zapatería; este último almacén dedicábase también a la difusión de sombreros, gorras, trajes, paraguas de algodón y otros útiles. Había una casa de ladrillo rojo que tenía ante su fachada un rellano ensolado, casa que podría decirse pertenecer a un procurador; y había además otra casa roja con cristales venecianos y ancha placa de bronce, en la que se leía la muestra de un cirujano. Un grupo de chiquillos dirigíase al campo del
cricket
, y dos o tres comerciantes, situados a las puertas de sus tiendas, miraban como patentizando su deseo de seguir el mismo camino, lo que hubieran podido hacer, según todas las apariencias, sin perder gran cosa de venta. Mr. Pickwick, después de pararse para hacer estas observaciones, que pensaba anotar en tiempo oportuno, se apresuró a unirse a sus amigos, que habían doblado la esquina de la calle y divisaban ya el campo de batalla.

Los palos estaban ya enhiestos, y había un par de pabellones dispuestos para el descanso y refresco de los bandos contendientes. Aún no había comenzado el juego. Los de Dingley Dell y los muggletonianos entreteníanse jugando majestuosamente con la pelota del
cricket
, y otros varios caballeros, vestidos en la misma guisa, con sombrero de paja, chaquetas de franela y pantalones blancos, atavío que les asemejaba bastante a albañiles aficionados, paseaban junto a las tiendas, una de las cuales era el punto hacia donde Mr. Wardle conducía a sus amigos.

Varias docenas de «¿cómo está usted?» acogieron la llegada del viejo, y un levantamiento general de sombreros, con inclinación hacia adelante de las chaquetas de franela, siguieron a la presentación que hizo Mr. Wardle de sus invitados como amigos de Londres que anhelaban presenciar el partido del día, que, sin duda, habría de satisfacerles grandemente.

—Debían ustedes entrar en la tienda, creo, sir —dijo un obeso caballero, cuyo cuerpo y piernas parecían un enorme rollo de franela sostenido por un par de almohadones inflados.

—Estarán ustedes mucho mejor, sir —encareció otro gordo caballero que se parecía mucho al mencionado rollo de franela.

—Son ustedes muy amables —dijo Mr. Pickwick.

—Por aquí —dijo el que primero había hablado—: aquí es donde se marcan los tantos, y es el mejor sitio del campo.

Y tomando la delantera el jugador, les condujo a la tienda.

—Juego admirable... elegante deporte... bello ejercicio.

Éstas fueron las palabras que cayeron en los oídos de Mr. Pickwick al entrar en la tienda, y el primer objeto que descubrió fue al amigo de Rochester de la chaqueta verde, llevando la batuta, con gran regocijo y admiración de una selecta concurrencia, formada por lo más escogido de Muggleton. Su indumento había mejorado ligeramente, y llevaba botas; pero era inconfundible.

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