Los papeles póstumos del club Pickwick (5 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Mr. Winkle se sintió vacilante al escuchar con asombro describir su propio traje tan minuciosamente. El amigo del doctor Slammer prosiguió:

–De las averiguaciones que acabo de hacer en secretaría he sacado la convicción de que el dueño del frac en cuestión llegó aquí ayer tarde con tres caballeros. Inmediatamente he mandado preguntar al que parece ser jefe del grupo, y él en seguida le ha señalado a usted.

Si la torre más alta del castillo de Rochester se hubiera desgajado repentinamente de sus cimientos y situándose frente a la ventana del café, la sorpresa de Mr. Winkle hubiera sido insignificante comparada con la profunda estupefacción que le causaron estas palabras. Su primera impresión fue la de que el traje le había sido robado.

—¿Quiere usted esperar un momento? –dijo.

–Desde luego –contestó el importuno visitante.

Mr. Winkle subió a escape, y con mano temblorosa abrió el saco. Allí estaba el traje en su lugar habitual, mas un detenido examen evidenciaba señales de haber sido usado la noche anterior.

–Es indudable –dijo Mr. Winkle, dejando caer la prenda de sus manos. Bebí mucho después de cenar, y tengo un vago recuerdo de haber andado por las calles y haber fumado después un cigarro. El hecho es que yo estaba muy borracho... por fuerza cambié de traje... fui a alguna parte... e insulté a alguien..., no cabe duda, y este recado es la terrible consecuencia.

Diciendo lo cual, Mr. Winkle volvió sobre sus pasos en dirección al café con la lúgubre y espantosa resolución de aceptar el reto del belicoso doctor Slammer y de arrostrar las graves consecuencias que pudieran seguirse.

Varias fueron las consideraciones que le impulsaron a esta determinación: la primera, su reputación en el Club. Siempre habíasele mirado como una autoridad en cuestiones de deportes y gimnasia defensiva—inofensiva; y si en esta primera ocasión que se le ofrecía de hacerlo patente retrocedía ante la prueba, bajo la mirada de su jefe, su nombre y significación habíanse perdido para siempre. Recordaba además haber oído muchas veces a los no iniciados en tales materias que, por un convenio tácito entre los padrinos, las pistolas rara vez cargábanse con bala; y luego reflexionó que si él confiaba a Mr. Snodgrass el encargo de apadrinarle y le pintaba en tonos patéticos el riesgo, este caballero habría seguramente de comunicar la noticia a Mr. Pickwick, el cual sin perder momento la transmitiría a las autoridades locales, con objeto de impedir la muerte o el deterioro de uno de sus secuaces.

Tales fueron sus pensamientos cuando volvió al café y participó su intención de aceptar el reto del doctor.

—¿Tendría usted la bondad de dirigirme a algún amigo, para fijar la hora y el lugar del encuentro? —dijo el oficial.

—No hace falta —replicó Mr. Winkle—; indíquelos usted, y yo me procuraré después la asistencia de un amigo.

—Diremos... ¿al anochecer? —sugirió el oficial en tono indiferente.

—Muy bien —respondió Mr. Winkle, sintiendo en su corazón que estaba muy mal.

—¿Conoce usted el fuerte Pitt?

—Sí, lo vi ayer.

—Si quiere usted tomarse la molestia de dirigirse dando la vuelta por el campo que bordea el foso, tomar la senda de la izquierda al llegar al ángulo de la fortaleza y esperar allí hasta verme, yo guiaré a ustedes a un lugar escondido, donde el asunto puede quedar zanjado sin temor de interrupción.

«¡Temor de interrupción!», pensó Mr. Winkle.

—Todo convenido, ¿eh? —dijo el oficial.

—No se me ocurre nada más —replicó Mr. Winkle—. Buenos días.

—Buenos días.

El oficial salió silbando un aire alegre.

El desayuno de aquella mañana fue triste y penoso. Mr. Tupman no estuvo en condiciones de levantarse después de la gran disipación de la pasada noche; Mr. Snodgrass parecía sufrir una depresión poética de espíritu, y hasta Mr. Pickwick manifestaba una desacostumbrada inclinación al silencio y a la soda. Mr. Winkle espiaba afanosamente su oportunidad: no se hizo esperar mucho. Mr. Snodgrass le propuso visitar el castillo, y siendo Mr. Winkle el único miembro de la partida dispuesto a pasear, saldrían juntos.

—Snodgrass —dijo Mr. Winkle al salir a la calle—, Snodgrass, mi querido compañero: ¿puedo confiar en su reserva?

Y decía esto con la ardiente esperanza de no poder hacerlo.

—Sin duda —replicó Mr. Snodgrass—. Se lo juro a usted.

—No, no —le atajó Mr. Winkle, aterrado ante la idea de que su compañero se comprometiese inconscientemente a no hacer la delación—; no jure, no jure; no hace falta.

Mr. Snodgrass dejó caer la mano, que en actitud patética levantara hacia el cielo, apelando a su testimonio, y adoptó una postura atenta.

—Necesito su concurso, amigo querido, en una cuestión de honor —dijo Mr. Winkle.

—Lo tiene usted —replicó Mr. Snodgrass estrechando la mano de su amigo.

—Con un médico... el doctor Slammer, del 97.° —dijo Mr. Winkle, afanándose por tratar el asunto del modo más solemne posible—. Una cuestión con un oficial, apadrinado por otro oficial, a la caída de la tarde, en un solitario paraje de los alrededores del fuerte Pitt.

—Le acompañaré a usted —dijo Mr. Snodgrass.

Estaba sorprendido, pero en modo alguno asustado. Es maravillosa la serenidad que demuestran en tales casos todos, menos los protagonistas. Mr. Winkle había olvidado esta consideración. Había juzgado por las suyas las sensaciones de su camarada.

—Las consecuencias pueden ser espantosas —dijo Mr. Winkle.

—Espero que no —dijo Mr. Snodgrass.

—El doctor, según creo, es un gran tirador —dijo Mr. Winkle.

—Casi todos estos militares lo son —observó impasible Mr. Snodgrass—; pero también lo es usted, ¿no?

Mr. Winkle respondió afirmativamente; mas, advirtiendo que no había logrado alarmar suficientemente a su compañero, cambió de táctica.

—Snodgrass —dijo con voz trémula por la emoción—: si caigo, en un paquete que pondré en sus manos encontrará usted una carta para mi ... para mi padre.

También fracasó este ataque. Mr. Snodgrass se afectó; pero ofreció aceptar la entrega de la carta, ni más ni menos que si fuera el cartero.

—Si caigo —dijo Mr. Winkle—, o si cae el doctor, usted, amigo querido, será acusado como encubridor del hecho. Voy a condenar a mi amigo a deportación..., ¡tal vez perpetua!

Mr. Snodgrass se sobresaltó un poco al oír esto, mas su heroísmo era incontrastable.

—En cuestiones de amistad —exclamó fervorosamente—, yo desafío todos los riesgos.

Cuánto maldecía Mr. Winkle en su interior la amistosa devoción de su compañero, mientras que marchaban el uno al lado del otro absortos en sus propias meditaciones. La mañana transcurría; él se desesperaba.

—Snodgrass —dijo, parándose de repente—: le suplico que no haga público este asunto..., que no dé parte de él a las autoridades locales..., que no requiera el concurso de la policía para detenerme a mí o al doctor Slammer, del 97.° regimiento, acuartelado ahora en Chatham, con objeto de evitar el duelo...; le suplico que no.

Mr. Snodgrass tomó las manos de su amigo, replicándole con entusiasmo:

—Por nada del mundo.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mr. Winkle al convencerse de que nada podía esperar de los temores de su amigo, y la sensación de que se hallaba destinado a servir de blanco se apoderó de él con fuerza terrible.

Después de explicar detalladamente a Mr. Snodgrass las circunstancias del caso, y de alquilar una caja de pistolas de desafío, con la provisión suficiente de pólvora, balas y pistones, en casa de un armero de Rochester, volvieron los dos amigos a la fonda: Mr. Winkle, para rumiar la próxima lucha; Mr. Snodgrass, con objeto de preparar las armas de guerra y ponerlas en condiciones de uso inmediato.

En la tarde, brumosa y lúgubre, salieron de nuevo para cumplir el azaroso cometido. Mr. Winkle se embozaba en una enorme capa para esquivar toda observación, y Mr. Snodgrass ocultaba bajo la suya los instrumentos de destrucción.

—¿Lo lleva usted todo? —dijo Mr. Winkle con agitación. —Todo —replicó Mr. Snodgrass—; abundancia de municiones para caso de que falle alguno de los tiros. Hay en la caja un cuarto de libra de pólvora, y en mi bolsillo traigo dos periódicos para las cargas.

Eran estas señales de amistad de tal naturaleza que nadie hubiera podido razonablemente dejar de agradecerlas. Se supone que la gratitud de Mr. Winkle era sobradamente poderosa para manifestarse al exterior; así que, sin decir nada, continuó su marcha..., más bien despacio.

—Tenemos un tiempo excelente —dijo Mr. Snodgrass al escalar la empalizada y saltar un seto—; el sol está cayendo precisamente.

Mr. Winkle miró al astro declinante y meditó con pesadumbre en la probabilidad de su «propia caída» antes de poco.

—Allí está el oficial —exclamó Mr. Winkle a los pocos minutos de marcha.

—¿Dónde? —dijo Mr. Snodgrass.

—Allí ...; el caballero de la capa azul.

Mr. Snodgrass miró en la dirección que marcaba el índice de su amigo, y vio una figura embozada, como se le había descrito. El oficial dio muestras de haberlos reconocido, llamándoles tímidamente con la mano, y los dos amigos le siguieron a corta distancia cuando echó a andar.

La tarde se hacía más lúgubre a cada instante, y una brisa melancólica susurraba en los desiertos campos, como si un lejano gigante silbara llamando a su perro. La tristeza de la escena comunicaba un tinte sombrío a las sensaciones de Mr. Winkle. Se estremeció al trasponer el ángulo de las trincheras...; aquello parecía una tumba colosal.

El oficial abandonó de pronto la senda y, después de trepar por una empalizada y escalar un seto, penetró en un paraje escondido. Dos caballeros en él esperaban: era el uno un hombrecito gordo, de negros cabellos, y el otro, un imponente personaje que vestía guarnecida levita y que se hallaba sentado con ecuanimidad perfecta en una silla de campaña.

—El otro y un cirujano, supongo —dijo Mr. Snodgrass—. Tome usted una gota de aguardiente.

Mr. Winkle tomó la botella que su amigo sacara y se propinó un buen trago del líquido hilarante.

—Mi amigo, sir, Mr. Snodgrass —dijo Mr. Winkle cuando el oficial se les acercó.

El amigo del doctor Slammer se inclinó y mostró una caja similar a la que llevaba Mr. Snodgrass.

—Yo creo que no tenemos más que decir, sir —observó fríamente al abrir la caja—; se ha rehusado toda explicación.

—Nada, sir —dijo Mr. Snodgrass, que empezó a sentirse inquieto.

—¿Quiere usted venir? —dijo el oficial.

—Sí, señor —replicó Mr. Snodgrass.

Se midió el terreno y quedaron ultimados los preparativos.

—Creo que encontrará usted éstas mejores que las suyas —dijo el otro padrino sacando sus pistolas—. Usted me ha visto cargarlas. ¿Tiene algo que objetar para que sean utilizadas?

—Nada absolutamente —replicó Mr. Snodgrass.

Aquel ofrecimiento le proporcionaba una gran tranquilidad, porque sus nociones en materia de cargar pistolas eran un tanto vagas e inciertas.

—Tenemos que colocar a nuestros hombres —observó el oficial con la misma indiferencia que si los protagonistas fueran peones de ajedrez y los padrinos los jugadores.

—Eso es —replicó Mr. Snodgrass, que hubiera aceptado cualquier proposición a causa de su ignorancia en el asunto. Dirigióse el oficial hacia el doctor Slammer, y Mr. Snodgrass se acercó a Mr. Winkle.

—Todo está dispuesto —dijo, entregándole la pistola—. Deme usted su capa.

—¿Ha cogido usted el paquete, mi amigo querido? —dijo el pobre Winkle.

—Todo está corriente —dijo Mr. Snodgrass—. Firme, y a no marrarle.

Pensó Mr. Winkle que esta advertencia se parecía mucho a la que los transeúntes suelen hacer a los chiquillos que se pegan en la calle; por ejemplo, «anda y puédele»: admirable consejo si se conocieran los medios de llevarlo a efecto. Despojóse de su capa, sin embargo, en silencio... empleando un buen rato en desembozarse... y tomó la pistola. Retiráronse los padrinos, les imitó el caballero de la silla de campaña y se aproximaron los adversarios.

Siempre fue notoria la humanidad de Mr. Winkle. Podía conjeturarse que su repugnancia a herir intencionalmente a un prójimo fue la causa de que cerrara los ojos al llegar al terreno fatal, así como que esta circunstancia de llevar cerrados los ojos le impidió observar la extraordinaria e indescriptible manera con que se manifestaba el doctor Slammer. Este caballero hizo un movimiento de sorpresa, miró, retrocedió, se frotó los ojos, miró otra vez y, finalmente, gritó:

—¡Alto, alto!

»¿Qué es esto? —dijo el doctor Slammer, mientras que su amigo y Mr. Snodgrass corrían hacia él—. Ése no es el hombre.

—¡No es el hombre! —dijo el padrino del doctor Slammer.

—¡No es el hombre! —dijo Mr. Snodgrass.

—¡No es el hombre! —dijo el otro caballero, con la silla en la mano.

—Sin duda que no lo es —replicó el pequeño doctor—. Ésa no es la persona que me insultó anoche.

—¡Es extraordinario! —exclamó el oficial.

—Mucho —dijo el caballero de la silla—. Lo único que hay que determinar es si este caballero, estando ya en terreno, deberá ser considerado, en honor a la formalidad, como el individuo que insultó a nuestro amigo el doctor Slammer ayer noche; si es realmente este individuo o no.

Y después de sugerir esta consideración con aire pausado y misterioso, el hombre de la silla tomó una amplia porción de rapé y miró profundamente a su alrededor con el ademán de una autoridad en tales materias.

Ya Mr. Winkle había abierto sus ojos y también sus orejas, cuando oyó a su adversario anunciar la cesación de las hostilidades; y percatándose, por lo que éste había dicho después, de que sin duda ninguna había habido error, comenzó a prever el aumento que inevitablemente habría de adquirir su reputación, de ocultar el verdadero motivo que le había impulsado a acudir al terreno; avanzó, pues, con desenvoltura y dijo:

—Yo no soy la persona. Lo sé.

—Esto, entonces —dijo el hombre de la silla—, es una afrenta al doctor Slammer y una razón suficiente para que las cosas se resuelvan inmediatamente.

—Tranquilícese, Payne —dijo el padrino del doctor—. ¿Por qué no me ha comunicado el hecho esta mañana, sir? —Claro... claro —dijo el hombre de la silla, indignado.

—Le suplico que se tranquilice, Payne —dijo el doctor—. ¿Tendré que repetir mi pregunta, sir?

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