Los papeles póstumos del club Pickwick (4 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Y llamaba la atención del compañero hacia el gran botón dorado, en cuyo centro campeaba un busto de Mr. Pickwick con las letras «P.C.» una a cada lado.

—«PC.» —dijo el intruso—; rara enseña... se parece al viejo; y «P.C.»... este «P.C.» significa propia cazadora, ¿eh?

Mr. Tupman, con indignación creciente y gran prestancia, descifró la esotérica divisa.

—Algo corto el chaleco, ¿no? —dijo el desconocido, retorciéndose para echar una ojeada sobre los bruñidos botones del chaleco, que sólo le alcanzaba hasta la mitad de la espalda—. Parece el traje de un cartero mayor... curiosos trajes aquellos... hechos por contrata... sin medida... misteriosas complacencias de la Providencia... Todos los bajos gastan largos fraques... los altos, cortos.

Entre tanto, el nuevo amigo de Mr. Tupman se ajustaba su traje o, mejor dicho, el traje de Mr. Winkle, y, acompañado de Mr. Tupman, subía la escalera que conducía al salón de baile.

—¿Qué nombres digo, sir? —preguntó el portero.

Ya se disponía Mr. Tupman a pronunciar sus propios títulos, cuando le atajó el extranjero.

—Nada de nombres —y murmuró al oído de Mr. Tupman—: Los nombres no resultan... no son conocidos... magníficos nombres en sí; grandiosos... incomparables para una selecta concurrencia, pero no hacen impresión en las reuniones públicas... incógnito, esto es... Caballeros de Londres... distinguidos forasteros... una cosa así.

Abrióse la puerta, y Mr. Tracy Tupman y el desconocido penetraron en el salón.

Era una larga estancia, guarnecida de bancos tapizados de rojo y alumbrada por bujías sostenidas por candeleros de cristal. Los músicos se hallaban cuidadosamente confinados en una elevada tarima, y varios rigodones se estaban bailando por tres o cuatro grupos de parejas. En la sala inmediata había dos mesitas de naipes, y dos pares de viejas señoras, acompañadas del mismo número de obesos caballeros, se entretenían en el
whist
.

Concluida la danza, empezaron las parejas a pasear; Mr. Tupman y su compañero, estacionados en un rincón, dedicáronse a observar la concurrencia.

—Espere usted un minuto —dijo el desconocido—; verá usted qué gracioso... los grandes gorros no han venido aún... extraño lugar; los grados superiores de la Marina no se tratan con los inferiores... los marinos inferiores no se mezclan con la clase media... la clase media no se codea con el comercio... el delegado del Gobierno no habla con nadie.

—¿Quién es ese muchachito de rubio cabello y ojos enrojecidos que viste de fantasía? —inquirió Mr. Tupman.

—¡Chist!, por favor... ojos encarnados... traje fantasía... muchachito... cuidado... uno del 97.°... el honorable Wilmot Snipe... gran familia... Snipe.

—Sir Thomas Clubber, señora Clubber, señoritas Clubber —anunció el portero con voz estentórea.

Honda sensación se produjo en la sala al entrar un caballero alto con frac azul y relucientes botones, una gruesa señora vestida de satén azul y dos señoritas de igual vitola, ataviadas a la moda con vestidos del mismo color.

—El gobernador... jefe de distrito... gran hombre... hombre extraordinario —murmuraba el desconocido a Mr. Tupman, mientras que el comité organizador acompañaba a sir Thomas Clubber y a su familia hasta el fondo de la sala.

El honorable Wilmot Snipe y otros distinguidos caballeros se apresuraron a rendir su homenaje a las señoritas Clubber, y sir Thomas Clubber, enhiesto y altivo, engallado sobre su negra gola, contemplaba majestuosamente a la reunión.

—Mr. Smithie, señora Smithie y señoritas Smithie —fueron anunciados luego.

—¿Qué es Mr. Smithie? —preguntó Mr. Tracy Tupman.

—Representa algo en la comarca —replicó el desconocido.

Mr. Smithie se inclinó cortés ante sir Thomas Clubber, que aceptó el saludo con notoria condescendencia. La señora Clubber, a través de sus lentes, dirigió una mirada telescópica a la Smithie y familia, y la de Smithie atalayó a su vez a una de tantas cuyo esposo no pertenecía a la Marina.

—Coronel Bulder, señora Bulder y señorita Bulder —fueron anunciados posteriormente.

—Jefe de la guarnición —dijo el desconocido, en respuesta a la mirada interrogante de Mr. Tupman.

Miss Bulder fue calurosamente acogida por la de Clubber; el saludo que se cruzó entre la señora del coronel Bulder y la de Clubber fue afectuoso sobre toda ponderación; el coronel Bulder y sir Thomas Clubber cambiaron sus tabaqueras y se mostraron como un par de Alejandros Selkirks: reyes de todos los que veían.

Mientras que la aristocracia de la localidad, los Bulder, los Clubber, los Snipe, defendían su alta dignidad congregados en un extremo del salón, los otros sectores de la sociedad imitaban su ejemplo en diversas regiones del mismo. Los oficiales del 97.°, de menos aristocrática significación, departían con las familias de los más modestos funcionarios de la Marina. Las esposas de los procuradores y la del vinatero ostentaban la representación de un grado social distinto (la mujer del dueño del café visitaba a los Bulder), y la señora Tomlinson, la esposa del jefe de Correos, presidía con aquiescencia unánime el grupo del comercio.

Uno de los personajes más populares, en su círculo propio, era un hombrecito gordo, cuyo desnudo cráneo mostraba un cerco de negros cabellos y una extensa calva en el centro: era el doctor Slammer; médico del 97.° El doctor cambiaba su rapé con todo el mundo, con todos charlaba, reía, bailaba, bromeaba, jugaba al
whist
, lo hacía todo y hallábase en todas partes. A las muy variadas y numerosas manifestaciones de su actividad, el pequeño doctor añadía una, que era la más importante de todas: la de no cesar de prodigar atenciones a la vieja viudita, cuyo lujoso atavío y profuso tocado pregonaban la más deseable añadidura para una renta mezquina.

Los ojos de Mr. Tupman y de su compañero habían permanecido fijos algún tiempo sobre el doctor y la viuda, cuando rompió el silencio el intruso:

—Montones de dinero... anciana mujer... pomposo doctor... no es mala idea... buen asunto —fueron las frases ininteligibles que salieron de sus labios.

Mr. Tupman se le quedó mirando con curiosidad.

—Voy a bailar con la viuda —dijo el desconocido.

—¿Quién es ella? —preguntó Mr. Tupman.

—No sé... no la he visto en mi vida... voy a desbancar al doctor... allá voy.

Y el desconocido cruzó la sala incontinente y, apoyado sobre una consola, comenzó a lanzar miradas de admiración respetuosa y melancólica sobre la oronda faz de la viejecita. Mr. Tupman le contemplaba con mudo asombro. El intruso progresaba rápidamente; el mediquillo bailaba con otra señora; la viuda dejó caer su abanico, recogiólo el intruso y se lo presentó... una sonrisa... una inclinación... una cortesía... unas cuantas palabras de conversación. Marchó el intruso con osado ademán hacia el otro extremo de la sala y volvió acompañado del maestro de ceremonias; una breve pantomima a guisa de presentación, y el intruso y la señora de Budger ocuparon su puesto en el rigodón.

La sorpresa de Mr. Tupman ante la sumaria maniobra, por grande que fuera, no pudo compararse con la estupefacción del doctor. La juventud del intruso lisonjeaba a la viuda. Las atenciones del doctor eran desdeñadas por la viuda, y la indignación del doctor, completamente inadvertida para el imperturbable rival. El doctor Slammer estaba como paralizado. ¡Él, el doctor Slammer, del 97.°, ser suplantado en un momento por un hombre a quien nadie había visto antes y a quien nadie conocía ahora! ¡Slammer..., el doctor Slammer, del 97.°, rechazado! ¡Imposible! ¡No podía ser! Sí, pero era; allí estaban ellos. ¡Cómo! ¡Presentando a su amigo! ¿Podía dar crédito a sus ojos? Miró de nuevo y tuvo que aceptar la realidad penosa y admitir la veracidad de sus ópticas facultades; la señora Budger estaba bailando con Mr. Tracy Tupman; el hecho era inequívoco. Allí, delante de él, estaba la viuda danzando con vigor inusitado; Mr. Tracy Tupman, con andares saltarinos y expresión de la mayor solemnidad, bailaba (como los buenos) ni más ni menos que si el rigodón, lejos de ser cosa para tomarla a risa, constituyese un acto fundamental y serio que requiriese inflexible resolución.

Con paciencia y en silencio tuvo el doctor que soportar todo esto, así como el obsequio del vino, los cuidados pertinentes de traer y llevar vasos, el ofrecimiento de bizcochos y las demás coqueterías que hubieron de seguirse; mas pocos segundos después de haber desaparecido el intruso para acompañar a la señora Budger hasta su carruaje, abandonó vivamente la estancia, denotando en su rostro su efervescente indignación, que hasta entonces tuviera embotellada, por una copiosa transpiración pasional.

Volvió el intruso y se le aproximó Mr. Tupman; le habló en voz baja y rió. El pequeño doctor ansiaba la vida del intruso. Éste se hallaba radiante. Había triunfado.

—¡Sir! —díjole el doctor con voz lúgubre, sacando una tarjeta y llamándole hacia un rincón del pasillo—, mi nombre es Slammer, doctor Slammer, sir.. 97.° regimiento... cuartel de Chatham... mi tarjeta, sir, mi tarjeta.

Hubiera dicho más, pero le ahogaba la indignación.

—¡Ah! —replicó el intruso fríamente—. Slammer... muy obligado... exquisita atención... no estoy enfermo ahora, Slammer... pero cuando lo esté... le llamaré.

—Usted... es un impostor, sir —exclamó el furioso doctor—; un zascandil... un cobarde... un embustero... un... un... pero ¿es que nada le hará a usted darme su tarjeta, sir?

—¡Oh!, ya veo —dijo el desconocido mirándole de lado—; el vino es aquí demasiado fuerte... conserje liberal... enloquecedor... mucho... mejor la limonada... habitación caldeada... hombre de edad... sufre las consecuencias por la mañana... cruel... cruel.

Y dio uno o dos pasos.

—¿Para usted en esta casa, sir? —preguntó el indignado hombrecillo—. Usted es el que está borracho, sir; tendrá usted noticias mías por la mañana, sir. Ya le encontraré, sir, ya le encontraré.

—Lo mejor es que me busque usted en casa —replicó el desconocido inconmovible.

El doctor Slammer revelaba indescriptible ferocidad al tiempo que se calaba el sombrero con indignado ademán. El intruso y Mr. Tupman subieron al dormitorio del último piso para restituir las prestadas plumas del inconsciente Winkle.

Éste se hallaba profundamente dormido; la restitución se llevó a efecto en seguida. El desconocido mostrábase por demás jocoso, y Mr. Tracy Tupman, exaltado por el vino, los licores, las luces y las señoras, juzgaba el asunto como una deliciosa broma. Se marchó su nuevo amigo, y después de tropezar con alguna ligera dificultad para encontrar el hueco del gorro de dormir que se destina al acomodo de la cabeza y de dejar caer la palmatoria en su lucha para ponérselo, Mr. Tracy Tupman, al cabo de una serie de complicadas evoluciones, pudo llegar a meterse en el lecho, cayendo a poco en profundo reposo.

Apenas habían acabado de dar las siete de la mañana siguiente cuando la sutil mentalidad de Mr. Pickwick volvió del estado de inconsciencia en que el sueño le sumiera, por un fuerte golpe dado en la puerta de su cuarto.

—¿Quién es? —dijo Mr. Pickwick, incorporándose en el lecho.

—El camarero, sir. —¿Qué desea usted?

—Permítame, sir: ¿puede usted decirme cuál de los caballeros que le acompañan lleva frac azul con botones dorados y en ellos la marca «P.C.»?

«Esto es que se lo han llevado para cepillar —pensó Mr. Pickwick—, y el hombre ha olvidado a quién pertenece... »

—Mr. Winkle —exclamó—, la antepenúltima habitación a la derecha.

—Gracias, sir —dijo el camarero, y se marchó.

—¿Qué hay? —gritó Mr. Tupman al oír en su puerta un golpe que le sacó de su letárgico olvido.

—¿Puedo hablar a Mr. Winkle, sir? —replicó el camarero desde fuera.

—¡Winkle... Winkle! —exclamó Mr. Tupman, llamando a la habitación de dentro.

—¡Qué! —replicó una voz desmayada que salía de entre las sábanas.

—Le buscan a usted... uno, aquí, a la puerta.

Y, extenuado por el esfuerzo que le costara articular tantas palabras, Mr. Tracy Tupman se volvió del otro lado y durmióse otra vez.

—¡Me buscan! —dijo Mr. Winkle, saltando apresuradamente del lecho y vistiéndose a la ligera—. ¡Me buscan, tan lejos de la ciudad!... ¿Quién demonios puede buscarme?

—Un caballero, en el café, sir —contestó el camarero al abrir la puerta Mr. Winkle y afrontarse con él—; un caballero dice que apenas le molestará un segundo, sir, pero que no admite excusa.

—¡Qué extraño! —dijo Mr. Winkle—. En seguida bajo.

Envolvióse apresuradamente en una manta de viaje, después de vestir el batín, y bajó las escaleras. Una vieja y un par de camareros hacían la limpieza del café, y un oficial con la guerrera desabrochada hallábase mirando por la ventana. Se volvió al entrar Mr. Winkle y le hizo una fría inclinación de cabeza. Después de despedir a los criados, cerró la puerta cuidadosamente y dijo:

–¿Mr. Winkle, supongo? –Mi nombre es Winkle, sir.

–No le sorprenderá, sir, que le haga saber que vengo a visitarle esta mañana por encargo de mi amigo el doctor Slammer, del 97.°

–Doctor Slammer –dijo Mr. Winkle.

–Doctor Slammer. Me ha encargado que exprese a usted su opinión de que su conducta en la pasada noche fue de tal naturaleza, que no hay caballero que la sufra, y —añadió– que ningún caballero puede hacer sufrir a otro.

El asombro de Mr. Winkle era demasiado real y patente para que escapara a la observación del enviado del doctor Slammer; no obstante, prosiguió:

–Mi amigo el doctor Slammer me pidió que dijera a usted, además, que está firmemente persuadido de que usted estuvo borracho durante una parte de la velada, y que posiblemente no tuvo conciencia de la gravedad del insulto de que es responsable. Me comisionó para decir que si tal estado lo alegara usted como una excusa de su conducta, él se allanaría a aceptar una explicación escrita de puño y letra de usted y dictada por mí.

—¡Una explicación escrita! –repitió Mr. Winkle en el tono más enfático y sorprendido.

–De modo que ya sabe usted la disyuntiva –replicó fríamente el visitante.

—¿Le ha sido a usted confiado este encargo a mi nombre? –inquirió Mr. Winkle, cuyo intelecto se hallaba desesperadamente confundido por esta insólita conversación.

–Yo no me hallaba presente —replicó el visitante—; y como consecuencia de la resuelta negativa de usted a dar su tarjeta al doctor Slammer, este caballero me ha suplicado que identifique al propietario de un traje verdaderamente singular... un frac de color azul fuerte con un botón dorado, en el que aparece un busto y las letras «P.C.».

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